Capítulo 8
Me resistí todo lo que pude, pero Sunan se ofreció a dejarme inspeccionar su biblioteca si accedía, así que terminé rindiéndome. No me preguntó sobre mis reticencias, simplemente me tendió un pañuelo y un abanico y me dijo que me cubriera con ellos si me sentía más cómoda, así que eso fue lo que hice.
El camino hacia Rosenshire se me antojó corto, como si el tiempo hubiera decidido correr más deprisa solo para que yo sufriera antes. Hice un mohín en cuanto puse un solo pie en la única calle empedrada de todo el pueblo, la que estaba más cerca de la iglesia. No tuve valor para alzar la vista hacia la catedral que solo unos días antes iba a suponer mi condena.
Sunan iba a mi lado, adaptando su paso al mío e ignorando las miradas indiscretas de algunos pueblerinos, que tenían por costumbre analizar a los desconocidos como si fueran una especie distinta.
A lo lejos, reconocí la panadería de Cadin y vi a Cadell atendiendo a una de las mujeres de los pescadores. Apenas había hablado con él, pero en ese momento sentí la imperiosa necesidad de acercarme, de tener un pedacito de Rosenshire cerca de mí, pero me contuve. Sunan se detuvo a mi lado y siguió mi mirada.
—¿Aún tiene hambre? —me preguntó en voz baja—. Puedo comprarle algo, si lo desea.
Negué con la cabeza y eché a andar de nuevo. Cuando se trataba de mí, Sunan no hacía ninguna pregunta de más. Simplemente tomaba lo que yo le entregaba y seguía su camino. Ojalá yo hubiese sido como él, ojalá me hubiese contentado con lo poco que tenía en lugar de buscar una ayuda que me había supuesto una condena. Ojalá hubiese decidido casarme con Jac, contentarme con una vida junto al mar y sencillamente marchitarme, como hacían las demás mujeres.
Pero había algo en mí que me lo impedía, un deseo salvaje e irrefrenable de libertad, como si yo hubiera nacido para algo más que para ser un complemento. Y ese deseo, aquel salvaje instinto que me guiaba, me había llevado a terminar encadenada como un animal.
Seguí andando junto a Sunan de forma casi mecánica mientras el mundo a nuestro alrededor giraba con toda naturalidad. Era como si el pueblo me hubiera olvidado, pero yo sabía que no no tendría la suerte de que mi rostro se borrase de sus memorias, así que cada vez que pasaba junto a alguien que podría reconocerme, alzaba el abanico y me ocultaba tras él.
Nos detuvimos en una casita en pleno centro del pueblo. Era pequeña, de piedra oscura y su puerta de color rojo siempre me había resultado llamativa. Sabía que la casa pertenecía a uno de los mercaderes de Rosenshire, quien pasaba la mayor parte del tiempo viajando, porque mi madre solía hacerle encargos cuando yo era pequeña. Su mujer hacía los recados del pueblo e incluso se encargaba de recoger y entregar el poco correo que llegaba al pueblo, puesto que las caravanas de los mensajeros solo se detenían en los pueblos más grandes y dejaban allí toda la mensajería.
Sunan llamó a la puerta, y apenas un minuto después, la mujer del mercader abrió el postigo y nos miró a ambos un instante antes de cerrarlo en nuestras narices y abrir la puerta completamente.
—Llegas dos días tarde —le dijo ella antes de apartarse e invitarnos a pasar.
—Mis disculpas, Berth —dijo Sunan, agachando levemente la cabeza—. He tenido un pequeño contratiempo.
Supe que el contratiempo era yo desde el mismo instante en que la mirada de ambos se detuvo sobre mí. Apreté los labios y avancé hacia el pequeño comedor, donde el hijo de la mercader, que apenas tendría dos años, jugaba con una muñeca improvisada con un par de ramas, un trapo y algo de heno. Sunan esperó de pie mientras la mujer desaparecía en una de las habitaciones del fondo, ignorando al presencia del niño, que dejó la muñeca a un lado para observarnos con curiosidad. Cuando nuestras miradas se cruzaron, le enseñé la lengua y el niño empezó a reírse a carcajadas. Luego miró a Sunan, como esperando que él también le hiciera alguna carantoña, pero él permaneció quieto como una estatua, ignorando al pequeño.
El niño, en lugar de rendirse, gateó hasta sus pies y se abrazó a su pierna. Sunan intentó apartarse, pero el pequeño se había aferrado con tanta fuerza que solo consiguió arrastrarlo con él.
—Eh, niño, aparta —susurró. Lanzó una mirada hacia la habitación donde Berth había desaparecido y volvió a sacudirse el pie—. Vamos, ve a jugar con tu muñeca.
El niño le mordió la pierna. Hice mi mayor esfuerzo para no reírme a carcajadas, pero no fue demasiado efectivo.
—Creo que usted le gusta —me burlé.
