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9. Intercambio

Año 2007. Antes.

—¿Qué crees que estabas haciendo? —mi madre se apoyó en la mesa.

Desde que nos habíamos despedido de la anciana y Akil, todo el camino de vuelta fue dos pasos por delante de mí sin hablar. Sabía que cuando se ponía así, me esperaba una discusión en cuanto llegáramos a casa. Esta vez, creía que no había hecho nada malo.

—Ayudar a la anciana a encontrar a su nieto —contesté frunciendo el ceño.

—No me refiero a eso —colocó unas flores de la mesa que se caían.

Más que sentir las llamas vivas en los ojos de mi madre puestas en mí, lo que me daba miedo de verdad era cuando callaba. Ahí, sabía que había algo que hice mal o no se encontraba bien. Si se enojaba debía ser algo importante y que le había afectado, pocas veces lo había visto comportarse así con los demás.

—¿Por qué te alejaste tanto? —la voz se le quebraba en alguna parte.

—No me había dado cuenta que estaba tan lejos. Empecé a dar un paseo y acabé cerca del charco en los patos —jugué con los dedos.

Mi madre soltó un suspiro y la tensión entre las dos creció.

Por un momento, pensé que era por ayudar a la anciana en la búsqueda de su nieto, Akil. Antes de llegar al parque, me advirtió que tenía que ser amable con los demás y mostrar educación. Aunque me gustaba ayudar a la gente, en parte tomé esa decisión por el consejo que me había dado.

Mientras la anciana y yo estuvimos buscando a Akil, llegué a hacerme a la idea de que no íbamos a dar con él. Antes de ver a la paloma correteando para tratar de huir de Akil y él intentando alcanzarla a solo unos pasos; vi que la anciana se le notaba cansada y parecía concentrada por un par de segundos en algo más. No podía imaginarme el dolor que debió sentir durante ese rato que no sabía nada de su nieto.

—¿Sabes lo que he pasado? Después de despedirme de Anitta y no verte por los alrededores temí lo peor —se giró tratando de aguantar las lágrimas que amenazaban por salir—. Pregunté a la gente enseñándole una imagen tuya por si sabían algo y todos me respondieron lo mismo. —se tapó la boca para intentar controlarse.

Me acerqué a ella.

—Yo...

—Pensaba que te había pasado algo malo —la voz se le quebró. Las lágrimas comenzaron a salir sin control.

—Lo siento... —la abracé deseando que el daño desapareciera de su corazón. Noté una punzada de culpabilidad en el mío. Sus gotas de agua salada y las mías bajaban al mismo ritmo y se enlazaban en mi hombro.

Los momentos que pasaba con mi madre, tanto si eran agridulces, tristes o alegres, deseaba que fueran eternos; esos pequeños instantes me daban la sensación de que se paraba el tiempo. Era consciente de que un día debería enfrentarme al mundo sola. Sonaba realista, pero así podía disfrutar más del tiempo que compartimos.

La luz parpadeó.

En el fondo, se podía ver la silueta de un chico delgado. Pasaba casi inadvertido, si no fuera por los ojos vacíos y el aura negra claro. Observaba en silencio la escena.

—¿Qué te ha pasado en la nariz? —me apartó un poco y me la tocó.

—Ah. El nieto de la anciana me dio

—¡Qué niño tan maleducado! —negó con la cabeza—. Espera...

Mi madre encendió la luz de la cocina. Oí como abría y cerraba los cajones y abría el congelador.

Algo se movió entre las sombras. En silencio y elegancia. El chico de ojos vacíos se sentó en la punta de la mesa hacia mi dirección sin decir ni una palabra. No me gustaba que me miraran de esa manera, me hacía sentir incómoda. Más aún, teniendo en cuenta ese brillo en sus ojos que no expresaban nada, como si fuera un robot carente de emociones.

Volvió con algo en la mano.

—Ponte esto —me dio hielo envuelto en un trozo de tela—. Tengo que preparar la cena —me dio un beso en la mejilla y se fue a la cocina.

Me fijé en la mesa del comedor, pero el chico había desaparecido. La luz continuaba parpadeando de vez en cuando, tal vez, era un aviso de que iba siendo hora de cambiar las bombillas.

Debía dejar mis cosas en la habitación. Había sido un día largo. Durante mucho rato, pensé que no encontraría a Akil. Me alegraba saber que estaba sano y salvo con su abuela.

Ahora, la preocupación era averiguar cómo se encontraba Ángel. Ya había pasado más de medio día desde que tenía la reunión con su amiga. Por las otras veces que quedaban no solía tardar tanto en volver. Algo debería haber pasado. Me sentía impotente, no podía hacer nada para arreglarlo. Desconocía dónde había ido. La única opción que me quedaba era esperar.

Anduve por el pasillo.

De reojo, me pareció ver una silueta que se deslizaba entre mis pies y se escondía en los rincones donde reinaba la oscuridad en el corredor. Me recordaba al camino que hice para llegar a la escuela, después de que se me apareciera Ángel por primera vez y pensaba que todo había sido una pesadilla.

Por las noches, el pasillo daba miedo entre lo estrecho que era y que las puertas ya tenían unos años. Cuando el viento se filtraba, se escuchaban sus ecos por toda la casa. Las cortinas de las ventanas se movían con brusquedad.

