Capítulo 9
Desde esa mañana, Sunan había intentado poner la mayor distancia posible entre nosotros. Así fue como supe que él también había sentido el lazo fortaleciéndose, uniéndonos de una forma tan íntima que había momentos en los que era difícil saber dónde empezaba uno y terminaba el otro.
En cuanto vio la oportunidad, se encerró en su estudio, asegurándose de echar el cerrojo, y solo salió para preparar el almuerzo. Le observé en silencio mientras cortaba el pescado y me pregunté cuál era el vínculo que le había unido a los dioses antes de que yo apareciera en su vida, y porqué habían creído conveniente atarnos como si fuéramos animales.
Dickens revoloteaba entre sus pies y de vez en cuando trataba de subirse a la encimera para comerse el pescado. Ante su insistencia, Sunan le dio parte de su porción y le acarició detrás de las orejas mientras el animal devoraba la comida.
Había tantas cosas que no sabía de él, de ellos dos, que las preguntas empezaron a revolotear a mi alrededor como pequeñas mariposas, posándose sobre mis hombros una tras otra hasta cubrirme por completo.
Antes de abrir la boca, Sunan ya me miraba fijamente.
—¿Tiene intención de interrogarme a diario? —me preguntó.
—¿Cómo sabe que le iba a hacer una pregunta?
—Porque siempre que va a hacerlo pone la misma expresión curiosa. Además, le brillan los ojos como a Dickens cuando le doy pescado.
—Eso no es verdad —protesté, cruzándome de brazos.
—Oh, claro que lo es —replicó, riéndose—. Es una verdadera lástima que no pueda verse.
Apreté los labios y aparté la mirada. Odiaba la capacidad que tenía para leerme como si fuera un libro abierto. No me gustaba quedar expuesta ante los demás, y menos si esas personas me demostraban que me conocían como la palma de su propia mano incluso cuando solo habíamos pasado unos días juntos.
—No dejará de poner esa cara hasta que me haga la pregunta, ¿verdad? —suspiró—. Tiene vía libre, pero yo decidiré si está en mi mano responder o no.
Estuve muy cerca de decirle que ya no quería saber nada sobre él y que era absolutamente insufrible, pero la curiosidad siempre me había ganado la partida, así que finalmente asentí.
—¿Es cierto lo que dijo Gwyn, que usted está... que ya estaba vinculado con los dioses?
Sunan apartó la mirada al instante, apretando los labios con fuerza.
—Sí.
—¿Por qué? Usted me dijo que el dios del mar solo escucha a los desesperados, ¿qué le llevó a ese extremo?
Él respiró hondo y me dio la espalda para seguir troceando el pescado y lanzarlo a la olla, pero tenía los hombros tan rígidos que no me habría extrañado que se cercenara un dedo allí mismo. Al parecer, yo tenía un talento natural para hacerle enfadar, o quizá él tenía muy poca paciencia. Incluso podía ser una mezcla de las dos cosas.
—Eso no es de su incumbencia —masculló.
—¿Y si es ahí donde está la clave para encontrar lo que debemos hacer? —le pregunté, inclinándome sobre la mesa—. Ella nos dijo que teníamos un deber con los dioses, que debíamos encontrarlo. Quizá está relacionado con nuestros dos deseos.
—Eso son sandeces. No hay ningún deber, solo el capricho de unos dioses que no tienen nada mejor que hacer que divertirse con los mortales.
—Miente —le dije, poniéndome en pie bruscamente—. Tal vez yo no tenga los mismos conocimientos que usted, pero sé que lo que Gwyn me ha dicho es cierto.
Él se dio la vuelta para mirarme.
—¿Tan cierto como la historia que le contó antes de que usted saltara? Ella misma admitió que había mentido para protegerla.
Apreté los puños. Sabía que Sunan tenía razón, pero en esa ocasión mi propio instinto me decía que iba por muy buen camino.
—Esto es diferente. Lo sé porque lo siento, porque desde que desperté vivo con la sensación de que va a suceder algo que nunca llega. Es como...
