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Capítulo 3

6 de junio de 1870

Los días transcurrían como una pesada cuenta atrás, y el miedo de que el reloj se vaciara y llegara el día de mi condena me asfixiaba lenta y dolorosamente. Por eso, a lo largo de los últimos tres días, había intentado escapar en varias ocasiones: la primera, para visitar a Jac y comprobar si aún seguía fingiendo que yo había desaparecido de la faz de la tierra, pero para mi desgracia, fui interceptada por mi tía Rhonda a mitad de camino; la segunda, cuando intenté acudir a la taberna de Gwyn para pedirle que me ayudara a escapar. Mis primos me siguieron y me obligaron a regresar a casa tras inventar una excusa que, aunque a todas luces era incierta, preferí fingir que creía porque no quería que sufrieran una reprimenda por no haber logrado traerme de vuelta.

Aún tenía cuatro días para idear un plan y aquella tarde vería a Edward. Quizá podría hallar el modo de convencerlo de que nuestro matrimonio estaba abocado al fracaso, que no valía la pena invertir su tiempo y su dinero en alguien como yo.

Me pasé una mano por el pelo y miré a mi hermana a través del espejo. Lynette terminó de apretar los lazos del vestido que Edward ordenó que me pusiera esa misma tarde. Era de color esmeralda, con un lazo blanco en el cuello cuyas tiras se enroscaban en mi cintura. El vestido podía parecer precioso en apariencia pero yo, acostumbrada a los que había heredado de mi madre, lo sentía pesado, aferrándose a mí como garras, hundiéndome cada vez más y más. Debía hacer un esfuerzo demasiado grande para que la tela no se enganchara en las astillas de madera que escapaban de las puertas o para que las pesadas faldas no se ensuciaran en los charcos que se formaban por todo Rosenshire tras las habituales lluvias que se cernían sobre el pequeño pueblo costero durante gran parte del año.

—Ya estás lista —me dijo Lynette, haciéndome dar una vuelta para observarme desde todos los ángulos—. He de admitir que este es mi vestido favorito, aunque sea tan difícil de llevar.

Acaricié la suave tela que cubría mi estómago y le dediqué una media sonrisa. Mi hermana era uno de mis mayores pilares, pese a que ella ni siquiera fuera consciente de ello. Aunque Lynette siempre nadaba en la dirección que marcaba la corriente, no dudaba en saltar en mi defensa siempre que me ocurría algo malo. El problema era que aún fingía no ser consciente de que lo peor que podía sucederme estaba a solo cuatro días de distancia.

—Me gustaría pasar más tiempo contigo antes de marcharme —admití.

Vi la emoción cubrir sus ojos antes de que apartara la mirada un breve instante. Ella, al contrario que yo, tenía los ojos grandes y azules, tan bonitos y expresivos que parecían un océano en el que cualquier persona podría perderse. Los míos, por el contrario, eran de color miel y rasgados, una herencia de mi abuela materna, quien provenía de una tierra muy lejana.

El único rasgo que compartíamos era el cabello castaño oscuro y la piel levemente bronceada, una herencia de nuestro padre.

—Te voy a echar mucho de menos. ¿Con quién hablaré hasta quedarme dormida, ahora que no estarás?

Desde el momento en que supo que mi tío me había comprometido con Edward, había intentado fingir que todo iría bien, convencerme de que era una buena decisión, intentar alegrarse por mí aunque ella fuera tremendamente desdichada, pero sabía que tarde o temprano aquella máscara iría resquebrajándose poco a poco, como un jarrón que ha recibido demasiados golpes.

La abracé con tanta fuerza que prácticamente la aplasté contra mi cuerpo. La idea de saber que, si no conseguía evitar la boda, tendría que abandonar a mi hermana a su suerte hizo que me estremeciera de los pies a la cabeza.

—Te escribiré todos los días para que puedas leer mis cartas antes de dormir —le susurré, depositando un beso sobre su cabeza.

Ella me dedicó una mirada suplicante.

—¿Y no puedo ir contigo?

Negué con la cabeza tan rápido que incluso me mareé. Si Edward conseguía arrastrarme hasta el altar a la fuerza, haría lo posible por librarme de él en cuanto pusiera un pie en Londres, y me negaba a que él utilizara a mi hermana para obligarme a permanecer a su lado. Quería que ella pudiera escoger a quién amar, y estaba segura de que él no le permitiría eso. La casaría con algún burgués en cuanto tuviera la oportunidad y se desharía de ella como si fuera un vestido viejo. No deseaba ese destino para nadie, y menos aún para mi propia hermana.

