Capítulo 7
Aquella primera noche en la casa del acantilado, apenas conseguí conciliar el sueño. En cuanto cayó la noche, y en vista de que Sunan no guardaba la menor intención de salir de su reclusión, me atreví a inspeccionar la que sería mi habitación durante el tiempo que fuera a vivir con él.
Si el olvido estaba presente en todos los rincones, aquel era como un fantasma: aún con la certeza de que hubo algo ahí, sabía que hacía tiempo que se había marchado, dejando solo leves retazos de su presencia en forma de muescas en la madera, allá donde el polvo no se acumulaba y las arañas no hacían sus nidos.
No me esforcé demasiado en limpiar la habitación antes de tumbarme sobre la cama. Únicamente sacudí el polvo que se había aferrado a las mantas y la almohada y me tumbé allí, con la mirada perdida en el techo blanco.
Tenía la sensación de que iba a suceder algo. Lo sentía igual que el hilo que me ataba a Sunan, pero de forma más leve; como un eco que, a fuerza de reverberar entre las colinas, había perdido la fuerza y solo era audible en el más absoluto silencio.
Aún así, lo que fuera que estaba desarrollándose, nunca llegaba a ocurrir. Y por mucho que agudizara el oído, no se escuchaba nada. Ni siquiera el viento, que parecía sortear esa parcela de tierra como si temiera que, si golpeaba la casa con demasiada fuerza, esta fuera a caer y a deshacerse como un castillo de arena.
El silencio era absoluto, como si se multiplicara en lugar de dividirse. Llegó un momento en el que incluso temí que mi propia voz pudiera desatar algún tipo de reacción en cadena y destrozar toda aquella calma, abriéndole la puerta a un caos sin nombre ni forma, así que decidí quedarme completamente quieta, evitando incluso el sonido del roce de las mantas contra mi cuerpo.
Con el paso de las horas, incluso empecé a echar de menos las constantes quejas de Lynette sobre cualquier cosa: el nuevo agujero de su vestido, otro pretendiente que no la dejaba en paz, alguna discusión con Mared o el trabajo en el campo eran temas muy recurrentes por aquel entonces. Yo me limitaba sonreír en la oscuridad y a darle la razón siempre que me permitía intervenir.
En algún punto de la madrugada, justo cuando empezaba a quedarme dormida, escuché los pasos de Sunan ascendiendo por las escaleras y la puerta de su alcoba cerrándose con brusquedad, sobresaltándome.
Frustrada, me levanté de un salto, agarré la manta y la arrastré conmigo hacia el balcón. Me dejé caer en la mecedora, arrebujándome con la manta para evitar congelarme con el frío nocturno. Al alzar la vista al cielo, me percaté de que la luna seguía llena, arropada por un manto de estrellas cada vez más vibrantes, sus eternas compañeras. Sabía que permanecería llena durante un día o dos más antes de empezar a desaparecer lentamente, así que disfruté de su hermosa presencia.
Apoyé la barbilla en la balaustrada de madera mientras observaba la cadencia del océano, ascendiendo hacia la orilla para luego descender en una danza eterna. El colgante de mi abuela, que al contrario de la piedra de luna, sí había sobrevivido al deseo, colgó inerte de mi cuello. Lo tomé entre mis dedos, observando la silueta del árbol atrapado en la resina. Bajo la potente luz de la luna, el dibujo era aún más vibrante.
Siempre pensé que era un dibujo curioso. Pese a que mi madre me había dicho que era un manzano, yo lo veía extraño: era como si le hubieran retorcido el tronco en una forma imposible, una cruel jugada del destino que solo permitiría que sus manzanas crecieran fuertes por uno de los costados, pues el otro estaba demasiado cerca del suelo y debía ser presa de los insectos y los animales muy a menudo.
Pero alguien se había tomado la molestia de inmortalizar aquel árbol torcido en un colgante, tal vez porque debió significar algo para la persona que lo creó. Quizá allí, al pie de ese manzano que luchaba contra viento y marea para mantenerse en pie y no sucumbir, sucedió algo que consideró tan importante como para inmortalizarlo para siempre.
Aquella era una de las pocas historias que no había logrado completar. De pequeña, le había preguntado cientos de veces a mi madre, y otras tantas a mi abuela, sobre la historia del colgante. Sin embargo, ambas me habían dado la misma respuesta: que algún día entendería lo que significaba para nuestra familia, para nuestro legado.
