II. Como perder en un sencillo paso.
Petra me despertó cuando la noche había caído. Parpadeé y me incorporé.
Sobe estaba aparcando el automóvil en una gasolinera, estacionó, colocó el freno de mano y se apeó. La tranquila y normal luz de la gasolinera se desbordaba por la ventana. Era dorada y clara, casi nívea. Había extrañado tanto la luz, pero ahora que la tenía extrañaba otras cosas.
Phil se hallaba dormido en la parte trasera, acurrucado a mi lado y balbuceando algo sobre Elvis. Berenice estaba dormitando en la silla de plástico, abrigada con la chaqueta de aviador de Sobe, el cabello ensortijado y azabache le cubría la cara como un velo, tenía las piernas unidas y apoyadas sobre tres mochilas.
Dante bajó de la minivan con Sobe en una gasolinera llamada Cosmo. Sobe sabía algunas palabras de japonés y Dante lo hablaba con fluidez. El hombre que los atendió miró anonadado la camioneta con la cara de Elvis rayada y el aspecto destruido de Sobe, después de todo, Elmo, el familiar del asistente de Dracma Malgor, le había dado una paliza a principios de la semana; todavía tenía vestigios morados bajo los ojos y alrededor de la nariz.
Petra estaba desperezándose en una de las sillas de jardín amarradas al suelo y estirando sus puños por encima de su cabeza. Los brazaletes tintinearon con dulzura en cada uno de sus movimientos, se oían como cascabeles navideños. Observó que estaba despierto y sonrió gentil.
—Ya estamos en Minato, en veinte minutos llegaremos a Roppongi.
—¿Por qué parte de Minato estamos? —inquirí frotándome los ojos.
—En Shinagawa.
No sé para qué me había molestado en preguntar, todo sonaba igual. Petra curvó una de las comisuras de sus labios.
—Siempre me sorprendió lo rápido que despiertas, con esos ojos azules alertas y demenciales.
—No estoy loco, silla parlante —musité, tratando de hacer una broma, pero no había sido graciosa y por la forma exagerada en la que rio supe que estaba siendo amable.
¿Esa era mi voz? Sonaba más apagada y mecánica de lo que recordaba, como si fuera el maldito traductor de Google. Me dolía la garganta, la sentía arder como si hubiera tragado sopa de rocas. Petra despertó al resto porque faltaba poco para que nuestro viaje terminara, ya hablaríamos con Dracma, él nos diría lo que sabía sobre la guerra y mi familia y regresaríamos al Triángulo de una buena vez. Había muchas preguntas qué le haría, para empezar por qué los recuerdos que se había extirpado estaban relacionados conmigo y por qué los había dejado en el peluche de mi hermano.
—¿Pudiste comunicarte con ellos? —pregunté.
Petra meneó la cabeza mientras sacudía a Phil, él bufó, se cubrió con una capa que alguien había empacado y masculló:
—Cinco minutos más, Nancy.
Berenice se estiró hasta que sintió un puntazo en las heridas y se encogió a una posición menos dolorosa. Por más que sufriera aún conservaba su cara de póker, ni siquiera liberó un suspiro ante el dolor. Miró su ropa, luego observó la mochila en donde descansaba los pies, se inclinó, agarró una, corrió la puerta de la minivan, saltó afuera y fue en dirección a los baños de la gasolinera, caminando débil y lento.
—Creo que deberían quitarse esa ropa —musitó Petra refiriéndose a los uniformes de Nózaroc que aun vestíamos.
Sobe se asomó por la puerta abierta.
—Petra, sé que estás celosa de que Berenice salga conmigo, pero tampoco tienes que ser una despechada y pedirles a todos que se quiten la ropa.
Phil abrió un ojo y sonrió.
—Está desesperada.
—Y para pedirle a Jonás que se desvista creo que sí, realmente desesperada.
Petra puso los ojos en blanco, se escudó con las manos como si pudiera protegerse de nuestra idiotez y bajó de la camioneta.
