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Capítulo 6

11 de junio de 1870

Desperté de la oscuridad con la sensación de que había estado sumida en un profundo sueño congelado en el tiempo y con el recuerdo de una voz profunda e inhumana retorciéndose como tentáculos entre los restos de mi memoria, un deseo cumplido aferrado en el fondo de mi corazón, atándome a un deber cuyas raíces apenas era capaz de comprender.

Me senté en la arena, contemplando la soledad de la playa al amanecer. Apenas quedaba rastro alguno de la oscuridad de la que me protegía la luna. Nadie había venido a buscarme, no quedaba un solo resto de las antorchas que me perseguían la noche anterior, o quizá el año anterior, como luces en la tiniebla. Apenas era capaz de decir cuánto tiempo había soñado, pero a mi parecer habían sido años, siglos tal vez. Tiempo suficiente para que todas las cadenas que me ataban a esta vida se hubieran oxidado y resquebrajado por completo.

Parpadeé con pesadez. Tenía una sensación extraña en el pecho, como si estuviera hueco y lo hubieran rellenado con algo distinto, como un muñeco roto al que intentaban rellenar con semillas.

Tardé varios minutos en percatarme de que había un hombre a mi lado. Las olas se mecían contra sus pies descalzos y el sol de la mañana incidía sobre su hermoso rostro. Traté, en vano, de arrastrarme por la arena en un intento por comprobar si seguía respirando, pero las fuerzas me fallaban y solo me quedé observándolo.

El cabello castaño, que caía en suaves olas sobre su frente, le daba el mismo porte de una escultura que vi de pequeña en un templo. Y la ropa, negra como las alas de un cuervo, se le había pegado a la piel, dejando entrever...

Aparté la mirada, ruborizándome al extremo. Los acontecimientos de la noche anterior me golpearon con furia, obligándome a sentarme de nuevo en la arena. Era imposible que hubiera sobrevivido, pero recordaba las voces discordantes aceptando mi deseo, aferrándome a la vida con un lazo fuerte e inquebrantable y devolviéndome a la orilla. Recordaba la oscuridad tratando de darme alcance y la luz de la piedra de la luna brillando con más intensidad para apartarla de mí.

Y también recordaba unos brazos rodeándome la cintura y la oscuridad cerniéndose sobre mí, atrapándome en sus tentáculos.

El desconocido a mi lado abrió los ojos de golpe y se incorporó a toda prisa para toser, enterrando los dedos en la arena. Estuvo varios minutos así, intentando controlar la respiración, hasta que finalmente se dejó caer de espaldas, exhausto.

—¿Está usted bien? —me atreví a preguntar.

Cuando se recuperó, él inclinó la cabeza hacia mí y sus ojos, del color del prado en la primavera, me atravesaron como dos puñales.

—¿En qué diablos estaba pensando cuando se lanzó al mar? —me gritó con la voz ronca antes de que un nuevo ataque de tos le asaltara—. ¿Es que quería suicidarse?

Parpadeé, atónita. Durante un largo minuto, apenas fui capaz de pronunciar una sola palabra y me limité a mirar a aquel desconocido como si se tratase de una alucinación. El temor a que formara parte de la partida que salió a buscarme me atravesó como un rayo.

Él se puso en pie bruscamente y yo me estremecí por temor a que pudiera atraparme y llevarme de nuevo con Edward. Me arrastré hacia atrás, tratando de aumentar la distancia entre nosotros, y miré a mi alrededor en busca de algún lugar donde escapar. La playa estaba desierta a aquella hora y estaba tan débil que sabía que no llegaría muy lejos. Aún así, lo intentaría todas las veces que hicieran falta.

—Tranquilícese, no voy a hacerle daño —me dijo él mientras levantaba las manos, pero continuaba avanzando hacia mí.

El miedo se aferró a mi garganta y quise huir, pero ya no tenía fuerzas para seguir corriendo. Era incapaz de ponerme en pie: las piernas no me respondían y sentía el cuerpo lánguido, como si toda la energía que me quedaba se la hubiera llevado el mar.

—No quiero volver. Por favor, no me lleve con Edward —supliqué—. Por favor. Solo... solo quiero ser libre.

Él frunció el ceño y ladeó la cabeza, como si no supiera de lo que estaba hablando.

—No la llevaré con nadie —replicó con tono conciliador. Su voz era como el murmullo de las olas a nuestro alrededor y por un segundo estuve a punto de creerle, pero el miedo me impidió hacerlo—. Solo quiero saber por qué ha intentado suicidarse.

—No he intentado suicidarme —murmuré, apretando la falda de mi camisón entre los dedos—. Yo jamás haría una estupidez semejante.

Y era cierto. Aunque la vida fuera difícil, quería vivirla hasta las últimas consecuencias.

—Pero ha saltado al mar en plena noche. ¿Para qué? —insistió.

Estuve a punto de decirle la verdad, de contarle que había intentado ver al dios del mar, hacer que me escuchara, pero en cuanto abrí la boca sentí aquella verdad enroscándose sobre sí misma y trayendo una mordaz réplica en su lugar.

—Eso no es asunto suyo.

—Sí lo es cuando he estado a punto de morir por salvarla.

—Nunca le pedí que lo hiciera.

Una ola rompió en la orilla y nos bañó los pies. Él miró el agua y se apartó, alejándose tanto como pudo del alcance del mar.

