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⁞ Capítulo 3: Los sentimientos de Enya ⁞

Las Tierras de Pyros constituían un paraje árido plagado de volcanes, desiertos y ríos de lava. No era de extrañar que Marina, Primordial del Mar, se sintiera incómoda en aquel lugar. Sin embargo, era afortunada. Cuando el Monarca de la Noche asesinó a su familia y a su pueblo, quedó desamparada; una muchacha sin patria, la última de su reino con vida. La Reina Flora la acogió en su corte durante doce tiernos años, hasta que un día pactó con el Rey Kedro su traslado.

Si le hubieran preguntado a ella dónde prefería vivir, sin duda habría señalado que los bosques frondosos y las montañas gigantes de la Tierra de Sandolian le resultaban mucho más agradables que el calor pegajoso de Pyros. Pero no tenía elección: ella era una invitada perpetua en reinos ajenos y debía marchar a donde se le ofreciera refugio. No obstante, vista la tragedia familiar que le antecedía, Marina daba las gracias a diario por al menos haber disfrutado de una infancia tranquila en el hogar de las hadas y los unicornios y en compañía de la Princesa Chloé. Además, de todos los terribles destinos que podría haber soportado, dormir a cuatro habitaciones de distancia del pesado de Aidan durante los últimos cinco años no era algo tan grave.

Marina desconocía por qué la enviaron a Pyros. Cuando la Reina Flora le pidió que no hiciera preguntas con un triste semblante en el rostro, ella obedeció. Asumió su obligación y se fue montada en un enorme dragón dorado. Distinta era la situación del Príncipe Aidan. A él su padre sí que le explicó largo y tendido los motivos que le habían llevado a acordar con el reino vecino el traslado de la Princesa Errante. Y, la verdad sea dicha, no le gustaron nada, pero se aguantó. No se contradice a los reyes ni a los dioses.

—Mi príncipe, ¿habéis mandado llamarme? —preguntó una audaz voz femenina.

Aidan se giró con una pícara sonrisa pintada en la cara.

Se encontraba en el lugar más íntimo de las Tierras de Pyros: los baños termales de la Sierra Ikaru. Era un fascinante rincón en el interior de las montañas del que emanaban vapores y aguas ardientes. Según las leyendas, solo los auténticos hijos del Dios Brass eran capaces de disfrutar de un baño en ellas sin sufrir críticas quemaduras. Y claro está, no había nadie que pudiera considerarse hijo de Brass salvo el Príncipe Aidan, bendecido por aquel para ser el Primordial del Fuego. Su torso fuerte, desnudo y plagado de cicatrices asomaba sobre el agua y se sostenía descansado sobre una pared rocosa.

—Enya, ahora no está ni mi padre ni mi madre delante para decirte cómo debes hablarme —soltó con una traviesa risita y miró a la entrada del baño natural con chulería. Su ojos ambarinos brillaron al ver la silueta de la Guardiana del Rayo—. Me gusta oírte pronunciar mi nombre.

Una bella joven enfundada en un largo y sedoso vestido negro sin mangas se cruzó de brazos y apoyó el cuerpo en la montaña. El pelo corto, oscuro y plagado de reflejos púrpuras caía sobre su frente y dejaba a la vista unos enormes pendientes de cristal. Sonrió de medio lado al ver la mirada de Aidan clavada en ella. Notaba que a él le gustaba lo que veía y no tenía miedo de hacérselo saber.

—Aidan. —Lo dijo lentamente fijando sus ojos marrones en él—. ¿Por qué me has llamado? Pensaba que no querías que te molestaran.

—Lo que yo querría es disfrutar de tu compañía. —Apoyó ambos brazos sobre el saliente de la piscina y la miró ampliando su juguetona sonrisa—. Podrías bañarte conmigo.

Ella se dejó adorar por esos ojos ambarinos y luego negó con la cabeza.

—Lo dudo, mi príncipe. No creo que el Dios Brass me considere su hija. —Se encogió de hombros—. Me quemarán la piel sus aguas ardientes.

Aidan se incorporó de nuevo sobre la roca y miró al techo pensativo. Enya apreció su atractivo mientras tanto.