—Preferiría que te quedaras aquí, Lyn. Con la dote de Edward podréis vivir bien durante un tiempo. Aprovecha esos años para enamorarte de verdad. Cásate con alguien a quien ames y sé feliz.

Mi hermana se separó de mí demasiado rápido y alcancé a ver el rubor cubriendo sus mejillas. Ella nunca me había hablado de los muchachos del pueblo y apenas les había dedicado alguna mirada de soslayo cuando se acercaron a ella para bailar en la celebración del pasado solsticio de invierno. Solo la había visto bailar con Mared, su amiga de la infancia, mientras se reían de todos los hombres que reunían el valor para acercarse a ellas.

—Sí, tienes razón. Debería hacer eso —murmuró no muy convencida—. Anda, ve saliendo, vas a llegar tarde.

Asentí y deposité un beso en su mejilla antes de salir de la habitación.

Descendí por las escaleras mientras me sujetaba las faldas en un intento por ver dónde ponía los pies y no tropezarme. En el pequeño recibidor estaban mis dos primos, Derec y Dai, peleándose por un trozo de queso. Las riñas entre los gemelos eran habituales desde que aprendieron a andar, y la adolescencia lo había empeorado tanto que a menudo Rhonda resolvía cualquier disputa a punta de escobazos.

Dai, que sujetaba el trozo de queso en alto para que Derec no lo alcanzara, clavó sus ojos verdes en mí, casi ocultos bajo bucles del color de las alas de un cuervo, y se le escapó una carcajada.

—¿Pero qué llevas puesto, prima? ¡Pareces una señorita de ciudad! —logró decir.

Derec aprovechó la distracción para arrebatarle el queso y llevárselo a la boca antes de echar a correr fuera de la vivienda. Su hermano lanzó una maldición y se precipitó hacia la puerta, prometiéndole una muerte lenta y dolorosa mientras cerraba el portón de madera a su espalda.

Los gritos de los dos hermanos eran tan altos que, mientras ambos se perseguían alrededor de la casa, Rhonda salió de la cocina, exhaló un largo suspiro y tomó la escoba, dispuesta a poner fin a aquella disputa. Mi tía me dedicó una rápida mirada, con una ceja enarcada, antes de salir por la puerta.

—¡No, madre, la escoba no! —gritó Derec, aún con la boca llena, mientras entraba en la casa a toda prisa.

Dai había sido más rápido y seguramente había echado a correr hacia el huerto, donde mi tío aún estaba trabajando, o quizá se había escondido en el bosquecillo que rodeaba la casa, donde los hermanos a menudo solían ir a jugar.

Derec se precipitó escaleras arriba a tanta velocidad que estuvo a punto de hacerme caer. Rhonda entró apenas un segundo después, echó a correr tras él y yo me pegué a la pared para evitar mi caída. Mi hermana asomó la cabeza por la puerta y, al ver la pelea, la cerró tras ella automáticamente.

Escuché a mi primo gritar y luego emitir una carcajada mientras mi tía maldecía en voz alta.

—¿Pero cómo diablos se te ocurre saltar por la ventana, animal? —gruñó Rhonda cuando regresó de la habitación de mis primos—. ¡Este niño está completamente loco, un mal día me va a llevar el señor por tantos disgustos!

Por mucho que intenté contenerlo, finalmente fue inevitable: Me llevé la mano al pecho y se me escapó una sonora carcajada. Rhonda se giró hacia mí con el rostro desencajado.

—¿Y tú de qué te ríes tanto? —me preguntó Rhonda con un tono de voz que casi rozó la indignación.

—De nada, tía Rhonda. De nada —mentí con una sonrisa—. Es solo que me he acordado de algo.

Ella asintió y bajó las escaleras a toda prisa, metiéndose de nuevo en la cocina. No invertía muchos esfuerzos en buscar a sus dos hijos, sabía que tarde o temprano regresarían y que, cuanto más tardaran en hacerlo, peor sería la reprimenda.

Fui incapaz de contener una sonrisa. Lo cierto era que la respuesta a todas mis plegarias había estado frente a mí todo ese tiempo. Sin pensarlo dos veces, me dirigí a mi habitación y mientras mi tía me recordaba desde la planta baja que llegaría tarde a mi cita con Edward, se me ensanchó aún más la sonrisa.