Ya tenía dieciocho años y seguía sin comprender qué podía esconderse tras el árbol torcido.
Solté el colgante y me dejé caer en la mecedora, haciéndome un ovillo. El movimiento rítmico de la mecedora, sumado a la tranquilizadora luz que la luna proyectaba sobre mí, terminaron sumiéndome en el sopor del sueño y pronto caí completamente dormida.
Desperté cuando el sol comenzaba a despuntar por el horizonte. Pese a que había pasado la madrugada durmiendo prácticamente a la intemperie, no sentía frío, solo los miembros entumecidos por la postura en la que había pasado la noche.
Estiré las piernas y bostecé con fuerza mientras admiraba la luz del sol extendiéndose a través del mar con su manto de oro. Me dejé caer de nuevo sobre la mecedora, sintiendo los músculos aún agarrotados.
Aquella noche había tenido un sueño plácido en el que me dejaba arrullar por las olas del mar durante toda la eternidad y me bañaba en la luz de la luna. Hacía tiempo que no me sentía en paz, así que saboreé el momento mientras duró.
Sentí que algo resbalaba de mi regazo y caía al suelo sin apenas hacer ruido. Me incorporé a tiempo de ver un minúsculo ratón saltando hacia el pasillo. Me levanté a toda prisa para seguirlo, temerosa de que Dickens lo atrapara, cuando el animalillo se lanzó escaleras abajo.
Sunan estaba en la cocina, sentado e intentando secar la cacerola con la que había hecho el guiso del día anterior, la cual estuvo a punto de dejar caer al suelo cuando me vio bajar por las escaleras como alma que llevaba el diablo. El ratón pasó entre sus piernas y el gato, que hasta entonces había estado tratando de atrapar el paño, saltó de la mesa para perseguirlo.
De pronto, el caos se desató en la cocina. Sunan dejó la cacerola a un lado para intentar calmar los ánimos, pero no sabía por dónde empezar: si por Dickens, que hacía lo posible por atrapar al pobre ratón, o por mí, que solo quería salvar la vida del animal.
Si estaba acostumbrado a las mañanas en calma, ya podía olvidarse de ellas mientras yo permaneciera bajo el mismo techo que él.
Con un grito de guerra, lancé la manta sobre el ratón y me abalancé sobre ella. Vi el bulto del animal tratando de escabullirse y lo atrapé entre las manos antes de que Dickens se deslizara bajo la tela.
El ratón batalló y trató de mordisquear la manta, pero yo me precipité hacia fuera y lancé la manta al exterior. El animal aprovechó el momento para salir corriendo y perderse entre las plantas salvajes que se habían adueñado de lo que en algún momento debió ser el jardín.
Recogí la manta con un suspiro de alivio, y al darme la vuelta vi a Sunan y Dickens mirándome desde la puerta. El primero lucía desconcertado; el segundo, enfadado.
Me alisé la falda del vestido, tratando de mantener la compostura y entré en la cocina sin mirar a ninguno de los dos a los ojos. Sunan cerró la puerta a mi espalda y se centró en devolver la olla a su lugar. Luego me observó mientras yo intentaba concentrarme en doblar la manta.
Tras unos minutos de un silencio absolutamente incómodo, Sunan carraspeó.
—¿Podría explicarme qué ha sido eso?
Me rasqué la cabeza, incómoda.
—No quería que Dickens se comiera al ratón.
—Y ha preferido dejarlo libre para que regrese y se coma mis muebles.
—No creo que le importe, dado el poco amor que le tiene a su hogar, ¿no es así?
Al instante, me arrepentí de mis palabras. Sunan esbozó una mueca y se encaminó hacia el estudio.
—Bien, voy a continuar con mi investigación. Le he dejado el desayuno en la mesa, por si no lo ha visto.
Y sin decir una sola palabra más, me dejó a solas en el comedor bajo la atenta mirada de Dickens, que parecía dispuesto a engullir mi desayuno y, probablemente, a mí también tras haber frustrado su intento de asesinar a un ratón inocente.
Me senté en el comedor y devoré el pan con mantequilla en completo silencio mientras el gato planeaba una forma lo suficientemente cruel de vengarse. Fue entonces, en aquel momento de soledad y tras haber recuperado energías, cuando mi cerebro pareció volver a funcionar con normalidad y las incógnitas empezaron a agolparse una tras otra. Y todas y cada una de ellas giraban en torno a la misma persona: Sunan.
La mañana anterior estaba tan agotada que ni siquiera me percaté de que supo que yo había hablado con los dioses cuando ni siquiera lo había mencionado. Por si no fuera suficientemente sospechoso, tuvo la osadía de encerrarse en esa habitación sin darme una explicación convincente sobre lo que pensaba hacer. En lo que a mí respectaba, bien podría estar dedicándose a dormitar hasta que yo me hartase de él o el vínculo desapareciera, lo que ocurriese primero.
Me puse en pie de golpe y me encaminé a pasos agigantados hacia el estudio. Abrí la puerta de par en par, dispuesta a interrogar a Sunan al respecto, pero me quedé completamente en blanco en cuanto puse un solo pie en la habitación.
Recorrí con mirada ansiosa las estanterías que había en los costados, tan pobladas de libros que parecía que los estantes iban a ceder en cualquier momento. El suelo apenas era visible, pero Sunan se las había arreglado para crear un camino que le llevara hacia la mesa del centro, que estaba en un estado igual o peor que el resto. Había un manuscrito amarillento en el centro de la mesa que parecía increíblemente antiguo y él estaba inclinado sobre él cuando yo entré.
—¿Qué hace aquí? —me preguntó él.
Dickens se coló entre mis piernas y saltó sobre el escritorio, tumbándose entre un montón de libros y un tarro con un líquido negro, pero yo apenas le presté atención. Me incliné hacia una de las montañas de libros y acaricié el lomo de uno de ellos con la yema de los dedos. Jamás, en toda mi vida, había visto una colección semejante. Había tantos que me sentí ridícula por haber presumido tanto de mi único libro como si fuera un tesoro.
—¿Qué hace aquí, Aisha? —repitió.
Al escucharle me sobresalté y carraspeé.
—Eh... Yo... Tengo preguntas. Muchas preguntas.
—¿Sobre qué, exactamente?
Me mordí el interior de la mejilla, nerviosa. Mi curiosidad era tan inmensa que no sabía por dónde empezar a interrogarle, y la habitación de los libros había provocado que se amontonaran más preguntas sin respuesta. Él esperaba pacientemente a que yo comenzara a hablar, una cualidad de la que yo carecía por completo.
—¿Cómo supo que había contactado con los dioses, si no se lo conté? —pregunté finalmente.
Sunan apretó los labios y desvió la mirada hacia el manuscrito durante un breve instante.
—¿Ha irrumpido en mi estudio para interrogarme sobre la existencia de unos dioses a los que Rosenshire rindió culto hace siglos?
Diciéndolo de ese modo, hacía que pareciera estúpido, pero yo sabía que no lo era, así que insistí un poco más. Quizá, si apretaba lo suficiente, la verdad saldría a borbotones y yo dejaría de tener tantas preguntas zumbando en mi cabeza como un enjambre de abejas.
—No. Le interrogo sobre cómo supo que habían interferido.
Sunan se reclinó en su asiento y señaló el estudio con la mano.
—Porque sé cómo actúan. Conozco a los dioses tanto como un mortal puede hacerlo.
Asentí. Aquella respuesta tenía sentido, pero aún con todo aquello el puzle que componía la existencia de Sunan seguía estando incompleto. Tenía una pieza, pero no había ningún lugar donde encajara, nada a lo que aferrarme, y cada respuesta suya despejaba una incógnita y abría diez más.
Di un paso hacia el interior y tomé el primer libro que encontré, abriéndolo por una página al azar bajo la atenta mirada de Sunan. No entendí ni una sola palabra, así que volví a dejarlo en el mismo lugar con una mueca. Él apoyó los codos sobre la mesa, como si se estuviera preparando para la oleada de preguntas que estaba a punto de caer sobre él. Mientras tanto, yo tomé otro libro y repetí el proceso.
—¿Y de dónde ha sacado todos estos libros? ¿Los ha... los ha robado? ¿Hablan aquí sobre los dioses?
Esta vez su expresión de molestia pasó a ser una de diversión. Observó los libros a su alrededor y luego me miró con incredulidad, como si yo me hubiera vuelto completamente loca en aquellos minutos en los que pasé observando todo lo que tenía a su alcance.
—Por supuesto que no, ¿por qué iba a robarlos si puedo comprarlos?