—Él me eligió para ser el Primordial del Fuego y yo te elegí a ti para ser la Guardiana del Rayo. —La observó de reojo con seriedad—. Muchos piensan que soy demasiado caótico e impulsivo para ser un Primordial. En las Tierras de Sandolian y Velentis creen que el Dios Brass enloqueció al bendecirme. No hay más que compararme con Chloé, Wayra y sobre todo con la irritante doña perfecta... —Inconscientemente hizo una mueca de asco al pensar en la Princesa Errante—. Bueno, da igual, lo que quería decir es que sé que hice bien en convertirte en guardiana. Es la única decisión que he tomado con total seguridad.

Enya se sonrojó, pero no dijo nada. Si seguía dando pie a esa conversación podría cometer el grave error de ilusionarse. A veces parecía que Aidan correspondía sus verdaderos sentimientos, aquellos que no pensaba revelarle jamás. No obstante, Enya veía a través de las personas, le resultaba sencillo leer sus miradas, sus expresiones faciales... Sabía más del príncipe que él mismo y por ello debía andarse con ojo sin no quería que le partiera el corazón en mil pedacitos.

—La Princesa Sira ha convocado a la Guardia de Élite esta noche en su palacio —habló Aidan mientras jugaba a hacer círculos en el agua con el dedo índice.

—¿En Velentis? ¿Es por lo que pasó ayer con Ilan?

—Eso parece. Creo que ella y Wayra han averiguado algo sobre sus runas. —Dejó caer la palma de su mano y suspiró con pesadez—. Sea lo que sea, nos lo explicarán a medianoche. Usaremos el espejo de mi habitación y mis sales de viaje para desplazarnos.

—Muy bien. —Se hizo el silencio entre ambos y Enya dudó entre irse o quedarse un poco más con él—. ¿Eso es todo, Aidan?

El Primordial del Fuego ya no la miraba. Tenía los ojos fijos en el agua termal y la Guardiana del Rayo creyó percibir inseguridad en su postura. Estaba un poco encorvado, con la cabeza agachada. Algo se le había cruzado por la mente que trastocaba su continua sensación de control. Pocas veces Aidan se dejaba ver vulnerable.

—Dile a Marina que venga a mi cuarto nada más se ponga el sol—ordenó en un leve susurro.

El corazón de Enya dio un vuelco y no supo por qué. De repente recibir esa orden le había sentado terriblemente mal. ¿Qué quería Aidan de la Princesa Errante desde el crepúsculo hasta la medianoche? Había sido escuchar su nombre y sentirse traicionada.

—¿Por qué la espiabas ayer? ¿Es que ahora te interesa? —espetó—. No entiendo qué ves en esa niña obediente... Su alma es fría y distante. No es una de nosotros; detesta el fuego.

Aidan alzó el rostro sorprendido y la escrutó. Ya no había una sonrisa traviesa en su cara, ni una mirada divertida. Estaba enfadado. Enya sabía por qué. No le gustaba que ella hablase mal de Marina. El Primordial del Fuego se pasaba los días maldiciéndola, insultándola o criticándola, pero cuando era Enya la que expresaba algo parecido sobre la Princesa Errante, él se enfadaba. No tenía ni pies ni cabeza, pero así era.

—Cuidado con lo que dices —siseó el príncipe—. En primer lugar, no tengo que darte explicaciones de nada y, en segundo, te recuerdo que estás hablando de la elegida por la Diosa Serina. Merece tu respeto.

Enya reprimió una carcajada sarcástica.

—Deberías decirle que en realidad te cae bien, a pesar de que cuando estás con ella sueles tratarla fatal... —No pudo evitar adoptar un tonto de burla—. Seguro que la pobre y triste princesita se sentiría conmovida si supiese cuánto te importa.

—Hasta donde yo sé, en Pyros las órdenes las doy yo y tú las acatas. No funciona a la inversa —respondió el príncipe con calma, ignorando las insinuaciones de su guardiana—. Transmítele mi mensaje y no te atrevas a hablarme de esta manera otra vez. Por mucho que te permita tutearme y te considere mi amiga, no debes olvidar quién soy.

Sin dirigirle ni un mísero vistazo, Aidan hundió la cabeza en el agua y Enya, controlada por sus indomables celos, se largó para cumplir el mandato de su señor.

