Capítulo 4
10 de junio de 1870
La mañana del día en que me pondrían los grilletes se abalanzó sobre mí como una condena, y yo aún me hallaba desesperada, tratando de encontrar una vía de escape a un destino que cada vez se me antojaba más inevitable.
Aquel día me desperté de madrugada y fui al puerto mucho antes de que el sol empezara a salir. Sabía que encontraría a Jac allí, ayudando a su padre a preparar el barco con el que saldría a pescar. Él se quedaría en tierra porque tenía que cuidar de su madre Isolde, que llevaba varias semanas enferma, pero yo sabía que su lugar no estaba allí, y que el mar le llamaba tanto como el canto de una sirena.
Él había nacido para ser pescador. Lo llevaba en la sangre, igual que su padre y su abuelo.
El embarcadero estaba silencioso, pues los pocos pescadores que trabajaban en ese momento estaban demasiado ocupados preparando sus barcos y demasiado cansados para hablar, y únicamente se escuchaba el rumor de las olas contra los cascos de los barcos, las redes al ser arrastradas y los golpes sobre la madera.
Observé a Jac en la distancia antes de que él se percatara de mi presencia. En los últimos años, había pasado de ser el niño con el que yo jugaba en el campo a convertirse en un hombre. Ahora tenía la misma musculatura densa y mandíbula marcada que su padre y el intenso azul de los ojos de su madre. Aquella mañana llevaba el cabello rubio oculto bajo una boina que le regaló un marinero hacía un año y que lucía con orgullo. Supe que me había visto por el rictus tenso de sus hombros.
Banon, su padre, también me había visto, pero él sí se molestó en saludarme, aunque no con el mismo entusiasmo con el que me saludaba antes de que mi pesadilla diera comienzo. Jac terminó de preparar el barco, le dio varios golpes al casco con la mano para avisarle de que ya estaba todo listo y acto seguido empezó a recoger los amarres sin dedicarme una sola mirada.
Yo me acerqué a él con el mismo cuidado que si se tratara de una bestia salvaje. Sabía que estaba enfadado conmigo, lo suficiente para no dirigirme ni una mirada de soslayo y para tratar de finalizar sus tareas lo suficientemente rápido como para deshacerse de mí cuanto antes.
Lo cierto era que, aunque nos conocíamos desde que éramos niños, esa fue la primera vez que no supe cómo comenzar una conversación con él, cómo acercarme lo suficiente para que todo volviera a ser como antes. Era como si me hallara ante un completo desconocido.
—¿Cómo está Isolde? ¿Se encuentra mejor? —le pregunté.
—Un poco mejor —masculló entre dientes.
Antes de que yo me comprometiera con Edward, Jac y yo pasábamos las tardes juntos. Daba igual dónde estuviéramos, si en la tienda de su madre, en el muelle, tumbados en el barco de su padre o en el prado húmedo por el rocío de las mañanas, siempre nos hacíamos compañía. Y como Jac no sabía leer, yo pasaba las tardes leyendo en voz alta para él.
Aún recordaba el día en que me prometió que me regalaría un libro nuevo y me contó historias de un autor del que hablaban mucho los marineros: Charles Dickens. Lo hizo con ilusión porque sabía que yo amaba las historias y que los libros, aunque solo tuviera uno, me hacían inmensamente feliz.
En el fondo, siempre supe que Jac esperaba algo más de mí, que daba por hecho que algún día nos casaríamos. Cuando creía que no la escuchaba, Isolde murmuraba que nuestros hijos serían fuertes y hermosos, o hacía algún comentario respecto al dinero que tendrían que ahorrar cuando Jac pidiera mi mano.
Quizá todos daban por hecho que Jac y yo terminaríamos casándonos, no porque estuviéramos enamorados, sino por simple descarte. Las mujeres no podían permanecer solteras por mucho tiempo y los hombres necesitaban alguien que les diera descendencia. Así era como funcionaba el mundo.
Pero a principios de mayo llegó Edward, con su dinero por delante, y mis tíos decidieron que era un mejor partido. Y aunque yo nunca había visto a Jac como nada más que un buen amigo, lo cierto era que, si tenía que casarme a la fuerza con alguien, habría preferido hacerlo con él.
—Jac, yo...