La mejor forma de librarme de él era tan sencilla que me extrañaba no haber reparado en ello antes: solo tenía que ser yo misma y, quizá, heredar alguna de las costumbres más salvajes de mis queridos primos, y Edward saldría corriendo como alma que llevaba el diablo. A fin de cuentas, eso era lo que hacía todo el mundo. Él no iba a ser distinto.

Me deshice el lazo del vestido antes de cerrar la puerta a mi espalda y mi hermana se levantó del diván, sorprendida. No se atrevió a decir una sola palabra mienttas yo me quitaba el lujoso vestido verde y lo sustituía por uno de color azul oscuro, aunque ligeramente desteñido por el tiempo, que había heredado de mi madre, aunque protestó cuando me solté la trenza que ella se esmeró en hacer.

—¿Edward no va a venir? —me preguntó con cautela.

—Oh, sí que vendrá, pero espero se largue para siempre —repliqué antes de desaparecer escaleras abajo.

Pasé rápidamente por la cocina y me llevé un trozo de la hogaza de pan que Rhonda acababa de dejar sobre la mesa. Mi tía no tuvo tiempo de protestar, pues salí corriendo mientras me pasaba el trozo de pan de una mano a la otra para evitar quemarme.

Cerré la puerta mientras le daba un mordisco al pan caliente. Aunque el de mi tía era sabroso, sin duda no podía competir con el de Gwynda, que le añadía trozos de algún fruto cuyo nombre se negaba a darme, y le daban un toque dulce que me hacía salivar.

Edward, que me esperaba en el interior de su carruaje como si fuera demasiado importante para pisar el suelo que yo tanto adoraba, se me quedó mirando como si hubiera visto a un fantasma. Se ajustó el sombrero de copa sobre la cabeza y miró su reloj de bolsillo para comprobar la hora.

—¿Has olvidado nuestra cita? —se atrevió a preguntar el cochero me abría la puerta del carruaje.

Yo levanté la vista al cielo, donde un grupo de gaviotas alzaba el vuelo, tan lejos de mi alcance, tan libres, que no pude más que envidiarlas.

—No —respondí sencillamente. Me acerqué hacia el carruaje y le tendí la hogaza de pan—. ¿Quieres un trozo de pan?

Ojalá hubiera existido alguna forma de retratar la expresión que se formó en su rostro en cuanto me subí y me senté frente a él, dejando migas de pan por toda la estancia. Tuve que contener la risa ante la forma en que retrocedió casi instintivamente, su mirada recorriendo mis botas manchadas de barro y los bajos del vestido, raídos por el paso del tiempo y el arduo trabajo del ratón que se coló en mi habitación el invierno pasado y a quien logré echar a base de ponerle migas de pan en el establo.

—No, gracias —murmuró, tratando de recomponerse. Se irguió en su asiento y carraspeó—. Creía que ibas a usar el vestido verde que te envié.

El cochero cerró la puerta y le escuché gruñir mientras intentaba subirse al pescante, que parecía demasiado alto para él.

—¿Y por qué me iba a poner un vestido tan incómodo?

Sus ojos oscuros me analizaron como si yo fuera una clase de animal desconocido, una criatura incomprensible y que, además, le irritaba.

—Trataré de enviarte vestidos más cómodos —señaló con dureza, echándose hacia atrás cuando estiré las piernas y golpeé con la punta de los pies el asiento a su lado.

El carruaje traqueteó cuando por fin empezó a moverse, avanzando a toda prisa hacia el exterior de Rosenshire.

—¿Y a dónde iremos hoy? —pregunté mientras acomodaba la hogaza de pan en mi regazo e iba dejando migas por el suelo cada vez que arrancaba un pedazo para llevármelo a la boca.

Al final, él decidió que era mejor mirar por la ventana antes que verme a mí.

—He predispuesto el salón para que podamos tomar el té.

Hacía poco que Edward había alquilado una antigua casa señorial, que perteneció a un Lord que vivió en Rosenshire y abandonó el pueblo en cuanto tuvo ocasión. La vivienda se había transformado en una zona de paso y de vacaciones para las personas más pudientes. Edward llevaba un mes asentado en la zona, pero nos marcharíamos la misma noche de nuestra boda.