En el campo de entrenamiento primaba el resonar de unas espadas chocando reiteradamente. Algunos soldados se habían detenido a contemplar la hermosa danza de estocadas que protagonizaba la Primordial del Mar y su protegida, la Guardiana del Hielo. Era mágico, majestuoso, admirable. La lucha entre dos de las mejores guerreras de La Alianza era un bello espectáculo de esfuerzo y energía.

Bianca era silenciosa, hábil con los piel. Se trasladaba de un lado a otro a una velocidad mayor que la de Marina y aun así siempre resultaba vencida. Su poca experiencia como Guardiana del Hielo le llevaba a cometer absurdos despistes que la Princesa Errante aprovechaba al instante. Ella era mucho más estratégica. Realizaba menos movimientos que Bianca al desplazarse, ahorraba tiempo y evitaba desgastarse inútilmente. Su mente analizaba el entorno en un breve vistazo y trazaba mil posibles ataques.

En un acto desesperado, Bianca pisó el suelo con fuerza y una capa de hielo se extendió sobre la tierra árida del patio. Marina pensó que habría sido una buena táctica si su protegida hubiera sabido dominarla. Pero como no era el caso, la guardiana se resbaló en su propio hielo y entonces la princesa asestó el golpe de gracia.

—¡No! —exclamó Bianca justo a tiempo de ver el filo de la espada de Marina a pocos centímetros de su cuello.

El arma se detuvo. Era obvio que la Primordial del Mar jamás la dañaría, en todo el año no le había hecho ni un solo corte, aunque durante los entrenamientos Bianca no podía evitar dudar. Y siempre quedaba asombrada con el dominio de Marina sobre sí misma al combatir.

—Lo has hecho muy bien —la felicitó. Envainó su espada y le ofreció una mano para ayudarla a levantarse—. Cada vez me cuesta más desarmarte y ya eres capaz de usar tu magia y la espada conjuntamente.

—Pero no lo hago como debería. Todo me sale descoordinado...

Marina observó a su aprendiz. El pelo blanco y voluminoso de Bianca estaba recogido en una larga trenza, sus ojos grises eran prueba de su cansancio y su pálida piel resplandecía sudorosa. Vestía el traje de entrenamiento de la Guarida de Pyros: un corsé marrón de tirantes bien apretado al torso con el emblema del reino, una falda pantalón del mismo tono que cubría hasta la mitad del muslo y altas botas negras ocultando sus gemelos. En la tierra del fuego hacía demasiado calor para taparse el cuerpo, así que sus habitantes evitaban las prendas largas.

Bianca estaba sucia, manchada de tierra negra, y aún así, a los ojos de cualquiera, seguía pareciendo un ser superior. Las malas lenguas afirmaban que ella no era una auténtica pyrita, pues ni su delicada apariencia ni sus gustos fríos y distantes eran propios del lugar en el que había nacido.

—Aprenderás —se limitó a decir Marina—. Ahora cuéntame cómo inició la guerra contra el Monarca de la Noche.

Bianca bufó abatida y apoyó sus manos en las caderas. Observó el porte real de su instructora. La Princesa Errante llevaba un atuendo idéntico al de Bianca, pero de color azul. Decían que el Rey Kedro lo mandó elaborar para recordar a su gente que ella era alguien especial: la heredera al trono de Meridia. A pesar de todo, se le hacía extraño contemplar el dibujo de un fénix celeste en su corsé, pues el resto del cuerpo militar en aquel reino lo llevaba bordado en hilo rojo. Su uniforme era una inusual combinación entre las costumbres de Pyros y los colores de Meridia: fuego y agua.

—¿Otra vez? —se quejó—. Llevo casi un año repitiéndolo después de cada entrenamiento, me lo sé de categoría...

—Y no lo pongo en duda, Bi. —La Princesa Errante caminó lentamente hasta la armería y se deshizo la coleta con la que sujetaba su cabello rubio. No le gustaba recogérselo, lo prefería ondeando libre como las olas del mar—. Pero es necesario recordar por qué combatimos. No empuñamos nuestras espadas por placer. La Diosa Serina no me bendijo con su poder por un capricho; me encomendó una misión. El día que te elegí como Guardiana del Hielo, tú pasaste a ser también parte de ella.

—Soy consciente...