—No me apetece escucharlo —me cortó, poniéndose en pie de pronto. La mirada de Banon se posó sobre nosotros desde el otro lado del barco y se dio la vuelta para darnos privacidad, aunque estaba segura de que podría escucharnos de cualquier modo—. De verdad, Aisha, ni siquiera sé porqué has venido.
—Porque no quiero casarme —solté bruscamente, y aquello fue como si me deshiciera de un peso enorme sobre mis hombros, uno que no pensaba cargar ni un instante más.
Jac me miró desconcertado. Por un instante dudó y pareció regresar aquel chico con el que yo crecí, pero su rostro se endureció y aquel amigo que siempre creí tener se hundió en la oscuridad y no volvió a salir a la superficie.
—No digas tonterías —masculló—. Él es rico. Te llevará a Londres para que puedas vivir una vida de lujos y lo que sea que hagan los malditos burgueses en sus malditas ciudades.
Escucharle deseándome buena suerte entre insultos me habría provocado una sonrisa en el pasado, pero ahora solo me entristecía. Terminé por estrujar la tela de mi vestido entre los dedos por puro nerviosismo.
—Yo no quiero ir a Londres, quiero que todo vuelva a ser como antes.
—Eso tendrías que haberlo pensado antes de aceptar casarte con él, Aisha.
—Yo no acepté esa boda, fue mi tío quien lo hizo. Sabes que yo no quiero casarme ni ahora ni nunca —repetí, y esta vez había alzado la voz un poco más de la cuenta—. Me da igual quién me espere en el altar, yo solo quiero ser libre.
Jac nunca había entendido mi idea de la libertad. Para él, la libertad era surcar los mares en un barco que a duras penas se mantenía en pie y regresar a casa al atardecer, cargado con un buen botín de pescado que pudiera vender para sobrevivir otra semana más, otro mes, otro año.
Para mí, la libertad era otra cosa.
La hallaba entre las páginas de los libros, en las briznas de hierba húmeda, en los conejos que me observaban con una mezcla entre curiosidad y temor, en nadar en la playa al atardecer, en poder vivir sin tener que pisar sobre las huellas de otro. Todo eso era la libertad para mí.
—¿De qué ibas a vivir si no te casas? ¿Es que prefieres terminar como Gwynda, sola y triste en una taberna? ¿O es que acaso prefieres el destino de Nancy? —bufó, y esta vez su mirada se clavó en la mía como brasas encendidas.
Instintivamente mi mirada vagó hacia el final del puerto, donde Nancy intentaba buscar clientes entre los pescadores que regresaban a casa. Algunos la esquivaban. Otros, los clientes asiduos, la llevaban tras un barril y allí mismo...
Tragué saliva. Quise replicar, explicarle que yo podría vivir de lo que me diera la tierra, que plantaría mi propia comida, me construiría una choza en lo alto del acantilado y viviría saludando al sol cada mañana, pero el mundo no funcionaba así. Ya no.
Sabía que sufriría. Tendría que esforzarme mucho, luchar contra los prejuicios de los demás por haberme entregado a la tierra en lugar de a un hombre. Tendría que levantarme cada mañana, y cuando la cosecha fuera suficiente, para vender lo poco que tuviera en la plaza del pueblo.
Y aún así, todo aquel sufrimiento no parecía nada en comparación, porque al final del día yo solo me pertenecería a mí misma. Cuando me hallase sentada frente a la chimenea, con la única compañía de mis libros, no tendría que arrodillarme ante nadie. Ese era el destino que quería para mí.
—Buscaré el modo de sobrevivir sin ayuda de nadie, tal como lo ha hecho Gwyn a lo largo de todos estos años. —Me pasé una mano por el pelo y me acerqué a él—. Escucha, Jac, necesito pedirte un favor.
—Ni lo pienses —replicó, retrocediendo un paso.
—Aún no te he dicho lo que...
—Me pedirás que te ayude a huir —me interrumpió—. Seguramente quieras que te llevemos en barco hacia otro puerto, porque sabes que si te ocultas en mi casa no tardarán en encontrarte. Pero escúchame bien, Aisha: no puedo ayudarte. Tienes que aceptar tu destino. Has tenido tiempo de elegir otro distinto.