En cuanto ingresamos en los jardines de la vivienda me percaté de que había un ejército de sirvientes esperándonos. Hasta entonces, Edward no me había llevado a su casa, y elegir este día para rebelarme contra él debió suponerle un bochorno espantoso. Uno del que me enorgullecí durante mucho tiempo.

Aunque aquella casa de fachada blanca y piedra tan gris como el cielo una mañana de tormenta me parecía inmensa, había escuchado que no era ni la mitad de grande que la que poseía Edward cerca de Londres.

Imaginarme viviendo en un lugar así me arrancó un escalofrío. Por muy grande que fuera la jaula, me negaba a ponerme tras los barrotes.

Bajé del carruaje antes de que el cochero pudiera descender del pescante y la mirada de algunos sirvientes se posó sobre mí con espanto. Reconocí a algunos, los que vivían en Rosenshire, pero otros debieron ser trasladados desde la ciudad. Los últimos fueron los que parecieron escandalizarse; el resto ya me conocía lo suficiente como para no sorprenderse ante cualquier cosa que yo fuera capaz de hacer.

Nos acercamos a ellos, y a cada paso sentía sus miradas juzgándome, pero me erguí tanto como fui capaz, manteniendo aquel férreo orgullo de las personas que se sabían libres por muchas cadenas que les rodearan el cuerpo, porque no existía jaula capaz de atrapar un alma, por muy gruesos que fueran sus barrotes.

Edward bajó tras de mí automáticamente ordenó a sus sirvientes que prepararan el salón del té. Me miró un instante, dudando si ofrecerme su brazo, pero eché a andar antes de que pudiera proponerlo siquiera. Me detuve en la puerta de la casa y tuve el decoro de quitarme los zapatos antes de entrar. No lo hice por él, sino por las criadas que tendrían que limpiar el barro de rodillas hasta dejar aquel suelo de mármol tan brillante como la luz del sol. Mi rebelión no tenía porqué afectarlas a ellas, no habría sido justo.

Aunque una de las mujeres me ofreció un par de zapatos, lo rechacé y le expliqué que no me gustaba llevar calzado. Aquello irritó tanto a Edward que se marchó a pasos agigantados hacia el salón, olvidando cualquier tipo de norma social que hubiera tratado de mantener hasta entonces.

Le seguí en silencio, conteniendo la sonrisa que amenazaba con escapar de mis labios. Los pasillos de la casa eran enormes, pero sus fuertes pisadas me guiaron hacia la estancia donde se encontraba el salón. Estuve a punto de perder el habla cuando vi el esplendor de aquella habitación. El suelo estaba cubierto de alfombras caras, probablemente importadas de algún país extranjero, y me tomé unos segundos para disfrutar de su suavidad bajo mis pies antes de ir a sentarme frente a Edward. Me percaté de que los techos eran altos, aunque no tanto como los de la iglesia, y que las paredes tenían unas columnas de granito tan majestuosas y llenas de ornamentos que daban la impresión de pertenecer a un palacio. Había al menos media docena de cuadros repartidos por la estancia, con trazos tan bonitos que podría pasarme el día observándolos para poder desenmascarar las historias que podían ocultar.

Un par de sirvientes ingresó en la estancia, cargando con una bandeja de pastas y otra con el té. Lo depositaron en la mesa baja que nos separaba y me sirvieron el té en una taza tan pequeña que estaba segura de que me lo bebería en menos de un segundo.

Tras unos minutos en los que ninguno dijo nada, él chasqueó la lengua y se giró hacia mí.

—¿Y por qué no te has puesto el vestido de ayer? —me preguntó, como si fuera incapaz de tolerar el hecho de que yo fuera vestida con ropajes humildes en lugar de aquellos suntuosos vestidos que detestaba.

Tomó su taza de té y le dio un sorbo, como si intentara mantener su atención en cualquier cosa que no fuera mi ropa.

—Porque este vestido me gusta —repliqué de mala gana—. Puede que a ti no, pues estás acostumbrado a una vida de lujos, pero a mí no me interesan los lujos.

Aquello fue como si le hubiera insultado. Se inclinó hacia adelante y dejó la taza con brusquedad sobre la mesita, derramando unas gotas sobre el mantel blanco.

—¿A qué clase de persona no le agradan los lujos?

—A la clase de persona que prefiere morir libre y en la tierra que la vio nacer antes que casarse a la fuerza con alguien a quien no ama.

Los ojos de Edward, que eran tan oscuros que solo bajo la luz del día podía distinguirse la pupila, se oscurecieron aún más. Pude ver la furia reverberando en su interior, amenazando con salir y arrasar conmigo en cualquier momento.