Entré en mi habitación. Esta estaba enfrente del cuarto de mi madre. Dentro, la pared apenas se veía debido a los posters de videojuegos y grupos musicales que me gustaban. En la mesa de escritorio residían algunos funkos de videojuegos y un ordenador portátil. Al lado de la cama, había un armario lleno de dibujos que fui colgando a lo largo de los años. La mitad de las paredes del cuarto estaban pintadas de violeta, mientras que en la otra de azul oscuro.

Respiré hondo. Tenía ganas de llegar a casa y poder desconectar. Aunque el día se me había pasado rápido, necesitaba alejar de mi mente aquellas dudas que asaltaban mi tranquilidad. Sobre todo preocupación.

Desde que conocí a Ángel y me habló de La Gente de la Sombra, quienes me buscaban para algo y habían averiguado en el país en el que vivía; no había vuelto a saber nada de ellos. No creí que estuvieran tramando nada bueno.

Tiré el bolso en la silla del escritorio y me estiré en la cama. Me encantaba esa sensación de calma que me entraba cada vez que me abrazaba con su calor. Cerré los ojos y miré detrás de mi cama, en la pequeña mesita.

—¡Ah! —grité levantándome de golpe.

En la mesita que había junto a la cama, el chico de ojos vacíos estaba sentado de puntillas mientras me observaba sin decir una palabra ni transmitir nada. Su aura negra claro estática seguía su figura.

—¿Por qué me miras así?

—¿Y por qué no? —sonrió mientras empezaba a comer una manzana.

—Porque es incómodo —me mordí el labio.

—Aguafiestas —murmuró en voz baja, sin despegar la vista.

—En serio, ¡Para! —puse una mano delante de mis ojos.

—Es solo que nunca había conocido a alguien que pudiera verme. Me llama la atención— confesó y se concentró en la manzana.

El sonido que se escuchó por unos segundos fue el de los mordiscos de la manzana.

—¿Cómo has dado conmigo? —pregunté con curiosidad y miedo.

—Te seguí desde el parque. Es fácil —habló masticando un trozo de manzana.

—¿Y por qué me seguiste?

—Haces muchas preguntas, ¿no? —entrecerró los ojos—. Quería asegurarme que llegaras bien. Ya veo que no está tu compañero —su mirada rastreó la habitación.

—Se llama Ángel —crucé los brazos.

—Ya sé cómo se llama —hizo una mueca.

Nos quedamos callados.

Desde mi habitación escuchaba a mi madre cantar mientras cocinaba. Siempre lo hacía cuando estaba en la cocina, eso indicaba que se encontraba de mejor humor.

No era tonta. Sabía que el chico de ojos vacíos continuaba lanzándome miradas fugaces. Mientras no lo hiciera como antes, no me importaba.

—Deberías ir con cuidado —soltó en voz alta al contemplar los restos de su manzana.

—¿Y eso? —fruncí el ceño

—Ya te lo explicará Ángel —sonrió y sus ojos me observaron.

—¿Por qué me dices eso? ¡Ni siquiera sé cómo te llamas!

El chico de ojos vacíos y aura negra dio un salto y bajó de la mesita en la que estaba apoyado de puntillas.

—Quiero ayudar —colocó las manos en los bolsillos del pantalón—. Soy Christopher Mori. A su servicio —realizó una reverencia y cuando acabó, me sonrió y desapareció.

Como si nunca hubiera existido. Si no quedaran los restos de la manzana, pensaría que me lo había imaginado todo. Al menos, era una prueba que pasó de verdad.

—Lea, 5 minutos —avisó mi madre desde el comedor.

Escuché encender el televisor y a alguien sentarse en el sofá. No había nadie más, así que debía ser mi madre. Por lo que hablaban en la tele, intuí que estaría viendo las noticias.

—Aquí estás —noté una mano en el hombro.

Me giré.

Era Ángel. Vestía siempre con la misma ropa: Una camiseta interior gris y una azul de manga larga encima, unos pantalones tejanos negros y unas bambas deportivas. Suponía que también sería con la que murió. Nunca me había explicado que le sucedió para acabar así. Tenía una expresión cansada, se le veían ojeras.

—¿Qué tal el día? —preguntó con una sonrisa intentando hacer normalidad.

—Ha estado bien, ¿Qué te ha pasado? —pregunté tocando sus ojeras.

Se quedó callado.

—Teníamos muchas cosas de las que hablar —se pasó una mano por la cara.

—¿Todo bien?

—Ah —suspiró encendiéndose un cigarrillo—. Si y no —hizo un intento de sonreír sin éxito.

Anduvo pensativo un rato y, al final, decidió sentarse en la cama. Me quedé al lado de él. Antes de hablar dio una calada.

—Al principio, tratamos de temas sin importancia respecto a La Gente de la Sombra —sonrió—. Luego, nos centramos en el motivo de la reunión. No esperaba tan malas noticias —suspiró de nuevo y cerró los ojos.

Tragué saliva.

—¿Qué te contó? —apoyé la cabeza en su hombro.

—La Gente de la Sombra sabe que vives en esta ciudad. Te están buscando por todas partes. Es cuestión de tiempo que te encuentren —dio otra calada. Nuestras miradas coincidieron.

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