—No creo que sea necesario un acuerdo previo para salvar la vida de otra persona —replicó—. Desde luego que usted no iba a morir si yo podía hacer algo para evitarlo.

Apreté los labios hasta que se convirtieron en una fina línea. Apenas tenía recuerdos de la noche anterior desde el momento en que el dios del mar respondió a mi plegaria. No tenía forma de saber si había aceptado mi deseo o si mi mente me había jugado una mala pasada. Traté de encontrar algo en mi interior que fuera distinto, una sensación nueva, un color diferente, pero todo estaba tal como lo recordaba. La rabia, el dolor, todos aquellos sentimientos que me invadieron la noche anterior se habían atenuado, pero aún estaban ahí, esperando el momento de salir a flote, y supe que aparecerían mucho antes de lo que esperaba cuando me percaté de una verdad ineludible: Si el desconocido había saltado conmigo, podría haber interrumpido el deseo y Edward terminaría dando conmigo. Eso solo podía significar que nunca sería libre.

La rabia me subió por la garganta de tal forma que la poca educación que me quedaba terminó por evaporarse como el rocío de la mañana. Me sacudí en vano la arena mojada de lo que quedaba de mi vestido y le señalé acusadoramente.

—¡Usted no tenía ningún derecho a interferir en esto! —siseé—. ¡No tiene ni la más remota idea de lo que ha hecho!

Esta vez fue su turno de sorprenderse. Se puso en pie y me miró durante unos segundos, como si no pudiera creer que yo hubiese pronunciado aquellas palabras, y vi cómo sus mejillas empezaron a tomar un color carmesí que me habría resultado adorable de no estar convencida de que aquel desconocido era el que había puesto el colofón a una serie de desgracias que parecía no querer tener fin.

—¿Me he jugado la vida para salvarla y no es capaz ni de darme las gracias?

—Nadie le pidió que me salvara, no tengo porqué agradecerle por ser un entrometido.

Sabía que era irracional pedirle a alguien que no interviniera en una situación como esa, pero mi mente se había quedado estancada en una verdad única e ineludible: Interrumpió el deseo. Ya no tendría una segunda oportunidad para escapar.

Haciendo acopio del poco valor que me quedaba, me puse en pie con dificultad y le encaré una última vez, con el mentón bien alto y el orgullo en su máximo apogeo.

—La próxima vez, métase en sus asuntos —siseé—. Y ahora, si me disculpa, tengo mejores cosas que hacer que perder mi tiempo con un desconocido con ínfulas de caballero de brillante armadura.

Eché a andar a través de la playa sin saber muy bien a dónde podría ir. No podía regresar a casa, no cuando sabía lo que me esperaba al otro lado de la puerta, y no tenía intención de pasearme por el pueblo con este vestido. Lo único que quería era sentarme en la orilla del mar y romper a llorar. Ni siquiera en algo tan sencillo había sido capaz de triunfar.

La arena estaba fría y húmeda, y el sol empezaba a despuntar por el horizonte, como si estuviera despertando de un largo sueño. Yo me sentía igual, pero mi sueño no fue largo y tampoco tuvo un final. Fue sesgado por culpa de una persona que no fue capaz de darse cuenta de que tal vez yo tuviera motivos para saltar.

De pronto sentí que algo tiraba de mí, como si alguien hubiera atado un hilo a mi cintura. Me imaginé que así era como había pasado toda mi vida, atada por las normas que otros impusieron sobre mí. Sin embargo, el peso de aquella atadura era real y estaba alojado en el centro de mi estómago.

Bajé la mirada, temerosa ante la idea de que ese extraño joven me hubiera atado para que no me lanzara al mar nuevamente, pero allí no había nada. Giré en redondo, confusa, y me palpé el estómago varias veces.

—Oh, no... —maldijo él.

No tardé en centrar mi atención en él. Tenía las manos en exactamente el mismo punto y se palpaba el abdomen como si pudiera encontrar la cuerda que le mantenía atado. Instintivamente, di un paso atrás.

Sentí cómo yo tiraba de una cuerda invisible que le arrastraba conmigo. Di un nuevo paso atrás, completamente aterrada, en un intento por mantener la distancia, pero era como si nos hubieran atado el uno al otro, porque seguía tirando de él una y otra vez.

—¿Qué me has hecho? ¡Suéltame! —le exigí, perdiendo por completo cualquier educación que me quedara.

Nuestras miradas se cruzaron y podría haber jurado que ambos teníamos la misma expresión de terror.

—Creo que la respuesta a esa pregunta la tiene usted, no yo —replicó a media voz.

—No sé de qué me estás hablando.

—Los dioses nunca interfieren por puro altruismo.

Estaba tan enfadada y asustada que ni siquiera me pregunté cómo era posible que él supiera el verdadero motivo por el cual me había lanzado al mar, algo que me hubiera facilitado la vida de ese momento en adelante. Pero no fui capaz, por mi cabeza solo pasaban teorías que perdían sentido conforme intentaba formularlas en voz alta.

Como la teoría de que ese lunático me había atado con una cuerda invisible que, además, era incapaz de localizar. O que me hubiera obligado a consumir opio y por eso estaba sufriendo alucinaciones sensitivas.

—¡Estás completamente loco! ¡Suéltame o haré que te detengan!

