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Capítulo 20


Abandonamos el bosque después de abandonarnos el uno al otro. Aún sentía sus caricias sobre la piel, como si nunca me hubiera soltado. Deseé que no lo hubiera hecho.

La casa del acantilado se recortaba contra la luz del sol y me detuve un instante para verla. A menudo, me sorprendía la facilidad con la que me convencía a mí misma de que todo era un sueño. Que la casa, Sunan y todo lo que me habían aportado había sido producto de mi imaginación desbordante.

Sunan me apretó la mano suavemente, como si quisiera recordarme que todo había sido real y seguiría siéndolo mientras los dos lo quisiéramos así.

Le sonreí, aunque ya me dolían las mejillas de tanto hacerlo, y acaricié mi colgante, jugando con el manzano torcido y el anillo del Errante. Había pasado gran parte de la mañana pensando en un nombre que el dios pudiera apreciar, pero aún no había llegado a un consenso conmigo misma.

Merecía un nombre, pero los nombres no podían darse a la ligera. Debían meditarse, escogerse con el cuidado y la deferencia que requerían. Abrí la puerta mientras trataba de rebuscar en algún recoveco escondido y polvoriento de mi memoria un nombre que pudiera ajustarse a él.

No conseguí poner un pie en el comedor.

Me quedé congelada bajo el marco de la puerta, con la mano de Sunan aún aferrada a la mía, mientras veía a mi hermana sentada en la mesa del comedor. Tenía los ojos rojos de tanto llorar y el pelo revuelto.

Mi primer instinto fue correr hacia ella, pero Sunan me detuvo y me obligó a quedarme atrás.

—Debo reconocer que es un buen escondite —dijo Edward. Estaba sentado a la cabeza de la mesa, su sombrero de copa descansaba sobre la superficie de madera y sus hombres a ambos costados de él, como perros guardianes. Incluso Thomas estaba allí. Ni siquiera había reparado en ellos en primer lugar—. Y lo habría seguido siendo, claro está, si tu hermana hubiese sabido cuidarse las espaldas cuando se escapaba para visitarte.

—Lo siento —sollozó Lynette.

—No tienes nada que sentir, Lyn. Esto no es tu culpa —respondí antes de encararme con Edward—. ¿Qué quieres? Ya has recuperado el dinero de la dote, no te debo nada.

Él se echó a reír. Tenía una risa áspera y aterradora.

—Ah, sí, la ridícula boda —se burló—. Quise hacer las cosas bien. Ganarme tu afecto, tu confianza y, con ello, tus secretos, pero eres una persona testaruda, igual que tu madre.

Sentí que la sangre se me helaba en las venas.

—¿Qué tiene que ver mi madre con esto?

—Todo —dijo, y la comprensión estalló tras mis pupilas como una lluvia de fuegos artificiales—. Si me hubiera dado lo que quería, esto no habría pasado, pero en fin, el pasado, pasado es, ¿verdad?

Sus hombres rieron y mi hermana sollozó con más fuerza. No sabía si ella estaba comprendiendo algo de lo que sucedía, pero tenía que hacer algo para protegerla, para evitar que supiera la verdad de lo que sucedió aquella noche.

—Fuiste tú —siseé—. Todo este tiempo habías sido tú.

—¿De verdad creías que alguien como yo iba a casarse con una pueblerina para llevarla a Londres y darle una vida de lujos que, claramente, no quiere ni merece? —me preguntó, sus ojos azules brillando de pura malicia—. Por supuesto que no. Quizá me habría divertido un poco contigo, pero mi interés estaba puesto en otro lugar.

—Suelta a mi hermana —le pedí—. Ella no tiene nada que ver con esto.

—¿Por qué? —Edward le agarró la barbilla y mi hermana tembló—. Es bonita y, a diferencia de ti, mucho más sumisa. Seguro que me diría dónde está el templo si lo supiera, ¿verdad que sí, Lynette?

Mi hermana abrió los ojos de par en par y rompió a llorar otra vez. Edward chasqueó la lengua y la soltó con hastío, como si ella no fuera más que una molestia. Mi hermana conocía la existencia de aquel lugar, aunque no fuera consciente de ello. Era nuestro refugio, a fin de cuentas. Sentí la rabia bullendo por todo mi cuerpo, inflándose cada vez más.

