11. Caza
Año 2008. Antes.
—Entonces, ¿Qué significa Psires? —pregunté curiosa a Ángel, quien estaba fumando en una esquina de mi habitación.
La primera vez que supe de su adicción, me sorprendió saber que los fantasmas también hacían sus aficiones y actividades de cuando vivían. Salvo por el aura que rodeaba sus cuerpos, parecían estar igual o más llenos de vida que los propios vivos. Quizás, al estar muertos, valoraban más el ciclo y disfrutaban de todos los momentos. Si la gente hablara de la muerte, exprimiríamos todos los pequeños momentos que teníamos.
Hacía un tiempo que me pareció curioso como Ángel se ponía a fumar cuando me tenía que contar algo importante acerca de La Gente de la Sombra. Un día decidí preguntarle acerca de eso:
— Oye, ¿Cómo es que fumas cuando me tienes que explicar algo nuevo de La Gente de la Sombra?
—Ah —dio una calada—. Me ayuda a pensar y a organizar mis pensamientos —me contestó mirando algún punto del horizonte y sonrió.
Ese día me quedé reflexionando sobre ello. Lo cierto era que todos teníamos algún modo de aclarar la mente. Ángel al darse cuenta que estaba distraída, intentó hacerme reír con sus cosas de fantasma y lo agradecí por ello entonces. Eso fue poco tiempo después de que me contara que La Gente de la Sombra había descubierto la ciudad en la que vivía. Y supiera el nombre del chico de los ojos vacíos y ropa descolorida, Christopher.
No fue hasta semanas después, que le comenté acerca de que ayudé a una anciana a encontrar a su nieto y la presentación de Christopher. Ángel se mostró callado en toda la explicación de ese día y solo asintió sonriente y con mirada tranquila.
—¿Me estás escuchando, Lea? —suspiró con la vista bajada.
—Perdón —me mordí el labio. Noté mis mejillas enrojecerse.
Se quedó callado.
—Es importante, Lea —se rascó la cabeza—. Baja a tierra unos segundos, por favor —me pidió con calma.
Hacía poco que habían sacado el nuevo juego que estaba esperando: Pokémon Edición Platino. Y había decorado en las paredes algunos pósteres de los que más me gustaban. Por lo demás, la habitación continuaba siendo la misma de siempre: Mesa de escritorio, armario con cosas del Kingdom Hearts, más pósteres con mis grupos musicales favoritos, la mesilla detrás de la cama y la sábana con una gota de pintura que cubría mi colchón.
—Lo sé.
—Bien, recapitulo. Los Psires sois un pequeño grupo de personas con poderes psíquicos, de ahí Psires, en resumen. Aunque nunca he visto otro —sonrió.
Las luces parpadearon.
Debía ser invierno por el frío que entraba entre las ventanas antiguas y algo dañadas de la casa. Los árboles se habían quedado sin la protección que se le ofrecían las hojas. El cielo, que tenía un color tan negro como el de un cuervo, ofrecía la más absoluta oscuridad. Las nubes oscurecían parte de las estrellas y la luna llena, queriendo absorber cualquiera pequeña luz. No se escuchaba ningún animal cantando. Era extraño, ya que en la zona donde vivía siempre se oía a alguno.
—Si. Tengo el poder de ser invisible —murmullé en voz baja. Los ojos se me cristalizaron.
—Lea —me rodeó los hombros con una mano—. Todos somos invisibles en una parte hacia los demás, porque nunca nadie nos llega a conocer. Ni siquiera nosotros mismos —confesó mientras me cogía de la mano. Pese a que era un fantasma, podía sentir la calidez—. Piensa que los fantasmas creíamos que éramos invisibles para los vivos, pero los pocos que te conocen saben que los puedes ver. —sonrió con un brillo en los ojos.
Nos quedamos en silencio.
—Gracias —sonreí. Aunque Ángel quitó la mano que tenía apoyada sobre la mía, continuó rodeándome con su brazo—. ¿Qué poderes tengo?
—Eso no lo sé. Están dormidos por así decirlo, aquí dentro —me tocó el corazón—. Aparecerán cuando los necesites. Tendré que entrenarte cuando eso pase —se rascó la cabeza.
—Oh —me quedé pensando en ello.
