Iris
Esto es, definitivamente, una maldición. No puedo llamarlo de otra forma. La vida me dio unos ojos almendrados, dos ojos que con su respectivo iris cada uno hubieran sido hermosos. Pero me correspondió ser un monstruo: tener varios iris. Veo mal a causa de esta condición, veo un mundo fragmentado que a su vez me percibe como una fragmentada.
Me llamo, o mejor dicho me apodan, Iris.
¡Qué ambiente tan pesado el de este hospital! Mis ocho iris lo transforman en ocho salas de espera. Es preferible parpadear, cerrar los ojos a una escena así. Pasa un doctor ocho veces. Ocho veces las enfermeras llevan la camilla de aquel accidentado. Ocho veces hay un hombre a mi lado con una fractura de pierna, y veo su sangre bajo la venda, una y otra vez.
Empieza a dolerme la cabeza. Hace mucho lidio con estas migrañas odiosas que son producto de mi extraña condición, en ocasiones llego a convulsionar y alucinar, así que lo mejor que puedo hacer es irme a casa y encerrarme en mi habitación.
Afuera siguen repitiéndose los árboles, las aceras, las estrellas del cielo y las ambulancias con sus cegadoras luces de peligro.
— ¡Espera, detente ahí!—escucho la voz de la enfermera a mis espaldas, pero no le puedo hacer caso.
Me sumerjo corriendo en la oscuridad de la otra calle. Nadie puede ver a esta aberración grotesca cruzar las avenidas solitarias en la madrugada. Nadie la ve entrar a su hogar finalmente.
Vomito luego de aquel viaje tan agotador e insufrible para mis iris embrujados. Apago, pues, la luz para no confundirme con mis ocho visiones de un estómago descompuesto; avanzo a tientas y comienzo a apagar luces mientras voy al baño a enjuagarme la boca.
Afortunadamente, conozco cada rincón de mi casa.
Debo parar, calmarme...
No debí haber huido de la sala de espera: aunque sólo me duele la cabeza pudo haber sido peor.
Luego de lavar mis labios y limpiar todo el desastre que hice en la sala, me tomé un vaso de agua con mi pastilla. Me senté. Lo único que quería era el efecto del medicamento para que mi cabeza dejara de sentirse taladrada.
La oscuridad impide que mi mundo sea visto a través de ocho persianas. Al fin, paz...
¡Un momento! ¿De dónde proviene esa luz verdosa cuyos reflejos veo desde aquí? Ninguna lámpara está despierta en esta casa y mis ojos lagrimean como los aleros en días lluviosos.
Puedo escuchar algo: será el gato cuyo rostro felino me recuerda a mi difunta hermana, ese animalito de ojos humanos, con su pequeño hocico y su maullido triste. No le haré caso por ahora, le di de comer hace rato, antes de irme al hospital... y, por cierto, ¿a qué había ido? Lo olvidé por completo.
Dejé de escuchar los impertinentes arañazos en la puerta. Algo más llamó mi atención: humo. Un humo, o varios, que bajo los fulgores verdosos me inquietaba ¿Se estaba quemando algo? ¿Dónde? No había, sin embargo, olor a quemado, sino aroma de incienso y de frutas, olor a manzanas. Mi nariz no falla tanto como mis ojos, sin embargo, yo no había comprado manzanas en ningún momento.
Escuché un maullido lastimero, era mi hermana que me decía: "Ven conmigo". El gato volvió a maullar y se oyó un chasquido. Ella solía chasquear los dedos cuando llegaba ¡Estaba ahí! Chasqueé los dedos siguiéndole la corriente. Me respondió con otro maullido.
Aquella mezcla sensorial era ciertamente hipnótica. Fulgores verdes, humo, perfumes en el aire y el chasquido rítmico acompasado al maullido felino. Se abrió paso ante mis ojos una oscuridad más intimidante que aquella penumbra de mi entorno.
Ya la cabeza había dejado de dolerme: sólo me dolía el pecho de recordar la pérdida de mi hermana, envuelta en un accidente automovilístico cuando estaba a punto de descubrir por qué yo padecía de múltiples iris. Ella se hizo genetista por mí, quería curarme.
El portal seguía ante mí. Oscuridad absoluta. Otro maullido me indicó que: "debía faltarme algo". Sí, como lo he escuchado: "te sobran iris, te debe entonces faltar algo".