—Márchese —siseó Sunan—. Usted y sus secuaces. Se están comportando como criminales, asustando a dos muchachas que no les han hecho ningún mal.

Los hombres se miraron entre sí y rompieron a carcajadas. Con un gesto de Edward, dos de ellos se abalanzaron sobre Sunan. Él se defendió y yo traté de separarlos, pero Thomas me agarró y terminó aplastándome contra la pared mientras los dos hombres se las arreglaban para reducir a Sunan en el suelo.

—Parece que el caballero sigue queriendo entrometerse en mis asuntos —dijo Edward, poniéndose en pie—. ¿Cree que una mujer como esta vale todos los problemas que se está encontrando? Estoy completamente seguro de que puede encontrar una mejor y más obediente en cualquier lugar.

—Aisha no es una mujer cualquiera —replicó Sunan. Le brotaba sangre del labio y yo sentí ganas de llorar. Todo eso era mi culpa, solo mía—. Es la mujer a la que amo y la defenderé hasta el último de mis días.

Se me nubló la vista por las lágrimas.

—Nunca entenderé el amor —confesó Edward—. Es ciego, sordo y ridículamente estúpido. Pero si usted quiere morir por dos mujeres que no valen nada, estaré encantado de acabar con su vida.

—¡Basta, basta! —grité mientras forcejeaba con Thomas. Como pude, me solté de su agarre y me interpuse entre Edward y Sunan—. Te llevaré hasta las puertas del templo si dejas a Sunan y a Lynette fuera de esto. Por favor —sollocé.

Ya había probado los límites del lazo en más de una ocasión. No sabía si sería suficiente para llegar hasta el templo, pero tenía que intentarlo. Debía mantenerlo fuera del peligro a como diera lugar. Y, si para ello debía alejarlo de mí, lo haría sin pensarlo dos veces.

Thomas me sujetó los brazos a la espalda y me giró hacia Edward. Él se acercó a mí y me tomó de la barbilla, sonriendo.

—Me sorprende lo razonable que puedes llegar a ser con el incentivo adecuado, Aisha. Si lo hubiera sabido antes, habría secuestrado a tu hermana desde el primer día.

—No lo hagas —me pidió Sunan mientras aún intentaba zafarse de ellos—. No vale la pena.

Miré a Sunan con los ojos anegados en lágrimas. Lynette, Jac y él eran las tres personas más importantes de mi vida y haría todo lo que estuviera en mi mano para ponerlos a salvo, incluso si eso significaba tener que aventurarme en un templo con los asesinos de mis padres.

Lo haría porque mis padres ya no estaban, pero ellos sí. Y por las personas a las que amaba sí estaba dispuesta a sacrificarlo todo. El templo no valía más que la vida de los míos.

—Te equivocas, Sunan —le dije con una sonrisa cargada de tristeza—. Ningún secreto es lo suficientemente valioso como para dar la vida por él. Si Edward quiere entrar en el templo, si quiere profanarlo y quemarlo hasta los cimientos, no voy a ser yo quien se lo impida.

Edward me dedicó una sonrisa que mostró todos sus dientes.

—Me alegra que seas más razonable que tus padres. Quizá el Errante te lo compensará en la otra vida.

Tragué saliva y, cuando Edward no miraba, oculté el anillo del Errante para que nadie pudiera verlo.

«Ya están cerca», me había dicho el dios. ¿Él lo sabía? ¿Sabía que los asesinos de mis padres estaban acercándose, que le rendían culto a él y no a la diosa?

Edward le hizo una señal a sus hombres, que soltaron a Sunan y lo obligaron a sentarse.

—Vamos. Y no hagas ninguna tontería, Aisha, o no dudes un segundo que pagarás las consecuencias.

—¡No! —gritó Sunan, poniéndose en pie bruscamente—. Yo tengo que ir con ella.

Edward se echó a reír.

—¿Tantas ganas de morir tienes?

—Allá donde ella vaya, iré yo. Por donde ella camine, caminaré yo —les dijo—. Esa es nuestra maldición, el dios del mar y la diosa de la luna nos ataron cuando ella pidió un deseo.

El corazón me dio un vuelco. Eso era lo que yo quería evitar, que Sunan arriesgara su vida para intentar salvar la mía. Sabía que Edward no dudaría un instante en hacerle daño, ya había dejado muy claras sus intenciones.

