Reencuentros que saben a dolor
17 de abril, 2020
Me despierto con el sonido de una voz, una voz femenina y muy joven. Está tarareando una canción de cuna, una que solía escuchar en el hospicio de monjas. Es melodiosa y me incorporo con una sonrisa en mi rostro.
—Los niños chiquititos son bonito cual rosal—una voz de niña dulce—. La virgen los prefiere, porque no saben pecar—escucho la voz más cerca, en el umbral de mi habitación—. Duérmete niño, duérmete ya; qué las estrellas te alumbrarán—vuelve a repetir, esta vez más bajo. La escucho con los ojos cerrados.
El rostro de esa voz cántica se hace perceptible cuando giro en dirección a mi puerta. Allí está ella, una testaruda jovencita de diez años, con unas colitas pelirrojas a cada lado de su rostro. Tiene un vestido azul cómodo y unas bailarinas a juego, sus ojos son anclas de un azul demasiado claro, cercano al gris.
En cuanto se asegura de que estoy despierto, corre hacia a mí.
—¡Dashner, Dashner! —amo escucharla. Su cuerpo se abalanza sobre el mío, puedo oler su cabello a rosas—. Estás despierto—me dice en voz baja.
—Te prometo que sí me vuelves a cantar, regreso a la cama—me río y ella comienza a soltarme para reír también.
—Mamá me dijo que no entrará, el Padre Henry nos ha dicho que ayer has llegado tarde—me dice con un rostro preocupado, con temor a saber las consecuencias.
—Oye, tú no me despertaste, ¿vale? —ella asiente, pero sigue nerviosa—. Hagamos algo, yo hablaré con mamá, ella no se resiste a mis encantos—le hago cosquillas y ella comienza a reír otra vez.
—¿Con qué eso creen? —ambos giramos. Ahora los dos estamos es problemas—. Eleanor, ¿qué te he dicho de despertar al Padre Lucas? —bajo a Eleanor y ella se aferra a mi pierna.
—Que no lo haga—dice, con una voz demasiado tierna—. Pero es que Dashner es mi único amigo, y no lo veo casi—entonces, aprieta su agarre.
—¡Eleanor! —exclama.
Eleanor me mira.
—Lo siento, Padre Lucas.
Eso me parte el alma.
Me arrodillo para quedar a su altura.
—Está bien, llámame como te sientas cómoda, Eleanor—ella sonríe nerviosamente—. ¿Qué tal sí le muestras lo mucho que ha mejorado tu voz al Padre Henry? —la motivo y ella corre, pasando a su madre.
Louisa Cambridge.
Una mujer conservadora y amiga del Padre Henry desde pequeña. Prácticamente se crío con él, es muy estricta y también muy tímida. Debo admitir que su hija es la luz de mi vida, aunque no sea mía. Louisa tiene pómulos firmes y vivos, es de cuerpo lánguido y pálido. Su cabello es más rojizo con muchas ondas que se esconde bajo un peinado recogido, siempre me he preguntado si alguna vez se lo deja suelto, me imagino lo hermoso que sería. Sus ojos son castaños claros, a diferencia de la transparencia de los de Eleanor.
—Hola, Louisa.
Ella agacha la cabeza, está nerviosa.
—Hola, Padre.
—Lo que dije fue en serio—le advierto, y ella hace el esfuerzo en sostener la mirada—. Pueden llamarme como se sientan cómodas, Padre Lucas o Dashner, soy la misma persona.
—Para mí no es lo mismo, lo sabe.
—Puedes tutearme, Louisa.
Sin duda la belleza y sencillez de Louisa es algo que me atrapó desde el primer día que la conocí. Su inocencia le da sentido a lo que creo, cuando la veo, no siento ansiedad, tampoco siento a mi pasado asechándome. Sólo siento su enorme bondad. Me enamoré de Louisa en cuanto la vi, sólo que no lo supe hasta más tarde, es por ello que acepto estar en su vida, incluso como un guía espiritual. Entendí que hay muchas formas de amar, yo conozco esta donde no importa de qué modo, siempre estaré para ella y Eleanor cuando lo necesiten, daría cualquier cosa por ellas.