Él puso los ojos en blanco y se pasó la mano por la cara en un claro gesto de exasperación. Era tan maleducado que tuve que contenerme para no abofetearlo en ese preciso instante. Luego, su mirada se detuvo sobre los restos de mi vestido y se quedó allí. Sintiéndome cohibida, expuesta y vulnerada al mismo tiempo, me tapé como pude y traté de alejarme de él, pero con cada paso que daba, el lazo invisible nos unía más y más.

—¿Puede calmarse, por favor? —me pidió con un gruñido—. Yo no he hecho nada. Ha sido usted. Ya estaba despierta cuando he recuperado la conciencia, ¿recuerda?

Me quedé estática.

—¿Yo? Yo no... Eso es imposible.

Pero sí. Había hecho algo. No sabía cómo o porqué, pero mis acciones derivaron en esto. Traté de pensar en el deseo que había formulado, en las palabras exactas que pronuncié, pero tenía la mente completamente en blanco y el pánico empezaba a nublar los bordes de mi visión. El aire se atascó en mis pulmones, como si no pudiera salir, y de nuevo me sentí hundirme bajo el agua, incapaz de volver a respirar porque abrir la boca significaba ahogarse, y escuché aquella voz, aterradora y magnética al mismo tiempo, aceptando el trato.

Volví a llevarme las manos a la cintura, como si pudiera palpar el lazo invisible, e intenté encontrar el nudo para deshacerlo, lo que fuera con tal de poder salir corriendo de allí sin que ese desconocido me siguiera.

—Escuche, no sé lo que está ocurriendo, pero es evidente que nos han... conectado de algún modo. Y no sé de qué huía, tampoco voy a hacer preguntas que no quiera responder, pero tenemos que hallar una solución porque esto —dijo, señalándonos a ambos— se debe romper inmediatamente.

Me sentía increíblemente ofendida. Y lo peor de todo era que no tenía ni idea de porqué me afectaban sus palabras de aquel modo, pero aparentemente mis deseos de abofetearle iban en aumento a cada segundo que pasaba cerca de él.

—Bien. ¿Se le ocurre alguna idea, señor?

Él parpadeó varias veces, confundido.

—¿Señor? ¿Ahora me trata con educación?

—Yo le he tratado con educación desde el primer momento. Ha sido usted quien me ha ninguneado y me ha hablado de una forma muy descarada e inapropiada.

Una carcajada escapó de sus labios.

—Tiene usted muy mala memoria para lo que le conviene, pero si prefiere que la trate como a una señorita, empiece a comportarse como una y deje de gritarme. Intento pensar en una solución.

Apreté los labios. No estaba acostumbrada a que nadie me hablara de forma tan descarada, así que no supe qué responder. Me limité a cruzarme de brazos y mirarle con los ojos entrecerrados, con la sombra de la desconfianza floreciendo en mi interior a cada instante.

—¿Está seguro de que no ha sido usted quien me ha atado mientras estaba inconsciente?

—Pero, ¿por quién me toma? Yo no ato a mujeres como si fueran ganado. Me ofende que diga eso.

—Entonces, ¿cómo... cómo hemos terminado así?

Su mirada vagó hacia el mar al mismo tiempo que la mía, y exhaló un largo suspiro.

—No lo sé, pero será mejor que salgamos de aquí antes de que alguien nos descubra. No creo que le agrade la idea de que alguien más la vea con esa ropa. ¿Dónde vive?

Aparté la mirada, nerviosa. Yo ya no tenía un lugar al que regresar, no después de lo que había hecho. Mi familia me odiaría y Edward volvería a por mí para hacer que me casara con él a la fuerza, eso si no me repudiaba oficialmente por mis actos. Hiciera lo que hiciera, yo estaría condenada. Él pareció notarlo, porque asintió suavemente y señaló el acantilado.

—Si lo desea, puede permanecer en mi casa hasta que todo esto se solucione —me dijo con suavidad—. Y luego podrá marcharse.

La idea de permanecer en la casa de un completo desconocido debió aterrarme, pero en aquel momento estaba tan asustada que cualquier opción me parecía mejor que seguir en esa playa y que mi familia terminara dando conmigo, así que asentí.

—Está bien, pero solo hasta que esto se solucione. Luego cada uno tomará su camino y nos olvidaremos de este día tan espantoso.

Él resopló con tanta fuerza que temí que fuera a insultarme.

—Escuche, esta situación me desagrada tanto como a usted, pero no es necesario que lo haga tan evidente —señaló con una mueca—. Y ahora, pongámonos en marcha. Espero que esté acostumbrada a andar, porque no pienso cargar con usted a cuestas.

Di dos pasos en su dirección, pero luego me detuve, dubitativa. Rosenshire era un pueblo pequeño, conocía a todos y cada uno de sus habitantes, y ese hombre no vivía allí. Estaba completamente segura de ello.

—Pero, ¿su casa dónde... dónde se encuentra?

Él señaló con la cabeza el acantilado.

—En el acantilado.

Parpadeé, atónita. Estaba señalando la pequeña casa del acantilado, con su cerco de piedra y sus enredaderas cubriendo el tejado, alrededor de la cual Lynette y yo jugábamos cuando éramos unas niñas, fingiendo que era nuestro hogar y decorando el cerco con flores que recolectábamos por el camino. Siempre habíamos creído que estaba abandonada, que allí no había nada más que el olvido. Nadie había abierto esa puerta jamás, ni siquiera cuando nosotras invadíamos el pequeño jardín y jugábamos en su interior ni tampoco cuando trepábamos al manzano para coger las manzanas más rojas y jugosas y nos las comíamos sentadas al pie del árbol mientras cantábamos las canciones que nuestra madre nos había enseñado.