Él compuso una mueca y se irguió cuando Berth salió de la habitación cargando con un pequeño paquete y dos cartas. La mujer se las tendió y se agachó para recoger a su hijo, que de pronto se había vuelto increíblemente dócil. Depositó al niño junto a la muñeca y se volvió hacia Sunan, que tenía el ceño fruncido mientras leía el remitente de una de las cartas.
—¿Malas noticias? —le preguntó la mujer.
—No es nada. Gracias por recogerlos —le dijo, tendiéndole unas cuantas monedas.
Berth no tardó ni un instante en arrebatarle el dinero y hacerlo desaparecer.
—Gracias a ti por tus generosas donaciones.
Sunan le dedicó una media sonrisa y asintió. Luego, extrajo un papel del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó a la mujer. La curiosidad me estaba carcomiendo, pero hice mi mayor esfuerzo para no empezar a hacer unas preguntas que, sabía, iban a ser de lo más inapropiadas.
—Me gustaría hacerle un nuevo encargo, le he dejado todo lo que necesito por escrito. Voy a pasar un tiempo ocupado arreglando ciertos asuntos y no podré acudir al pueblo. ¿Sería posible que me enviara todo a mi casa? —Al ver que Berth empezaba a hacer una mueca, se apresuró en añadir—: Huelga decir que le pagaré por el servicio prestado.
La mujer ojeó el papel y luego me miró un instante. Automáticamente, compuso una sonrisa y asintió.
—Está bien, pero no te acostumbres. El camino es largo y cargar con mi hijo a cuestas no es algo que me haga especial ilusión.
—La compensaré, se lo prometo.
Tras unos segundos de duda, la mujer asintió y nos señaló la puerta de la calle, una forma muy poco elegante de decirnos que empezábamos a molestarla. Sunan echó un vistazo al niño, que empezaba a gatear nuevamente en su dirección, y se despidió apresuradamente de Berth. Ni siquiera esperó por mí.
—Gracias por todo —le dije, dedicándole un breve asentimiento de cabeza.
En cuanto estuve fuera, me resultó imposible contener la risa ni un segundo más al ver la expresión de molestia de Sunan, que echó a andar como si quisiera poner la mayor distancia posible entre el hijo de los mercaderes y él.
—Definitivamente, usted sería un padre espantoso —alcancé a decir cuando logré controlarme un poco más.
Sunan pareció ofenderse durante un momento, pero al ver que yo no paraba de reír, su expresión se relajó. Me sequé una lágrima con el dedo y respiré hondo en un vago intento por calmarme.
—Y un marido deplorable, también —se atrevió a añadir con una sonrisa ladeada.
—No peor que ese —le dije, señalando a Cadin con el abanico, que estaba sentado a las puertas de la taberna de Gwynda, llamando cada pocos segundos e implorándole a la mujer que abriera de una vez—. Mírele, lloriqueando en la puerta de la taberna porque no le permiten entrar mientras su hijo tiene que hacer todo el trabajo por él.
—No, desde luego que no he sido peor que ese —me concedió.
Para mi desgracia, yo ya no le prestaba mucha atención. Me quedé parada frente a la taberna, observando su puerta cerrada, aquella que yo había atravesado tantas veces en los últimos dos años, y sentí una punzada en el corazón. No pude evitar preguntarme cómo estaría Gwynda, si sabía el error que yo había cometido, y cómo había reaccionado de ser así.
Antes de darme cuenta, ya encaminaba mis pasos hacia la parte trasera de la taberna. Esta vez, Sunan no pudo contener la curiosidad y echó un vistazo a su alrededor, observando la pequeña casa y el huerto donde Tulk pacía.
—¿Qué hacemos aquí? —me preguntó en apenas un susurro, como si temiera que estuviéramos cometiendo algún tipo de ilegalidad.
—Buscar respuestas.
—¿Respuestas? —repitió.
Tulk levantó las orejas en cuanto nos vio entrar. Arranqué un puñado de alfalfa y atravesé el huerto hasta donde él se encontraba. El animal rebuznó de felicidad, pero en esta ocasión, en lugar de tomar la alfalfa, estrelló su hocico contra mi pecho.
—Gracias por salvarme, Tulk —susurré, depositando un beso en su frente.
El viejo burro cerró los ojos mientras yo le acariciaba detrás de las orejas y finalmente se alejó de mí, llevándose el puñado de alfalfa consigo.
Sunan me observaba con una ceja arqueada.
—¿Hemos venido aquí para saludar a un burro?
Eché a andar hacia la casa.
—No. Hemos venido a averiguar más sobre los dioses —le dije, señalando el símbolo pintado en la puerta de Gwynda.
Él se giró lentamente y pude ver el cambio repentino en su expresión cuando vio lo que yo estaba señalando, el símbolo del amor de los dioses. Sentí un escalofrío recorrer mis brazos cuando llamé a la puerta al ritmo de la canción que habíamos inventado.