Estrujé la prenda en mis puños y sentí el algodón como manos ásperas que me arrancaban la piel. Todavía llevaba el brazo quemado y el pijama horadado por el veneno de los Pelillos. Me había untado medicina de otro mundo, lo supe porque era verde y burbujeaba como si fuera la sopa de una bruja. De otro modo, probablemente, hubiera perdido la funcionabilidad del brazo porque mi piel ahora era como cuero viejo sin elasticidad.
Berenice había ido al sanitario a cambiarse así que Phil y yo la seguimos. Traté de ocultarme de la gente para que no vieran mi herida, no sabía cuándo me habían curado ni quién, pero a ese nivel del día tampoco me importaba. El baño de caballeros era de azulejos blancos y me sorprendió la limpieza de un lugar público. Estaba acostumbrado a frecuentar sitios más diferentes. Phil comenzó a mascar chicle que no tenía, cuadró los hombros, sacó pecho y giró el cuello en todas direcciones cuando se vio ante el espejo de los lavados. Estaba arrogante, esa nueva personalidad le quedaba bien, había salvado más de una vez nuestro pellejo. Aun le debíamos una promesa, se suponía que lo llevaríamos con su padre.
Me puse en silencio un jean, unas zapatillas y una de las últimas prendas que aún conservaba de mi antiguo hogar: una remera que me dieron por participar en el club de química del colegio. Era la imagen de un gato científico despidiéndose y diciendo: «Ácido un placer» Era un poco vergonzosa, pero tenía una carga sentimental. A mi madre le gustaba que me metiera a varios clubs, nunca había sido muy aplicado, pero era mi patético intento de encontrar amigos. Phil silbó en todo momento mientras me vestía, cuando arrastré los pies al lavado lo encontré admirándose una cordillera de dientes puntiagudos, los había cambiado de forma.
Regresé a los surtidores con Phil haciéndome una lista de los mejores que discos de rock and roll. Encontrarme con el sosegado tráfico de la noche y el aire fresco me pareció irreal, me provocó la misma sensación que tuve hace unos años al viajar a otro mundo. Estábamos en un barrio residencial, las casas eran minimalistas, de tejas y amplios ventanales, los edificios de esas zonas eran cuadrados y él más alto no tenía más de ocho pisos. No eran zonas urbanas. En las veredas rectas y aseadas había bastantes árboles podados. Las farolas iluminaban la calle y algunas personas, que continuaban despiertas, caminaban tranquilos.
Sobe, después de darle efectivo al empleado del surtidor, se montó a la camioneta, se paró en el asiento de copiloto, sacó su torso al exterior, colgándose de la puerta como una bailarina exótica y gritó:
—¡Vamos, tenemos que entregarle su osito a Dracma o no podrá dormir esta noche! —dijo dándole golpecitos al techo.
Phil se había puesto una chaqueta de dril marrón, unos pantalones de pana y una camisa ocre, hacía mucho calor y él sudaba, pero cuando le sugerimos ir más ligero dijo que la moda no conocía de temperatura. Deberíamos estar en primavera. Supuse que Dante, Sobe y Petra le habían conseguido ropa de humano en alguno de los saltos que habíamos tenido, yo había quedado profundamente dormido en todos ellos.
Petra llevaba una remera sin mangas negra, una camisa de leñador abierta, botas militares y un gorro gris en el cabello que resaltaba las motas plateadas de sus ojos. Ella estaba cargando una pistola con balas que le tendió a Dante, él esperaba dócil, repiqueteando sus pies en el suelo como si tocara los bongos. Ella no solía usar armas humanas, prefería la magia, pero conocía cómo funcionaban.
Phil apareció con un café y se montó tras el volante de la minivan.