Conforme fui creciendo, pensé en hacerme con aquella casa y restaurarla, llenarla de vida y de calor. Y ahora ese desconocido también me había arrebatado aquel pequeño sueño.

—Eso es imposible, la casa está abandonada. Nunca ha vivido nadie allí.

Él soltó una carcajada y negó con la cabeza.

—Esa casa lleva sesenta años ocupada, señorita. No ha habido un solo día en el que no hubiera una persona en su interior.

—¿Qué? Pero...

—Las gentes de Rosenshire siempre han creído que está abandonada, lo sé —suspiró—. Es una casa muy aislada y no soy muy dado a relacionarme con los demás, ni siquiera con los que invaden mi jardín y me roban las manzanas.

Me ruboricé al extremo y aparté la mirada.

—Quizá si cuidara más su casa, nadie creería que está abandonada —repliqué, molesta.

—Para mí no lo está —dijo mientras echaba a andar. Le seguí por temor a sentir aquella cuerda enroscándose en mi estómago y tirando de mí—. De cualquier modo, con el tiempo todo termina marchitándose, ¿no? Es el orden natural de las cosas.

—¿Y no tiene miedo que un día alguien entre en su casa e intente apropiarse de ella? —le pregunté mientras aceleraba el paso para ponerme a su altura.

—¿Qué interés puede tener alguien en vivir aislado en un acantilado donde ni siquiera silban los pájaros?

—Mucha gente querría vivir ahí. Sería una casa bonita si usted se molestara en protegerla como es debido. Los hogares deben cuidarse y respetarse. Es lo único que nos queda al final del día. Nosotros y nuestro hogar.

—Pues qué lástima, pero no pienso hacerlo. Me conformo con que no se caiga mientras yo esté dentro.

—Qué forma de pensar tan descuidada —mascullé.

—Qué visión tan idealista de la vida —murmuró él.

Mientras caminaba frente a mí, estuve a punto de tirarle una piedra a la espalda, pero me contuve porque no quería perder los modales y agredir a alguien de quien no podía escapar. Al final, opté por seguirle en silencio mientras ascendíamos de nuevo por el acantilado.

Y conforme lo hacía, fue como si el tiempo retrocediera, se estirara y recortara sus pasos hacia la noche anterior. Me vi allí, corriendo hacia el final del acantilado, pasando a toda velocidad junto a la casa sin verla realmente, formulando un deseo que nunca sabré si se cumplió, y por primera vez en mucho tiempo, pensar en todo lo que había pasado para llegar hasta ese momento no me aterró en absoluto.

Quizá eso era lo que el dios del mar se había quedado, quizá me había arrancado el miedo de las manos para siempre.



Ambos recorrimos el camino hacia su casa en silencio, enviándonos miradas furibundas cada pocos metros, como si fuéramos culpables del mal del otro. Los restos de mi vestido terminaron llenos de barro, y podía apostar a que podría pasar por una aparición fantasmal de no ser porque el sol ya estaba bien alto en el cielo.

El camino hacia el acantilado era perfectamente visible, como si alguien lo recorriera muy a menudo. Con la tensión de la huida, no había tenido tiempo para fijarme en ello. Imaginé que él solía venir a la playa desde su casa, tal vez para pasear e incluso pescar. O quizá era agricultor, aunque no tenía el rostro ajado por el maltrato del sol y sus manos parecían suaves. Y su cuerpo...

Tragué saliva y aparté la mirada de su trasero. No, ese desconocido no podía ser natural. Debía ser algún tipo de alucinación fruto de mi mente disparatada, o quizá yo había muerto al caer al agua y me encontraba en una especie de infierno lleno de hombres demasiado hermosos para mi propio bien. Aquel sería un castigo cruel, dado que salté de un acantilado para huir de uno.

Una ráfaga de viento me golpeó, y la tela húmeda de mi vestido se adhirió a mis piernas y mis brazos. Empecé a tiritar. Aunque estuviéramos en verano, lo cierto era que el frío de las mañanas seguía estando presente.

Consciente de que los vecinos pronto saldrían de sus casas y algunos irían a pescar, apreté el paso. Necesitaba llegar cuanto antes, averiguar cómo romper lo que sea que nos hubiera unido, y marcharme de allí. Quizá encontraría trabajo en alguna taberna y podría ahorrar lo suficiente para construirme una casa lejos de todo lo que conocía.

Apenas tardamos unos minutos más en llegar a su casa. Estaba tal y como la recordaba: con sus paredes blancas y el tejado rojizo consumido por las enredaderas, que habían tomado la determinación de adueñarse de toda la superficie de la casa. La puerta de madera, sin embargo, parecía nueva, o quizá él la había pintado en algún momento. Su aspecto impecable destacaba contra la fachada, cuyos defectos habían salido a la luz con el paso de los años. El cerco de piedra también seguía allí y el manzano parecía aún más grande que la última vez que lo visité.

En cuanto terminé de revisar el estado de la casa, de hacer un inventario mental de todo lo que había podido cambiar en los dos años que llevaba sin acudir allí, me percaté de la mirada del desconocido puesta sobre mí. Arqueé una ceja, cada vez más molesta.