—Eso es mentira —repuse, rápidamente—. No existe ningún lazo. Nunca lo ha habido. Solo le dije eso para encontrar un lugar donde refugiarme.

Sunan frunció el ceño, confuso.

—Aisha, no cometas una locura —me suplicó.

—Si ese lazo existe o no, ya lo comprobaremos —dijo Edward. Luego se dirigió a sus hombres y les hizo una seña—. Atadlos y no permitáis que escapen.

Thomas se quedó vigilando a Sunan y Lynette y yo recé todo lo que supe para que no les hiciera daño, para que, al menos, ellos pudieran escapar. Yo salí de la casa, temblando de pies a cabeza, y vigilada de cerca por Edward y sus dos hombres.

Les guié por la pequeña ladera que descendía hasta la playa. Con las manos atadas, era difícil mantener el equilibrio, pero no bajé el ritmo por temor a lo que me sucedería si lo hacía.

Sentía el miedo como un monstruo pesado y hambriento que me clavaba las garras en el pecho, encorvándome cada vez más. Ahogué un grito cuando Edward me clavó la culata del arma en las costillas, instándome a avanzar.

—¿A dónde vamos? —exigió saber.

—Está aquí —le dije, jadeando por el esfuerzo—. Siempre ha estado cerca.

Y yo lo sabía. En el fondo, lo había sabido siempre. ¿Cómo no hacerlo, cuando las señales habían sido tan claras, cuando pasaba más tiempo en sus puertas que en mi propia casa, cuando, antes de Sunan, era el único lugar donde me sentía a salvo?

Me detuve frente a la roca que ocultaba el camino. No era fácil saltarla con las manos atadas, pero hice mi mayor esfuerzo y Edward simplemente me empujó al otro lado como si yo no fuera más que un fardo.

Caí aparatosamente al otro lado y, cuando él saltó a mi lado, me levantó del suelo con brusquedad.

Sentía la desesperación de Sunan a través del lazo, así que me obligué a pensar en cosas bonitas para que no supiera lo asustada que estaba en realidad.

Edward y yo retrocedimos un par de pasos mientras sus hombres se encaminaban al otro lado. Sabía que no podía huir, que no podía saltar por el acantilado porque ellos volverían y acabarían con Sunan y Lynette, así que me obligué a dar un paso tras otro, a rodear la roca que había roto el camino, y a atravesar los últimos metros que me separaban de la cueva que se había convertido en mi refugio.

Nadie habló mientras yo me adentraba allí, rezando en silencio.

«Quizá es demasiado tarde para empezar a creer en ti pero, por favor, no me dejes sola» le pedí a Aelyth en silencio.

Tenía miedo. Miedo de lo que pasaría si me equivocaba y de lo que sucedería si acertaba. Solo recordaba el templo de mis sueños, pero era incapaz de evocar el lugar donde se encontraba o cómo podían abrirse sus puertas.

¿Y si la diosa no me permitía entrar? ¿Y si me equivocaba de lugar?

Avancé hasta el final de la cueva, donde el símbolo del rhine había brillado la noche en que Sunan y yo nos habíamos besado por primera vez.

Retuve las lágrimas. Parecía que había pasado una eternidad desde aquella noche, que había vivido cientos de vidas y todas y cada una de ellas habían sido perfectas porque las había vivido a su lado. Sonreí con tristeza ante la certeza de que jamás volverían.

Yo no saldría del templo. Edward no lo permitiría jamás.

—¿Qué es esto? No es más que una cueva —siseó uno de los hombres de Edward.

—Si nos estás engañando, mujer, lo pagarás caro —gruñó el otro.

Cerré los ojos y traté de llamar a la luz, pero, aunque la luna llena estaba alta en el cielo e iluminaba la entrada de la cueva, la diosa no acudió a mí. Solo el silencio envolvente y la oscuridad me devolvieron la mirada.

—¿A qué estás esperando? —me exigió Edward.

Acaricié la pared, pero ni siquiera era capaz de palpar los trazos del rhine. Era como si hubiera desaparecido por completo. Llamé a Aelyth una y otra vez, pero no respondió, ni siquiera conseguí encontrar el símbolo.

—Estaba aquí —murmuré con desesperación—. Estaba... el rhine estaba aquí.

Ni siquiera lo vi venir. Edward me golpeó en la mejilla con la culata de su pistola y yo caí al suelo, sollozando.