Louisa lo sabe.
Está temblando y sus ojos no desean mirarme.
Me acerco a ella.
Sostengo sus manos.
—Han pasado tres semanas desde la última vez que las vi—le confieso, en el fondo con la incertidumbre de saber qué hicieron durante ese tiempo, por qué no habían asistido a misa.
—Mark quería visitar a sus padres, Eleanor no ha visto sus abuelos desde la navidad.
—Me alegra que hayan vuelto pronto.
Ella sube la mirada hacia a mí, sus ojos me apresan enseguida.
—Te extrañé mucho—su voz flaquea, es la primera vez que me tutea, como antes.
—Y yo a ustedes.
La abrazo con fuerza.
—Hola, Padre. Me alegro que haya decidido venir finalmente—me dice el Agente. En esta ocasión viste igual, pero con una franela azul rey y sin el chaleco, sólo con la placa.
—Hola, Sr. Jace—le respondo, inseguro de lo que voy a hacer. Estamos en la comisaría, la verdad no se me dan estos lugares, así como tampoco los psiquiátricos. Pero sí puedo con un punto medio donde cohabitan ambos demonios—enfermos mentales y personas tendenciosas—, puedo con esto—. ¿Dónde está?
Él agente no me responde, en su lugar se apresura a caminar mientras yo le sigo. Son las tres con veintisiete de la tarde, hay movimiento en la comisaría, hombres robustos caminando de un lado a otro. En cuanto entramos al área de detención, escucho las protestas de los recluidos.
Algunos suenan las rejas con lo que encuentran, y otros sólo se quedan en silencio con una mirada asesina. El Agente Jace es igual o un poco más grande, de masa muscular gruesa y visiblemente de mano pesada. Él se aleja en cuanto le habla a un similar cuidando la puerta que dirige a otro salón. Finalmente, cuando terminan de hablar, el hombre robusto coloca su carnet y la puerta se abre. Adentro hay más rejas, pero mucho más silencio que en la habitación anterior.
Las examino.
No hay nadie en la mayoría de ellas.
Excepto la última.
Allí está Andrew.
Me detengo, su figura es casi imperceptible entre la oscuridad de la celda, lo veo con una capucha que cubre su cabeza, sentado en una cama, mirando a la pared frente a él.
—Morgan—le llama el Agente Jace, pero él no le responde—. Morgan, necesitamos hacerte unas preguntas.
Andrew no se mueve, tampoco se escucha siquiera su respiración.
—Andrew —le llamo, en cuanto creo que no me ha escuchado, se gira lentamente.
Su mirada me penetra como nunca antes lo había hecho. Me asusta, me recuerdo que ese es mi viejo amigo, pero simplemente mi cerebro no lo procesa. Es imposible.
Su rostro está manchado con suciedad, además de ojeras oscuras debajo de sus ojos, tiene cicatrices frescas en forma de V que llegan hasta su mandíbula, sus ojos avellana se ven atormentados, justo como debe estarlo. Lleva ropa desgastada y manchada, por lo que me cabe, puedo aludir es sangre.
Lo escucho ronronear.
Sí, un sonido ronco y hostil, como el de un gato. Él se agacha en el suelo y gatea, sin quitarme la mirada, comienza a sisear igual a una serpiente, saliva se escuche por sus labios. Cuando llega a la verja, se aferra a ella con fuerza, algo que poner en alerta al hombre a mi lado.
—Ar-archi-archie Dassh-shh-ner—sisea cada una de las letras, el sonido parece un golpe en mi cerebro. Mi nombre, dijo mi nombre.
El agente se adelanta y sostiene la verga con rusticidad—Morgan, no estamos aquí para un reencuentro, necesitamos que respondas las preguntas que el Padre te hará—Andrew mira al Agente, sus ojos de par en par, luego me miran a mí—. Adelante, Padre.
—Muéstreme las fotos—él lo hace—. ¿Qué significa esto, Andrew? —él torna su mirada entre mí y el móvil—. Dime, ¿qué ves?