—Creía que una señorita como usted terminaría agotada por subir hasta aquí o, como mínimo, protestaría por lo pronunciado del camino —apuntó con una sonrisa ladeada.

—Estoy acostumbrada —respondí con un gruñido—. Y tal vez me haya tomado por una señorita de ciudad, pero no lo soy.

Él tosió sonoramente y negó con la cabeza.

—No, es evidente que no.

Parpadeé, atónita ante el descaro que estaba mostrando en tan poco tiempo.

—¿Qué quiere decir con eso?

Como respuesta, él solamente me dedicó una sonrisa y abrió la puerta, invitándome a entrar. Tomé una fuerte bocanada de aire, y tratando de mantener la compostura, me adentré en la casita. Era la primera vez que estaba en su interior, y aunque la esperaba en un estado de abandono mucho peor que el exterior, lo cierto era que la realidad se alejaba mucho de todo aquello.

Su interior me sorprendió por lo ordenado y, al mismo tiempo, abandonado que parecía. Era como si allí solo viviera una sombra, un espectro que vagaba por el lugar sin dejar huellas de su paso. Inconscientemente, tragué saliva. A mi espalda, el desconocido carraspeó.

—Voy a buscarle algo con lo que pueda cambiarse.

Pasó a mi lado como una exhalación y ascendió por las escaleras a la derecha, sin darme tiempo para poder replicar o, al menos, agradecerle que se hubiera tomado la molestia de pensar que necesitaba cambiarme de ropa, aunque eso fuera más que evidente a esas alturas.

Regresó apenas un minuto más tarde, cargando con un vestido de color azul perfectamente doblado. Me lo entregó sin apenas mirarme a los ojos.

—Estaré en el estudio, intentando solucionar esto. Hay comida en la cocina, un baño al final del pasillo y una cama en la habitación de la segunda planta. Es la puerta de la izquierda —dijo atropelladamente, como si quisiera deshacerse de mí lo antes posible—. Y por favor, no me moleste si no es estrictamente necesario.

Y con esa última frase, que sonó casi como una amenaza velada, desapareció en el interior de la habitación que había a la derecha, junto a las escaleras. Conteniendo un suspiro de resignación, arrastré los pies en dirección a la habitación del fondo para quitarme la sal de la piel y deshacerme de los restos de aquel vestido.

Esperaba encontrar una palangana llena de agua sucia, un suelo destartalado y el frío colándose por las ventanas, pero lo que hallé al otro lado fue algo que me dejó atónita, incapaz de dar un paso hacia el interior.

Una bañera.

El desconocido huraño y gruñón tenía una bañera en su casa del acantilado. Aquello parecía imposible, un sueño que solo podía hacerse realidad en las grandes ciudades, pero allí estaba: una bañera metálica e impecable colgando de una de las paredes, lista para que alguien la descolgara, la llenara de agua y se sumergiera en su interior.

Eso me llevó a preguntarme, mientras encendía el fuego de la cocina y calentaba el agua, quién era en realidad aquel desconocido. No sabía nada de él, ni siquiera su nombre. Tampoco había tenido tiempo de preguntárselo, ya tenía suficiente con los recientes hechos.

En cuanto me metí en el agua caliente, me sentí un poco mejor. Me deshice los nudos del pelo con los dedos mientras intentaba rememorar los sucesos de la noche pasada, cada palabra que había pronunciado en el deseo, buscando el error que me había llevado hasta ese punto.

«Llévate todo lo que tengo, todo lo que soy, si a cambio puedes darme la libertad de ir a donde me lleven mis pies, de amar y ser amada con la ferocidad de una tormenta desatada».

Deseé ser libre para ir a donde quisiera y amar a quien quisiera, y a cambio había terminado atada a un hombre al que no conocía y que no tenía intención alguna de ser amable conmigo.

En cuanto terminé de aclararme el pelo, me abracé a mis rodillas y apoyé la barbilla en ellas. Observé el vestido azul que había colgado sobre la silla. ¿Qué sabía yo del desconocido? Absolutamente nada, pero ningún hombre soltero tendría vestidos de mujer en su casa. Aún así, la vivienda parecía llevar mucho tiempo en decadencia, sin vida. No conocía a una sola mujer cuya casa no brillara como el sol, incluso aunque ésta fuera tan pobre que no podía permitirse comer dos veces al día.

Tal vez su esposa le había abandonado.

Cerré los ojos y me dejé llevar por el calor del agua, su esencia invadiéndolo todo. La sal se había marchado, pero seguía manchando mi alma, llamándome como el canto de una sirena. En pocos minutos, empecé a sentirme adormilada.

Mi mente entonces se transportó muy lejos, a un lugar que solo había visto en sueños. Frente a mí se alzaba una cueva con majestuosas columnas blancas como la sal, tan altas que atravesaban las rocas de la cueva. El agua cristalina me cubría los tobillos, y podía ver el fondo de piedra blanca y azul brillar casi como si tuviera luz propia. Aunque no había un solo resquicio a través del cual se filtrara la luz del exterior, no quedaba un solo rincón sin iluminar.

Pese a que nunca había visto aquel templo, mi corazón lo reconoció de inmediato, como si siempre hubiera sabido que existía en algún lugar. La sensación de añoranza que me atravesó me robó el aliento, dejando en mí la necesidad imperante de proteger aquel pequeño santuario.