Al otro lado, escuché a Gwynda precipitarse hacia la puerta y abrirla de par en par. Esa mañana tenía el pelo suelto y no había rastro de su pañuelo. Lucía unas prominentes ojeras y la cocina estaba recogida, lo cual era mala señal: No había preparado el pan para la taberna.
La mirada de la mujer vagó hacia Sunan, frunció el ceño y me arrastró hacia el interior, dando un portazo en su cara.
—Gwynda, ¿qué...? —alcancé a preguntar, mirando hacia la puerta cerrada.
—¿Qué es lo que has hecho? —me interrumpió ella, aún sujetándome por el brazo. Ante mi silencio, chasqueó la lengua y me soltó—. Formulaste el deseo, ¿verdad?
Asentí.
Gwynda tomó una bocanada de aire e hizo lo que jamás podría haber esperado: me dio un golpe en la nuca con tanta fuerza que trastabillé.
—Niña estúpida, ¿cómo se te ocurre hablar con los dioses después de todo lo que te he contado? ¿Es que acaso estás sorda o simplemente eliges escuchar lo que te da la gana?
Abrí los ojos de par en par, sorprendida por su actitud. Jamás se había enfadado conmigo, mucho menos me había alzado la voz. Evidentemente solía darme sermones, pero eso era muy diferente a un sermón.
—Es que no vi otra salida y...
—Será mejor que te sientes, voy a prepararte algo de comer y ya veremos cómo lidiamos con esto. Estúpidos dioses —escupió mientras rebuscaba en la alacena—. Si lo hubiera sabido, no te habría contado esa maldita historia.
—No tengo hambre —murmuré—. Gwyn, necesito saber cómo se deshace el deseo.
Ella apretó los labios y se giró hacia mí con los brazos en jarra.
—¿Qué es lo que has deseado?
Me mordí el labio.
—Ser libre y... —tragué saliva—. enamorarme.
—Enamorarte —repitió, pasándose una mano por la frente. Exhaló un suspiro, como si estuviera conteniéndose para no golpearme—. ¿Y qué has obtenido?
—Me ha atado a un desconocido.
Gwyn me miró durante un largo minuto en el que simplemente se limitó a pestañear, hasta que Sunan llamó tímidamente a la puerta.
—Te ha atado con ese de ahí fuera —me dijo. Asentí—. Eso es lo que pasa cuando le pides un deseo a un dios, Aisha, que juegan con tus palabras y hacen lo que quieren.
Me tembló el labio. Finalmente, Gwyn gruñó algo que no logré entender y abrió la puerta de golpe. Sunan, que estaba inspeccionando el símbolo de la puerta, se sobresaltó ligeramente. Él dio un paso hacia el interior y le tendió la mano para saludarla, pero ella puso los brazos en jarras y le miró de arriba a abajo, como si fuera una especie de insecto del que pronto se podría deshacer.
—Así que te han atado con este —repitió, como si fuera incapaz de creérselo.
—Sí, nos han vinculado —replicó él con suavidad, como si no le hubieran insultado—. ¿Conoce el rhine?
—Pues claro que lo conozco, niño —le dijo, como si él fuera estúpido—. Lo tengo pintado en la puerta.
Sospechaba que a Sunan no le quedaba mucha paciencia después de la mañana que llevaba pero, al contrario de lo que pensaba, él compuso una sonrisa.
—Hay pocas personas que recuerden a los dioses, y menos aún que sepan cómo rendirles culto de forma apropiada. ¿Dónde lo aprendió?
—Me lo enseñó mi madre. Y a ella se lo enseñó mi abuela. Si quieres seguir mirando el rhine, quédate fuera y déjame aquí con esta niña estúpida.
La sonrisa de Sunan se ensanchó.
—No es necesario, ya he tenido tiempo de hacerlo cuando me ha cerrado la puerta, pero le agradezco la invitación. ¿Puedo pasar?
Gwynda me miró como si estuviera a punto de sacar la escoba y golpear a Sunan con ella.
—Ibas a hacerlo de todos modos —masculló.
—Gwynda... —alcancé a murmurar.
Tras unos instantes en el que parecía que lo echaría, la mujer finalmente se hizo a un lado y se dirigió a la encimera para recoger su pañuelo. Se ató el pelo mientras yo tomaba asiento y Sunan se acomodaba de pie a mi lado.
—Sigo sin entender cómo puede ayudarnos —susurró él.
Gwyn levantó la cabeza y le dedicó un gruñido.
—Supongo que para un niño de ciudad, las gentes de pueblo no podemos saber nada sobre los dioses —bufó—. Pues permíteme decirte que sé mucho más de lo que cualquier estúpido libro pueda contar.
—No soy de ciudad —la corrigió—. Vivo aquí, en Rosenshire.
—No te he visto por aquí jamás —le dijo ella, haciendo una mueca.
—Vive en la casa del acantilado —respondí.
Al escuchar eso, Gwyn se irguió tanto como pudo y enfrentó a Sunan.