—¿Acaso no te advertí de lo que pasaría si me mentías, Aisha? —gritó.

Sentí el calor de la sangre descendiendo por mi mejilla y me llevé la mano a la cara. Se me empaparon los dedos con mi propia sangre. Al otro lado del lazo hubo una sacudida. Sunan intentaba llegar hasta mí.

Me puse en pie, temblorosa, mientras trataba de olvidar todo el miedo que tenía para tranquilizarle al otro lado.

—No miento —respondí mientras me forzaba a mantener la voz firme—. El rhine estaba en esta pared.

—¿Y por qué no está? —exigió.

—No... ¡No lo sé!

—Tu hermana y tu amante morirán si no lo encuentras.

Palpé la pared con las manos atadas, como si por hacerlo el símbolo del amor de los dioses fuera a aparecer de pronto. La piedra se manchó de sangre y me quedé completamente paralizada.

—La sangre abre la puerta —dije para mí misma—. ¡Eso es!

Me llevé una mano a la mejilla y luego lo deslicé por la piedra, trazando el contorno del rhine con los dedos. Había memorizado su forma a base de haberlo visto día tras día cuando visitaba a Gwynda, así que no me resultó complicado.

Al principio no sucedió nada y mis captores se quedaron en silencio, iluminando con sus antorchas la huella de sangre que había creado, pero entonces todo cambió.

La luz azul se filtró entre las grietas de la pared y el rhine tomó forma y brilló. Su luz azulada se derramó por la pared como la pintura y dejó de ser piedra para transformarse en unas escaleras blancas como la sal.

Contuve el aliento, sorprendida.

Existía. El templo existía y había estado ahí todo el tiempo, bajo nuestros pies.

Mi hermana y yo habíamos pasado tantos días en su interior, ocultándonos del mundo, que me sorprendía que no lo hubiéramos intuido antes. Supuse, entonces, que siempre lo habíamos sabido, pero no le habíamos dado la importancia que merecía.

Los dioses siempre habían estado allí, a nuestro lado, pero no habíamos sido capaces de verlos.

Di un paso en dirección a la luz y acaricié las paredes de mármol blanco. Sentía como si me hubiese internado en un sueño. Incluso el aire era diferente, más ligero y suave.

—Vamos, muévete de una vez —siseó Edward.

Cerré los ojos y me llevé la mano al brazalete que Sunan me había regalado. Él estaría conmigo aunque fuera en la distancia. No estaba sola. Podía hacerlo, podía conseguirlo y salir victoriosa.

Los cuatro descendimos por las escaleras de caracol hasta llegar al centro del templo.

Era exactamente como lo había visto en mis sueños, una sala circular con sus altas columnas blancas, el agua cubriéndolo todo y la luz de la luna iluminando el interior pese a que estuviéramos bajo tierra. En el centro, bajando dos escaleras, había una pequeña fuente con forma de concha de la que brotaba el agua que lo cubría todo.

Parecía un sueño hecho realidad.

—Este es el templo —le dije, tragando saliva—. Ya lo has visto, aquí no hay nada más que grandes columnas y agua.

Él se echó a reír y me hizo a un lado bruscamente para entrar en el templo. El agua le mojó los pies, pero no se quitó los zapatos y yo reprimí el instinto de descalzarme y sentirla en los pies.

—¿No quieres saber por qué hago lo que hago? ¿Por qué maté a tus padres y por qué estaba dispuesto a matarte a ti también solo para entrar aquí?

Tragué saliva. Lo cierto era que me había preguntado cientos de veces por qué habían matado a mis padres o qué había en el templo que fuera tan valioso como para hacer algo así, pero ya no lo hacía. No podía cambiar el pasado, por mucho que me habría gustado hacerlo y las respuestas quizá destrozarían más cosas de las que solucionarían, igual que la noche en que la diosa de la luna me mostró cómo murieron mis padres.

—Me he acostumbrado a no hacer preguntas cuya respuesta no quiero conocer de verdad.

Edward me echó una mirada por encima del hombro. Por primera vez, no parecía un monstruo, sino un hombre agotado de luchar en una cruzada que no le pertenecía.

—Es por mi madre —respondió con sencillez—. Fue una sacerdotisa de la luna, al igual que todas las mujeres de tu familia, y le rindió culto a la diosa hasta que yo nací.