—Como correr tras un objetivo inalcanzable —completó él—. Puede verlo, pero, por muy cerca que crea que estará de alcanzarlo, nunca podrá atraparlo entre sus dedos. —Sunan exhaló un suspiro y dejó el trapo sobre la encimera—. Esa es otra forma que tienen los dioses de jugar con nosotros. Nos hacen creer que hay una salida, que esto se puede solucionar, pero lo cierto es que solo se solucionará si ellos lo consideran conveniente. Y créame que, en la mayoría de los casos, no importa lo mucho que suplique, lo mucho que se arrodille, ellos ya no la volverán a escuchar.
—Habla por su propia experiencia, ¿verdad?
Sunan tragó saliva, pero terminó asintiendo. Estuvimos en silencio durante un rato, un silencio únicamente interrumpido por los maullidos ocasionales de Dickens.
—Si es cierto que tengo algún deber con los dioses, jamás cumpliré con él —dijo tras un rato—. No cuando sé que la carga que han puesto sobre mis hombros es infinita y que nunca se aliviará.
—Entonces no está buscando la forma de deshacer el deseo...
—No —admitió—. Tal como le dije a su amiga, solo estoy buscando la forma de deshacer el vínculo que nos une para que usted pueda marcharse de aquí y seguir con su vida. Si quiere cumplir con el deber que ellos le han impuesto, hágalo, pero no me involucre en eso.
No sabría decir por qué, pero sentí aquella afirmación como un puñal clavado en mi pecho. No tuve valor para seguir preguntando, para indagar más profundamente en los entresijos del trato que habíamos hecho con un dios del que apenas había oído hablar.
Comimos en un silencio pesado y luego él se levantó y, disculpándose, me dijo que subiría a su habitación. No pude evitar fijarme, cuando él desapareció de mi vista, en que la puerta de su estudio estaba entornada. Aquello era como abrir las puertas del paraíso y esperar que nadie las atravesara. Me puse en pie sigilosamente, con la sensación de que estaba cometiendo algún tipo de delito al entrar allí, invadiendo un espacio que no me pertenecía, pero que aún así era incapaz de ignorar.
Avancé de puntillas hacia el interior del estudio, dejando la puerta entornada a mi espalda, y me abrí paso a través del diminuto camino que Sunan se las había arreglado para crear. En la mesa del centro había un manuscrito amarillento que parecía increíblemente antiguo junto a varios papeles con anotaciones.
Me senté frente al manuscrito. Había algo familiar en el lenguaje, pero no sabía decir con exactitud qué: la caligrafía era prácticamente ilegible y las pocas palabras que conseguí descifrar no tenían ningún significado cuando las repetí en voz alta. Y aún así, eran familiares, como las canciones que mi abuela me cantaba cuando era una niña y cuyas letras se habían difuminado con el paso del tiempo, dejándome únicamente con el ritmo del estribillo.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Sunan desde la entrada.
El tono acusador de su voz me hizo sobresaltarme y casi dejo caer el manuscrito al suelo. Él estaba en el marco de la puerta, observándome con el ceño fruncido. Evidentemente, no tenía ninguna excusa para haber husmeado en sus cosas, pero de cualquier modo no iba a permitir que eso me amedrentara.
—La puerta estaba entreabierta —le dije simplemente—. ¿Qué es esto? Me resulta familiar.
Sunan no pudo evitar arquear una ceja.
—Así que sabe leer, después de todo.
—¡Por supuesto que sé leer! —respondí indignada.
Él avanzó hacia mí y se situó a mi lado. Cuando se inclinó sobre el manuscrito, su perfume me invadió. Olía a sal marina y a manzanas asadas. Cerré los ojos casi por puro instinto.
—Es galés antiguo, por eso le resulta familiar —me dijo, devolviéndome a la realidad.
Fruncí el ceño, sin comprender lo que quería decir. El galés siempre había sido galés, nuestro idioma.
—¿Galés antiguo? ¿Es lo mismo que el galés pero más... viejo?
Sunan me miró desconcertado y ahogó la risa con una sonora tos.
—Los idiomas evolucionan con el paso del tiempo y la influencia de nuevas culturas —me explicó con suavidad, tal vez porque se sentía mal por haber estado a punto de reírse de mi desconocimiento—. Esta es una forma mucho más primitiva del idioma que hoy se conoce como galés.
—Pero no se parece en nada al idioma que yo conozco.
—No, no se parece.