—Muy bien, pues ya puedes regresar a tu casa del acantilado. Yo me encargo de ella.
—No podemos separarnos —repliqué.
Gwyn puso los ojos en blanco.
—¿Cómo que no? —me cuestionó ella, golpeando la mesa con las manos—. Oh, niña, por dios. No me digas que te gusta este... este...
Le miró de arriba a abajo, como si quisiera buscar un adjetivo lo suficientemente insultante para él, pero la interrumpí antes de que terminara por colmar la paciencia de Sunan, que estaba intentando no responder a cada ofensa que ella profería en su nombre.
—No es eso. Los dioses nos han vinculado de forma... física. Estamos conectados por una cuerda invisible, como en ese espectáculo de marionetas que vino una vez a Rosenshire, ¿lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo, esos estúpidos marionetistas borrachos acabaron con todas mis reservas de vino.
—Pues nosotros dos estamos vinculados del mismo modo. Es un lazo físico.
Gwynda soltó una maldición y se fue a sentar, farfullando algo sobre mi falta de cordura y lo mucho que lamentaba haberme contado aquella historia.
—Intentamos averiguar cómo romper el vínculo —confesé.
—Un vínculo forjado por los dioses solo lo pueden romper los mismos que lo crearon.
—Pero debe existir un modo para contactar con ellos —intervino Sunan.
Ella levantó la mirada hacia él.
—Y tú, ¿qué deseo pediste?
Sunan se sobresaltó y negó con la cabeza con demasiada rapidez.
—Yo no he pedido ningún deseo.
—Entonces, ya tenías algún vínculo con los dioses desde antes de que esto sucediera.
Esta vez, él no le llevó la contraria. Los miré a ambos alternativamente, sin comprender lo que estaba ocurriendo.
—¿Un vínculo anterior? ¿Es eso posible?
—Todo es posible, niña. Y los dioses tienen maneras muy curiosas de jugar con aquellos que ya les pertenecen. —Gwynda suspiró—. Ahora ambos habéis contraído una obligación con ellos. Debéis averiguar cuál es vuestro deber y quizá así os escucharán y desharán el vínculo.
—Así que el vínculo solo podrá romperse si averiguamos qué es lo que quieren los dioses de nosotros. ¿Eso es lo que nos está diciendo? —preguntó Sunan, cruzado de brazos.
—Eso es lo que acabo de decirle a ella. Todo favor de los dioses viene atado a un deber.
—Pero yo ya hice el pago —admití con voz temblorosa—. Le entregué todo lo que tenía.
—¿Y creías que eso sería todo? —bufó ella—. ¿Que los dioses cumplirían un deseo tan poco explícito y desaparecerían?
—No, pero...
—Mi abuela tuvo que cumplir con su deber durante toda su vida, y ese vínculo lo heredó mi madre, y después yo. —Al escuchar a Gwyn, Sunan dio un respingo—. Yo sabía que, de tener descendencia, mis hijos heredarían la misma penitencia, así que me negué a casarme y he preferido pasar la vida sola. Y ahora tú has decidido cargar con ese deber por culpa de un estirado.
Fruncí el ceño.
—Me dijiste que tu abuela nunca formuló el deseo.
Gwyn chasqueó la lengua.
—Claro que te dije eso, porque de haberte contado la verdad, te habría faltado tiempo para ir corriendo a los pies de ese estúpido dios.
—¿Y qué le entregó a tu abuela?
Sunan cambió el peso de un pie a otro y ella le dedicó una mirada que podría haberlo dejado petrificado en el mismo lugar.
—Eso da igual.
—No —le dije, alzando la voz—. Para mí no da igual, Gwyn. Necesito escuchar la verdad. Eres la única persona, además de Lynette, en la que confío. Por eso he venido aquí.
En los ojos verdes de Gwynda parecía estar librándose una batalla encarnizada entre la idea de decir la verdad y la de sacarme a punta de escobazos de su casa. Para mi fortuna, ganó
—El olvido —masculló—. Rosenshire se olvidó de ella. Y, a cambio de ese estúpido deseo, todos nuestros descendientes están condenados.
—Pero eso es injusto. Es una ofrenda demasiado pequeña con un precio excesivamente caro.
—Te lo he dicho, niña —admitió con resignación—. Los lazos de los dioses no se rompen, te persiguen en todas tus vidas, y tus vidas se transmiten a través de tus lazos de sangre. No solo te maldices tú, también maldices a todos los que lleven tu sangre. Estás condenada a guardar los secretos de los dioses para siempre. Por eso no he querido tener hijos y por eso decidí marchitarme aquí. No voy a permitir que un dios controle mi vida, yo soy libre y moriré siéndolo. No he ido a sus templos ni una sola vez en cuarenta años, aunque haya mantenido el símbolo en mi puerta. Si los dioses hubieran querido castigarme por mi insolencia, ya estaría bajo su yugo.