¡No! Es una locura, probablemente estoy alucinando. Los doctores vendrán pronto a por mí, no sé si para llevarme a Urgencias o al manicomio, pero sin duda los veré llegar.
“No eres Iris, sino: ¡Eris! Diosa del Caos, pero no del color después de la lluvia”—esa voz vuelve a decirme lo que una vez me gritó alguien, ¿mi madre, tal vez?
Me pondré algo de música para calmarme. Alguna canción que me sepa de memoria y que por tanto sea predecible a mi cerebro.
He sacado mis audífonos del estuche, ¡y qué enredados están estos cablecillos!
Escucho al gato ronronear, pero no está a mi lado. No es posible: yo no le abrí la puerta.
Vuelven los dolores. Me duelen la cabeza, el pecho, las manos...
¡Las manos! Miro mis manos llenas de sangre bajo los fulgores verdes que empiezan a extinguirse. Estas cosas no son mis audífonos, esos trozos sólidos y blanquecinos en mi mano izquierda no son de plástico. Veo los ocho reflejos de mi meñique roto ¿Qué es esto? ¿Huesecillos? ¡Mi dedo! ¿Me he arrancado las falanges por error?
(*las falanges son los pequeños huesos que forman los dedos)
No lo veo bien, ahora todo vuelve a estar oscuro. He cerrado los párpados llorando. He confundido la fractura expuesta, el hueso semi-derretido de mi mano izquierda, con los cables a un lado de mis audífonos blancos. Lloro, y pronto me empiezo a reír a carcajadas de mi situación, con rabia contra mí misma.
Voy a abrirle la puerta al gato. Amicia le he llamado, una mezcla entre “amigo” en italiano, y Elísia, mi hermana.
Es la enfermera quien ha venido: me siguió. Amicia se separa de ella y golpea su cabecita felina contra mi piernq: olvidé que le ronronea incluso a los extraños como lo hace conmigo, ronronea y puedo escuchar la frecuencia sutil de su cariño amplificada por mi aguda capacidad de sentir los sonidos. Cuando se tiene una debilidad visual, los demás sentidos se afinan. La enfermera está ocho veces repetida y a la vez sé que viene sola, como de costumbre todo lo que percibo. Pero la oscuridad de mi casa apagada atenúa la molestia de mi visión. El vecindario duerme y las farolas de la calle delinean a esta figura blanca: un ángel de la muerte.
“¡Experimento! ¡Monstruo! No debiste haberte escapado... Vamos conmigo antes de que se percaten de tu ausencia, luego podrás volver a esta residencia, pero estarás bien vigilada”—me recrimina, me deshumaniza con sus palabras y hala por el brazo del dedo herido. Está despertando un instinto en mí, los recuerdos vuelven para atormentarme ¡No volveré a esa clínica! ¿Por qué otra vez? Me resisto y la empujo con mi mano sana, no sé de dónde he sacado tantas fuerzas para de repente agarrarla como si nada y estamparla contra el vano de la puerta... ocho veces. Su cabeza se abrazo como una roja fruta picada en dos contra el vano de la puerta. Limpiaré este desorden mientras Amicia empieza a saborear algo de los restos, ¡buen chico!
Ya ha pasado un rato. Ahora veo como normalmente. Me miro al espejo y tengo... ¡unos ojos normales!
Mi mano también se ha regenerado, gracias a que me cosí el dedo de la enfermera. He tenido que hacer algo muy desagradable, pero si ella fue la culpable, también ha sido la solución. En ese hospital, a todos los tomaban para experimentar.
Miro al foso que cavé en mi patio, hay ocho secos cadáveres entre médicos y enfermeras, que a mi vista enferma se multiplican como una masacre. Extrañamente, no siento remordimientos, sólo asco. A todos les falta algo, una pierna, un brazo, un dedo: algo que me han quitado a mí. Les echo tierra encima a mis verdugos. Los fulgores verdes regresan y mi gato me guía al interior de la casa, al cuarto donde vuelve a arder el incienso y el perfume se derrama ¡Son las señales de que Elísia vuelve a despertar, ahora definitivamente! Es ella quien tiene los ocho iris, y a su lado hay cuatro copias de mi nuevo yo, mi yo normal que siempre soñé ser. He de guiarla, ahora es Iris, y yo Eris. El gato será nuestro mensajero hasta que pueda volverse una copia de ella.
— Es hora de vengarnos, hermana—le digo.
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