Capítulo 5
Aquella tarde fue Lynette quien me ayudó a vestirme, algo que ya se había convertido en una especie de ritual entre las dos cada vez que Edward me obligaba a citarme con él. En esa ocasión, mis tíos nos esperaban fuera, junto al carruaje que él había enviado para buscarme. Mis primos se habían adelantado y ya estarían en la iglesia, o probablemente disfrutando del banquete si conseguían disuadir a los sirvientes de ello, algo que no les resultaría complicado dada su tendencia a la rebelión.
Mi hermana me recogió el cabello en una trenza y entre las dos conseguimos situar el velo en su lugar. Luego me guio hacia el único espejo de la casa, que se encontraba en la habitación de mis tíos, y me dejó allí, enfrentándome a una realidad que aún me parecía efímera.
—Sé que es lo último que quieres oír ahora mismo, pero estás preciosa —susurró, y aunque para ella quizá fuera cierto, yo era incapaz de ver belleza en los barrotes de una jaula.
Enfrentarme al reflejo que me devolvía el espejo se me hizo mucho más duro en ese instante que el día en que llegó la modista, porque vi en mí a una prisionera que trataba de luchar contra su destino pese a estar a solo dos pasos de la horca.
No fui capaz de pronunciar una sola palabra. Mi hermana y yo habíamos pasado la noche anterior llorando, conscientes de que apenas nos quedaban unas horas juntas, que nos separarían para siempre. A través del reflejo, vi cómo sus ojos azules comenzaban a brillar fruto de las lágrimas, pero en cuanto se percató de mi mirada preocupada puesta sobre ella, sacudió la cabeza y compuso una sonrisa.
—¡Espera, falta un detalle!
La vi echar a correr hacia la habitación y regresar con el colgante de brillantes que Edward me había dado como regalo de compromiso. Tragué saliva e instintivamente me llevé la mano al cuello, donde reposaba el colgante de madera y resina que había pertenecido a mi abuela y que heredé cuando era una niña.
—No puedes ir con ese colgante, Aisha —me advirtió—. Yo te lo guardaré y te lo devolveré cuando termine la ceremonia, te lo prometo.
Negué con la cabeza y tragué saliva.
—Solo... permite que lo conserve hasta que lleguemos a la iglesia. Luego te lo entregaré, ¿de acuerdo?
Mi hermana no pareció muy convencida, pero asintió igualmente.
Descendimos por las escaleras y me detuve a mitad de camino para mirar a Lyn una última vez, intentar memorizar cada leve rasgo de mi hermana en un intento por retenerlo en mi memoria como si fuera un lienzo para que, con el paso de los años, su imagen no se volviera borrosa por los bordes hasta que, una mañana, pudiera descubrir que ya no la recordaba. Quería conservarla para siempre como aquellas raíces con forma de árbol que habían quedado congeladas para siempre bajo la resina.
—¿Te ocurre algo, Aisha?
Le dediqué una pequeña sonrisa y negué con la cabeza. Mi hermana llevaba un vestido azul como sus ojos y estaba tan hermosa que parecía recién salida de uno de aquellos cuentos de hadas que nuestra madre nos leía cuando éramos pequeñas.
—No, es solo que estás preciosa con ese vestido —admití—. Pareces una princesa de un cuento de hadas.
Ella se echó a reír y tiró de mi mano.
—Tú también lo pareces, solo que no eres consciente de ello. Recuerdo que, cuando era pequeña y te veía en el prado, jugando con Jac, pensaba que eras una princesa. Ojalá hubiera aprendido a dibujar, porque me habría encantado retratar esos momentos y atraparlos para siempre en un lienzo para poder mirarlos ahora que tú... que tú...
No pudo terminar la frase. Un sollozo escapó de su garganta y apenas fue capaz de contenerlo. La abracé con fuerza, tratando de infundirle el valor del que yo empezaba a carecer. Mi hermana, quien había sido mi compañera desde que éramos pequeñas, era quien más sentiría mi ausencia en aquella habitación que ambas compartíamos, cargada de recuerdos de nuestra infancia: la pintura de la luna oculta tras el arcón, el libro sobre la cómoda, las confesiones susurradas en la madrugada... Ella tendría que vivir con mi ausencia y con la presencia de muchas otras cosas que supondrían un recordatorio constante de mi partida.
—Espero que Londres te dé todo lo que mereces —me dijo cuando consiguió calmarse, entrelazó su brazo con el mío y me guio lentamente hacia el exterior—. Y si no es así... Si no eres feliz, hermana, lucha por encontrar aquello que haga que tu corazón vibre. Y cuando lo atrapes, no dejes que nadie te lo arrebate porque será tuyo por derecho. —Se detuvo frente a la puerta y tomó aire—. Y ahora vamos, será mejor que no lleguemos tarde.