Sunan había perdido el habla por completo. Miraba a Gwynda fijamente, como si pudiera ver en ella algo que yo no era capaz. Al percatarse de ello, la mujer se puso en pie y señaló la puerta.
—Será mejor que os marchéis ya. Edward sigue en Rosenshire, y me temo que va a inspeccionar casa por casa hasta que te encuentre. No regreses a no ser que sea estrictamente necesario.
—¿Mi hermana está bien? ¿Y Jac? —le pregunté.
—Esa criatura es demasiado sensible para su propio beneficio, pero está bien. Un poco más llorona de lo habitual, eso sí. Y el mocoso estará bien con el tiempo, supongo —replicó encogiéndose de hombros—. Se recuperará. Ahora deberías preocuparte por ti, en lugar de en los demás.
—¿Se recuperará? ¿A qué te refieres con eso?
Ella tomó una gran bocanada de aire y me miró como si supiera que yo estaba a punto de hacer alguna estupidez.
—No hagas otra estupidez, niña. Te aseguro que está bien.
Me mordí el labio inferior. Sabía que me estaba mintiendo, pero no iba a entretenerme discutiendo con ella sobre eso. Me puse en pie y reajusté el pañuelo para evitar que se me viera bien el pelo.
—Tranquila, no haré nada de lo que pueda arrepentirme.
Gwyn entrecerró los ojos y se fue directa hacia Sunan. Pensé que iba a disculparse por su grosería, pero, como era costumbre en ella, la mujer era increíblemente impredecible.
—Si le pasa algo malo a mi niña, por mínimo que sea, me encargaré de hacértelo pagar —siseó con los ojos entornados—. ¿Me has entendido?
—No tengo la menor intención de permitir que eso suceda.
—¿Me has entendido? —repitió, arrinconándolo contra la pared.
Esta vez, Sunan se acobardó un poco.
—Sí, la he entendido a la perfección.
—Muy bien. Y ahora os quiero fuera de mi casa. No volváis hasta que ese patán haya desaparecido de la faz de la tierra.
Él fue el primero que salió. Yo le seguí, apurando el paso y cubriéndome con el abanico.
—Tiene usted unas amistades de lo más curiosas —señaló conforme enfilábamos por uno de los callejones.
—Gwyn puede parecer un poco arisca, pero es la mejor consejera que he podido tener.
—Pero fue ella la que le dio la maravillosa idea de pedirle un deseo a un dios.
—En realidad solo me contó la historia de su abuela. Fui yo la que decidió precipitarse hacia el acantilado.
«Con la ayuda de una piedra de luna», murmuré para mis adentros.
Él empezó a aflojar el paso para ajustarlo al mío.
—El dios del mar solo escucha a los desesperados —murmuró.
Me mordí el labio inferior. Yo estaba lo suficientemente desesperada para pedirle un deseo a un dios sin importar en las consecuencias, y ahora él se veía afectado por ellas. Pero si Gwynda tenía razón, él ya estaba encadenado a los dioses desde mucho antes de conocerme.
Eso hizo que otra oleada de preguntas se asentara en mi interior, dispuestas a salir y arrollarlo, pero sabía que preguntarle de frente no me serviría de nada. Tendría que averiguar su pasado por mi propia cuenta, y descubrir historias era mi mayor especialidad.
Mientras descendíamos por la calle, mi mirada se detuvo automáticamente en el puerto y vi el barco del padre de Jac, que destacaba del resto de navíos gracias a la pintura amarilla que decoraba parte del casco. Había algunos puestos de venta de pescado fresco y cocinado, pero apenas podían contar con un par de clientes. Rosenshire era un lugar pequeño, y aunque a esas horas del día había más actividad, nunca parecía ser suficiente para la cantidad de bocas que había por alimentar.
—¿Podemos ir al puerto? —le pregunté a Sunan.
Él se encogió de hombros y cambió el rumbo, enfilando por la calle de tierra que desembocaba en el puerto.
—Sí, por supuesto. Hoy puedo cocinar pescado.
Recorrimos el camino en silencio, y en cuanto llegamos al puerto aceleré el paso en dirección al barco. No tardé en divisar a Jac descargando el pescado del navío y depositándolo en un pequeño puesto que su padre estaba preparando. Llevaba una camisa con las mangas dobladas hasta los codos y la frente perlada por el sudor, algo habitual a aquellas horas.
Cuando Jac giró la cabeza en dirección a la bahía, vi con claridad el hematoma que se extendía por su ojo derecho y por su labio. Alguien le había golpeado. Eso era lo que Gwyn había estado a punto de confesarme, el secreto que prefirió guardar para evitar que yo cometiera una estupidez.
Olvidando todas las precauciones que había tomado a lo largo del día, me lancé a la carrera a través del puerto, arrastrando a Sunan conmigo.
—¡Jac!