—No seas ingrata, Aisha —me dijo con una voz tan ronca que apenas parecía suya—. Te he ofrecido una oportunidad por la que cualquier mujer daría su vida.

—Si te soy sincera, Edward, prefiero ser una ingrata a una mentirosa.

Edward nunca se había tomado la molestia de conocerme. Antes de su propuesta de matrimonio, únicamente habíamos hablado dos veces: la primera, cuando le conocí, en la cual apenas compartimos un par de frases cordiales; en la segunda ocasión intentó invitarme a tomar el té frente a Jac, pero rechacé su propuesta.

Después de aquello, recibí su propuesta de matrimonio por medio de uno de sus sirvientes, quien me leyó la nota con voz monótona frente a toda mi familia, que parecían haber perdido la capacidad del habla. Ni siquiera se había molestado en venir personalmente.

Mi rechazo primer debió molestarle, pero no lo suficiente. Tardó apenas un par de días en regresar, esta vez en persona, para reiterar su propuesta. No tuve ningún reparo en rechazarlo nuevamente.

Pese a que él se marchó aquel día, a la mañana siguiente, cuando regresé de visitar a Jac, le encontré charlando con mi tío Cranog. Hasta aquel momento, sentía una confianza ciega por mi familia. Estaba segura de que Cranog le diría que regresara por donde había venido, pero no fue así.

Mi tío me ordenó casarme con él. Me dijo que era por mi bien. Siempre supe que, en realidad, había sido por su bien y no por el mío, porque la dote que recibirían les daría para vivir varios años sin preocuparse por la crudeza del invierno.

Me pasé una mano por el pelo, molesta, y estuve a punto de patear la mesa con el té. Edward observó mi gesto y se mesó la barbilla con los dedos, pensativo.

—¿Así que por eso has venido aquí con esa... actitud desafiante? —preguntó, esta vez forzando un tono más calmado—. ¿Quieres que cancele nuestro matrimonio? Pues me temo que eso no va a ser posible. Tu tío ya aceptó la dote.

Tragué saliva. Habitualmente, la dote debía darse posteriormente, pero dada la situación tan precaria en la que se encontraba mi familia, no me sorprendía que Edward les hubiera entregado una parte del dinero por adelantado.

—¿Por qué yo? —murmuré a media voz—. ¿Por qué, de entre todas las mujeres del pueblo, has elegido a la única que no quería casarse? ¿Qué clase de juego cruel es este?

Edward no respondió, y quizá nunca lo habría hecho por mucho que lo presionara, pero siempre viviré con la duda de si habría tenido el valor de decirme la verdad a la cara. Sin embargo, en aquella ocasión, aquella primera vez que le pregunté aquello, fuimos interrumpidos por el mayordomo.

—El señor Hastings ha venido para hablar con usted.

—Hágale pasar.

En el salón apareció un hombre un poco mayor que él, de cabello oscuro, ojos castaños y bigote poblado, que irrumpió en el salón como si la casa fuera suya. Edward se puso en pie y le estrechó la mano al hombre, cuya mirada se detuvo sobre mí mientras lo hacía.

—¡Thomas! Hoy no esperaba tu visita.

—¿Acaso no soy bienvenido en la casa de mi amigo? —le preguntó él, luego me señaló—. ¿Es esta tu prometida?

Aquella pregunta pareció incomodarle, porque se pasó la mano por la nuca y carraspeó sonoramente, supongo que en un intento por hacer que las manchas de barro de mi vestido o la ausencia de mis zapatos, pasaran desapercibidos ante la mirada inquisitiva de su amigo. Quizá lo hizo para que yo me levantara, hiciera una reverencia magistral y me presentara educadamente ante su amigo, pero al parecer aún no me había cansado de rebelarme contra él, así que me incliné hacia la mesa, agarré un puñado de pastas y me las llevé a la boca, ignorándoles a ambos.

—Sí, ella es Aisha —admitió, aunque pareció decirlo a la fuerza, como si en el fondo deseara que yo no fuera esa Aisha, sino la muchacha callada que había visto el día anterior.

Thomas me dedicó una leve sonrisa que apenas llegó a sus ojos y luego se inclinó hacia su amigo.

—¿Le importa si tomo prestado a su prometido para mantener una conversación privada? —me preguntó.