—¡Le rechacé dos veces! ¡Yo no quería esto!
—¿Y qué diablos esperas que haga yo? ¿Cómo voy a abandonarte a tu suerte en un puerto desconocido a sabiendas del destino que te esperará? La vida no es justa para nadie, pero tenemos que aceptar lo que viene y sobrevivir mientras podamos —siseó, dándome la espalda—. Que tengas suerte.
Me llevé las manos a la boca. Quise decirle que estaba equivocado, que yo no pertenecía a nadie y mi destino no estaba frente a un altar, deseé proclamar a los cuatro vientos que yo deseaba ser libre, entregar mi alma a la tierra y al mar, pero aquel era un pecado que el mundo no sería capaz de perdonar.
Me habría gustado gritarle hasta la extenuación. Jac y yo nunca nos habíamos enfadado antes, al menos no de ese modo, y sabía, por el destino que me esperaba, que si las cosas no salían tal como las había planeado, esta sería la última vez que nos veríamos.
Por un instante, deseé que las cosas entre nosotros hubieran sido diferentes, que al final del camino mi corazón le perteneciera a él y no a la tierra, porque mi destino habría sido más sencillo, aunque mi vida transcurriera entre cuatro paredes.
Pero yo había nacido con el alma libre y sabía que nada ni nadie podría atarme, ni siquiera él. Yo no iba a casarme. Evitaría esa boda aunque fuera lo último que iba a hacer en mi vida.
—Cuida de mi hermana por mí, ¿quieres? —le pedí en un susurro—. Al menos hazme ese favor. No permitas que mi tío le haga lo mismo que me han hecho a mí.
Jac exhaló un suspiro y sé que quizá me habría respondido, pero yo no me detuve a escuchar nada más. Simplemente me di la vuelta y eché a andar por las callejuelas de Rosenshire. No me despedí, él ya me había dicho el último adiós al traicionar nuestra amistad de ese modo.
No quería regresar a casa, no cuando sabía lo que me esperaba al otro lado de la puerta. Así que, mientras ascendía por el camino que me llevaría hacia el final de Rosenshire, y junto a la familia que me había traicionado, decidí cambiar de rumbo y dirigirme a la taberna de Gwynda. Sabía que aún no estaba abierta, pero ella siempre se levantaba temprano para preparar los almuerzos del día y macerar nuevos barriles de vino que siempre guardaba a buen recaudo, así que me dirigí a su casa.
Antes, de entrar, pasé por su huerto, que estaba a rebosar de patatas, zanahorias y vides salvajes que empezaban a enredarse en la valla. Rodeé el vallado y arranqué un ramillete de alfalfa fresca que le entregué a Tulk, su burro, con quien había trabado una pequeña amistad. El animal, de pelaje grisáceo y ojos negros como el carbón, rebuznó con satisfacción mientras masticaba el preciado alimento. Podría decirse que así fue como me gané su afecto: comprándolo con kilos y kilos de alfalfa fresca y una cantidad ingente de caricias detrás de las orejas.
Tras unos minutos en compañía del animal, me dirigí a la casa de Gwyn. Era una diminuta casita blanca que se hallaba en la parte trasera de la taberna y a la que ella cuidaba como si fuera un tesoro. Más de una vez la había visto subida a una silla y con una escoba en la mano mientras batallaba con las enredaderas para evitar que se apoderaran de la casa, gritándoles que la casa solo sería suya cuando su cuerpo perteneciera también a la tierra.
Gwyn siempre ganaba la batalla, aunque las plantas regresaban en busca de un nuevo asalto, pues la naturaleza rara vez cedía. La puerta, blanca como la sal del mar, tenía pintado un símbolo azul, desgastado en los bordes y agrietado por la acción del tiempo, que representaba la luna llena y el mar alzándose para envolverla. Una vez le pregunté a Gwyn sobre dicho símbolo y me dijo, en tono confidente, que era una ofrenda al amor de los dioses olvidados. Nunca respondió a mis largos interrogatorios sobre la identidad de los dioses o sus historias, lo que hizo que mi curiosidad aumentara cada vez más.