Berenice fue la última en salir de los baños, no se había vestido con el uniforme del Triángulo, ninguno lo había hecho, era buena idea, si trataríamos con mercenarios y magos era mejor que no creyeran que veníamos de allá; en su lugar se había puesto un pantalón cargo negro, con cadenas al costado, una remera del mismo alegre color y unas zapatillas oscuras. Un pañuelo con calaveras se enrollaba en su antebrazo y le ocultaba el marcador, los humanos se alterarían un poco si le veían una máquina apagada encastrada en su piel. Estaba rengueando, arrastrando la misma pierna que Sobe, por el momento ambos avanzaban igual.
Nuestra aventura por Nózaroc había hecho estragos en nosotros.
Dante se ubicó en el asiento de copiloto, yo y Berenice nos sentamos en las sillas plásticas y Sobe y Petra se acomodaron en la parte de atrás. Ella dobló las piernas debajo de los muslos y él se sentó de culo, estirando la pierna chueca. Cuando Berenice ocupó su lugar Sobe se paró de rodillas y se asomó a ella.
—Tienes algo detrás de la oreja —le dijo llevando su mano al sitio en cuestión.
Realizó una floritura con la muñeca y cuando apartó la mano tenía una florecilla entre los dedos, era amarilla y pequeña, casi no se veía en la penumbra de la camioneta.
—Guau, Sobe, ya puedes ser un maestro de artes extrañas —se mofó Petra de su patético truco de magia.
Me sorprendió que Sobe tuviera gestos románticos o interesados en alguien, era una faceta suya que no conocía. Berenice la cogió, llevó la flor hasta su nariz, no se notó que respiró, pero inhaló su fragancia y miró a Sobe. Tampoco demudó su expresión de póker, únicamente se limitó a guardar la florecilla en el bolcillo como si fuera una moneda o la envoltura de un caramelo.
—Ahí morirá —balbuceó Sobe.
—Como el romanticismo en tu relación —aporté, Berenice no era de apreciar el romance.
Phil arrancó la minivan y cogió una avenida de dos carriles. Petra arqueó una ceja, apoyando las manos en el suelo para que el vaivén del automóvil no la tumbara.
—¿Están saliendo? Creí que era broma.
Dante se volteó con la cara arrugada, estaba mordiéndose las uñas cuando escuchó la conversación.
—¿Salen? ¿Por qué? Oh, camarada, la soltería es lo mejor ¿Por qué lo hiciste? —preguntó angustiado.
—Porque es la chica más sensacional que conozco —explicó Sobe un poco ofendido, cruzándose de brazos—. Por qué va a ser.
—Se lo preguntaba a Berenice —aclaró Dante tratando de suprimir la sonrisa que le nacía en los labios.
Berenice no dijo nada, ni siquiera parecía escuchar esa conversación, se limitó a tomar un analgésico para las heridas y bajar la píldora con jugo de guayabas que Sobe había comprado cuando acompañó a Phil por café. Miró por la ventanilla las luces de la ciudad, estaba más callada que nunca. La última vez que la había escuchado hablar fue cuando llamó cobarde a 5M, antes de que la líder de la resistencia prendiera fuego la antorcha y destruyera la ciudad junto con nuestra esperanza.
Las calles en Japón no tenían nombre ni número así que fue un verdadero caos encontrar Roppongi. Pero cuando entramos a la ciudad resultó mucho más simple localizar a la famosa torre Mori porque era altísima, de vidrios azules y espejados. Ahí estaba ahora el secreto que más codicié por años. De noche cada piso brillaba como luces de navidad amarillas.
Esa zona de Minato era mucho más urbana, las casas habían desaparecido y solo quedaron los altos edificios, las discotecas, los bares y varias embajadas con sus banderas colgando sobre la entrada. Fuimos directo a las torres, sin tiempo para visitas turísticas. Llegamos por la carretera 319, Phil se arrimó hacia la banquina, encendió las luces traseras y las dejó parpadeando. Nos bajamos rápido de la camioneta, saltamos una valla que me llegaba a la rodilla, pero en nuestro estado fue tan difícil como escalar una montaña y nos metimos en el jardín.