—¿Y cómo puede pagarlos? —le pregunté, confusa—. Los libros son caros, apenas llegan comerciantes a Rosenshire y los pocos que lo hacen traen poquísimos ejemplares que venden a precio de oro. Es casi imposible hacerse con uno.
Yo lo sabía bien, pues mis padres habían ahorrado durante mucho tiempo para poder regalarme un libro en mi cumpleaños. Lo recuerdo porque aquel invierno las botas de mi padre se llenaron de agujeros que no pudo reparar y mi madre no fue capaz de comprarle un vestido nuevo a Lynette cuando el suyo se le quedó pequeño, así que tuvo que ajustar uno de sus antiguos vestidos.
Recuerdo también que, cuando llegó la primavera y el comerciante regresó a Rosenshire con un montón de libros más, fingí que no me gustaba la literatura para evitar que volvieran a hacer un sacrificio que no eran capaces de asumir. Aquella primavera fue terrible. Escondí el libro en la habitación de Jac e iba a visitarle una vez a la semana para poder leer en secreto. Nos tumbábamos sobre su cama y yo leía en voz alta mientras Jac trenzaba alguna cuerda o simplemente cerraba los ojos y me escuchaba.
No me había gustado la idea de esconderme para hacer algo que quería, pero sabía que era lo correcto, que de otro modo la culpabilidad habría sido inmensa y muy difícil de cargar a cuestas.
—Escuche, Aisha. Si yo no la he interrogado sobre su vida, no lo haga usted con la mía. Preferiría que continuáramos siendo dos desconocidos que ni siquiera conocen el apellido del otro, si no le importa.
—Solo le he hecho una pregunta.
Él tomó una bocanada de aire, como si estuviera tratando de reunir toda la paciencia del mundo, y yo comencé a irritarme cada vez más rápido. Sentía la ira bullendo como el agua, esperando el momento oportuno para rebosar y arrasar con todo.
—No quisiera ser descortés, de verdad. Es solo que, como habrá podido imaginar, soy muy reservado con mi vida personal. No sé si lo habrá notado, pero vivo en un acantilado precisamente para que nadie me moleste.
Cerré el libro de un golpe y contuve mis deseos de lanzárselo a la cara. Habría disfrutado de hacerlo, pero no de dañar una pieza tan valiosa contra su cabeza hueca.
—Lamento que mi presencia en su vida le suponga una molestia. Si le sirve de consuelo, su presencia, o más bien la falta de ella, también es una molestia para mí —escupí—. No estoy acostumbrada al silencio ni tampoco a las personas que ofenden a los demás con palabras educadas. Yo también quiero que esto se termine pronto para poder marcharme de Rosenshire e intentar buscar un futuro mejor en algún lugar. Así que lo siento si mis preguntas le molestan, pero nuestras vidas se han entrelazado y necesito comprender porqué. Y no pienso quedarme de brazos cruzados mientras usted hace lo que sea que esté haciendo en esta habitación e intenta solucionarlo todo por su cuenta. Le guste o no, tengo derecho a participar en esto, así que más le vale dejar de ser tan desagradable y tratarme con el respeto que merezco o convertiré su existencia en un infierno y no podrá hacer nada por evitarlo.
Sunan se quedó mirándome en silencio durante largo rato, como si mi descaro le hubiera pillado con la guardia baja. Imaginé que él daría por hecho que su comentario me haría salir despavorida, pero en su lugar le había enfrentado.
—Si quiere comprender porqué, empiece por contarme la verdad. Cuénteme qué hizo esa noche para atraer la mirada de los dioses sobre usted. Quizá entonces podamos hallar la solución a este problema.
Apreté los labios y dejé el libro sobre el montón. La perspectiva de contarle a Sunan la verdad sobre el deseo que había pedido me aterraba y avergonzaba a partes iguales. Dudaba que alguien como él pudiera comprender lo que quise pedir. Ni siquiera yo lo hacía, al menos no del todo.
—Si no sabe cómo solucionarlo, ¿por qué está encerrándose aquí? —señalé.
—Busco la forma de comunicarme con los dioses y romper el trato que hizo con ellos o, al menos, la parte que me involucra a mí.
Recordé entonces las palabras de Gwynda. Ella me advirtió de que vincularme con un dios era una penitencia que me acompañaría en esa vida y en las siguientes. E imaginarme vinculada a alguien como él durante toda la eternidad hizo que quisiera romper a llorar.