Di varios golpes en la puerta al ritmo de una cancioncilla que ella solía tararear mientras amasaba el pan y que se había convertido en una especie de señal entre nosotras. Escuché sus pasos firmes dirigirse hacia la puerta y apenas unos segundos más tarde me abrió con con el delantal lleno de harina y el pelo recogido en el pañuelo de siempre. Al verme, me dejó pasar sin hacer ninguna pregunta y me indicó que me sentara en el comedor.
Cuando empecé a visitarla, Gwyn únicamente tenía una silla y me hacía quedarme de pie como una forma de mostrarme que no estaba conforme con mi presencia en su casa; pero con el tiempo se adaptó a mi curiosidad insaciable y a mi compañía, así que una mañana le compró una nueva silla a Olag, el carpintero del pueblo. Esa fue su forma de demostrarme que apreciaba mis visitas e, incluso, las esperaba. O quizá simplemente se rindió y asumió que, si iba a tener que soportar mi presencia, prefería hacerlo sin que le estorbara. Siempre he preferido pensar en la primera opción como la correcta.
En cualquier caso, ahora había dos sillas para una mesa enorme en la que ella trabajaba a destajo. La vi limpiarse las manos en el delantal y dejar la masa reposar en un lado antes de servirme un poco de té de hierbas y sentarse frente a mí. Me observó un instante, mientras yo trataba de evitar devolverle la mirada por temor a romper a llorar, y chasqueó la lengua.
—Luces como si fueras a a tu funeral en lugar de a tu boda, niña. Bebe un poco de té, te calmará los nervios.
Negué con la cabeza y dejé caer los hombros.
—Creo que eres la única que entiende que no quiero casarme, Gwyn —murmuré—. Ni siquiera Jac quiere ayudarme a escapar de mi destino.
—No le hagas caso a ese crío estúpido —me dijo, haciendo un mohín, como si yo hubiera dicho una auténtica barbaridad—. Se siente traicionado porque está enamorado de ti desde antes de que supiera lo que significaba eso. Aún recuerdo cómo te perseguía por todo el pueblo, intentando que le prestaras un mínimo de atención. —Gwyn soltó una carcajada salvaje y negó con la cabeza—. El desamor puede convertirnos en idiotas, niña, y él es el perfecto ejemplo de ello. Nunca entendió que tú solo te perteneces a ti misma, y al parecer tus tíos tampoco.
—No sé qué hacer. Nadie quiere ayudarme a salir de esto.
—¿Tan terrible te parecería ir a Londres? Casarte es evidente que sí, y más con ese estirado, ¿has visto cómo se pasea por el pueblo? El otro día tuve que contenerme para no encabritar a Tulk y que le diera una buena coz en el trasero.
No pude evitar que se me escapara la risa al imaginar a Tulk dándole una coz a Edward. Estaba completamente segura de que el burro obedecería a Gwyn e incluso disfrutaría de agredirle. Era un animal pacífico, pero no desperdiciaba la oportunidad de usar la violencia si la situación lo requería.
—Lo cierto es que sí, Gwyn. Yo quiero quedarme aquí. Este es el pueblo donde nací y aquí es donde quiero pasar el resto de mi vida. Sé puede parecer absurdo, que muchas de las jóvenes de Rosenshire darían todo lo que tienen por ponerse en mi piel, pero es que esto no es lo que yo quiero —admití mientras apretaba la tela de mi falda entre los dedos—. ¿Desde cuándo importa tan poco mi opinión? Es mi vida, Gwyn, y quiero vivirla a mi manera.
La mujer se levantó y, por primera vez desde que nos conocíamos, me dio un abrazo. Su olor a moras, a pastel y a su popular vino cuyo ingrediente secreto jamás ha querido desvelarme me llenó de paz y me hizo pensar en tiempos mejores. Cerré los ojos y se me escapó un sollozo ahogado bajo la tela de su delantal.
—Me duele verte así, mi niña —me dijo con cariño.
—Ya no sé qué hacer, pero estoy completamente segura de que este destino acabará matándome. Ojalá hubieras sido tú la que me acogió cuando perdí a mis padres, en lugar de mis tíos.
Ella se separó de mí y me puso una mano en la mejilla, dejando un rastro de harina en ella. Me dedicó una sonrisa débil que apenas llegó a sus ojos.