Le miré, confundida. ¿Por qué, entonces, no podía acceder al templo?

—¿Qué le sucedió?

Él esbozó una mueca de rabia y me instó a avanzar frente a él.

—Cometió un pecado: ansiar poder. ¿Quién no querría algo que está al alcance de la mano? —dijo, señalando la fuente donde las perlas iridiscentes parecían moverse con vida propia—. La diosa la descubrió y la desterró.

Recordé las palabras de Gwynda cuando me dijo que ella jamás serviría a los dioses, la desesperación de mi abuela al intentar librarse de su servidumbre.

—No hay muchas sacerdotisas de la luna en el mundo. Solo había dos por generación. Mi madre era una y tu madre, otra. Cuando la diosa la desterró, solo quedó tu familia.

—No lo entiendo —murmuré.

—Eso es porque nunca te han arrebatado una parte importante de ti misma —replicó—. La sangre de la diosa corría por nuestras venas y, de pronto, ya no estaba. Para mí fue duro, pero para mi madre fue aún peor. Se convirtió en una sombra, en un cascarón vacío sin nada a lo que aferrarse.

—Siento mucho lo que le sucedió a tu madre.

—No, no lo sientes. Tú no la viste consumirse hasta desaparecer.

Me temblaban las manos y el cuerpo.

—Lloré a mi madre y aún sigo haciéndolo, pero eso no me ha impedido rendirme. La diosa quiso hundirnos, acabar con nosotros, pero ha conseguido todo lo contrario. Hemos renacido, más fuertes que nunca, y ahora rendimos culto al Errante, al dios de la oscuridad. He perseguido y cazado hasta a la última de las sacerdotisas y esta noche, Aisha, daremos el golpe de gracia. Porque, durante esta noche, la tierra sagrada será mancillada con la sangre de la última sacerdotisa de la luna y vuestro linaje tocará a su fin.

Tomé una fuerte bocanada de aire.

—Debió ser muy duro —murmuré. Edward parpadeó, confuso—. Sufriste mucho. Yo también he llorado a mi madre y a mi padre. Aún lo sigo haciendo. Pero yo no les vi consumirse como una llama, solo desaparecieron una madrugada y no volví a verles nunca más. Pero tú tuviste que ver como tu madre moría. Eso debió ser duro.

—Lo fue.

—Matarme no te va a librar del dolor y no te va a devolver a tu madre.

—No lo entiendes, ¿verdad? La venganza no te libra del dolor, pero te asegura que quien te lo provocó reciba de su propia medicina. En eso consiste la venganza.

—¿Y después qué harás?

Él se encogió de hombros y alzó el arma.

—Eso no es lo importante.

Sí lo era. Edward había dedicado toda su vida a vengarse de la diosa, pero no había nada más después de aquello. Una vez terminara, sabía cómo se sentiría: vacío como un cascarón. Yo no quería sentirme así, no quería que mis últimos momentos estuvieran marcados por la rabia y el rencor. Si iba a partir, si ese era mi último día en la tierra, me marcharía sabiendo que era capaz de perdonar y seguir adelante aunque mis pasos me llevaran directa al final de esta vida.

—Creo que no tienes razón. La venganza te consume como una llama, pero cada persona intenta llevar su duelo como puede, ¿no es cierto? —tragué saliva, intentando deshacerme del nudo de mi garganta—. Por eso yo he decidido perdonarte.

—¿Qué?

—No puedo olvidar lo que le hiciste a mis padres ni el dolor que me provocaste, pero puedo elegir cómo enfrentarme a ello. Y yo elijo perdonarte y morir sin rencor en el corazón. Te perdono, Edward.

Sentí como si algo en mi interior se estuviera resquebrajando.

Por un instante, Edward dudó. Pero, cuando alzó el arma y me apuntó con ella, el arrepentimiento no tiñó sus facciones. Dudaba incluso que pudiera sentirlo. Pero yo ya me iría en paz. Sunan y Lynette vivirían. Eso era todo lo que quería y era lo que me había llevado.

—Ponte de rodillas.

Obedecí. Ya no tenía sentido pelear. Las aguas del templo se teñirían de mi sangre.

Oí un estruendo en la cueva y uno de los hombres de Edward rodó por las escaleras. Sunan descendió a toda prisa.