La novata respiró hondo y se preparó para recitar por enésima vez la historia de los cuatro reinos:

—De todos los dioses de la vida, los cuatro más importantes crearon el mundo de Eletern. La Diosa Tara se encargó de los bosques, las montañas y la tierra en sí misma. El Dios Valeón puso sobre aquella un cielo azul dominado por los fríos vientos, la luz de Sol para el día y la de la Luna para la noche. La Diosa Serina añadió los mares y océanos, ocupó los cielos de Valeón con lluvia y serpenteó entre tierra de Tara con ríos caudalosos y llenos de vida acuática. Finalmente, el Dios Brass añadió luz y calidez, progreso y alimento: prendió con una chispa el mundo y obsequió a las criaturas que en ella habitaban con el fuego.

»Eletern fue hermoso y seguro durante muchos años y, en honor a sus creadores, se dividió en cuatro reinos: las Tierras de Sandolian para la Diosa Tara, las de Velentis para el Dios Valeón, las de Pyros para el Dios Brass y por último... —Bianca se interrumpió mirando ligeramente a Marina, pero la princesa se mantenía seria e indiferente, así que se obligó a continuar— las Tierras de Meridia protegidas por la Diosa Serina. Cada reino rendía pleitesía a un dios, aunque entre ellos nunca existieron rivalidades ni guerras absurdas.

—Y entonces despertó el Dios Ombra de su largo sueño en el mundo de los muertos.

Marina y Bianca se giraron en busca de la persona que acaba de interrumpirlas. Reconocieron su voz al instante, pues el tono de burla y suficiencia de Enya, la Guardiana del Rayo, les era de sobra conocido. Bianca enarcó una ceja al verla en ese vestido negro y provocativo. Marina, por su parte, desafió los ojos marrones de Enya con los suyos azules. Un duelo de miradas que se prolongó unos significativos segundos.

—Nadie sabe qué le llevó a enfrentarse a los cuatro dioses más poderosos —dijo Marina sin desviar su inexpresiva mirada de la de Enya—. Algunos creen que es su naturaleza conflictiva la que le impulsa a envolver en sombras todo lo que ve. El Dios Ombra es uno de los impopulares dioses de la muerte, llamados así porque con su energía destruyen. Es opuesto a los otros cuatro dioses que con su magia sobrenatural crean vida.

Enya esbozó una sonrisa que evidenciaba malas intenciones.

—Permíteme que te tome el relevo, repudiada. —Así solían llamar a las espaldas a Bianca: la repudiada del Dios Brass—. Ahora llega mi parte favorita de la historia, cuando el Dios Ombra se propuso conquistar el mundo de Eletern a toda costa y con su ejército de sombras dirigió un ataque sorpresivo a las Tierras de Meridia. Destruyó el reino y a toda su gente, excepto a la aquí presente Princesa Marina, quien, salvada por el deseo de su madre, está condenada a vagar como un alma errante entre reinos que no son el suyo.

Marina no pareció ofendida. Tras diecisiete años viviendo fuera de sus tierras, estaba más que acostumbrada a los constantes comentarios desafortunados de las cortes de Sandolian y Pyros. Así que simplemente dijo:

—Bianca cuenta la historia mucho mejor que tú. —Sin dejar que Enya pudiera oponerse, dirigió sus cálidos ojos azules hacia su protegida—. Puedes saltarte todo lo que tiene que ver con mi infancia. Céntrate en la guerra con el Monarca de la Noche.

La Guardiana del Hielo asintió, tratando de fingir que la incómoda presencia de Enya no le ponía de los nervios.

—Pues, por dónde iba... ¡Ya sé! Tomado el control de las Tierras de Meridia, el Dios Ombra convirtió el que una vez fue un reino consagrado al océano y a sus seres marinos, en el actual Reino de las Sombras. Eligió un soberano, el Rey Darco, al que nosotros siempre llamamos Monarca de la Noche, y puso a su disposición un ejército de sombras con el que poder conquistar el resto de Eletern. Ya no contaba con el efecto sorpresivo del primer ataque, por lo que las Tierras de Velentis, Sandolian y Pyros se anticiparon a sus tretas formando La Alianza. Unieron sus ejércitos en uno solo grande y poderoso y dirigieron una brutal ofensiva contra el Reino de las Sombras, pretendiendo liberar al pueblo de Meridia de la oscuridad...

