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II. Nos invitan a unas hamburguesas después de morir.

 Se oyeron unos pasos en el despacho, de repente un grupo de hombres tapados con abrigos, bufandas, gorros y guantes irrumpió en la botica emitiendo ruidos metálicos. La luz del faro eléctrico les otorgaba un resplandor azul y opaco.

 Uno de ellos era el guardia que nos había enviado a la habitación, pero ahora traía coleguitas y una escopeta. Definitivamente no iba a pagar por esa estadía.

 Entonces supe que Micco había estado haciendo tiempo para que sus fuerzas se reunieran. Me sentí un poco tonto, pero no sería la primera vez ni la última. Eran cinco en total, cada uno con un arma diferente desde metralletas hasta pistolas de otro mundo. Un arma prolongada como un rifle y de color bronce tenía un grabado en su cuerpo «Saluda a mi B.B» No eran todo un batallón, pero en las condiciones que estábamos eran suficientes.

Alzamos las manos de mala gana, hicieron que nos paráramos de rodillas y nos pusieron en fila. Berenice se negaba a cooperar así que le golpearon las rodillas, cayó, la agarraron de su cabellera e hicieron que mirada hacia delante.

—No. La. Toques —gruñó Sobe a él lo sujetaban de los hombros—. O juro que crearé un infierno para mandarte allí.

Sabía que él no podía hacer tal cosa, al igual que yo, Sobe no controlaba sus poderes y si lograba hacerlo moriría del agotamiento, pero el hombre desconocía eso. Titubeó y la soltó.

—Quietos —dictaminó Micco y muy a nuestro pesar lo hicimos. Nos miró como si pensara qué hacer con nosotros y habló —. Aléjenlos lo más que puedan y mátenlos a un kilómetro de distancia, por si alguien los sigue —ordenó a uno de sus hombres con naturalidad.

—¿Y después? —inquirió el guardia que tenía tras la espalda.

—Dejen los cuerpos y regresen —añadió Micco—. Hoy desayunaremos hamburguesas.

Hubo murmullos victoriosos entre los guardias. Phil levantó la cabeza con interés.

—Suena delicioso ¿Puedo unírmeles?

Micco lo miró con desprecio.

—Claro, cuando termines de morir.

—Sale.

Ella se marchó a su despacho que estaba iluminado por la escasa luz que se deslizaba de la botica, cruzó sus brazos detrás de la espalda y contempló como los hombres metálicos no empujaban con los cañones de las armas hacia la salida.

Tenía que idear algo... no podíamos morir... por segunda vez, en menos de un día. Cualquiera pensaría que ya había aprendido de esas situaciones y que había conseguido un seguro de vida o había publicado un manual titulado: «Mil maneras de no morir» pero nunca sabía cuándo algo así se presentaría y no tenía ni idea de cómo salir de esa.

El hombre me puso de pie. Sobe fingió tropezarse, agarrarse de una estantería y volcar todo lo que había allí, que eran muchos frascos valiosos.

—Uh, no, pero qué torpe fui. Espero que no sea irreparable —se lamentó falsamente mientras pisaba las esquirlas de vidrio, retrocedía y volcaba un florero—. Oh. Lo lamento. Déjenme arreglarlo —agarró las hierbas secas que colgaban del techo y las tiró para secar el agua del florero.

—¡Para ya!

El hombre lo agarró del hombro y de un empujón le hizo caminar.

—Phil —mascullé—. Ayúdanos.

—¿Ahora?

—Sí —susurré.

—No puedo transformarme —explicó—. Arruinaría el tapiz. Es de colección.

Me hicieron callar de un manotazo en la nuca. Sobe se paró en seco y se volteó hacia su agresor aun con las manos en la cabeza.

—¿Qué ha dicho? —gritó—. ¿Qué Elvis Presley es malísimo en lo que hace?

Los ojos de Phil brillaron con locura y sonrió como si lo hubieran insultado y tratara de ocultar que le había dolido.

Rápidamente capté el plan.

—¡Dijo que era el rey del Pop! —apunté.

—Dijo que su copete tenía la forma de un pedazo de mier... —añadió Sobe y su escolta lo hizo chocarse con la puerta de la botica para que cerrara la boca. El golpe de seguro le provocó un chichón del tamaño de un monedero.

El hombre de lata negó con la cabeza y me empujó con la escopeta.

—Tú sigues.

Era mi última oportunidad. Tenía que decir algo que lo sacara de sus casillas.

—Dijo que era igual que Dean Martin e incluso peor.

—¡NOOOOOO! —aulló Phil, hizo ademán de arrancarse la remera, pero no tenía ninguna.

Berenice se separó de su escolta, rodó por el suelo, aferró el arma con el silenciador y le apuntó al farol eléctrico haciéndolo volcar en mil pedazos. En menos de un segundo la habitación se sumió en oscuridad.