— Exci-tare ve-te-rum mo-mons-tra—dice, con una voz ahogada, fuera de este mundo.
—¿Qué significa, Andrew? —le pregunto.
—Des-desp-despier-ta al mouns-truo d-de tu pa-ssa-do—chistea despacio.
—¿A qué se refiere con eso? —me pregunta el Agente, no le respondo. Entonces comienza a batir las rejas, enseñándole el móvil al recluido—. ¿Entiendes el idioma egipcio, no es así? Dime ¿qué son los garabatos? —Andrew se ríe de una manera diabólica y se aleja de la verja. El agente se exaspera, golpea la reja— ¡Dime, Morgan! —él recluido deja de reír, comienza a hacer un sonido interno muy profundo y perturbador, las luces del pasillo titilan. Una de las bombillas se parte.
—¡ARCHIE DASHNER! —me llama una voz gruesa, escalofriante, nada similar a la voz natural de Andrew. La repetí varias veces, no ha terminado de pronunciar una vez, cuando vuelve a repetirlo. Todas las bombillas se apagan, huelo un olor parecido al humo, algo se quema, Andrew deja de escucharse.
El Agente busca su linterna en el cinturón de su torso y la enciende. Andrew no está dentro de la celda, la puerta esta cerrada. Las luces se encienden y vuelvo a girar para ver la celda, allí está él otra vez. Sus ojos se anclaron en los míos y tuve que sujetar mi cabeza, un dolor de gran magnitud comienza a palpitar en mis sienes. Siento pavor, un pavor psicológico, esto no es real, el dolor no es real.
Archie Dashner. El joven que robó drogas en los bares, en lugares de mala muerte, ahora un Capellán. Querido Archie, todos te creen un ángel, un protector, pero la verdad es que eres un asesino, un pecador, lo peor de tu clase.
La voz me doblega y mis rodillas tocan el piso, comienzo a respirar agitadamente, siento que mi corazón se acelera a mil por hora.
Esa voz no es real.
—¡Padre, Lucas! ¡Padre! —escucho lejanamente.
Samantha jamás pudo haberse enamorado de alguien como tú, ¿cierto, Archie? Eras muy débil, ella prefería los hombres fuertes. Incluso así te acepto, deseaste la mujer de otro hombre, la hiciste tuya y nunca la salvaste del infierno que vivía. Ella se suicidó, ella murió gracias a ti.
—¡Qué no es real, Joder! —comienzo a agarrar una fuerza que no sé de dónde he sacado, me levanto. Lo que sea que veo frente a mí, no es Andrew. Sostengo el rosario en pecho, comienzo a orar:
Angelus domini nuntiavit Mariae,
et concepit de Spirtitu Sancto.
Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus,
et benedictus fructus ventris tui, lesus.
Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis pecatoribus, nunc et in hora mortis nostræ. Amen.
Mientras oro y sujeto mi rosario contra mi pecho con fuerza, cierro los ojos y escucho el grito más horroroso que he escuchado en mi vida. No me inmuto, sigo orando con fuerza y en voz alta. Lo último que escucho antes de percibir el silencio absoluto, son la explosión de todas las bombillas del pasillo. En un segundo se repone una luz amarilla y menos luminosa que la anterior. Andrew está tirado en el suelo de su celda, su pecho sube y baja con desenfreno. Un olor a quemado llega a mí y puedo percibir que viene de su ropa, un humo tenue se desprende de ella.
La agente esta mi lado, en el suelo, hincado de rodillas y con las manos en ambos lados de su rostro. En cuanto advierte el silencio, se levanta y me mira sin saber cómo hacerlo. Ha visto y ha escuchado cosas que, seguramente, se escapan de lo que cree haber comprendido a lo largo de su vida. Su cara está roja y sudada, siento la temperatura anormal opuesta a la que había cuando entramos.
—Necesito un trago.
También necesito un trago.
Tengo un jodido calor.
Estás ardiendo, ¿qué pensabas?
Fue retórico, pero gracias.
P A T V A S Q U E Z
Los pecados del Capellán
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