—¡Aisha! Hemos logrado soltarnos, Jac nos encontró y... —Sunan se cortó en mitad de la frase cuando nos vio a Edward y a mí y palideció.

El pánico se apoderó de mí. Él no tenía que estar ahí. Ni siquiera pensé en lo que estaba haciendo cuando me puse en pie de golpe, saqué el anillo del errante y lo pasé por mi dedo índice. Fue un acto fruto de la más pura de las desesperaciones.

Pero Edward no perdió el tiempo. Sabía que no le quedaba mucho, así que apuntó y disparó.

Yo no quería que él viera cómo se me escurría la vida entre los dedos. No quería que Sunan tuviera que estar ahí, que presenciara el momento en el que Edward ganaba la partida.

El dolor me atravesó el estómago y caí de rodillas, incapaz de respirar. El mundo se disolvió en llamas y sentí como si algo en mi interior se hubiera resquebrajado. Me llevé la mano al estómago como si por ello pudiera contener el dolor que me asfixiaba, pero allí no había nada.

—No, no, no... —murmuré, sollozando.

Vi a Sunan caer al suelo frente a mí. Él se había interpuesto entre la bala y mi cuerpo. Había recibido el disparo mortal en mi lugar.

Conseguí arrastrarme hasta él y poner su cabeza en mi regazo mientras su imagen se convertía en un borrón por culpa de las lágrimas que me nublaban la vista. La sangre se expandía en su estómago y el agua a nuestro alrededor cambiaba de color. Traté de parar el sangrado, pero era como tapar el sol con un dedo.

—Corre —me pidió mientras la sangre manaba de sus labios entreabiertos.

Yo no podía moverme. No si ello implicaba dejarle atrás.

—Sunan, mírame, por favor —le supliqué—. No me dejes, ¡no me dejes!

—Tienes que marcharte —logró decir.

—No sin ti, ¿me oyes? ¡No iré a ninguna parte sin ti, Sunan! Vuelve a casa conmigo, por favor. Aún tenemos mucho que vivir, muchas historias que contar... ¡Ni siquiera he aprendido a escribir! ¿Cómo voy a hacerlo sin ti?

Él levantó la mano y me acarició la mejilla. Sonrió con una calma que me hizo temblar y yo me rompí por dentro.

Miré esos hermosos ojos verdes que tanta vida me habían dado y que, poco a poco, se estaban apagando sin que yo pudiera hacer nada y el dolor fue tal que sentí como si me hubieran disparado a mí en su lugar.

Sunan quiso decirme algo más, pero las palabras murieron en sus labios y yo me sentía morir con él. Desesperada, traté de transmitirle calma a través del lazo, pero no podía aferrarme a él, se me resbalaba entre los dedos y se resquebrajaba cada vez que intentaba acercarme a él.

No pude hacer nada más que llorar sobre su cuerpo hasta que se le cerraron los ojos y sus dedos resbalaron por mi mejilla y cayeron inertes a un lado. Me abracé a lo que quedaba de él y deseé desaparecer. Realmente lo quise, porque una vida sin él no valía la pena.

Solo un dios siguió allí, a mi lado. Solo uno se quedó a ver lo que quedaba de la niña a la que le habían arrancado lo que más quería. Alcé la mirada hacia las sombras que se apoderaban del templo y de las que Edward parecía ser ajeno.

—Hiraeth —sollocé, mientras acariciaba el anillo que aún llevaba en el dedo—. Ese es tu nombre.

La oscuridad se hizo más espesa a mi alrededor y ocultó el carmesí de las aguas que nos rodeaban.

—Significa añoranza, el anhelo de un hogar, de un tiempo pasado que, en realidad, nunca existió.

Las sombras temblaron y, durante un segundo, se disolvieron, pero regresaron a mi lado. Yo aún abrazaba a Sunan y no tenía intención de soltarle jamás.

—Ese es tu nombre —repetí, ignorando la presencia de Edward. Sonreí con tristeza. Si iba a morir, si ese era mi último momento en la tierra, al menos me iría sabiendo que aquel dios que había pasado la eternidad vagando en soledad por fin tendría un nombre, algo que hacer suyo—. Porque todos merecemos un nombre.

Cerré los ojos y me fui de aquel lugar. No podía escapar físicamente, pero sí podía regresar a un pasado donde no estuviera sola, a un mundo donde Sunan estaba conmigo, donde aún existía.