—Claro, por supuesto, róbalo si quieres. De hecho, puedes llevártelo porque yo no lo quiero.

El hombre dio un paso hacia mí, con una mueca salvaje en el rostro, y yo me puse en pie casi por instinto.

—Pero, ¿cómo se atreve?

Edward le retuvo por el brazo y las próximas palabras murieron en su garganta automáticamente.

—Hablemos en privado, amigo. Estoy seguro de que nuestra conversación es lo suficientemente importante como para que hayas venido sin avisar antes.

Aunque él se me quedó mirando durante largo rato como si me hubiera poseído alguna clase de ente maligno, finalmente permitió que Edward le guiara fuera del salón.

Me dejé caer en el sofá, exhausta. Aquel hombre había estado a punto de levantarme la mano, de eso estaba segura. Y pese a todo, no había hecho ningún avance. Edward seguía en su empeño por casarse conmigo, pese a saber que yo estaba dispuesta a hacer lo imposible para evitar aquel enlace.

Una de los sirvientas se acercó a mí con gesto de preocupación.

—¿Quiere más té, señorita Madwing? —me preguntó en voz alta.

—Creo que ya he tenido suficiente, pero gracias.

Ella echó un vitazo a su alrededor e, ignorando mi petición, me sirvió una nueva taza de té. La mujer se inclinó hacia mí y me susurró en voz baja:

—No sé qué clase de deuda ha podido contraer con él, pero si me acepta el consejo, no le recomiendo resistirse mucho más. Eso solo empeorará las cosas.

Tragué saliva y asentí, mi determinación perdiendo fuerza ante aquellas palabras. No me atreví a cometer ningún otro acto de rebelión durante el resto de la velada. A mi regreso, Edward me acompañó en el carruaje sin decir una sola palabra, y por primera vez desde que le conocí, aquel silencio me aterraba mucho más de lo que me aliviaba no escuchar su voz.

Vi la silueta de la casa de mis tíos recortarse contra los árboles. Aquella vivienda, que consideré mi hogar durante muchos años, ahora se me antojaba un lugar desconocido y donde no sería bienvenida durante mucho tiempo.

En cuanto el carruaje se detuvo, abrí la puerta y salté de allí sin mirar atrás.

—Mañana no vendré a visitarte —me dijo Edward él.

Asentí y me di la vuelta sin siquiera despedirme. A mi espalda, escuché los tres golpes que Edward dio en el carruaje para indicarle al cochero que debía moverse. Ni siquiera se molestaba en dirigirle la palabra al hombre que pasaba todo el día llevándolo de un lado a otro como si él no tuviera dos piernas perfectamente funcionales.

Mi hermana fue la primera en recibirme, como fuera capaz de intuir cuando las cosas estaban empeorando.

—Prepara tus cosas, quiero que vayamos a la playa —le dije.

Ella no me hizo ninguna pregunta. Sabía que lo último que necesitaba era hablar, así que se limitó a recoger su abrigo y salir por la puerta junto a mí.



Un silencio expectante se apoderó de nosotras mientras nos abríamos paso a través de los caminos que durante tantos años habíamos recorrido juntas para descender a una pequeña playa oculta entre el acantilado y el puerto. Era tarde y el atardecer amenazaba con dejarnos a oscuras, pero conocíamos aquel camino como la palma de nuestra mano y podríamos haberlo hecho con los ojos cerrados.

Cuando éramos pequeñas, mi madre solía llevarnos allí para que pudiéramos saltar en los charcos, y perseguirnos por la arena. Mi colección de piedras de colores empezó gracias a ella, quien me entregó la primera: una piedra de color azul que brillaba cuando la luna estaba llena.

La noche en que mis padres desaparecieron en altamar, creí que lo habían hecho por haberle robado aquella joya al mar, así que devolví la piedra a esa misma playa solo para suplicar por su regreso, pero ellos nunca volvieron y Lynette y yo nos quedamos solas.

A partir de entonces, empecé con mi tradición de buscar piedras de colores en la playa, como si en algún momento pudiera recuperar aquella que entregué y que el mar ignoró.

Hice a un lado aquellos recuerdos dolorosos y me centré en mi hermana. Si todo salía mal, esa iba a ser la última vez que nos veríamos a solas, y quería tener un recuerdo lo suficientemente vívido, lo suficientemente hermoso para que me acompañara allá donde me arrastrara mi penitencia.