Un espacio verde se localizaba en las afueras del complejo; el camino del parque era circunvalado por helechos, arbustos y árboles que se inclinaban sobre la calzada. Dejamos atrás un lago de agua verde, rodeado de cerezos y césped cortado al ras con una tonalidad casi radiactiva.
Dante había conseguido un panfleto y lo iba leyendo en voz alta mientras rodeábamos la estructura porque no sabíamos por dónde entrar sin ser detenidos. Casi todas las tiendas de la primera planta estaban cerradas. Me pregunté en qué sector estaría reunido el Concilio. A pesar de que la mayor parte del edificio eran oficinas y las terrazas eran miradores, también había restaurantes, tiendas de ropa, muesos de arte modernos y demás atracciones. Era difícil imaginar a los magos más poderosos reunidos en la sala de fotocopiadoras o junto a los hornos de una parrilla.
—Me gustaría ir al museo —esperanzó Dante, de su cuello le colgaba la cámara fotográfica.
—Y a mí me gustaría tener visión de águila, pero no se puede todo —dijo Sobe arrebatándole el folleto.
—Yo sí puedo —se regodeó Phil—. Tengo la cualidad de cualquier ave —Frotó sus dedos contra el pecho.
—¿Una gallina también? —se mofó Sobe.
—Por supuesto —aceptó con superioridad, sin entender la pregunta.
—Yo también puedo mejorar mi vista con artes extrañas —dijo Petra.
—Cuando me interese me lo repiten.
Yo estaba apreciando, anonadado, la cámara de Dante. Recordé que la última vez que la había sacado fue antes de entra al Banco de corazones. Pensar que ahí tenía fotografías de Veintiuno, 26J, 1E y Seis me partió el corazón tanto que me pregunté si alguien no me lo había robado. Tal vez, mi alma también chillaba. Estaba gritando, llamando a gente que ya no podría venir.
—A ver —intervine, subiéndome las gafas por el puente de la nariz—. Phil, ¿Escuchas o hueles a alguien en el edificio? ¿Dracma está en las oficinas o en el restaurante?
—Está en la azotea —explicó, miró el folleto como si fuera un mapa—. Hay como diez personas allí.
—¿Tan solo diez? Es el Concilio más pequeño que vi en mi vida.
—Solo por curiosidad ¿Cuántos concilios has visto? —me preguntó Sobe con una sonrisa.
El edificio no tenía entrada principal o al menos no la encontrábamos, las instalaciones eran confusas, cada cafetería en sí era una entrada a la torre, así como los jardines y a la vez un cine que se encontraba a un costado. Decidimos colarnos por el estacionamiento subterráneo que era un círculo de calles asfaltadas con veredas adoquinadas a un lado como si fuera una ciudad. Había varias salidas de la calle principal, cada salida tenía un nombre «Parking 1» abreviado como P1, «Parking 2» abreviado como... así es, P2.
Dejamos atrás el estacionamiento, encontramos una entrada al complejo y la abrimos sin problemas ni caos, si consideras a una patada algo que no es caótico. Subimos las escaleras mecánicas escuchando una tranquila melodía de piano, corrimos entre las cafeterías y las tiendas siendo alumbrados por las cálidas luces de los escaparates, el suelo era de piedra como una plaza y los techos de vidrio, aunque también había sectores al aire libre.
—¿No les parece raro que no haya guardias de seguridad? —preguntó Dante.
—No —dije.
—Nope —respondió Phil juntando sus brazos tras la nuca para usarlos como almohada.
—Tal vez... —trató de idear Petra, pero fue interrumpida por Sobe.
—Huyo para no oír a Petra.
—¡Cállate de una buena vez! —protestó dándole un puñetazo.
—Eso quiso decirte el guardia.
Llegamos a uno de los pisos en donde Dante decía que había oficinas. Las encontramos, continuamos y lo tomamos como buen presagio, en ese lado había salas de conferencia con alfombra café claro y cámaras con exposiciones de caricaturas japonesas.