Oí jadeos, incluso mi respiración sonaba agitada. Hubo varios gritos, pero todos guardaron silencio cuando un sonido prevaleció. Se oyó un rugido gutural como el gruñido de un león de tamaño jurásico y un crujir de huesos que provenía de Phil. Incluso podía oír piel desgarrándose como si de una hoja se tratara. Olía a sangre. Recordé lo que había dicho Sobe que las transformaciones eran rápidas pero horrorosas.

Súbitamente algo se lanzó a la carga contra un hombre metálico que desprevenido aulló agudamente como una máquina de feria. Uno tenía una metralleta lo supe porque disparó al aire cuando algo lo atacó, pero le apuntó al techo. Escuché cómo los hombres de metal trataban de abrir la puerta, pero un mueble volcado la había bloqueado. Algo con garras se desplazaba sobre nuestras cabezas y desmoronaba pedazos de yeso. Corrí rápidamente hacia la trampilla y palpé el interior, pero los papeles habían desaparecido.

«¡No!»

Mi corazón dio un vuelco. Alguien me aferró del brazo y tiró con fuerza.

—¡Jonás, muévete! —me gritó la voz de Berenice con un poco de nerviosismo.

Tal vez porque creía que Phil no podría diferenciarnos en la negrura o que se había vuelto demasiado salvaje para poder saber quiénes eran enemigos y quienes amigos de hace unas horas.

Escuché el ruido de algo que sonó como la turbina de un avión, era el arma de otro mundo, la que tenía una inscripción tallada, que estaba cargando un tiro, un fogonazo azul y candente nos tumbó a todos. Caí sobre una pila de huesos.

De repente la luz gris del amanecer se filtró por la ventana... no, por un agujero humeante que había en la pared. El arma había demolido y pulverizado el muro, pero no había logrado derribar el blanco que continuaba gruñendo. Supuse que B.B no daba muy buenos saludos.

La luz me deslumbró. La botica estaba hecha trizas, cubierta de piezas de relojería engrasadas, hierbas pisoteadas, frascos rotos y líquidos mezclados. Había descuartizado a los ayudantes de Micco y decorado la habitación con ellos.

Me volteé con la espada en la mano y vi como un león de cinco metros de alto, con el pelaje plateado y las garras blancas usaba como poste de arañar a un motón de hojalata. La punta de su cola era una cuchilla que agitaba violentamente.

Me sentí mal por Micco tendría que pasar horas ensamblando nuevamente a todos sus guardias. A ella no se la veía por ninguna parte, recordé que estaba en su estudio por lo cual se había salvado del caos. Sobe ocupó mi campo visual asomándose por el agujero humeante. El viento volaba algunos papeles y le agitaba su cabello mal cortado.

—Hay un balcón. Medio metro —señaló debajo del aguajero, el balcón tenía rejas negras y flores—. Saltemos.

—¿Y si no le atinamos?

—Esto no es como ir al baño en la mañana, Jonás, aquí no puedes fallar.

—Siempre le atino —respondí con reproche.

—Entonces no te será problema.

Berenice saltó primero demostrándonos que éramos unos gallinas. Aterrizó grácilmente a un lado de las macetas, se enderezó y de una patada abrió la puerta del piso inferior. Sobe se lanzó y aterrizó sobre las macetas por lo cual se llenó de tierra y se quedó quejándose en el suelo. Me volteé. El león masticaba una pierna robótica.

—Phil —lo llamé, no iba a dejarlo—. Phil, vámonos, teníamos un trato.

Los ojos de la criatura eran grises, me contemplaron por un segundo. Luego su labio comenzó a temblar. Estaba gruñéndome. Rugió. Traté de no mostrarme asustado, cosa que era difícil porque estaba asustadísimo.

Mi voz tembló cuando lo llamé por última vez. Se agazapó sigilosamente y me acorraló, estaba a punto de saltar. Pero cuando el león se lanzó para embestirme brincó yo también me lancé. Caí sobre Sobe que soltó una sarta de insultos. La bestia aterrizó sobre el asfalto, cuatro pisos más abajo, y rugió.

Creí que había querido atacarme, pero su expresión parecía decir que me esperaría. O tal vez había tenido intención de devorarme, pero había pifiado. Traté de ser optimista. Phil volvió a rugir.

Demonios. Si un confrontera lo veía estaríamos metidos en unos líos grandes.

Sobe me empujó. Rodeé por el suelo hasta llegar a la habitación que albergaba el balcón. Allí se encontraban el monstruo con peluca disfrazado como la realeza y su compañero discutiendo con Berenice. Cuando me vieron llegar con la espada, retrocedieron y chillaron:

—¡Dios salve a la reina!

Sobe cojeó hacia la puerta, la abrió y huimos pitando. Descendimos los pisos como una ráfaga de viento, pero Micco nos esperaba en el último rellano de la escalera. Tenía una escopeta en las manos y se veía furiosa. Había encendido las luces de pared, con la iluminación el hotel se veía aun más antiguo. Nos disparó y para nuestra suerte tenía la misma fina puntería que todos sus colegas, lo único que logró fue saltar sus lujosos pisos de madera.