Él alzó la vista en mi dirección y la sorpresa tiñó sus rasgos. Dio un paso hacia mí y alzó los brazos como si estuviera a punto de abrazarme, igual que hacíamos cada día cuando nos encontrábamos. Y yo estaba dispuesta a perdonarle, a olvidar todo lo que me había dicho la última vez, pero él dio un paso atrás y terminó ajustándose la boina solo para tener algo que hacer. Yo me detuve a unos pasos de él, insegura.
—¿Aisha? ¿Qué haces...? —Tragó saliva, sorprendido—. ¿Dónde estabas? Tus tíos se han vuelto locos, te han buscado por todas partes.
—Es una larga historia —murmuré, porque sabía que, aunque le contara a Jac toda la verdad, él no me creería. Jamás había creído en historias de fantasía, mucho menos en dioses a los que ya nadie rendía culto.
Sunan se situó a mi lado, y la mirada azul de Jac se clavó sobre él como dagas afiladas. En ese mismo instante, apretó los labios y, aunque trató de contener la mueca que asomaba en su rostro, finalmente fue incapaz de ocultar su desagrado.
—No tan larga, al parecer —murmuró, aunque ambos pudimos oírle con claridad.
El aludido arqueó una ceja, como si el comentario de Jac le divirtiera, y señaló el puesto de Banon.
—Será mejor que les deje hablar. Veo que hoy han conseguido buenas capturas.
Sin esperar nuestra respuesta, Sunan echó a andar hacia los puestos. A cada paso que daba, temía que el lazo se tensara y empezara a arrastrarme con él, pero se detuvo en el puesto de Banon antes de que eso sucediera. El hombre le miró con suspicacia, pero al final optó por ignorar su presencia y seguir exponiendo el género.
—¿Así que por eso no querías casarte con Edward, porque tenías un amante? —murmuró.
Giré la cabeza hacia Jac como si me hubiera abofeteado.
—¿Qué? Sunan no es...
—Es igual. Creo que prefiero no saberlo —me interrumpió.
Daba la impresión de que la idea de oír la verdad de mis labios le aterraba tanto que prefería aferrarse a una mentira, fuera cual fuera, antes que permitir que me expresara. Jac siempre había sido así con los demás, pero nunca conmigo. Yo sabía que él era un chico demasiado sensible que se ocultaba bajo una coraza que podía resquebrajarse en cualquier momento, y por eso prefería pasar el tiempo con alguien que protegiera todo lo bueno que le quedaba para que no se perdiera a base de golpes. Por eso me había elegido a mí, de entre todas las posibilidades, porque yo sabía cómo era el verdadero Jac.
—¿Qué te ha pasado en el ojo? —le pregunté.
Jac apartó la mirada y compuso una mueca.
—Cuando huiste, todo el mundo se lanzó en tu búsqueda. Tu hermana dijo que te vio huir hacia el bosque y tu tía estaba convencida de que te habías fugado conmigo. Tu prometido creyó esto último y vino a buscarme con dos hombres más.
Me llevé las manos a la boca, aterrada. La culpabilidad se extendió por mi corazón como una mancha de vino sobre un mantel. Eso lo había provocado yo con mis acciones, nadie más.
—Dios, yo... Lo siento muchísimo, Jac. No quería que esto sucediera así. ¿Te hicieron mucho daño?
Por primera vez, él compuso una sonrisa y se irguió cuan alto era.
—Esto no es nada en comparación con lo que recibieron ellos, en especial ese Edward. Y no te negaré que lo disfruté un poco. Se lo merecía, al fin y al cabo.
—Pero no tenías que verte involucrado en esto —admití—. Fue egoísta por mi parte escapar sin pensar en las consecuencias.
Él acercó el cargamento a su padre y se secó el sudor de la frente.
—Me dijo que podías volver si querías, que entendía que te hubieras asustado.
—¿Qué? —balbuceé.
—Edward. Ya sabes, tu prometido. Sigue aquí, esperando a que vuelvas.
—No pienso volver. Ya te lo dije, Jac. Quiero ser libre. Casarme así, a la fuerza, es... —solté un gruñido—. antinatural.
—Sé que no te casarías con un hombre como él ni en mil años, y lo entiendo, pero el matrimonio es seguir el orden natural de las cosas, huir no. Sabes que no tendrías forma de mantenerte, ni siquiera puedes poseer tierras a tu nombre. ¿De qué ibas a vivir?
Apreté los labios. Buscar una forma de subsistir era el menor de mis problemas siempre que tuviera la libertad en la palma de mis manos. No me importaba tener que vivir el resto de mis días en una pequeña casa solitaria, sin más compañía que mis libros.
—Es increíble cómo la presencia de músculo marca una clara ausencia de cualquier tipo de inteligencia —dijo Sunan a nuestra espalda.
Casi al instante, Jac se giró hacia él con el rostro enrojecido y apretó los puños.
—¿Cómo ha dicho?
