Los monstruos también sangran
Los párpados me pesaban. Mi respiración se ralentizaba cada vez más, sumiéndome en la pastosa calma del sueño. Sin embargo, yo continuaba luchando con Morfeo por mantenerme despierta. Quería estar consciente cuando sucediera, solo así podría estar segura de que no había sido una pesadilla, la más terrible de ellas.
La habitación estaba completamente a oscuras, pero mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra y, cual si fuera un gato, podía distinguir las formas en cada rincón. Aunque solo había un punto al que miraba expectante, temerosa: la puerta de mi cuarto, cerrada, pero sin seguro, pues mi madre insistía en que una niña no tenía motivos para encerrarse en su habitación.
Salvo que yo sí tenía uno.
Cubierta con la manta hasta la nariz, temblando por algo más grande que el frío y con el corazón latiendo desbocado, vi la luz penetrar por unos breves instantes, muy breves. Si no hubiese estado tan atenta, hasta podría haber creído que se trataba de mi imaginación enfebrecida. La oscuridad volvió a reinar en menos de un segundo, pero la sombra ya se había colado dentro. Una sombra maligna, gigante, con un hedor repugnante y unos tentáculos húmedos y viscosos. La sombra era silenciosa, sigilosa y rápida. Cuando se iba todo permanecía en perfecto orden. Nadie hubiera podido adivinar que había estado allí. No tocaba nada excepto a mí. Yo era el único blanco de su perversidad.
Se acercó y me aferré a la manta con tanta fuerza que se pusieron blancos mis nudillos. Me aterraba abrir los ojos y encontrarme con su rostro. Creía que incluso su mirada era capaz de hacerme daño.
Levantó el extremo inferior de la manta y una corriente de aire teñida de miedo erizó los vellos de mi escuálido cuerpecito. Mi cuerpo marcado por él.
Me tocó y sentí que su contacto me quemaba. Cada roce de sus dedos callosos y toscos rompía una parte de mí, no la parte externa, que también lucía avergonzada los rastros de su infamia, pero sus manos me destrozaban por dentro. Desde el primer contacto había echado a perder algo en mi cabeza, y sabía que ya no habría forma de arreglarlo.
Como cada vez, fue subiendo por mis piernas, repasando con sus zarpas los moretones que él mismo había dejado. Yo temblaba, temblaba tanto que creí que la cama se movía producto a mis espasmos. Sus manos llegaron al borde de mi vestido y no pude evitar respingar. Entonces lo tuve encima. Sentí su cuerpo caliente aplastar mis costillas y el vaho pestilente de su aliento me golpeó en la cara. Colocó su mano, enorme, terrible, sobre mi boca, ahogando los gritos que nunca me había atrevido a proferir. Su otra mano desabrochó su pantalón para luego colocarse entre mis piernas. Cuando me tocó allí, abrí los ojos de golpe, y todo el miedo que sentía se transformó en furia. Lo miré con un odio visceral que ninguna niña de siete años debería de sentir.
Él no pareció notar el cambio en mi mirada, pues la oscuridad ocultaba las chispas de mis ojos. Enterró la cabeza en mi cuello, manoseándolo, y yo aproveché su falta de atención para deslizar la mano bajo mi cuerpo y sacar el objeto que había ocultado allí toda la noche, mientras lo esperaba.
Todo ocurrió más rápido que un parpadeo.
La mano en mi boca cedió, pero aún me sentía incapaz de respirar por el peso de su cuerpo sobre mí y quizás porque yo misma estaba conteniendo el aire, sin darme cuenta. Sin embargo, mi corazón se había calmado y mi cuerpo había dejado de temblar. Por unos largos minutos permanecí allí, inmóvil, bajo la repulsiva mole que me aplastaba, lastimándome.
Lastimándome por última vez.
Solo la humedad logró sacarme de mi estado catatónico. Estaba empapada y no alcanzaba a entender de donde venía el líquido que mojaba mi ropa, mis manos y mi cara. Levanté un brazo con dificultad y lo sostuve frente a mi rostro, intentando descubrir que era aquello. Lo llevé a mi nariz y el fuerte olor metálico me sacó de mi absurda confusión. La oscuridad me impedía identificar el color, pero sabía que era rojo.
Los monstruos también sangran.
Un nudo se cerró en mi garganta de repente y un miedo nuevo, distinto, inundó mi corazón. Perdida y asustada, me sequé las lágrimas que habían comenzado a brotar cual cascada, mezclándose con la sangre y tras fracasar en mi intento de salir de la cama, me puse a gritar hasta quedarme sin voz.
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