—Y aún así hay algo en él que me resulta familiar —insistí.
Sunan frunció el ceño y señaló el manuscrito.
—Quizá sea por el ritmo y la musicalidad de las palabras, pero nada más.
—Supongo que sí —le concedí—. ¿Y qué es lo que dice el manuscrito? ¿Habla sobre el dios del mar?
Él negó con la cabeza y extrajo un papel escrito a mano que se había perdido entre un montón de libros.
—Sí y no. Es una leyenda que habla sobre la historia de amor entre el dios del mar y la diosa de la Luna.
—No sabía que los dioses pudieran amar.
—Incluso los animales son capaces de enamorarse, ¿por qué los dioses no iban a poder?
Tenía razón, pero aún así me costaba creer que eso fuera posible. Pese a mi contacto con el dios del mar, las divinidades se me antojaban seres lejanos, intangibles. Incluso en aquel momento, me sentía incapaz de creer que había podido acercarme a ellos, aunque la experiencia hubiera sido nefasta. Me acerqué aún más al manuscrito, como si por ello fuera ser capaz de descifrar lo que ponía. Sunan notó mi interés, porque me enseñó el papel que tenía entre las manos.
—Aquí está la traducción.
—¿Puedo leerla? —le pregunté, incapaz de contener la emoción.
—Aún no he terminado de descifrarla, pero probablemente lo consiga a lo largo del día de hoy, si me permite regresar al trabajo.
Asentí, convencida. Por una historia, era capaz de hacer cualquier esfuerzo, así que me abrí paso a través del pasillo de libros sin rechistar, camino de la salida.
—¡Espere, Aisha! —me llamó.
Me di la vuelta, sobresaltada, y le vi rebuscar entre un montón de libros hasta que dio con un tomo pequeño que parecía reluciente. Me lo tendió y yo lo sujeté por pura inercia, sorprendida. Era fino y apenas pesaba.
—Esto es para usted. Sé que no soy muy buena compañía, así que he pensado que quizá le vendría bien tener algo con lo que entretenerse —me dijo ruborizado.
—¿Qué libro es?
—Son poemas. Quizá le gusten.
—¿Poemas? —repetí casi balbuceando.
Abrí el libro como si se tratara de un tesoro y recorrí con la mirada los cientos de poemas que se agolpaban entre sus páginas. Eran frases cortas, concisas, que iban directas al corazón. Jamás había visto algo así. Los ojos me brillaban y tuve que contenerme para no ponerme a dar saltos por la emoción.
—Es otra forma de narrar historias —me explicó—. Si no le gustan, puedo buscar otra cosa que...
—No, no. Me gustan —le interrumpí rápidamente. Él me miraba fijamente, atento a cada uno de mis gestos. Una sonrisa amenazaba con hacer acto de presencia, pero la contuvo—. Gracias.
Salí de allí abrazándome a aquel libro como si fuera un salvavidas. En esa ocasión, Sunan no cerró la puerta a su espalda. Dickens me observó desde la mesa y ladeó la cabeza con curiosidad. Fuera, el sol era brillante, así que decidí salir, rezando para que el lazo fuera lo suficientemente largo como para permitirme hacerlo.
Di un paso dubitativo fuera de la casa, y luego otro, y a ese le siguieron dos más. Pronto llegué al pie del manzano, aquel en el que había pasado tantas tardes con Lynette cuando yo era una niña, sin saber que esa casa pertenecía a alguien.
Sentí la pesadumbre apoderándose de mí e hice esos pensamientos a un lado. Recordar a mi hermana hacía que un dolor sordo se instalase en el fondo de mi corazón. No quería estar triste, no cuando aún tenía que luchar para poder sacarnos a ambas de Rosenshire y encontrar un futuro en el que podamos estar juntas y ser felices.
Abrí el poemario por una página cualquiera mientras Dickens salía de la casa y venía a tumbarse junto a mí, aprovechando los rayos de sol del mediodía. Él jugueteaba con una brizna de hierba mientras yo leía en voz alta los primeros versos de cada poema, como si Jac estuviera a mi lado para poder escucharlos.
No me percaté de cuánto había echado de menos leer hasta que sentí que se me escapaban unas cuantas lágrimas. Las sequé con el dorso de la mano y pasé de página.