Corrió un viento que hizo que se me echara el cabello para delante. Ángel tuvo que alisar su pelo descontrolado. El frío que entraba por las ventanas hacía que se me erizara la piel, pero mi madre insistía en que así evitaba que la casa se calentara. En verano era insoportable permanecer mucho tiempo dentro de casa; las gotas de sudor no tardaban en resbalar por mi rostro.
Un olor a comida impregnó mis fosas nasales; debía estar delicioso porque mi estómago gruñó. Necesitaba saber de donde era. Me concentré. El origen se encontraba en casa, por tanto, tendría que tratarse de la cocina. ¿Qué estaría cocinando mi madre?
—Huele bien —comentó Ángel mientras se levantaba.
—¿Adónde vas? —intenté retener a Ángel sujetándole el brazo.
Las luces parpadearon. Algunas se fundieron. Esos segundos que amenazaron con dejarnos en la oscuridad, me pareció percibir por el rabillo del ojo, a unas sombras correr entre los puntos ciegos del pasillo.
—A comer un poco —sacó la lengua para relamerse los labios.
Antes de que se diera cuenta, me había colocado delante de él. Si estaba sorprendido supo encubrirlo bien, solo veía el mismo aspecto tranquilo de siempre junto con sus ojos sonrientes.
—Mi madre está haciendo la cena —me asomé por la puerta de la habitación. Ángel me imitó—. No seas goloso —lo reñí señalándole el índice. Él me sujetó la mano y me sonrió.
—¡Tengo hambre! —me suplicó con la mirada de un niño pidiendo un juguete.
Unos pasos seguros se acercaron a donde nos encontrábamos. El suelo que se conservaba bien para lo viejo que era, retumbaba un poco con cada nuevo paso. Con las luces vacilantes costaba saber de quién provenía.
Por si acaso, Ángel y yo nos sentamos de nuevo en la cama en silencio. Moviendo los pies arriba y abajo, intenté calmar el ligero miedo que palpitaba en mi corazón.
El frío entraba por las ventanas y hacía que se me erizara la piel. Ahora mismo, era lo último que necesitaba puesto que esos pasos me provocaban uno de mis mayores miedos.
La puerta se abrió poco a poco con un fuerte quejido.
—Lea, tengo una cita —entrecerró los ojos mirando su reloj plateado—. Te he dejado una pizza en la cocina. ¡Pórtate bien! —me dio un beso en la frente y se fue.
Mi corazón empezó a calmarse por la falsa alarma. Mi madre llevaba los secretos bien guardados, solo los confesaba cuando quería hacerlo y no había manera de que se despistara y lo comentara antes.
Oía como abría la puerta, cogía alguna cosa y la cerraba.
—¿Por qué te has asustado? —cuestioné a Ángel mientras salía de la habitación.
Si hubiera prestado más atención al olor, quizás habría adivinado que se trataba de una pizza. Esperaba que fuera de mi favorita. Raramente, mi madre preparaba una, salvo que tuviera que ir a algún sitio de forma urgente.
Hacía tiempo que mi padre no estaba, apenas tenía algún recuerdo de él. Mi madre me había dicho que había muerto de Cáncer cuando era muy pequeña. Hasta apenas unos años antes, me había preguntado cómo era tener un padre a mi lado y había envidiado a los demás niños. Suponía que todo se acababa aceptando.
—No me he asustado —negó con la cabeza sonriendo—. Deberíamos ser precavidos. Sabemos muy pocas cosas acerca de La Gente de la Sombra, y no tenemos noticias nuevas desde hace meses. Me preocupa —se rascó el cabello y me miró de medio lado.
—Tienes razón —contesté mientras avanzaba por el pasillo. Me siguió.
Nos quedamos callados.
En el pasillo reinaba la oscuridad. La luz no funcionaba bien en esta parte de la casa; era una de las partes más antiguas. Según el viento que hacía, las ventanas que se abrían de par en par, podían llegar a chocar entre sí, como ahora.
Afuera, la negrura de la noche hacía que me entrara los peores miedos; a saber, que me podía encontrar. Las estrellas desaparecían por momentos, tapadas por las nubes. La luna llena se esforzaba en dar un poco de lucidez a la noche.
Llegamos al comedor. Sin la televisión encendida y los cantos de mi madre, la sala se veía muy vacía.