Descendimos por el camino escarpado, apoyándonos en las ramas y las piedras que tanto conocíamos y que ya tenían la huella de nuestro paso grabada a fuego en cada rincón, y nos descalzamos cuando llegamos a la arena.

Sin decir una sola palabra, ambas echamos a correr hacia la orilla y dejamos que las olas nos mojaran los pies mientras hundíamos los dedos en la arena que se resbalaba bajo nuestros talones. Tomé la mano de mi hermana y juntas cerramos los ojos, dejándonos mecer por el sonido de las olas, el canto de las gaviotas, el viento arrullando nuestro pelo y la falda de nuestros vestidos.

Nunca supe lo que Lynette pensaba en aquel último momento de paz, si le pidió algún deseo al mar que nos acariciaba la piel como si quisiera atraernos con sus encantos hacia sus profundidades, pero sí estuve segura de que mi hermana quería que aquellos momentos juntas fueran eternos, que el tiempo no se estirara hasta la tarde del diez de junio, cuando cortarían el lazo que nos unía para siempre.

Abrí los ojos al tiempo que una gaviota se lanzaba en picado hacia el mar, su silueta recortándose contra el atardecer, y atrapaba un pez en su pico. Otro grupo de gaviotas, que la observaba desde la orilla, no tardó en alzar el vuelo y seguir sus pasos en busca de alimento.

No pude evitar preguntarme si toda la extensión del mar, incluyendo aquella que estaba rozando mis pies, formaba parte del hogar aquel dios del mar cuyo nombre se perdió en el olvido. En mi mente, empecé a crear combinaciones de nombres que podrían haberle pertenecido, pero ninguna fue lo suficientemente buena para asociarla a un ser divino y del que no sabía nada.

—¿Crees que hay algo en las profundidades del océano? —me preguntó mi hermana de pronto.

—Estoy segura de que sí —murmuré mientras me agachaba para rozar el agua con la punta de los dedos, aunque no sabía a qué se refería exactamente.

El bajo de mi vestido se hundió en el mar y flotó a mi alrededor, meciéndose conmigo.

—Ojalá pudiéramos viajar hasta allí y descubrirlo.

Levanté la vista hacia ella y descubrí que sus ojos estaban cubiertos de una emoción que nunca antes había visto. Era como si todos sus sentimientos hubieran salido a flote tan solo con contemplar el sol descendiendo sobre el inmenso mar.

—¿En qué estás pensando, Lyn?

Mi hermana suspiró y se estrujó el borde de la falda con una mano, un gesto que siempre hacía cuando no quería decir la verdad. Desvió la mirada hacia otro lado, incapaz de mirarme.

—Sabes que a mí puedes contármelo todo, ¿verdad? —insistí—. Soy tu hermana.

—Estaba pensando que quizá nuestros padres descubrieron lo que hay abajo, en el mar. Que tal vez lo último que vieron fue la belleza del océano.

Tragué saliva y abrí la boca para responder, pero ella se me adelantó.

—Le temo, Aisha —confesó con voz temblorosa—. Temo que el mar me lo arrebate todo poco a poco. Nuestros padres se fueron en un barco y no regresaron, y ahora tú también vas a marcharte. No sé cómo, no sé por dónde, pero es un hecho que también te irás y yo me quedaré cada vez más sola. Por eso quería irme contigo. Sé que no seré feliz en Londres, que me tratarán mal porque solo soy una campesina, pero al menos... —Lynette me miró con los ojos empañados en lágrimas y yo me puse en pie—. Al menos te tendré a ti, Aisha, y eso es más de lo que voy a conservar si me quedo en Rosenshire para siempre. Tío Cran me venderá del mismo modo en que te vendió a ti y yo no volveré a verte, no sabré de ti, no descubriré si al final fuiste feliz, si la vida te trató bien. Nos marchitaremos en jarrones diferentes y yo moriré de pena porque sin ti no me queda nada.

Me tembló la mandíbula mientras intentaba contener el llanto porque no quería que ella viera lo mucho que me destrozaba saber que era muy probable que su destino fuera igual o peor que el mío. Tomé a mi hermana de la mano y entrelacé mis dedos con los suyos, tratando de transmitirle lo mucho que me preocupaba por ella, la fuerza con la que deseaba que su destino fuera más benevolente.

—Te prometo que haré todo lo posible para que nada ni nadie nos separe, Lyn. Así tenga que enfrentarme a todo el mundo, conseguiré que seamos libres. Por ti, por mí y por la memoria de nuestros padres. No permitiré que nos hagan esto. Tenemos derecho a elegir nuestro destino.