Dante se llevó una mano al estómago y amainó la marcha hasta detenerse.
—No sé qué me pone peor, correr con una herida fresca o que alguien creyó que la alfombra café sería buen decorado.
Lo sostuve de sus brazos enclenques.
—Mejor tomemos el elevador.
A ninguno se le había ocurrido, nos habíamos convertido en unos salvajes sin clase.
—No voy a subir por ahí —se quejó Dante cuando vio un cartel al costado—. Dice que solo soporta cinco personas y sin ponen una regla es por algo, así que ni en un millón de años voy a subirme a ese elev...
Sobe lo empujó al interior, todos nos colamos con rapidez antes de que Dante pudiera retarnos o empujarnos. Petra sostenía en su mano el báculo y se veía su reflejo en la pared del elevador, estaba arreglando un mechón rebelde de cabello. Sobe afilaba una daga invicta con una roca que había sacado de su chaqueta de aviador, Berenice suspiraba agotada, Dante se mordía los dedos al momento de que repiqueteaba enfurruñado sus pies contra el suelo y Phil no dejaba de parlotear de la última vez que se había perdido en la calle yendo a una audición para un comercial de crema para hemorroides, al parecer su nuevo yo era un charlatán de primera.
Miré de reojo a Petra, permanecía concentrada en su aspecto y fruncía las cejas con nerviosismo. Necesitaba un momento a solas con ella, no sabía por qué, pero la necesitaba.
—Oye, Petra —pregunté interrumpiendo a Phil—. ¿Estás emocionada de que vayamos al Concilio del Equinoccio? Hay magos muy poderosos ahí... y a ti te gusta todo ese rollo.
Sin soltar el báculo, ella juntó las manos tímidamente tras la espalda y se mordió el labio.
—No, sé, no creo. Me gustan las artes extrañas. Siempre me hicieron sentir útil y libre, pero no creo que me gusten ellos. Aunque los admiro un montón trabajaron para Gartet. Lo hicieron por dinero o para que los dejen tranquilos en la guerra. No importa cuál sea la razón —sus nudillos crujieron—, no puedo perdonarla.
—¿Alguien de aquí podría perdonar a un seguidor de Gartet? —preguntó Sobe mirando los pisos que el elevador iba subiendo—. Después de lo que vimos y vivimos... creo que odio a todos los seguidores o lamebotas del Supremo Conquistador Majestuoso Máximo Lelo Gartet.
—Si llego a encontrar el Traidor del triángulo —dijo Dante con un tic en el ojo y fingió apretar algo con sus dedos, no sabía si quería decir que iba a estrangularlo o si iba a amasarle unos bollos.
El elevador nos llevó a la terraza de la torre. Las luces de la ciudad, los edificios pequeños, las calles y los semáforos se veían como torrentes de galaxias lejanas y diminutas. No podía evitar pensar que la vista era exquisita. El viento veraniego acariciaba mi nuca, había una serie de miradores que ascendían al lado de una escalera.
Me imaginé que parejas iban a ver Minato desde esos puestos, paseaban tomados de la mano, capturaban fotos y luego iban a una cafetería de la primera planta para comprar té helado o alguna monería. Quise imaginarme con Petra, teniendo ese día perfecto, pero la imagen se veía entintada y manchada, porque simplemente no podía visualizarme riendo despreocupadamente otra vez. Y ella. Petra tenía sus propios secretos y dolores, incluso para ser mi amiga. Aun así, de alguna manera, siempre lograba colarse en mi mente. Era una intrusa y si no lograba alejarla rápido ella se ahogaría conmigo en ese mar tormentoso de miedos que me inundaba.
Subimos por las escaleras de madera de pino hasta la parte más alta del edificio.
Una pista de aterrizaje para helicópteros nos esperaba al final. El octágono verde se hallaba en el centro de la terraza. Las luces provenían del suelo y de reflectores, pero no hacía falta, éramos alumbrados por el destello de la toda la cuidad. Nosotros y los otros.
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