—El miedo te está impidiendo ver con claridad, niña —respondió suavemente—. Tú tienes la libertad de ir a donde quieras, de escapar de las cadenas que te han impuesto, solo debes aprender a mirar más allá de tus barrotes.
Tragué saliva.
—Si le pidiera un deseo, ¿crees que el dios del mar me escucharía?
Ella apretó los labios, como cada vez que mencionaba el tema.
—Es demasiado arriesgado entregarlo todo a la incertidumbre. Los dioses son seres volátiles que no ceden a nuestros caprichos, te lo he dicho muchas veces. Su lógica no es la misma que la nuestra y cada palabra que pronuncies puede volverse en tu contra.
—Pero, ¿él me escucharía? —insistí.
—Es posible que, si lo intentas con la suficiente fuerza, él te preste atención, pero la mirada de los dioses no es algo que quieras tener sobre ti, Aisha. Hazle caso a esta vieja tabernera, que sé de lo que hablo.
Ante mi silencio, Gwyn chasqueó la lengua y me dio un golpe en el hombro con el dedo.
—Escucha, niña, mi abuela tuvo la inteligencia suficiente para arrepentirse de su deseo antes de entregar el tributo, pero estoy segura de que, si lo hubiese formulado, su destino habría sido muy distinto. Quién sabe lo que habría sido de ella.
—¿Y cómo sabes que los dioses son volátiles, que no cumplen con lo que esperas? —le pregunté de pronto—. ¿Cómo lo sabes, si tu abuela nunca formuló su deseo?
Gwyn desvió la mirada, molesta, y masculló algo que no logré captar.
—Porque lo sé. Los dioses no son nuestros esclavos, nunca regalan nada y siempre obtienen un beneficio de sus tratos. Si tienes el descaro de adentrarte en su hogar en busca de favores, van a hacer lo que quieran contigo.
Terminar convertida en la marioneta de un dios podía resultar aterrador, pero en aquel momento, con la boda cerniéndose sobre mí como un ave carroñera, era capaz de hacer cualquier cosa con tal de escapar de Edward. Sabía que Gwynda tenía razón, que yo no debería estar pensando en cometer una locura semejante, pero conforme el tiempo avanzaba, me sentía más cerca del límite, y las personas desesperadas eran capaces de cometer las mayores locuras.
—Cualquier destino es mejor que terminar casada con ese hombre.
—Las cadenas de los mortales no son ni remotamente parecidas a las que te pueden imponer los dioses. —Gwyn chasqueó la lengua, se puso a amasar con un rodillo y me señaló con el artefacto como si fuera un arma—. Al estirado se lo puede llevar una enfermedad o la mala fortuna, pero tu vínculo con un dios no se romperá por mucho que le supliques. Te acompañará en esta vida y también en las siguientes. Es una penitencia que no deberías estar dispuesta a cumplir por nada del mundo, y menos por un ingrato que se pasea por Rosenshire como si fuera un pavo real.
Fruncí el ceño.
—¿Qué es un pavo real?
—Un pájaro demasiado presumido para su propio bien —replicó con simpleza.
—¿Y cómo es?
Ella soltó una carcajada mientras dividía la masa en varias porciones y la iba colocando en una bandeja. Avivó el fuego del horno de piedra, que tenía encendido desde antes de que yo llegara, y fue dejando cada porción en su interior.
—¿De todo lo que te he dicho, lo único a lo que prestas atención es a un dichoso pájaro? Eres incorregible.
Inconscientemente me aferré a la piedra azul que llevaba escondida en el bolsillo de mi falda. Había pasado las últimas noches de insomnio observándola en la oscuridad de mi habitación, pero la luna llena saldría esa misma noche. Si la piedra era como la que mi madre me había regalado cuando era una niña, brillaría en cuanto la luna se alzara en el horizonte. Y si no era libre cuando eso ocurriera, no podría serlo nunca.
—No es eso, Gwyn, es que intento buscar una salida, pero no hago más que toparme con puertas ce...
—¿Qué llevas ahí? —me interrumpió, y sin mediar palabra me arrebató la piedra de las manos para observarla con los ojos entrecerrados—. ¿De dónde has sacado esto?
—De la playa que hay bajo el acantilado —le dije—. Mi madre me regaló una igual cuando yo era pequeña, pero la devolví al mar cuando desapareció.
—Devuélvela al lugar donde la encontraste —me ordenó, dejándola sobre la mesa como si se hubiera quemado con ella.
—¿Por qué? Si me van a arrancar de esta tierra, quisiera poder llevar algo que me recordara a mi hogar.
La mujer emitió un bufido y se pasó la mano por la frente.
—Tu hogar siempre lo vas a llevar a cuestas, eso no es algo que te pueda dar una piedra o que te pueda quitar un hombre.
Observé la piedra con los ojos entrecerrados y la guardé, pensando que tal vez Gwynda tenía razón. Si me la llevaba, estaría robándole algo al mar, pues nunca podría regresar para devolverla, y yo no quería dejar un vacío en el lugar donde debió permanecer.
Recordé el pequeño ritual que teníamos con mi madre las noches de luna llena, cuando descendíamos hacia la playa y nos sentábamos formando un círculo en la arena, con la piedra en el centro, brillando con tanta intensidad que, en ocasiones, era difícil mirarla fijamente. Era algo mágico, un ritual que solo nos pertenecía a nosotras, y pensé que, tal vez, el mar me la había devuelto para que pudiera despedirme de todo aquello de la mejor forma posible: viéndola brillar una última vez.
—Sahira era igual de testaruda que tú —me dijo Gwyn de pronto, arrancándome de mis pensamientos—. Y también sentía esa curiosidad imparable que la llevaba a cometer un error tras otro. No puedo culparla, desde luego. Tu abuela fue quien la educó así, salvaje como un animal.
—¿Conocías a mi madre?
Gwyn sacudó la mano en el aire como si quisiera espantarme.
—Todo Rosenshire conocía a tu madre, niña. Pero sí, solía venir aquí en busca de consejo. Mi abuela le daba remedios para las noches de insomnio y medicina cuando vosotras dos enfermábais. Dejó de venir hace muchos años, cuidar de dos hijas tan testarudas como vosotras le consumía el poco tiempo que podía quedarle.
—Pero, ¿por qué nunca me lo dijiste? —le pregunté, ceñuda—. Cuando mi madre murió y yo empecé a visitarte, ¿por qué no me hablaste de eso?
Gwyn suspiró.
—¿Y de qué habría servido? Venías para evadirte, querías historias y comida, no que te contara cómo era tu madre antes de parirte.
Pero yo sí quería saber cómo fue mi madre de joven. Quería conocerlo todo de ella: qué cosas le gustaban, cuáles eran sus amigos, si leía libros, saber si mi padre fue su primer amor o si hubo otros. Quería saber hasta el más mínimo detalle, tal vez porque era consciente de que mi madre no volvería y necesitaba suplir su ausencia con nuevas historias, añadir más trazos al cuadro que componía su existencia en mis recuerdos. Sentía que había una Sahira que yo no conocía, una que se fue diluyendo conforme las obligaciones de la maternidad la consumían, y quería escuchar cómo era cuando no tenía ninguna atadura y caminaba por la tierra guiándose solo por el sonido de sus pasos.
—¿Tienes alguna historia de mi madre?
Una sonrisa partió sus labios y asintió. Tras revisar los panes, que ya empezaban a subir en el horno, se sentó frente a mí, se aclaró la garganta y me contó la historia de cómo se conocieron mis padres. No se perdió en los detalles superfluos, pero sí en los más interesantes. Conforme el relato avanzaba, me percaté de que mi madre y yo éramos como dos gotas de agua, salvo que ella había tenido la oportunidad de encontrar el amor y era muy probable que yo jamás supiera lo que significaba aquella palabra.
Regresé a casa a la fuerza cuando mi tía Rhonda aporreó la puerta de Gwyn, buscándome. Mantuvo el ceño fruncido durante todo el camino y me recriminó por haberle hecho perder media mañana recorriendo Rosenshire en mi búsqueda cuando aún había tantos preparativos por hacer.
Yo no discutí con ella. Me limité a bajar los hombros y disculparme mientras me aferraba a la piedra de la luna como si mi vida dependiera de ella.
Los que me seguís en Instagram ya la habréis visto, pero para los que no, Wristofink hizo una ilustración preciosa de Aisha, ¡echadle un vistazo!
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