Sunan continuó examinando la mercancía con tranquilidad. Banon se le había quedado mirando y abrió la boca para decir algo, pero finalmente decidió que no valía la pena intervenir en una discusión tan absurda y continuó haciendo su trabajo.
—¡Sunan! —le reclamé.
Él se giró hacia nosotros y compuso una sonrisa leve.
—¿Han terminado su conversación?
—¿Qué decía antes? —insistió Jac.
—¿Sobre qué? —Frunció el ceño un instante, como si intentara recordar sus propias palabras.
—Me ha llamado tonto —repuso Jac indignado.
Sunan tosió sonoramente, algo que siempre hacía cuando trataba de contener la risa, y negó con la cabeza. Estaba completamente segura de que, si se atrevía a decir una ofensa más, yo misma cogería uno de esos peces y le abofetearía con él.
—No sabía que usted se considerase un pez.
Jac parpadeó.
—¿Qué?
—Hablaba de la dorada —le explicó Sunan—. El animal tiene una fuerza considerable en la cola, pero nada directamente hacia las redes en lugar de evitarlas.
—Los peces no son muy inteligentes —masculló.
—Eso mismo estaba diciendo.
Se hizo un silencio pesado,entre los dos, como si estuvieran en una especie de batalla silenciosa de la que yo no era partícipe. Jac fue el primero que se rindió, tal vez porque sabía que no merecía la pena iniciar una discusión con Sunan, al menos mientras yo estuviera delante.
—Llévate lo que necesites —me dijo, señalando el pescado—. Y si necesitas ayuda o un techo donde dormir, ya sabes dónde encontrarme.
Le di las gracias a Jac y, al final, rehicimos el camino cargando con dos doradas. Sunan quería coger alguna más, pero no se lo permití. Aún así, parecía muy contento con el regalo, pero yo apenas pronuncié palabra mientras abandonábamos el puerto y enfilábamos hacia la salida de Rosenshire.
Sunan me lanzó una mirada de reojo y pude ver la curiosidad bullendo en sus iris verdes. Estaba deseoso por lanzarme alguna pregunta, así que al final, claudiqué.
—Si quiere preguntar algo, hágalo sin más. No es necesario que me mire así.
—No quería ser indiscreto.
—Lo cierto es que prefiero la sinceridad a la discreción —admití.
—Lo tendré en cuenta.
Sabía que, si quería averiguar la verdad sobre Sunan, debía predicar con el ejemplo, así que exhalé un largo suspiro y me propuse dejar que la verdad saliera a borbotones.
—Jac y yo somos amigos desde niños, pero cuando empezamos a crecer, él... Bueno, supongo esperaba algo más de mí. Nuestras familias también comenzaron a verlo así, incluso su madre comenzó a hacer planes de boda.
—¿Y usted quería casarse con él?
—Es lo que debí hacer.
Sunan frunció el ceño y se detuvo de golpe frente a mí.
—No le he preguntado qué es lo que debió hacer, sino lo que quería hacer, lo que usted deseaba.
—Eso no es tan sencillo...
—¿Por qué no? —me interrumpió—. ¿Porque vivimos en una sociedad que juzga duramente a las mujeres? Créame que lo sé, pero yo no voy a juzgarla. Considéreme un paria de esta sociedad absurda y clasista, si quiere, pero yo prefiero que las personas elijan su destino y no que otros lo forjen por ellos. Así que responda: ¿Está enamorada de Jac?
Tragué saliva. No estaba acostumbrada a que me preguntaran por lo que pensaba realmente. A mi alrededor, todo el mundo tomaba decisiones sobre mi vida y asumía cosas sin preguntármelas. Aquella fue la primera vez que alguien, además de Gwynda, me había escuchado de verdad.
—No —admití—. Nunca lo he estado. Mi familia esperaba que sí por el tiempo que pasábamos juntos, pero nunca le he visto de esa forma.
Él me dedicó una sonrisa.
—¿Ve cómo es sencillo decir lo que piensa? Adquiera esa costumbre y le irá mucho mejor.
—¿Acaso cree que no lo he hecho? ¿Que no me he rebelado cientos de veces? —estallé—. No, claro que no. Para los hombres, el mundo es mucho más sencillo y pueden hacer lo que les plazca. Las mujeres, en cambio, somos vistas como un objeto sin valor. ¿Sabe por qué salté por ese acantilado? Porque un desconocido vino desde Londres y mi familia me vendió a él como si yo fuera ganado. Me estaban forzando a casarme con él, y yo habría preferido morir en libertad a vivir encerrada en una jaula el resto de mis días.
La expresión de Sunan se ensombreció.
—Eso es terrible —me concedió.
—El mundo es un lugar terrible para las mujeres. Siempre lo ha sido.
—Lo lamento. No debí molestarla con este asunto.
—En realidad, soy yo quien debería lamentarlo. Por mi culpa usted está...
Él levantó una mano, ordenándome silencio. Fruncí el ceño e iba a protestar, pero pronto seguí la mirada de Sunan y me quedé estática. Un grupo de hombres a quienes no había visto nunca había atravesado la calle, comandados por Edward. Se detuvieron frente a una casa y aporrearon la puerta con tanta fuerza que su dueña, una mujer con un pequeño bebé en brazos, abrió de inmediato.
Sunan me puso una mano en el hombro y me obligó a retroceder hasta que estuve detrás de él. Vi cómo le mostraban un papel a la mujer y, sin esperar una respuesta, entraban en la casa haciéndola a un lado bruscamente. El bebé empezó a llorar desconsoladamente.
—Llámeme loco, pero si los temores de Gwynda sobre ese Edward son ciertos, esos bien podrían ser sus hombres —murmuró.
Sentí que las piernas me temblaban. Fui incapaz de decirle a Sunan que no solo eran sus hombres, sino que el propio Edward estaba allí, dirigiéndolos como si fueran un ejército. Como si supiera lo aterrada que me sentía, él entrelazó nuestros brazos y me pegó a su cuerpo.
—Cúbrase con el abanico y no permita que nadie la vea. Si se acercan, no hable y, sobre todo, no les mire.
Únicamente fui capaz de asentir mientras él me guiaba hacia un callejón aledaño. Si Edward me veía, no tendría ninguna posibilidad de huir. Y sabía a ciencia cierta que el destino que le esperaría a Sunan iba a ser mucho peor. Nadie comprendería el lazo que nos ataba, y tras lo que le hicieron a Jac, había perdido por completo la fe en la idea de salir bien parada si daba con nosotros.
Desde el primer momento, las señales de peligro habían estado allí. Pero, como los grillos en una noche de verano, yo las había oído, pero no las había visto. Y, en ocasiones, era necesario ver para creer. Todo en él me gritaba peligro, y yo lo había escuchado desde el primer momento, pero verlo reflejado en los golpes que recibió Jac hizo la amenaza real, tangible.
Aquella mañana, Sunan y yo escapamos de Edward. Dudábamos que hubiera sabido siquiera que estuvimos allí, a tan solo unos metros de él, viendo cómo derribaba una puerta tras otra, buscándome como si yo fuera una presa y él un cazador.
En cuanto Rosenshire quedó atrás, olvidamos el miedo, el peligro y la incertidumbre. Allí, en esa tierra de nadie, solo éramos dos personas esprintando hacia una misma meta. Corrimos como si fuera lo único que sabíamos hacer, y la libertad abrió sus brazos y nos envolvió con su manto.
Jamás me había sentido así, tan libre que, si corría lo suficientemente rápido, estaba segura de que podría volar, como un pájaro que solo necesita un impulso para surcar los cielos.
Sunan y yo llegamos a la cerca al mismo tiempo y la saltamos, olvidando que había una puerta. Nos precipitamos hacia el manzano y nos dejamos caer, hombro con hombro, a sus pies. Estábamos exhaustos por la carrera y éramos incapaces de controlar el ritmo desbocado de nuestros corazones, que parecían querer salir a galope en cualquier momento.
La felicidad se extendió a nuestro alrededor como la niebla, asentándose en silencio y cubriéndolo todo. De un momento a otro, nos miramos a los ojos y simplemente echamos a reír.
Sentía su felicidad a través del lazo, tirando de mí y sumándose a la mía, y aquella fue la sensación más hermosa que había experimentado en toda mi vida.
—Creo que estoy desentrenado —jadeó—, pero esto ha sido diverti...
Una manzana cayó sobre su cabeza, sobresaltándolo. Sunan frunció el ceño y se quejó, masajeándose la cabeza mientras miraba la fruta. Yo la tomé del suelo y le di un mordisco salvaje.
Al ver si expresión confundida, volví a reírme con tanta fuerza que caí de espaldas sobre la hierba. Desde aquella perspectiva, el cielo azul parecía infinito y lleno de tantas posibilidades que no pude evitar imaginar todas y cada una de ellas.
La risa de Sunan hizo eco de la mía, y el sonido se fundió como si fuéramos una sola persona. Y, tal vez, así fuera. Quizá, solo éramos la misma persona en diferentes cuerpos, luchando por el mismo deseo imposible que se había aferrado al fondo de nuestros corazones.
Ese momento fue mágico, como si toda la oscuridad hubiera desaparecido para siempre. Y sentí que, en aquella pequeña casita que sobrevivía en lo alto de un acantilado, éramos capaces de todo.
Porque, contra todo pronóstico, allí éramos libres.
Y como os había prometido, aquí está la segunda parte del capítulo. Han pasado muchas cosas, y estoy nerviosa porque ya empieza a cocerse la parte más interesante de la novela. Y Sunan se está ablandando un poquito porque nadie es capaz de estar cerca de Aisha sin sonreír como un idiota todo el tiempo 💙🌊
¿Qué habéis disfrutado más: Gwynda insultando a Sunan o Sunan llamando tonto a Jac? 👀
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