Ella se mordió el labio inferior, insegura.

—¿Y qué vas a hacer? Tío Cran no cancelará tu matrimonio con Edward y él no va a quedarse aquí, en Rosenshire. Es evidente que este pueblo no le gusta, ni siquiera se ha molestado en presentarse.

Negué con la cabeza y saqué una piedra verde del bolsillo de mi vestido. Era casi trasparente como el cristal, y cuando la luz del atardecer impactó sobre ella, pude ver todos sus trazos interiores como si fueran las raíces de un árbol. Automáticamente me llevé la mano al colgante de mi madre. Esa piedra me llamó la atención porque me recordaba a él, a aquel pequeño árbol atrapado en la resina.

—Ya se me ocurirrá algo —admití, apretando el colgante contra el pecho—. Ahora vamos a disfrutar del atardecer. Además, creo que ya va siendo hora de buscar una nueva piedra, esta la he tomado prestada durante demasiado tiempo, el mar querrá que se la devuelva.

Mi hermana echó a andar junto a mí y, como hacíamos siempre, empezamos a revisar la arena y a moverla con los pies en busca de alguna piedra de colores. Estuvimos largo rato así,hasta que, cuando la marea empezó a retirarse más, un objeto brillante atrajo nuestra atención. Con un grito de alegría, echamos a correr y nos arrodillamos sin temor a mojarnos o a llenar nuestros vestidos de arena, y escarbamos hasta que logramos sacar la piedra. Era de una tonalidad azul, y en cuanto Lynette la tuvo en su mano sentí que se me detenía el corazón.

Dejé la piedra verde olvidada sobre la arena y observé cómo la marea la arrastraba hacia el interior mientras mi hermana lavaba la nueva adquisición, esmerándose en quitarle cada grano de arena que pudo quedar sobre la superficie. En cuanto estuvo completamente limpia, la orientó hacia el poco sol que quedaba y su brillo impactó sobre mi vestido.

Tragué saliva. Aquella piedra era igual que la que yo había devuelto al mar hacía ya dos años.

—¿De dónde crees que salen? —me preguntó.

Yo sonreí y desvié mi mirada hacia el mar, hacia aquel lugar que un dios protegía como si fuera su propio hogar.

—Quizá sean un regalo de los dioses.

Ella hizo una mueca mientras le echaba un último vistazo a la piedra y luego me la entregó como si se hubiera quemado con ella.

—No creo que ningún dios regale nada. Tal vez las dejan ahí para medir la avaricia de quien las roba.

—Yo no soy avariciosa —murmuré con una mueca.

—Tú las tomas como un préstamo —señaló—. Te acompañan durante un tiempo hasta que encuentras una sustituta y las devuelves, tal como has hecho ahora. No es lo mismo que arrebatarles las piedras una tras otra hasta que ya no quede ninguna.

Las gaviotas dejaron de graznar y el silencio empezó a apoderarse de la playa, como si la propia naturaleza estuviera escuchando cada palabra que decía mi hermana.

—Tú no eres egoísta, Aisha. Nunca lo has sido —insistió—. Todo lo que tomas lo devuelves, procuras pasar por la vida sin dejar huellas ni cicatrices. Eso es mucho más de lo que cualquier otra persona sería capaz de hacer.

»Por ello y por todo lo demás, mereces ser libre. Debes serlo.

Me guardé la piedra en el bolsillo y abracé a mi hermana, agradeciéndole todas sus palabras, el apoyo que me estaba brindando en un momento en el que sentía que el mundo conspiraba en mi contra, que nada podría salir bien.

Regresamos a casa tomadas de la mano, con la oscuridad arremolinándose a nuestras espaldas y la luna alzándose sobre el horizonte para combatirla, sin saber que nuestra conversación no había pasado desapercibida para aquellos dioses que sabían escuchar.

¡Hoooola!

He estado dos semanas ausente, pero porque estaba escribiendo este capítulo que, como habéis visto, es bastante más largo de lo que suelo escribir.

Os dije que no perdierais la fe en Lynette, que os iba a sorprender, y aquí tenéis la verdadera faceta de la hermana menor de Aisha ♥

Contadme, ¿qué os ha parecido este capítulo? ¿Tenéis ganas de conocer a Jac y a Sunan ya? 😏

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