Rhonda y Cranog me esperaban en el exterior, vestidos con sus mejores galas. Semanas atrás, cuando me anunciaron el compromiso con Edward, les odié con todas mis fuerzas. Ahora comprendía porqué lo habían hecho: éramos demasiadas bocas que alimentar, y la oferta de Edward fue demasiado suculenta para rechazarla. La pobreza hacía estragos hasta límites insospechados.
Aunque había intentado escapar, sabía que mi destino me alcanzaría por muy rápido que corriese. Y ese pensamiento hizo que la presión sobre mi pecho aumentase vertiginosamente.
Me paralicé cuando la puerta del carruaje se abrió y un par de sirvientes se acercaron a mí para levantar el bajo de mi pesado vestido y evitar así que se ensuciara. Quería huir, escapar de aquel destino, pero mi hermana entrelazó sus dedos con los míos y me ayudó a avanzar, porque caminar hacia la orca de la mano de alguien en quien confías hace que la penitencia sea menos dura.
Subí al carruaje, rodeada de mi familia, y pronto el traqueteo monótono del vehículo se acompasó a los latidos desbocados de mi corazón. Mi tía Rhonda charlaba animadamente con Cranog sobre el menú que habría en el banquete. Ella daba por hecho que habría perdiz, mientras que él decía que no habría perdices suficientes en todo Rosenshire para tantos invitados.
—¡Las traerán desde Londres, inculto! —le gritó ella de pronto.
—¿Acaso hay perdices en Londres?
—Las hay en todo el mundo, ¿por qué no iban a tenerlas allí?
Tragué saliva y apreté la falda del vestido en mi puño. Mientras yo sentía que iba directa hacia mi propia muerte en vida, mis tíos se entretenían discutiendo sobre la comida. Sentí las lágrimas ardiendo en mis ojos, la rabia y el dolor entremezclándose para crear algo más aterrador que todo ello.
Una vez más, la mano de mi hermana se posó sobre la mía y me dio un suave apretón.
—No te soltaré, te lo prometo —susurró en mi oído.
Asentí, temblando de pies a cabeza, y desvié la mirada por la ventana. Los árboles eran cada vez más dispersos y permitían que viera el atardecer de Rosenshire, las luces impactando sobre la vieja casa del acantilado y creando sombras alargadas que parecían espectros alzándose para contemplarme. El mar era un caleidoscopio de colores, una imagen perfecta que estaba nublada por mis propios miedos, que se aferraban a mí y me arrebataban toda la belleza de las cosas, convirtiéndolas en una especie de cuadro al que le habían arrancado el color.
El carruaje se detuvo de golpe y salí disparada de mi asiento. Caí en el suelo con un golpe sordo y mi tío Cranog lanzó un improperio mientras me ayudaba a ponerme en pie y me preguntaba si estaba bien. Asentí a duras penas.
Escuché a alguien maldecir en el exterior y Lyn y yo nos miramos a la vez, confundidas. Mi tío asomó la cabeza por la ventanilla y dijo una palabrota que habría escandalizado hasta al pueblerino más malhablado. Abrió la puerta del carruaje y bajó de un salto.
—¡Saca a tu maldito burro de la carretera, Gwynda! —le gritó.
La voz de Gwynda no tardó en llegar hasta nosotros.
—Es viejo y a veces se toma su tiempo. Deberías entrenar la paciencia, Cranog, es un arma muy interesante.
Rhonda maldijo por lo bajo y descendió tras mi tío, dispuesta a discutir con mi amiga. Yo me asomé por la puerta y vi el carromato de Gwynda cruzando de lado a lado la carretera. Tulk, el burro de la tabernera, se había tumbado en el suelo y se negaba a moverse. Mi tío Cranog intentó tirar de él, pero el animal rebuznó y se tumbó con más ahínco.
El burro era anciano, pero yo sabía a ciencia cierta que podía levantarse si Gwyn se lo ordenaba.
Eché un vistazo al cielo, que empezaba a oscurecerse, y luego de vuelta a mis tíos. Estaban demasiado ocupados discutiendo con Gwyn para percatarse de que yo me estaba quitando los incómodos zapatos y lanzaba miradas hacia lo que quedaba del bosque.
Mi hermana, sin embargo, me miraba fijamente.
—No lo hagas —susurró—. Te atraparán.
—Volveré a por ti, te lo prometo.
Salté fuera del carro. El suelo estaba húmedo y mis pies se hundieron en un charco de barro. Eché un vistazo hacia mis tíos, que ahora discutían con el cochero y el sirviente que nos habían acompañado mientras Gwyn les miraba con una inevitable sonrisa. Ella se percató de mi mirada puesta sobre ella y me guiñó un ojo.
Lo había hecho por mí.
Ella, la única persona que siempre me escuchó aunque no tenía motivos para hacerlo, había cortado la carretera para ayudarme a escapar de mi destino. Con los ojos llenos de lágrimas, le di las gracias en silencio y eché a correr hacia los árboles, en dirección al bosque.