Traté de concentrarme en otra cosa, pero el silencio se apoderaba de cada rincón y yo no podía deshacerme de aquella sensación, era como si sus tentáculos se hubieran aferrado a mí del mismo modo en que estaba encadenada al desconocido.

No sé durante cuánto tiempo permanecí en el agua, con los ojos cerrados y sumida en aquel mundo imaginario que, por algún extraño motivo, ya conocía, pero fue el suficiente para que el agua se enfriara y me empezaran a castañear los dientes.

Salí de la bañera, con las piernas temblando, y me sequé apresuradamente con una toalla.

Acaricié la tela del vestido azul. Aunque se conservaba en perfecto estado, me pareció muy antiguo; tal vez la clase de vestido que habría llevado mi abuela cuando era joven. Traté de imaginarla paseando por el pueblo colgada del brazo de mi abuelo y llevando ese mismo vestido. Aunque sus rostros eran difusos, pues habían muerto cuando yo tenía diez años, era perfectamente capaz de visualizarlos con aquel amor que se profesaban el uno al otro y que les llevó a morir con tan solo dos meses de diferencia.

Apenas tardé unos pocos minutos en ponérmelo y ajustarlo. Aunque me quedaba un poco grande, los lazos de la parte frontal se podían ajustar, por lo que no quedaba del todo suelto. Suspiré, mirando los restos de mi vestido de novia, que aún yacían en el suelo. Aparté la mirada en cuanto sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas.

Yo no había imaginado mi boda así. Siempre soñé con conocer a alguien especial, con esas primeras sonrisas, las tardes en el prado mirando el sol ponerse o paseando por la playa, con secretos confesados en voz baja y primeros besos escondidos tras un árbol.

Pero no tuve nada de eso. Ni siquiera una pedida de mano como tal, aunque la hubiera rechazado después. Edward llegó del mismo modo que lo hacían las tormentas: sin avisar y destrozándolo todo a su paso.

Agarrando mi coraje con las manos, me agaché e hice una bola con el vestido. Salí del baño, dispuesta a tirarlo en el primer lugar que encontrase, pero me detuve en el acto.

Frente a la puerta había un par de botas marrones y desgastadas. Las agarré para inspeccionarlas y un trozo de papel cayó al suelo. Lo recogí con el ceño fruncido. La nota estaba escrita con una letra cursiva, muy cuidada, nada que ver con los trazos más bien torpes que yo escribía con un palo sobre la tierra.

«No sé cuál es su talla, pero quizá le sirvan. No querría que fuera descalza.

Sunan»

Leí su nombre varias veces. Estaba completamente segura de que no era un nombre galés, o al menos yo nunca lo había escuchado, pero tenía una musicalidad que hizo que lo repitiera en voz baja como si fuera un hechizo.

Me probé las botas, que resultaron ser un poco más grandes de lo que necesitaba, pero lo solucioné rasgando un trozo de la falda del camisón. Luego, me dirigí al comedor y me senté allí, en silencio, observando la puerta tras la que el supuesto Sunan se había recluido. A los pocos minutos, empecé a inspeccionar el comedor con la mirada, deteniéndome sobre los lugares donde el polvo empezaba a agolparse y el desuso parecía más evidente.

No tardé mucho en aburrirme soberanamente y empezar a preguntarme si sería correcto levantarme y dar un paseo por la casa. Pensé, también, en subir a la habitación e intentar dormir pero, aunque estaba cansada, sabía que no podría haber conciliado el sueño ni en un millón de años.

Me recliné en la silla, tarareando una cancioncilla popular que solía cantar con Lynette cuando éramos pequeñas, pero pronto las canciones también se tornaron aburridas. El tiempo parecía estirarse, alejándose de mí como si se burlase de mi impaciencia.

Yo no estaba acostumbrada a esperar. Prefería pasar el tiempo en el pasto, leyendo retazos sueltos de La dama de las camelias, o en el puerto con Jac, escuchando las historias que le contaban los marineros y que luego él me transmitía a mí mientras trabajaba a destajo.

Echaba de menos la libertad, pero ésta me había sido arrebatada justo antes de aprender a volar. Al final me habían cercenado las alas, aunque fuera de forma temporal.

Ni siquiera estaba segura de haber logrado librarme del matrimonio.

¿Y si Edward me encontraba y me obligaba a casarme con él?

El remolino de mis pensamientos comenzaba a asfixiarme cuando escuché un ruido en el exterior. Levanté la cabeza, confusa, cuando volví a escuchar el mismo ruido. Una sombra se proyectó sobre la ventana de la cocina, y lejos de sentir miedo, agradecí la distracción porque significaba un cambio en aquella decadente melancolía en la que me estaba sumiendo sin ser consciente de ello.

Me levanté del asiento de un salto y corrí hacia la ventana. La diminuta figura, que al acercarme descubrí que se trataba de un gato, clavó sus ojos verdes en mí, mirándome con la misma curiosidad con la que yo lo observaba a él. Esbocé una sonrisa al ver su marcado bigote blanco contrastando con su pelaje negro, que le hacía parecer un señor de la aristocracia.

Abrí la ventana, y como si él fuera el dueño y señor de aquella casita, entró contoneándose y se frotó contra mi brazo, ronroneando. Se me escapó otra sonrisa. El gato debió notarlo, porque volvió a frotarse contra mí y yo aproveché aquel momento para acariciarle la cabeza, justo detrás de las orejas, descendiendo hacia su lomo. Él cerró los ojos un instante antes de morderme la mano y darme un zarpazo en el brazo con una rapidez inusitada.

Di un paso atrás y me froté la mano, confusa.

—¡Oye, eso no ha estado bien! —le grité.

Como si no me hubiera escuchado, él ignoró mis quejas y continuó con su inspección de la encimera. Pronto se detuvo bajo un armario y se sentó, observándome como si yo no fuera más que un simple insecto que debía obedecer sus órdenes. Yo me negué rotundamente, pues no pensaba ayudar a un animal que acababa de agredirme.

Él comenzó a maullar de forma insistente, y ante mi poca predisposición a prestarle más atención, finalmente se estiró hacia el armario, tocándolo con su pata. No hacía falta ser demasiado inteligente para comprender que me estaba ordenando que abriera el armario por él.

Si los gatos hubieran nacido con manos prensiles, estaba segura de que habrían conquistado el mundo tiempo atrás. Finalmente me rendí y me acerqué al armario, con cuidado de no recibir un nuevo mordisco, y lo abrí. En su interior había algunas bolsas de grano y un tarro con lo que parecían tiras de carne seca.

Deduje que el gato quería la carne y él se encargó de reafirmar aquello al estirarse para olisquear el tarro. Me estiré para cogerlo del estante y lo abrí. De inmediato, el animal comenzó a maullar como si se le fuera la vida en ello y yo me eché a reír.

—¡Ya voy, ya voy! Nos acabamos de conocer y ya estás tratándome como si fuera tu esclava, ten un poco de tacto, hombre —le dije, riéndome.

Le tendí una tira de carne seca, que mordisqueó con entusiasmo sobre la encimera, y luego inspeccioné el armario en busca de algo de comida para mí. El hambre me vencía, así que finalmente imité al gato y me llevé una tira de carne a la boca.

Al instante esbocé una mueca y tuve que contenerme para no escupir. La carne tenía un sabor espantoso, nada que ver con la que preparaba Rhonda y que dejaba secar al sol para que en invierno tuviéramos algo de carne para llevarnos a la boca.

—¿Tanta hambre tiene que se come la carne de mi gato? —escuché decir a mi espalda.

Me sobresalté y estuve a punto de dejar caer el tarro al suelo, pero de algún modo conseguí sujetarlo a tiempo y devolverlo a la encimera, lejos del alcance del gato. Aún con el trozo de carne seca en la mano e intentando tragar la porción que había mordido y que los espasmos de mi estómago me impedían tragar, me di la vuelta.

Sunan, o como quiera que se llamase aquel hombre, me observaba con una ceja castaña arqueada y un brillo de diversión en los ojos. Haciendo un esfuerzo por no vomitar, tragué el trozo de carne, que descendió por mi garganta con una lentitud exasperante, y compuse mi mejor expresión de molestia.

—¿Cómo iba a saber yo que esto era comida de gato? —le reclamé, mostrándole el trozo de carne seca—. Es más, ¿desde cuándo existe eso? Daba por hecho que solo cazaban ratones y arañaban a la gente.

Él se encogió de hombros.

—Deduzco entonces que o bien no se ha molestado en leer la etiqueta del tarro o no sabe leer. Incluso me podría decantar por creer que ni siquiera sabe que hay una etiqueta.

Rápidamente, tomé el tarro entre las manos y revisé la etiqueta, conteniendo mis ganas de lanzárselo a la cabeza. Únicamente había un papel amarillento que decía "Dickens". El nombre me resultaba familiar y tardé largo rato en recordar que Jac lo había mencionado alguna vez.

—Aquí pone Dickens —gruñí—. No dice nada de comida de gato.

—Ese es el nombre de mi gato.

A duras penas contuve las ganas de insultarlo. Yo no sabía el nombre de su gato, pero él daba por hecho que sí. Su falta de tacto hacía más que evidente que no estaba acostumbrado a tratar con los lugareños. Estuve a punto de decirle lo que pensaba, pero entonces su mirada se detuvo entonces en el vestido y fue como si toda la tristeza del universo se hubiera acumulado en sus ojos.

—¿Ha encontrado algo? —dije en cambio.

Su expresión pasó de triste a furibunda en apenas unas décimas de segundo, pero no tuve tiempo para arrepentirme por mis palabras.

—No, nada. Salí porque escuché a Dickens maullar —casi gruñó, dirigiéndose a la encimera.

Yo retrocedí instintivamente mientras el gato ronroneaba y se acercaba a él. Sunan dejó una caricia suave en su lomo. Ni siquiera me miró cuando sacó una cacerola y empezó a cortar ingredientes y lanzarlos en su interior casi como si llevase toda la vida cocinando para sí mismo. Le observé como si me hallara ante una nueva especie, alguna clase de animal exótico como el que trajo un circo a Rosenshire cuando yo era pequeña.

Dickens se contoneó un poco más, pero el supuesto Sunan lo bajó de la encimera y el gato fue a enredarse entre sus piernas. Me senté en la silla, atónita y sin saber qué decir.

—¿Cómo se llama? —le pregunté al cabo de un rato.

Le escuché suspirar con tanta claridad que deseé ser esa clase de personas que apreciaban los largos silencios y no necesitaban llenar los huecos con preguntas innecesarias.

—Me llamo Sunan, tal como indicaba en la nota que le dejé. ¿Está usted segura de que sabe leer?