El siguiente poema era una oda a la vida, a la felicidad. Lo leí cinco veces seguidas, encandilada por la forma en que los versos se enlazaban unos con otros y danzaban alrededor de mis sentidos, creando una historia de felicidad y esperanza.
Terminé con una sonrisa en los labios. Tras haber llegado a la mitad del poemario, arranqué una manzana del árbol y observé a Dickens, que jugaba a perseguir una mariposa.
El animal parecía más cómodo a mi lado que la primera vez que nos vimos, aunque preferí no arriesgarme a tocarlo por si salía herida, igual que la última vez.
Abrí el poemario, cuyas páginas había marcado con una hoja caída, y continué leyendo.
Tan solo llevaba dos estrofas cuando lo sentí.
Fue como si una tormenta se hubiera librado en el centro de mi estómago, expandiéndose hasta cubrirlo todo de un azul oscuro y plomizo. La tristeza que sentí era tan infinita que me puse en pie, alarmada. No era mía, estaba segura de ello porque la sentía a través del lazo, arrastrándome hacia donde se encontraba él.
Entré en el despacho de Sunan como una tormenta. Él estaba sentado, con la cara enterrada entre las manos, y una carta abandonada en su regazo.
—¿Te... te encuentras bien? —balbuceé sin aliento.
Él levantó la cabeza al oírme y se secó una lágrima traicionera con el dorso de la mano.
—Sí, sí. Estoy bien —mintió—. ¿Necesita algo?
Tragué saliva.
—No tiene que fingir que siempre está bien. Llorar es humano. Yo lloro mucho —le dije, rascándome la cabeza—. Creo que lloro prácticamente todos los días. De hecho, antes estaba llorando porque echaba de menos leer.
Sunan parpadeó, confuso, y señaló el libro que aún tenía entre mis manos.
—Pero ya le he regalado un libro.
—Lo sé. —Me encogí de hombros—. He llorado por la emoción de volver a leer.
Supe que estaba realmente triste porque ni siquiera se burló de mí por decirle algo así.
—Es solo que... —dudó durante un instante—. Acabo de recibir malas noticias.
Avancé entre las pilas de libros y me agaché junto a él.
—¿Es algo que tenga solución? —le pregunté suavemente.
Una sombra pasó por sus ojos y negó con la cabeza, bajando la mirada hasta sus propios pies.
—Un amigo mío ha muerto. Hacía muchos años que no lo veía, pero nos escribíamos siempre que podíamos.
—Lo lamento —le dije con sinceridad—. El dolor de la pérdida es uno de los mayores que se pueden experimentar.
Él bajó la vista hacia mí.
—¿Usted también ha perdido algo?
—¿Además de todo lo que tenía? —le pregunté esbozando una sonrisa triste—. Sí. Perdí a mis padres en altamar dos años atrás. —Él abrió la boca, probablemente para decirme que lo sentía, pero le obligué a callar—. Pero no hablemos de mí, no soy yo la que está sufriendo ahora.
—Estaré bien, no se preocupe por mí —dijo tras esbozar una sonrisa débil.
—¿Y no quiere ir a darle un último adiós a su amigo?
—Vivía en Londres. Aunque me pusiera en marcha inmediatamente, jamás llegaría a tiempo. Y nunca me ha gustado visitar a los muertos, no cuando lo importante ya se ha ido para siempre.
Asentí solemnemente. Luego vi los papeles que había esparcidos sobre su mesa. Seguía trabajando en la traducción de aquel manuscrito incluso después de haber recibido una noticia semejante. Si algo había aprendido sobre él, era que a tozudo no le ganaba nadie.
—Debería tomarse un descanso, al menos por hoy.
Él se mordió el labio inferior y negó con la cabeza.
—Estaré bien, no se preocupe por mí.
Hacía muy poco tiempo que le conocía, pero ya sabía más que de sobra que a Sunan le costaba expresar sus emociones, que cada cosa que le ocurría se la guardaba en algún rincón oculto de su corazón y cada vez que salía a flote, volvía a hundirlo con la esperanza de que, al hacerlo, desapareciera mágicamente.
Yo sabía que eso no era así, que los problemas y el dolor no se evaporaban como el rocío. Siempre estarían ahí, y la única forma de vencerlos era enfrentándolos.