Aunque las piedras me destrozaban los pies y las ramas me arañaban los brazos y se llevaban retazos del vestido que suponía mi condena, no dejé de correr. Me sentía como un prisionero que acaba de escapar de su cárcel pero aún no había logrado quitarse los grilletes.
No pensé en el pasado que dejaba atrás o en la vida que me esperaba, un vaticinio que Jac había tenido la osadía de hacer, en mi mente no había espacio para ningún pensamiento. Me limitaba a correr, dando a mis piernas la fuerza que mi alma siempre había tenido.
—¡Aisha! —gritó mi hermana, desesperada, a mi espalda—. ¡Aisha, por favor, detente!
En medio de mi desesperación no me percaté de que Lyn había saltado tras de mí. Estábamos tan lejos de mi familia que no podía ver el carruaje entre los árboles. Me quedé muy quieta, con el corazón acelerado y las piernas temblando. Mi hermana tenía el peinado deshecho y trataba de quitarse los zapatos con la respiración entrecortada.
—Por favor, Lyn, sabes que no voy a soportarlo —jadeé—. Deja que me marche.
Lynette me miró con los ojos llenos de lágrimas y negó con la cabeza.
—Yo solo quiero que seas feliz —me dijo en un sollozo.
El cuerpo me temblaba y la adrenalina me impedía pensar con claridad, pero lo único que tenía claro era que si mi libertad era a costa de enfrentarme a mi hermana, dejaría que me pusieran los grilletes aunque esa fuera mi última ocasión para ser libre de una vez.
—Y sabes que no voy a ser feliz en Londres, es imposible —le dije. Ella abrió la boca para replicar, así que añadí—: Me conoces, Lynette, me conoces mejor que nadie. Ni siquiera Jac podría haberme dado lo que yo necesito.
Mi hermana se mordió el labio, inquieta. En apenas dos zancadas llegó a mí y me abrazó, sollozando.
—Prométeme que seguiré teniendo una hermana cuando amanezca, que me buscarás cuando las cosas se calmen —sollozó—. Promete que vivirás como siempre lo has deseado y te dejaré marchar.
Me separé un poco de ella para mirarla a los ojos. Apenas era capaz de contener las emociones que amenazaban con desbordarme.
—Te lo prometo, hermana. Te juro que regresaré a por ti y nos iremos a un lugar donde podamos ser libres.
Las voces de mis tíos llamándonos se filtraron entre los árboles y las luces de las antorchas comenzaron a encenderse una tras otra. Sonaban cerca, demasiado para mi propio bien. Lynette dio un paso atrás y miró por encima de su hombro, alarmada. Yo me aferré a su mano cuando su mirada se clavó sobre mí.
—Si decides regresar, deja un mensaje en la cueva —me dijo con voz temblorosa—. Iré una vez a la semana. Y ahora, corre. Yo les distraeré.
Asentí, dándole las gracias una última vez, y entonces eché a correr.
Me lancé a la carrera hacia la espesura del bosque, orientándome a través de las lágrimas que nublaban mi visión, y cuando el sol se ocultó mientras yo corría contra él, la piedra que había ocultado en mi bolsillo empezó a brillar. La saqué del pliegue de la cinturilla mientras sorteaba un árbol, y su luz azulada se acentuó e impregnó mi piel allá donde la tocaba.
Me detuve abruptamente, observándola. No pensé en que aquella luz era como un faro que atraería a mi familia hacia mí, sino que la percibí como algo totalmente opuesto, como la luz que me protegería de la oscuridad a la que ellos querían lanzarme. Si los dioses existían de verdad, recé para que escucharan mis súplicas y me salvaran, aunque me viera obligada a entregarles hasta el último retazo de mi alma para ello.
En medio de la oscuridad, la piedra de la luna alumbraba el bosque en dirección al acantilado. A mi alrededor, el silencio era antinatural y me arrancó un escalofrío de terror. Levanté la mirada hacia el acantilado, donde la luna y el mar parecían llamarme como un embrujo y, cuando consiguieron atraparme en su canción, el silencio se rompió y corrí bajo el eco de las voces que trataban de hacerme regresar, sin saber que yo ya estaba perdida mucho antes de saltar.
Corrí tanto como pude, incluso cuando los pies me empezaron a sangrar y mis extremidades me suplicaban que parase. Corrí hasta que alcancé el acantilado, alzándose como un monstruo majestuoso, y a sus pies el mar brillante bajo la luz de la luna. Y entonces, corrí aún más rápido.
Este capítulo pone fin a la primera parte de la novela, que narra los sucesos previos al deseo de Aisha. A partir de ahora vamos a por la segunda parte: el despertar. Aquí ya aparece vuestro bebito favorito aunque aún no lo conozcáis :)
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro