Extra | El destino que nos aguardó
La brisa primaveral me revolvía el pelo y acariciaba la tela de mi vestido azul. Era nuevo, lo había encargado a la modista de Rosenshire apenas unos días atrás y Berth se había encargado de traérmelo en secreto porque aún no quería que Sunan lo viera. Lo había comprado con el primer salario que gané escribiendo pequeños relatos para un periódico galés. Sunan me había ayudado en mis primeros pasos en la literatura, pero ahora podía decir, con orgullo, que no necesitaba su bastón para andar sola por aquellos mundos que antaño se me antojaban un sueño inalcanzable.
Cerré los ojos, disfrutando del olor del mar y de la hierba, y balanceé los pies en el abismo del acantilado. Aún tenía el recuerdo de la noche en que salté por primera vez aferrado en lo más profundo de mi corazón.
Era curioso que, pese a que fue a él a quien primero recurrí, jamás llegué a conocer al dios del mar personalmente. Ni siquiera me dijo su nombre.
Posiblemente, mi amistad con Hiraeth tuviera algo que ver en eso, pero no cambiaría al dios de las sombras por ningún otro. Ni siquiera por la diosa de la luna, a quien nunca logré comprender del todo.
Hiraeth jamás me contó qué fue lo que hizo para que ambos dioses me liberaran de mi deseo. Tampoco me habló del destino de Edward, pero eso jamás se lo pregunté. La primera cuestión, en cambio, la sacaba a relucir cada vez que se me daba la oportunidad, aunque siempre recibía un silencio atronador como respuesta.
Sospechaba que, en realidad, simplemente había cortado las cadenas que me unían a ellos sin preguntar siquiera. Me había liberado de un solo tajo a cambio de algo que él siempre había deseado: una identidad, un nombre con el que ser recordado.
Y eso se lo había entregado yo, una mortal a quien había perseguido por pura curiosidad y con quien terminó forjando una amistad que duraría para toda la eternidad.
—Si salto, ¿me salvarías? —le pregunté, balanceando los pies en el abismo que se extendía a los pies del acantilado.
—No —respondió Hiraeth con sencillez.
Abrí los ojos y fulminé al dios con la mirada. Hacía tiempo que me había acostumbrado a que dejara su forma de gato para sentarse a mi lado con la apariencia de un humano, aunque aún no sabía cuál era su aspecto real, si es que tenía uno.
—¿Por qué? —exigí saber.
—Porque no puedes saltar —replicó con sencillez.
Intenté moverme solo para llevarle la contraria, pero una garra de oscuridad me tenía firmemente aferrada al suelo.
—Eso es trampa —gruñí, debatiéndome entre las volutas de sombras.
Él chasqueó la lengua.
—En absoluto.
—Vale, ya puedes soltarme. Te prometo que no saltaré.
—No te creo —señaló él, pasándose una mano por las hebras de oscuridad que formaban su pelo.
Le di un codazo y se le dibujó una sonrisa de colmillos afilados. Eso sí que era nuevo.
Me había acostumbrado tanto a su presencia que, a menudo, olvidaba su verdadera naturaleza. Afortunadamente, él no parecía tenerlo en cuenta. De lo contrario, probablemente él mismo me habría lanzado al acantilado hacía años.
Hiraeth desvió la mirada hacia mí. Y, como cada vez que lo hacía, me sorprendía el verde de sus ojos, aquella mirada que parecía saberlo absolutamente todo sobre mí y que, aún así, siempre había permanecido a mi lado.
—¿Has tenido tiempo de meditar mi oferta? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Ya sabes la respuesta.
—Y ya eres consciente de lo que diré al respecto.
Suspiré.
—La eternidad me parece demasiado tiempo, Hiraeth —admití—. No quiero condenarme a eso. La vida es corta, pero me gustaría disfrutarla tal como corresponde. ¿Qué haré cuando mi hermana ya no esté? ¿Cuando Sunan parta? ¿O cuando vea a cada una de mis hijas morir?
—Todo eso dejará de importar con el tiempo. La eternidad da una nueva visión del mundo, de todas las cosas que viven en él.
—Me gusta la vida porque es fugaz. Cada ser que vive en este mundo tiene un tiempo limitado aquí, pero eso no les impide disfrutar de cada segundo. Eso es lo que hago yo, Hiraeth. Vivir.
—Puedes vivir para siempre, Aisha.
Sonreí y le tomé la mano. Siempre que le tocaba, me sorprendía su calidez.
—Sé que esto no lo haces por mí, sino por ti —le confesé—. No quieres ver cómo se marchita tu primera amiga. Pero, ¿sabes qué? Hay muchas personas como yo ahí fuera. Solo tienes que encontrarlas.
El dios se soltó de mi agarre y apartó la mirada, furioso.
—Pero ninguna eres tú.
—Es lo bueno de ser humano, ¿verdad? Que cada uno de nosotros es único.
Hiraeth iba a replicar, pero dos risas infantiles nos interrumpieron. Desvié la mirada hacia Sahira y Gwyn, que corrían hacia nosotros. De inmediato, el agarre de Hiraeth se desvaneció y ambos nos pusimos en pie.
Me sacudí la hierba de la falda.
Gwyn tropezó con una piedra y un remolino de sombras la sujetó de la cintura, evitando que cayera. La niña rompió a reír, sus ojos verdes llenos de vida, y siguió su camino. Se refugió en mi falda y sus pequeñas manitas se aferraron a las mías. Sahira nos observó, sonriente, y levantó sus ojos castaños hacia Hiraeth. Se retorcía los dedos de puro nerviosismo y supe lo que iba a hacer mucho antes de que saludara al dios.
Gwyn, como de costumbre, me soltó y se puso junto a su hermana. Así era como funcionaban las dos: trabajando en equipo por un objetivo común. Me recordaban tanto a Lynette y a mí que, a menudo, nos veía a las dos reflejadas en ellas..
—¡Hola, tío Hiraeth! —dijeron las dos a la vez.
El dios sonrió y se inclinó hacia ellas, acariciándoles el pelo con suavidad, como lo haría un padre con sus hijas.
—Buenos días, criaturas —Las saludó elegantemente, como siempre hacía—. ¿Qué favor me vais a pedir hoy? —Las dos se miraron entre sí, nerviosas y él se irguió, poniendo la voz más grave solo para molestarlas—. No finjáis que no. Soy un dios, lo sé todo, ¿o es que acaso lo habéis olvidado?
Sahira carraspeó y señaló el pueblo.
—Vimos... Ayer vimos un caballo —murmuró—. Uno muy pequeño.
Por todos los dioses.
—Un poni —completé yo, resoplando.
—¡Sí, eso! Y Gwyn pensó que, quizá, podrías regalarnos uno —admitió Sahira. Era evidente que la idea provenía de ella, pero, como Gwyn era la menor, nadie la culparía si la idea era muy alocada.
Hiraeth me miró de reojo, pidiéndome permiso.
—Adelante. Pero que no se hagan daño, por favor.
El dios me sonrió con orgullo y las sombras danzaron a nuestro alrededor. Mis hijas se rieron, divertidas, cuando empezaron a tomar forma.
Un poni oscuro y de ojos verdes como esmeraldas apareció frente a ellas. La montura tenía el tamaño perfecto para que ambas niñas pudieran subir y era oscura con detalles en verde, al igual que las riendas. Gwyn dio saltitos alrededor del animal y le acarició las crines, encantada. Luego, le dedicó una sonrisa desdentada a Hiraeth, que las observaba en silencio.
—¿Podemos montar, mamá? ¿Podemos? —me preguntaron casi a la vez.
Suspiré y asentí. Las ayudamos a subir al caballo e hicimos el camino hacia Rosenshire con el eco de las risas de mis hijas, que no tardaron en ponerle un nombre a la criatura. Hiraeth me siguió en silencio.
—¿Lo ves? —susurré, señalando a mis dos hijas—. Ahí tienes dos amigas más. Y estoy segura de que, si no fueras tan huraño, tendrías cientos.
Él me dedicó una sonrisa cansada.
—Mi oferta seguirá en pie para siempre.
—Vuelve a preguntármelo en mi lecho de muerte. Quizá ahí te dé una respuesta afirmativa.
—Siempre tan extremista.
Antes de ingresar en el pueblo, bajé a mis hijas del poni con la promesa de que podrían volver a montar una vez regresáramos al acantilado, algo a lo que Hiraeth no se negó antes de desaparecer, transformándose en Dickens una vez más. Gwyn me dio la mano mientras recorríamos las calles, a sabiendas de que estaría más segura conmigo, mientras que Sahira siempre se perdía en ensoñaciones.
Era curioso cómo la pequeña se parecía a su padre. Más de una vez la había descubierto en el estudio de Sunan, sentada sobre su regazo y mirándole con una devoción encantadora mientras él escribía o le leía un libro. Eran como uña y carne y aquella imagen me alegraba tanto que, a menudo, los observaba a hurtadillas.
Sahira, en cambio, se parecía más a mí. Era soñadora, alocada, impulsiva y cabezota y cuidaba de su hermana del mismo modo en que yo cuidaría siempre de la mía.
Alcanzamos la taberna y Sahira corrió a abrir la puerta. Esquivó a varios clientes asiduos, que la saludaron alegremente en cuanto pasó a su lado y se puso frente a la barra. Se encaramó al taburete y logró sentarse a duras penas. Gwyn me miró, expectante, porque aún era demasiado pequeña para alcanzar el taburete por sí misma, y yo la levanté en brazos y la senté junto a su hermana.
Las dos golpearon la barra, llamando la atención de Lynette y mi hermana se acercó a ellas con una sonrisa de oreja a oreja mientras Dickens saltaba a la barra y las observaba expectante.
—¿Qué van a pedir hoy mis queridas princesas? —les preguntó.
Adoraban que Lynette las llamara princesas. En realidad, adoraban a mi hermana y a Mared casi tanto como a sus propios padres. A fin de cuentas, las veían a diario y, pese a mis constantes protestas, las dos las mimaban demasiado.
—¡Queremos una jarra de tu vino especial, tía Lyn! —le pidió Sahira, sonriente.
Abrí mucho los ojos, sorprendida por el descaro de mi hija, y mi hermana rompió a reír.
—Aún tenéis que crecer un poco para eso, princesitas.
Sahira ladeó la cabeza, pensativa.
—¿Cuánto?
Lynette lo pensó un instante.
—Hasta que podáis subir al taburete sin tener que saltar —respondió Mared en su lugar, dejando un vaso de leche frente a cada una de las niñas.
Eché un vistazo al fondo de la taberna, donde Derec y Dai se estaban peleando por el último trozo de pastel de carne.
—¡Prima! ¡Buenos días! —me saludó Derec, haciendo aspavientos.
Sonreí y alcé la mano para saludarles. De vez en cuando, mis primos acudían a la taberna para almorzar a precios populares que se inventaban ellos sobre la marcha. Lynette nunca les reclamaba nada porque, a fin de cuentas, ellos también la proveían de leche y carne a un precio muy por debajo de lo que podrían vender otros ganaderos.
Dai aprovechó ese momento para meterse el trozo de pastel de carne entero en la boca. Apenas le cabía, pero empujó con los dedos hasta que se le hincharon las mejillas. Derec, que se percató rápidamente de lo que estaba ocurriendo, le gritó a su hermano que lo escupiera.
Ya tenían veinte años y seguían comportándose como cuando tenían quince. Eso era algo que no había cambiado en absoluto.
Lynette se secó las manos en el delantal y me dedicó una sonrisa.
—A propósito, ha llegado una carta de Gwynda para nosotras —dijo, rebuscando en uno de sus bolsillos hasta que dio con el papel y me lo tendió—. Dice que está bien y que pronto nos visitará.
Leí la carta apresuradamente, emocionada por tener noticias de la tabernera esquiva. Llevaba años viajando por el mundo, enviándonos cartas y regalos desde rincones con los que ni siquiera podía llegar a soñar.
Miré a Hiraeth, que me observaba atentamente tras aquellos ojos felinos. Al principio, él la visitaba solo para asegurarse de que estaba a salvo, pero con el tiempo dejó de hacerlo, puesto que, en sus propias palabras, "si se había alejado era para estar sola y no para que un dios cansino la persiguiera por los confines del universo". De cualquier modo, yo sabía que él siempre estaría pendiente de ella.
—También te amenaza con darte un escobazo si no has cuidado bien de su taberna —señalé.
—Ah, pero esa amenaza la incluye en todas sus cartas.
Al final, Gwynda y yo habíamos llegado a la conclusión de que Lynette y Mared eran quienes más necesitaban la taberna. Al trabajar y generar ingresos, nadie les exigiría que contrajeran matrimonio y podrían estar juntas sin que nadie lo supiera. Su secreto estaría a salvo, y mientras proveyeran al pueblo del vino de Gwynda y siguieran cocinando tan bien como lo hacían, nadie se haría preguntas.
—Me alegra saber que está bien. Espero que pronto nos haga una visita.
La última vez que nos visitó fue porque Tulk ya se había hecho demasiado viejo para seguir viajando, así que pasó unos meses con nosotras hasta que el viejo burro exhaló su último aliento. Vivió y murió siendo feliz, y eso era todo lo que el animal había deseado.
—No estoy segura. Por lo que entendí en la carta anterior, había conocido a un retratista español.
—Al que describió como un pedante y un insufrible —recalqué.
Lynette sonrió y se le formaron dos pequeños hoyuelos en las mejillas.
—Ya sabes que Gwynda tiene una forma muy curiosa de amar.
—Siempre la ha tenido —admití al final—. Pero me alegro de que sea feliz. Y a ese retratista más le vale cuidarla como si fuera su tesoro más preciado o enviaré a Hiraeth a atormentarlo por las noches.
Mared, que nos estaba escuchando, se atragantó por culpa de la risa y mi hermana fue a darle unas palmadas en la espalda y un vaso de agua.
Sonreí viendo la ternura con la que se trataban la una a la otra, el modo en que se cuidaban y se protegían. Siempre había deseado que Lynette fuera feliz y me alegraba haber vivido para ver cómo se cumplía su sueño.
Mis hijas ya habían apurado su vaso de leche y a Gwyn se le había formado un bigote blanco encima de los labios. Le limpié la boca con ternura.
—Vamos, niñas, que tenemos que visitar a Jac.
A Sahira se le iluminaron los ojos y yo me mordí el carrillo mientras ayudaba a Gwyn a bajar del taburete. Mis dos hijas adoraban a Jac, pero el brillo en los ojos de Sahira no era por aquel a quien llamaban su tío, sino por Deian, su hijo.
Recorrimos el camino que nos llevaba al muelle y el sonido del mar impactando contra las barcazas, el canto de las gaviotas y el trabajo incansable de los pescadores me hizo sentir como cuando tenía dieciocho años y visitaba a mi mejor amigo a diario.
Era curioso cómo las cosas no habían cambiado entre nosotros, no en lo verdaderamente importante. Jac necesitó pasar dos años en altamar para que su corazón pudiera sanar y encontrar a alguien a quien amar. La tarde en que regresó, de la mano de una preciosa chica de ojos verdes y el cabello rubio como el trigo, fui la persona más feliz del mundo.
Se habían conocido en un país lejano y ambos se enamoraron perdidamente el uno del otro. Poco después había nacido Deian, su primer hijo. Ahora, Freya y él estaban a punto de tener a su segundo hijo. Por un largo instante, me quedé observándolos a los tres en el muelle. Ella estaba ocupándose del puesto de pescado y de vez en cuando hacía pequeñas pausas para descansar, pues su embarazo estaba en avanzado estado. Mientras tanto, Jac descargaba el barco y Deian jugaba con un palo, correteando de un lado a otro.
El primero en vernos fue Deian, que me miró a mí, luego a Gwyn y, por último, se quedó mirando a Sahira. Siempre la miraba a ella la última porque sabía que, después, no sería capaz de apartar la mirada.
En cierto modo, me recordaba a mi relación con Jac cuando éramos pequeños. Mis hijas se soltaron de mis manos, como siempre hacían, y echaron a correr hacia Deian, seguidas de cerca por Dickens.
Jac levantó la vista en cuanto me vio aparecer y sonrió. Dejó todo lo que estaba haciendo para venir a darme un abrazo.
—¡Aisha! Pensé que hoy no vendrías. Deian no hacía más que preguntar por ti —me contó, echándose a reír.
—No mientas, Deian pregunta por Sahira, no por mí.
—Corrección: Pregunta por ti porque sabe que tú traerás a Sahira —añadió, burlón.
Me metí el pelo detrás de la oreja y asentí. Freya se percató de mi presencia y me saludó con la mano, emocionada. Era increíble la facilidad con la que nos habíamos hecho amigas, incluso cuando ambas éramos conscientes de los sentimientos que Jac había albergado por mí. Quizá fuera porque ella provenía de otra cultura diferente, porque estaba segura de que no había una sola mujer en todo Rosenshire que hubiera aceptado mi amistad con Jac, no sin presentar batalla antes.
Me acerqué a ella e intenté abrazarla sin éxito porque su barriga se interponía entre nosotras. Ambas nos echamos a reír a la vez.
—Esto es más complicado cada día —me dijo.
—Tranquila, pronto estará fuera y entonces sustituirás los abrazos incómodos por noches sin dormir.
—Espero que no sea tan complicada como Deian —vaticinó, acariciándose la barriga.
—¿Crees que es niña?
—Estamos seguros de que es una niña —anunció Jac a mi espalda.
Yo sonreí.
—¿Y tenéis un nombre pensado para ella?
—Queremos llamarla Elina —anunció Freya.
—Es un nombre precioso para una niña preciosa. Y si al final resulta ser un niño, estoy segura de que Deian no protestará en absoluto.
Los tres miramos a Deian, que jugaba con mis dos hijas. Los tres se perseguían y, cuando se cansaron, se apiñaron en una caja de madera y empezaron a contarse historias. Hiraeth se acomodó en el regazo de Gwyn, que le acariciaba la cabeza distraídamente mientras escuchaba a Deian contarles cómo había pescado su primer pez él solo.
En eso había salido a su padre. Adoraba el mar, era evidente que lo llevaba en la sangre.
Una vez mis hijas empezaron a sentir hambre, nos despedimos de Jac y Freya y, con la eterna compañía de Hiraeth, regresamos a casa. Antes de cruzar el muro de piedra, ya nos había llegado el olor de la comida recién hecha. Aunque ambos nos repartíamos las labores del hogar de forma equitativa, Sunan aún insistía en encargarse de la cocina él solo porque decía que le relajaba y, si debía ser sincera conmigo misma, yo no estaba por la labor de protestar.
Las niñas entraron en casa en tropel, como un pequeño huracán que se apelotonó en las piernas de Sunan. Le abrazaron por detrás y empezaron a contarle su día atropelladamente.
—¡Tía Lyn dice que me dejará beber vino! —anunció Sahira.
Sunan abrió los ojos y me miró, sorprendido.
Me apoyé en el marco de la puerta, conteniendo las ganas de reír.
—Cuando seas lo suficientemente mayor para subirte a la butaca sin necesitar ayuda —puntualicé.
Sahira se llevó los puños a las caderas, desafiante.
—¡Comeré todo lo que pueda y creceré mucho y muy rápido! ¡Ya verás que mañana puedo subirme a la butaca, mamá!
Sunan negó con la cabeza y le acarició el pelo a Sahira.
—No estoy seguro de querer que crezcas —admitió en un suspiro—, pero tendremos que comprobar esa teoría. La comida ya casi está lista.
Sahira saltó de su regazo y echó a correr hacia su silla, seguida de cerca por Gwyn. Las dos esperaban la comida ansiosas.
Me acerqué a Sunan y él me puso una mano en la cintura y me besó, aún sonriendo.
—Veo que hoy se han despertado un poco rebeldes —susurró para que no le oyeran.
—Llevan mi sangre, ¿qué esperabas?
—También llevan la mía —me recordó—, pero en esto, Sahira ha salido a ti. Tendremos que estar pendientes, no vaya a cruzarse con el dios del mar ella también.
—Yo estaría más pendiente de Hiraeth. Últimamente parece hacer todo lo que le piden.
Sunan se echó a reír.
—Es increíble cómo dos niñas tan pequeñas pueden dominar a un dios.
—Son tus hijas, es evidente que no hay dios que se les resista.
Sus labios volvieron a rozar los míos y suspiré de puro placer.
Éramos tan felices que, a menudo, creía estar viviendo un sueño. Pero, a diferencia de los sueños, la vida que nos habíamos labrado los dos era real y tan solo acababa de empezar.
Aún nos quedaban muchas aventuras por vivir y estaba ansiosa por descubrir todas y cada una de ellas.
Cuando nuestras hijas se durmieron, Sunan y yo salimos al acantilado. Sunan me tendió la mano y nos tumbamos sobre la hierba para contemplar cómo la noche se cernía sobre Rosenshire, tiñéndola con su manto de oscuridad.
Y, como cada noche, la luna emergió entre las tinieblas, completa al fin y para siempre.
Hoy, 14 de febrero, es el primer aniversario de Los lazos del mar. Elegí esta fecha tan especial para subir el primer capítulo de la novela porque es el día en que se celebra el amor y la historia de Sunan y Aisha está plagada de muchos tipos de amor: el romántico, el amor por la libertad, el amor a la familia y a una misma.
Por eso, un año más tarde, he querido regresar a Los lazos del mar para cerrar el último capítulo de la historia de Aisha y que sepáis qué fue de cada uno de los personajes, cómo siguieron sus vidas después de aquel momento en el que Aisha despertó en una playa junto a Sunan por segunda vez.
Gracias por haberme acompañado en este viaje.
Nos veremos en las estrellas.
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