Yo había pedido ser libre, y estar atada a alguien era lo contrario a la libertad. Pero los dioses eran seres caprichosos; ella me lo había repetido una y otra vez y yo no fui capaz de escucharla.
Parpadeé para hacer desaparecer la sensación de derrota que trataba de amordazarme para impedir que hablara, como cuerdas invisibles enroscándose en torno a mis cuerdas vocales.
—Los vínculos con los dioses no se rompen, nos acompañan para siempre —señalé.
—Pero los vínculos entre los mortales sí.
La esperanza es un sentimiento poco exigente. Con una simple palabra es capaz de encenderse e iluminar una habitación, y aunque no quería aferrarme a su luz, fui incapaz de rechazarla en cuanto rozó mi piel.
—¿Eso quiere decir que existe un modo?
—Debe haberlo, pero hace siglos que no se le rinde culto a los dioses y la mayoría de manuscritos han desaparecido o están escritos en galés antiguo. No son fáciles de traducir y muchos están incompletos o son una sarta de falacias, así que me toma bastante tiempo hallar algo de información.
—¿A eso se dedica usted, a traducir manuscritos?
Sunan esbozó una sonrisa ladeada que hizo que apareciera un hoyuelo en su mejilla. Por algún extraño motivo, aquel gesto suyo se convirtió en uno de mis favoritos. Sin embargo, uno de sus mayores talentos no era ese, sino ser desagradable cada vez que yo empezaba a volverme más amigable con él.
—Me dedico a muchas cosas, esta entre ellas. ¿Ha terminado con su interrogatorio o le quedan más preguntas?
—Es usted un grosero —escupí.
—Me temo que en eso estamos a la mano —admitió con un suspiro.
Pensé en replicar e insultarle de vuelta, pero no tenía la menor intención de enzarzarme en una discusión que no me llevaría a ningún punto. Él dejó el manuscrito a un lado y se puso en pie. Le hizo un gesto a Dickens, que le observó en silencio y luego se bajó de la mesa, sorteando los libros que había esparcidos por todo el lugar.
—Bien, ya que me ha interrumpido y he perdido por completo la concentración, será mejor que haga algo productivo.
—¿Va a limpiar su casa de una vez por todas? —le pregunté mientras me sorteaba para salir del estudio.
—No —señaló, tosiendo para ocultar la risa—. Iremos a Rosenshire, tengo un par de asuntos pendientes que no puedo postergar durante más tiempo.
Aquella simple frase fue como si me hubiera sumergido en agua helada. El aire salió de mis pulmones a trompicones y el miedo me arrastró como una ola. No estoy segura de cómo supe que Sunan lo había notado en el mismo instante en que lo sentí, pero él confirmó mis sospechas cuando se giró en mi dirección con una mueca de preocupación en el rostro.
—Yo... —empecé a decir, pero me callé inmediatamente.
¿Qué iba a decirle? ¿Que me había escapado de mi boda y por ello no podía acercarme a Rosenshire? No le conocía lo suficiente como para prever su reacción, la cual probablemente podría ser igual que la del resto de mi familia: llevarme de vuelta con Edward.
Al menos, tenía la certeza de que, mientras el lazo existiera, no haría tal cosa. ¿Pero qué ocurriría en cuanto el lazo se rompiera?
—¿Ocurre algo?
—No puedo ir a Rosenshire —admití en voz baja—. Es... una larga historia. Pero no pueden verme allí.
—Imagino que tiene relación con el motivo por el que saltó del acantilado.
Asentí tímidamente.
—Bien, pues eso va a ser un problema, porque yo estoy obligado a ir.
¡Hola a todas! Sé que he tenido un pequeño parón con Lazos, pero he preferido tomármelo con calma y hacerlo bien a apresurarme y que el resultado no me guste.
No sé qué me pasa con esta novela, pero siento como si me hubiera sumergido en un cuento y por eso la trato con tanto cuidado y respeto, porque creo que lo merece.
Solo soy capaz de escribirla cuando estoy lo suficientemente calmada para empaparme de la atmósfera de Rosenshire, de la historia de Aisha y Sunan. Supongo que es lo que pasa cuando escribes algo que realmente amas, que te arrodillas ante tus personajes y tratas de hacerles justicia.
Quiero aprovechar para daros las gracias por todo el apoyo que le estáis dando a esta novela y el amor que está recibiendo Aisha. Jamás pensé que esta novela fuera a tocaros el corazón de ese modo. Me hacéis muy feliz.
Gracias por leer
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