Recordaba que, poco más de un año, después de que volviéramos del parque, se me apareció por primera vez Christopher, el chico de ojos vacíos. Me comentó que quería ayudar y se desvaneció como por arte de magia. Desde ese día, no sabía que había sido de él.
—Ángel. Voy a sacar la pizza —informé en medio del comedor.
—De acuerdo. Preparo la mesa —informó sonriente.
Ángel encendió la televisión y quitó las plantas que había encima de la mesa. Después se puso a buscar el mantel y los cubiertos, o eso fue lo último que vi antes de entrar en la cocina.
La cocina, aunque era pequeña, había todo lo que se necesitaba para cocinar: Un horno, un lavavajillas, encimeras, fogones, armarios oscuros, microondas, un congelador, y, como no, la nevera. El color carmesí lideraba todas las paredes. En la nevera habían pegadas adhesivos de diferentes premios que conseguí con los yogures cuando era más pequeña.
Busqué la pizza en la nevera.
Se escuchó un ruido detrás de mí, como si algo se moviera entre las sombras. Me giré tan rápido como los latidos bombardeaban mi corazón. Una gota de sudor se resbaló de mi frente.
—¿Ángel? ¿Ya has acabado de preparar la mesa? —pregunté con la esperanza de que fuera él.
Las luces parpadearon.
La televisión se escuchaba más fuerte de lo normal. No me enteraba de que estarían hablando, era como si fuera un código secreto. Había tranquilidad, demasiado silencio.
—¿Ángel? —me asomé al comedor.
No recibí respuesta.
—Aquí estoy —levantó unos cubiertos para que le viera. Estaba agachado buscando entre los armarios.
Mi corazón volvió a latir con normalidad. Por un momento, había temido lo peor. Durante ese tiempo, pensé que le sucedió algo malo.
Las luces se apagaron.
—¿Lea? —oí la voz lejana de Ángel.
—¿Ángel? —extendí la mano para intentar encontrar la suya.
¿Por qué se habían ido las luces ahora? Necesitaba que estuvieran encendidas, no podía quedarme a solas con la oscuridad. Toqué a tientas para dar con el interruptor de la luz, pero antes de que llegara, las luces se encendieron de nuevo.
Noté que alguien me observaba.
Me giré por instinto. Un hombre y una mujer vestidos de negro se encontraban a mis espaldas, mirándome fijamente desde las sombras. La mujer de cabello pelirrojo llevaba un traje y un sombrero; mientras que el hombre de pelo negro y cara ancha vestía con unos pantalones tejanos y un polo azul marino. Sus auras negras eran oscuras.
Antes de que me diera tiempo a algo, el hombre se movió con preocupante rapidez hasta estar justo detrás de mí y me tapó la boca con sus fuertes brazos. La mujer se situó enfrente.
—Encantados de conocerte, Lea —se agachó y formó una sonrisa siniestra.
Intenté escaparme de ellos, incluso morderlos. Pero las fuerzas fueron en vano. No podía llamar a Ángel, tan solo tenía la esperanza que si lo miraba se percatara de que lo observaba.
Mi corazón empezó a latir tan rápido que temía que en momentos me desmayara. Sentí el calor de mis mejillas.
—¿Damos un paseo? —la mujer puso la cara seria. No sabía si era mejor verla así o sonriente. Las dos cosas me ponían los pelos de punta.
Un agujero negro cubierto por la niebla apareció en el fondo de la cocina. El hombre que estaba detrás de mí me empujó hacia ello. La mujer nos dejó espacio para que cruzáramos. El agujero hacía un poco de ruido.
—¡Lea! ¡Vosotros! —corrió Ángel donde nos encontramos.
La mujer se interpuso entre Ángel y el hombre y yo mientras me forzaba a pasar dentro del agujero. Desde ahí dentro, se le veía más pequeño. La mujer tenía medio cuerpo en el agujero.
—Un placer, Ángel —se quitó el sombrero la mujer y se lo volvió a poner sin cambiar de expresión.
Aproveché que estaban separados, para intentar deshacerme del hombre sin que se diera cuenta con las manos. Una extraña llama violeta pasó entre mis dedos y desapareció.
El agujero empezó a cerrarse mientras el hombre y la mujer caminaban hacia delante empujándome a algún lugar. Pude echar un último vistazo atrás para ver qué Ángel trataba de pasar al agujero, pero sin saber si al final lo había conseguido.
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