Tuve que hacer acopio de toda mi paciencia para no lanzarle la silla a la cabeza.

—Sé leer, solo quería asegurarme de que había sido usted quien me envió la nota.

—Los espíritus no saben escribir, así que sí, fui yo.

—Yo me llamo Aisha.

Él gruñó algo que pareció un "muy bien", y no volvió a hablar en lo que quedó de día.

A mediodía, me sirvió un tazón de estofado y se llevó el suyo al interior de la habitación, dando un portazo a su espalda.

Dickens desapareció durante la tarde con la misma parsimonia con la que había llegado, y estuve muy cerca de suplicarle al animal que me hiciera compañía durante unas horas más para ayudarme a soportar aquel silencio tan inmenso que empezaba a aplastarme.

Pensé en salir a dar un paseo, pero la idea de encontrarme con alguien del pueblo y que me reconociera era mucho más fuerte que mi aburrimiento, eso sin contar con el hecho de que quizá Sunan sentiría que me había ido y probablemente le arrastraría hacia el exterior. Prefería evitar más enfrentamientos con él así que, para mi desgracia, me quedé en la casa.

Como una forma de intentar matar el tiempo, estuve dando vueltas alrededor de la cocina. Memoricé los lugares donde Sunan escondía los ingredientes para preparar la comida, así como todas las especias que tenía en los armarios, algunas cuyos nombres no logré identificar por mucho que lo intenté.

Mi inspección se trasladó a la planta superior, aunque no hubo mucho que ver. Había una habitación a la izquierda y otra a la derecha, la cual supuse que pertenecía a Sunan y no me atreví ni siquiera a mirarla. Al final del pasillo encontré una nueva puerta. Armándome de valor, la abrí para descubrir al otro lado un balcón en el que no había reparado cuando estuve fuera. Tenía un espacio para tender la ropa, donde había colgada una camisa blanca, y una mecedora sobre la que daba el sol de la tarde. Contenta por tener un poco de aire libre, me senté para contemplar el acantilado. Desde allí, las vistas eran impresionantes.

El mar era una extensión inmensa que consumía todo el horizonte, y a sus pies se alzaba el acantilado y la playa donde desperté y donde pasé tantos momentos felices. Reprimí un escalofrío cuando mi mirada se detuvo sobre el borde, el mismo lugar donde me atreví a formular el deseo.

Tragué saliva en un intento por despejar mi mente. Si el dios del mar había decidido atarme a Sunan, quizá fuera porque desperté su ira de algún modo. ¿Tal vez fue la urgencia de mi tono, mi desesperación o simplemente porque no tenía nada bueno que entregarle y decidió castigarme por mi osadía?

Ya ni siquiera estaba segura de que el dios hubiera respondido de verdad.

Me acomodé en la mecedora, balanceándome rítmicamente. Mientras trataba, en vano, de deshacerme de los retazos del pasado, de aquello que no podía cambiar, mi mirada se ancló en el muelle. Si entornaba los ojos lo suficiente, estaba segura de que podría distinguir los intrincados diseños amarillos que Jac y yo pintamos sobre el barco de su padre cuando éramos más jóvenes.

Pensar en él hizo que me diera un vuelco el corazón.

Tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde que le pedí ayuda, pero apenas había transcurrido un día y medio. Me pregunté cómo reaccionaría cuando le contaran que huí de mi propia boda.

Automáticamente, mi mente vagó hacia mi hermana Lynette. Ella fue la primera que echó a correr tras de mí. No para obligarme a que me casara, sino para evitar que cometiera una locura.

Dejé que mi mirada recorriera la silueta de Rosenshire hasta localizar nuestra casita, tan alejada del pueblo que ni siquiera parecía pertenecer a él. Quise desear que mi hermana no me hubiera visto saltar, pero la idea de pedir un nuevo deseo me paralizó la lengua antes de pronunciar una sola palabra.

En su lugar, le recé al dios que siempre había conocido, aquel cuyas iglesias estaban cubiertas de riquezas. Imaginé la cara que pondría Gwyn si supiera que me atrevía a rezar a un dios de madera, como ella misma le había llamado en una ocasión.

Un espasmo me atravesó mucho antes de que las lágrimas empezaran a correr. Al final, aunque no me hubiera casado, lo había perdido todo igualmente.

Ya no podría regresar al pueblo. No podría entrar en la taberna y hablar con Gwyn. No escucharía las historias de Jac mientras ayudábamos a su padre en el trabajo. No cantaría junto a mi hermana ni nos reiríamos de los chicos del pueblo cuando intentaran acercarse a nosotras.

Todas esas cosas se habían perdido.

Eso era lo que le había entregado al dios del mar.

Porque sí que me quedaban cosas que perder, solo que yo aún no lo sabía.

Y cuando quise darme cuenta, Sunan me observaba desde el final del pasillo. La expresión de tristeza que leí en su rostro fue fugaz como las estrellas que atravesaban el cielo por las noches, pero tan profunda que me caló hasta lo más hondo de mi ser. No me dijo una sola palabra. Simplemente se dio la vuelta y desapareció, como todo lo que una vez había tenido.


Bueno, buenooo... ¡Por fin conocemos a mi Sunan! ¿Qué os ha parecido? ¿Os ha caído bien, aunque sea un poco huraño? <3 ¡Contadme vuestras impresiones!

También tenía muchas ganas de que conocierais a Dickens, el gatito gruñón ♥

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