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15. Encierro

Año 2008. Antes.

Lea

—¿Hola? —pregunté a la nada.

Debí de desmayarme ante la tensión poco rato después de que traspasáramos el agujero negro que crearon el hombre y la mujer de La Gente de la Sombra. Lo último que recordaba era a Ángel intentado entrar en el agujero antes de que se cerrara mientras me llevaban a la fuerza.

Se oyeron voces en algún punto lejano; parecía como si discutieran. En alguna zona del lugar en el que estaba se encendieron unas luces. ¿En qué clase de lugar me habían metido?

El frío gélido se filtró desde algún punto ciego. Todo se veía oscuro, así que nada me ayudaría a saber en qué tipo de sitio había acabado. Un animal se acercó con sus pequeñas patas y cogió algo, por el sonido supe que se trataba de una rata; me mordí la lengua para evitar gritar y llamar la atención. Un olor vino a mis fosas nasales y no era agradable, me recordaba a la de las alcantarillas cuando lleva tiempo sin llover.

No sabía dónde me encontraba, pero tenía que salir de ahí. Probé a levantarme, mi cuerpo no obedeció. Me moví de lado a lado sin éxito; noté algo metálico en cada una de mis muñecas y rodillas. Descartando que me hubiera quedado sin fuerzas, solo podía significar una cosa: Me habían secuestrado, o, al menos, estaba retenida en una silla sin posibilidad de escapar.

¿Cuánto tiempo habría pasado? Deseaba que mi madre no hubiera llegado a casa aún, quería estar ahí cuando volviera. Temía que se preocupara por mí y ella había pasado por mucho. La admiraba por haberme sacado adelante cuando mi padre murió, por sonreírme y mostrarse alegre, aunque no se sintiera así.

Los pasos de tres personas se acercaron. Las luces que quedaban al otro lado del cristal de la extraña habitación se encendieron.

—Ir a ver como está nuestra invitada. Avisarme si hay algún cambio. Quiero hablar con ella —pude descifrar con mucho esfuerzo. La voz se oía difuminada.

—Si, señora —un hombre y una mujer respondieron al unísono.

Mi corazón se empezó a acelerar; notaba los latidos subir del pecho al cuello. No había manera de escapar por mucho que lo intentara. Mi cuerpo se tensó por intentar controlar mis emociones que amenazaban por salir por mis ojos; debía aguantar para que La Gente de la Sombra no viera que tenía miedo y ganas de llorar. Al fin y al cabo, era una niña de 12 años que se enfrentaba a unos cuántos miedos: A lo desconocido, La soledad y Los fantasmas. Precisamente, estos últimos podían transformarse en mis próximos terrores nocturnos.

Se encendió la luz del lugar que estaba encerrada. Un color entre amarillo y anaranjado hizo cobrar vida a la habitación.

El lugar parecía ser una nave abandonada. Los altos tejados iban más allá de donde alcanzaba la vista. Las ventanas casi tapadas por las rejillas dejaban entrar algo el frío del exterior. La habitación era muy amplia y la más mínima respiración resonaba en forma de eco. Había una pequeña ventilación cerca de donde provenían las luces, no servía para calentarme. En el fondo, quedaban ocultos objetos antiguos de otros tiempos. Al lado izquierdo, había una gran muralla de celdas; mientras que enfrente había un gran cristal que daba a otras partes del lugar, pero que no dejaba entrever lo que sucedía ahí. En el centro, estaba sentada en una silla de aspecto robusto y unos metales me sujetaban las muñecas y las rodillas.

Pese a que estaba bien abrigada con mi camiseta verde, mi abrigo negro con múltiples botones, mis pantalones azules tejano y botas marrones oscuro, el frío buscaba una forma de hacer que se me erizara la piel.

Dos personas entraron en la habitación. Era la mujer pelirroja y el hombre que aparecieron en la cocina de mi casa y me llevaron al agujero negro. Apostaba lo que fuera que ellos mismos hicieron que se fuera la luz y alteraron el televisor.

—Mario, comprueba que todo está bien —informó la mujer. El hombre solo asintió.

Me esforcé en que no vieran el miedo que mis ojos trataban de expresar. En cambio, me mostré indiferente, no pude evitar que unas gotas de sudor resbalaran de mi frente cuando se acercó Mario, el hombre de fuertes brazos. Acarició la silla con sus dedos gruesos y luego apretó las manillas que me mantenían sujeta. Me miró un momento con un raro brillo en los ojos y se colocó detrás de mí.

—Todo sigue bien —concluyó colocando una de sus manos en una punta de la silla rozándome algunos cabellos.

—¡Perfecto! —aplaudió seria la mujer pelirroja mientras se aproximaba a mí hasta quedar enfrente. Sus tacones resonaban en el lugar—. ¡Y se ha despertado! —me pellizcó una mejilla con una media sonrisa.

—Soltarme —le reté con la mirada. Ella se agachó y nuestros ojos casi se tocaron.

—Encima que te invitamos a nuestra casa —la mujer puso una mueca—. Vas a decepcionar a la anfitriona. Y no queremos eso, ¿no? —esta vez cambió a una expresión seria.

Podía notar como sus fosas nasales se abrían y cerraban con cada respiración. Mario rompió el silencio.

—¿Quiere que haga algo, Denise? —preguntó apretando uno de mis hombros. Me mordí la lengua para no gritar.

Denise me observó una vez más con sus ojos verdes que parecían querer matarme con el veneno que aguardaba en su interior y se levantó. Mario colocó la otra mano en la punta restante de la silla.

—No hace falta, Mario. Verdad, ¿Lea? —sonrió levantado una ceja. Más gotas de sudor cayeron de mi frente.

—Como usted diga —noté la mirada de Mario encima de mi cabeza.

El viento del exterior era lo único que se escuchaba. No me gustaba ver a La Gente de la Sombra, pero no soportaba que se quedaran en silencio o que no tuviéramos noticias de ellos.

Quería que Ángel hubiera logrado entrar en el agujero negro y supiera por donde buscar para llegar hasta mí, esperaba que tardara poco. Sabía que podía confiar en él, al fin y al cabo, era el único amigo que tenía. Quién iba a decir que iba a tener una amistad con un fantasma.

—Señora, está despierta —anunció Denise con un Walkie-Talkie.

—De acuerdo, ahora voy. —respondió una voz más clara. Una mujer.

Unos pasos algo lentos se acercaron con el sonido de algo chocando contra el suelo. La luz, aunque ayudaba a ver mejor, la oscuridad continuaba rodeándome. No fue hasta que estaban llegando, que distinguí una silueta más pequeña y otra más mayor.

—Hola, Joven —la anciana sonrió recolocándose las gafas. Unas arrugas se formaron en las comisuras de sus labios y su frente.

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