Pero no podía obligar a los demás a tomar las mismas decisiones que yo, pues rara vez alguien puede sentirse preparado para hacer frente al dolor, así que simplemente me despedí de él y salí a la cocina, dejándolo a solas con su dolor.
Miré a mi alrededor. Aquel aura de abandono seguía allí, como un fantasma que, a fuerza de ser llamado, se había convertido en un eco visible en cualquier rincón. Y quizá yo no podía aliviar el dolor de Sunan, ni ayudarle a enfrentarse a todo lo que le atormentaba, pero sí podía hacer que los fantasmas desaparecieran.
Me pasé aquella tarde limpiando el comedor y la cocina, batallando contra las zonas donde aquel fantasma parecía haberse quedado impregnado como una mancha.
Los rincones más oscuros cobraron vida ante mis ojos, como si estuvieran despertando de un largo sueño. Y en cuanto me hube asegurado de que aquel espectro del abandono no volvería a resurgir de sus cenizas, apropiándose de la casa una vez más, me trasladé al jardín.
Las malas hierbas se habían adueñado de todo, a excepción de los pies del manzano, que parecía estar presentando batalla para conservar su pureza. Quizá esa fuera la única zona que se había mantenido limpia a lo largo de los años.
Me agaché junto al muro de piedra y empecé a arrancar hierbas una tras otra, amontonándolas en un rincón. Poco a poco, el jardín fue tomando forma, como una pintura que aparecía en el lienzo trazo a trazo.
Las malas hierbas, a menudo, ocultaban tesoros, pequeños regalos que alguien plantó una vez y que ahora habían quedado expuestos al abandono y la decadencia. Entre aquellos tesoros, encontré un rosal.
Las flores estaban marchitándose tras haber pasado demasiado tiempo a la sombra de las malas hierbas, y las hojas parecían a punto de quebrarse, pero, mientras hubiera algo de vida en su interior, yo haría lo posible por salvarlo.
Porque yo nunca me rendía ante la adversidad, independientemente de la forma que tomara. No me rendía ni me postraba, así me había educado Gwyn, y así sería yo.
Poco después de terminar con el jardín, Sunan salió de su reclusión. Se quedó parado en la puerta de su estudio, como si una fuerza invisible lo hubiera anclado al suelo, y echó un vistazo a su alrededor.
Abrió la boca un par de veces, pero no fue capaz de emitir ningún sonido. Me rasqué la nuca, incómoda, siendo completamente consciente de que tal vez había sido muy invasiva al tomarme la libertad de limpiar su casa y arreglar el jardín sin consultárselo; pero actué sin pensar, creyendo que tal vez un gesto así le animaría. Me mordí el labio, sintiendo cómo el rubor comenzaba a cubrirme las mejillas, y empecé a murmurar una disculpa.
Sunan levantó una mano y me callé inmediatamente.
—¿Todo esto lo ha hecho usted? —preguntó.
Dio un paso hacia la cocina y pasó un dedo por la encimera antes de volver a mirarme.
—Sí. Lo siento, creí que le animaría y...
—Gracias —murmuró.
—¿Qué?
Él se echó a reír.
—Veo que no está acostumbrada a que la gente le agradezca sus buenas acciones —me dijo con una sonrisa. Le brillaban tanto los ojos que parecían esmeraldas—. Creí que nunca volvería a ver mi casa como lo fue una vez, y usted lo ha conseguido en solo una tarde.
—Bu... bueno, he hecho lo que he podido —balbuceé.
Me ardían las mejillas y sentía tanta vergüenza que tuve que contener el impulso de salir corriendo y esconderme en la cueva donde mi hermana y yo solíamos ir cada vez que el mundo nos parecía un lugar demasiado hostil para nosotras.
—Ha hecho mucho más que eso —admitió, mirándome fijamente. Luego carraspeó y señaló el poemario que había dejado sobre la mesa—. ¿Le ha gustado?
Aquello fue como si me hubieran dado cuerda de nuevo. Asentí con tanta energía que incluso me mareé.
—Es... increíble. ¿Dice que es poesía? —Él asintió e iba a añadir algo, pero yo estaba tan entusiasmada que le interrumpí—. Pues es maravillosa. Todo lo que el autor transmite con tan pocas palabras... ¡Nunca había visto algo así! Creo que podría leer poemas toda mi vida. —Me eché a reír—. ¡Es más, creo que eso es lo que quiero hacer!
—En realidad, la autora es una mujer —señaló con una sonrisa—. Por eso pensé que le gustaría. Ya sabe, para que vea que las mujeres son capaces de todo lo que se propongan, independientemente de lo que opine la sociedad.
Abrí los ojos, sorprendida, y tuve que contener el impulso de ponerme a saltar alrededor del comedor, como hacía con mis primos.
—¿Una mujer escritora? Eso es... ¡es perfecto! ¿Tiene más libros de ella? ¿Hay más mujeres que escriben? ¿Cuántas son? ¿Puedo conocerlas algún día? ¡Dios, me encantaría conocerlas!
Sunan parpadeó, confuso ante mi entusiasmo.
—Vaya, eso es a lo que yo llamo pasión por la literatura —me dijo, echándose a reír—. Creo que tengo unos cuantos poemarios de la misma autora en mi estudio, pero no sé dónde pueden estar. Hace tanto tiempo que no los veo que probablemente estén sepultados, eso si no se los ha comido algún ratón —señaló, lanzándome una mirada acusadora. Enrojecí de inmediato, no había pensado en que el ratón al que ayudé a escapar podría comerse los libros de Sunan—. Y sí, hay muchas mujeres escritoras, lo hacen desde la antigüedad, aunque se las haya silenciado. Además, he de decir que no tienen nada que envidiarle a los hombres.
—¡Claro que no! ¿Por qué tendríamos que envidiarle algo a los hombres? Todos somos iguales, aunque la sociedad tenga la absurda obsesión con tratar de hacernos creer lo contrario.
Él asintió. Entonces, recordé que aún no había visto el jardín. Estaba tan entusiasmada por mostrarle lo que había descubierto que le tomé de la mano, haciendo que se sobresaltara, y le arrastré hasta el exterior.
—Había olvidado enseñarte el jardín —le dije, tuteándolo casi sin querer—. Si quieres plantar algo, debes hacerlo ahora para que, cuando llegue el invierno, las plantas estén lo suficientemente fuertes como para sobrevivir. El rosal se recuperará muy pronto, solo hay que regarlo y cuidar la tierra.
Sunan se detuvo de golpe, mirándome.
—¿El rosal? —me preguntó, desconcertado.
Señalé el rosal, que ocupaba una pequeña parte del muro contrario, donde la planta había estado luchando por sobrevivir entre las malas hierbas.
—Ahí está, ¿lo ve? Se ha vuelto un poco salvaje y las malas hierbas le estaban quitando el agua, pero ahora podrá volver a florecer.
Vi la emoción cubrir sus ojos y se llevó una mano a la boca, completamente turbado.
—Creía que había muerto —susurró con voz ronca.
—Y habría muerto si hubiera seguido rodeado de esas malas hierbas, pero sobrevivirá.
Por su mirada pasaron tantas emociones que me resultó imposible registrarlas todas. Miraba aquel rosal como si fuera un fantasma, y al mismo tiempo parecía que se hubiera convertido en un milagro para él. Quizá así era, quizá había dado por perdida aquella hermosa planta que, al igual que su propia casa, resistía en medio de un acantilado. Me daba la impresión de que Sunan había dado muchas cosas por perdidas en su vida, no solo la casa y aquel rosal, sino todo lo demás: la felicidad, la ilusión e incluso las ganas de vivir. Tal vez, él pensaba que su destino era marchitarse en aquella casa y esperar a que esta se le cayera encima o a morir sepultado bajo toneladas de libros.
Y entonces había llegado yo, con mis ansias de vivir, y existía una posibilidad, por mínima que fuera, de que toda mi rebeldía y mi incansable energía pudieran aportar algo de luz a su vida y le enseñaran que el mundo no era una escala de grises, sino una sucesión infinita de colores.
Bueno, estoy increíblemente nerviosa porque a partir de aquí se vienen cosas muy interesantes.
¿Confirmamos que os habéis muerto de amor con el poemario y la emoción de Aisha?
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