—¡Destruyeron a mi personal! ¡Voy a matarlos! ¡El desayuno va a retrasarse para los huéspedes y tendré que pedir delivery!

Volvimos a subir y nos refugiamos en el recodo. Algunos monstruos con ropa de turistas se asomaron a ver qué era lo que ocurría, entornando la puerta de su habitación. Sobe se asomó por encima del pasamanos flameando su billetera como si fuera una bandera de paz.

—Si el problema es el delivery puedo darte la dirección de unos muy buenos... ¿Tienes cobertura para llamar a Cuba? —se le resbaló la billetera de las manos y al caer fue agujereada por una bala—. ¡Mis identificaciones falsas!

—Les doy dos minutos para rendirse.

—¿Pueden ser tres minutos hasta que se me ocurra algo? —pregunté.

—¡Voy a subir por ustedes! —advirtió—. ¡Y van a quedarse quietos mientras les vuelo la cabeza!

—Berenice ¿No estás celosa de que otra mujer quiera volarme la cabeza? —preguntó distraído, estaba pensando cómo salir de allí.

Sus pazos comenzaron a sonar cada vez más cerca, podía oír a sus pantuflas de ovejas sentenciando los segundos para que se acercara. Sobe se volteó hacia nosotros y moduló con sus labios una palabra: «Ataque creciente»

Berenice y yo asentimos. Era una estrategia que nos habían enseñado en el Triángulo. Berenice la atacaría por delante mientras nosotros defendíamos los flancos, al igual que la forma de una luna creciente. El problema fue que Sobe y yo decidimos ir por el mismo flanco.

Micco nos apuntó con su escopeta. Matar dos pájaros de un tiro, diría mi abuelo, dos idiotas de un disparo pensaría Micco. Berenice aferró con ambas manos el cañón de la escopeta y le desvió el tiro. Ambas cayeron, tratamos de detenerlas, pero rodamos con ellas por las escaleras. No es necesario aclarar que me sentí muy inútil en ese momento.

Cuando paramos de rodar, y después de unos segundos de dolor, nos pusimos de pie torpemente. Corrimos dando tumbos a la salida mientras Micco se recomponía y descargaba el arma. Phil nos esperaba tras el volante con su forma humana, gracias a todos los mundos tenía puestos unos calzones, pero sus pantalones habían desaparecido. Su cuerpo estaba untado en aceite de los autómatas que había destrozado, parecía un striper. Nos subimos al automóvil.

—¿Cinturones de seguridad? —preguntó acomodando tranquilamente el espejo retrovisor como si estuviéramos saliendo de un hipermercado.

—¡Arranca! —gritó Sobe a todo pulmón.

Un disparó hizo volar por los aires al espejo derecho.

—¡Rápido! ¡Rápido, rápido! —urgí golpeando el techo.

Petra se levantó, se frotó los ojos y cayó nuevamente en el asiento cuando Phil piso el acelerador y se impulsó lejos. Comenzó a subir las callejuelas y dejó rápidamente el barrio de edificios hogareños atrás.

Nos metimos en una calle que se llamaba «Curzon» que tenía construcciones con tantos detalles que harían babear a cualquier arquitecto. La gente comenzaba a pulular en los alrededores, los turistas tomaban fotografías y las tiendas abrían a la mañana de un día frío. Petra observó la actividad de las personas normales sin comprender mucho.

—¿Qué pasó?

No sabíamos si Micco nos seguiría. Debíamos abandonar la zona. Phil hacía sonar el claxon para mostrar que teníamos prisa, pero nadie nos tomaba en serio cuando oían «Boom, baby. Boom baby»

—¿Qué pasó? —inquirió nuevamente, pero con la voz más apagada viendo lo agitados que estábamos.

—Los archivos con las coordenadas —susurré—. No pude llegar a ellos.

—¿Querrás decir esto? —inquirió Sobe desde el asiento del copiloto, buscó debajo de su chaqueta de aviador y descubrió la carpeta con las coordenadas y las fotografías. Me dio los papeles en otro idioma y conservó la fotografía de Leila que agitó en el aire como si estuviera tan caliente que se incendiara.

—¡No puedo creerlo!

—Lo sé, soy increíble.

Berenice no se veía sorprendida, pero por la pregunta que hizo supe que lo estaba.

—¿Las agarraste? ¿Cómo? —inquirí.

—Después de deshacerme de todos los guardias, bloquear la salida y abrir con mi puño un hueco en la pared, cogí los papeles —se encogió de hombros—. Nada de otro mundo.

—Gracias —exclamó Berenice, se inclinó hacia el asiento delantero y le dio a Sobe un beso en la mejilla.

—Mis labios están un poco más al costado —señaló.

—¿Alguien podría explicarme qué sucedió? —preguntó Petra observando todo con desconfianza como si acabara de despertar en una realidad alterna.

—Perdí mis pantalones —resumió Phil como si todo lo que importaba fuera eso.

—Tenemos que hacer una parada pero rápida —sugerí—. No creo que La Sociedad tarde mucho en deducir que estamos en Londres. 

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