—Y así pereció el Príncipe Dimon, primogénito del Rey Kedro y heredero al trono de Pyros —interrumpió de nuevo Enya en lo que pareció un reproche electrizante—. También descubrimos que ni todos los guerreros del mundo montados en dragones, caballos alados, hipogrifos y demás criaturas mágicas, serían suficientes para derrotar al Monarca de la Noche. Para vencer necesitaríamos la magia de Los Cuatro Dioses.

Marina agachó la mirada y apretó los labios. Sabía que Enya la odiaba y entendía perfectamente por qué. Muchos eran los que achacaban la muerte del hermano mayor de Aidan a la debilidad de los meridienses. Si el pueblo del mar se hubiera sabido proteger solo, Dimon jamás se habría visto obligado a combatir contra el peligroso Rey Darco.

La Reina Flora siempre le había dicho a Marina que nada de lo que ocurría en Eletern era culpa suya, pero por algún extraño motivo, ella no lo sentía así.

—Vamos a dejarlo aquí —sentenció esforzándose por mantener ese rostro inescrutable que parecía no saber llorar ni reír—. Continuaremos repasando el origen de los Primordiales en otro momento, cuando la Guardiana de Rayo no esté para interrumpir. —La mencionada dio un respingo—. ¿Querías algo de nosotras o...?

Enya hizo una mueca de disgusto y se dispuso a marcharse dejando con la palabra en la boca a Marina.

—La princesa Sira ha convocado a la Guardia de Élite a medianoche en Velentis —dijo sin mirarlas—. Y el príncipe Aidan quiere que vayas a sus aposentos al ponerse el sol.

—¿Yo? —Marina no pudo ocultar la sorpresa.

—Sí.

Sin dar una sola explicación, Enya desapareció tras la puerta de la armería abandonando a ambas muchachas en un estado de incredulidad y conmoción.

—¿Pero a qué juega ese niñato? —exclamó Marina frustrada. Toda su serenidad se desvanecía en cuanto se quedaba a solas con Bianca—. Ayer le pillé espiándome y ahora me pide que vaya al anochecer a sus aposentos como si fuera su cortesana... —Se sonrojó al decirlo. Sabía que Aidan tenía aventuras con damas de la corte, no se le resistía ni una—. Por la Diosa Serina, espero que no reclame mi presencia en ese sentido... ¿Se le puede decir que no al Príncipe de Pyros?

—Tienes que obedecerle —dijo Bianca—. Creo.

—¡Jamás! —Marina negó con la cabeza una y mil veces—. Nadie consigue sacarme de mis casillas tanto como él, ni siquiera Enya, y eso que ella es horriblemente borde... No se atreverá, ¿verdad? Como ose sugerirme tan siquiera esa idea, ¡juro que le ahogo! Estoy cansada de sus jugarretas, estos cinco últimos años han sido un dolor de cabeza con Aidan. Si de verdad pretende proponerme ser su cortesana solo para humillarme, habrá rebasado una línea invisible muy delicada y... ¡No lo haré ni hoy ni nunca! ¿Por qué me odia?

Bianca sonrió y no hizo comentarios. A diferencia de la Guardiana del Rayo, Aidan no odiaba a Marina. Cualquiera que les viese juntos sabría que no era precisamente odio el sentimiento que flotaba entre ambos. Aidan simplemente la picaba y ella se aguantaba porque creía que era su deber obedecer. Eran agua y fuego, incompatibles. Estaba en su naturaleza repelerse mutuamente.

—No creo que lo que quiera hablarte esté relacionado con ser su cortesana —señaló la guardiana—. Dudo que Aidan pretenda yacer contigo, Marina. Corre el riesgo de que le cortes la cabeza nada más entrar en sus aposentos.

—Aidan es bastante idiota, puede que ni lo haya pensado.

—Deberíamos descansar —propuso la de cabellos blancos dejando las paranoias de Marina a un lado—. Si vamos a tener que pasar la noche en vela hablando de grimorios, runas y soportando los comentarios mordaces de Enya, lo mejor es recuperar energías.

Marina asintió. Coincidía con su razonamiento, pero no sabría si conseguiría conciliar el sueño. En su mente seguía rondando la retorcida e indignante idea de reducirse a ser la mera cortesana del hombre más insoportable de universo. A pesar de todo, se obligó a intentarlo.

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