Siempre encontraré la forma de llegar hasta ti.

Lo haría. Llegaría hasta Sunan aunque tuviera que viajar a través de mil vidas, aunque tuviera que pasar todas y cada una de ellas buscándole en cada rincón, en cada mirada. Le encontraría porque era mi destino, porque no podíamos estar separados, porque el lazo tenía que seguir ahí, aunque ya no fuera capaz de verlo.

Y, si para buscarle tenía que afrontar mi muerte, lo haría con orgullo.

Le buscaría en los confines del infierno si hacía falta, pero no le dejaría solo. Lo prometí.

Recordé la primera vez que oí su risa, aquella tarde en la que saltamos la valla del jardín y nos tumbamos bajo el manzano.

Recordé nuestro primer beso en la cueva.

Recordé la primera vez que me dijo "te quiero".

Recordé y seguí hundiéndome en mi memoria hasta que ya no quedó ni un retazo de realidad al que aferrarme, hasta que yo dejé de existir.

«Aún te queda un deseo», dijo la voz de Hiraeth en mi cabeza.

Abrí los ojos.

El mundo a mi alrededor se había congelado por completo. Edward estaba cerca de mí, pero no podía moverse. Era como un cuadro roto por una rabia que le había consumido desde mucho antes de que fuera consciente de que estaba allí. La sangre de Sunan ya no se vertía por las escaleras del templo.

Hiraeth me miraba desde el centro del templo, expectante.

—Tres deseos para tres dioses —recitó—. Libertad para ir a donde te lleven tus pies, amar a quien tú elijas y ser amada con la ferocidad de una tormenta desatada.

La verdad me golpeó con tanta fuerza que, de no estar ya en el suelo, me habría caído de rodillas. Hiraeth tenía razón: no había pedido un deseo, había pedido tres.

Ser libre, amar y ser amada.

Eran tres deseos, no uno. Ser libre no implicaba estar enamorada. Estar enamorada no implicaba que alguien me amara. Y que alguien me amara, no significaba que yo le amara de vuelta. Esos deseos podían cumplirse por separado, habrían constituido una trampa, pero...

—Tres deseos para tres dioses distintos. El mar te dio el amor, la luna hizo que Sunan te amara, y yo nunca te di la libertad —dijo él mientras las sombras se adueñaban del templo. El suelo tembló bajo mis pies y una grieta atravesó la cúpula—. Supe que la encontrarías de todos modos.

Me tembló la barbilla y las lágrimas me nublaron la vista.

—¿Y me devolverás a Sunan? Si renuncio al amor, si renuncio a que él me ame, si hago que se olvide de mí para siempre, ¿le devolverás la vida?

—Me pides un deseo enorme, Aisha.

—Él merece una vida feliz, Hiraeth, incluso si esa vida la debe vivir sin mí. Toma lo que necesites, toma mi corazón si con ello consigues que el suyo vuelva a latir. No quiero continuar sin él.

La expresión del dios se suavizó y las sombras reptaron por el cuerpo de Sunan. Si aún hubiese quedado algún retazo de vida en él, me habría aferrado a su cuerpo con uñas y dientes, pero ya no había nada que rescatar. Era una cáscara vacía, sin vida. Su alma se había marchado y ya no podía sentir el lazo.

—Me has hecho un regalo y eso era todo lo que yo pedía —admitió Hiraeth con voz suave y encantadora—. Yo no quiero todo lo que tienes ni lo que eres, no lo necesito. Solo quería un nombre y tú me lo has entregado. Quédate tus recuerdos, quédate su amor. Te pertenecen.

Tragué saliva.

—Te lo he entregado —repetí—. Te he dado un nombre. ¿Qué me darás a cambio?

El dios sonrió y podría jurar que había un brillo diferente en sus ojos.

—Cierra los ojos y deja que todo termine justo donde empezó.

Deja que todo termine justo donde empezó.

Todo terminará con un deseo.

Obedecí y sentí que las sombras me cubrían por completo.

—Deseo que él vuelva a vivir —repetí como último deseo.

—Que así sea, mortal.

Hiraeth me tomó de la barbilla y sentí sus labios sobre los míos, sellando nuestro pacto para siempre. Su oscuridad se deslizó por mis venas y aquel vínculo con la diosa, el que me había acompañado desde que era una niña y que apenas acababa de conocer, se rompió en mil pedazos y fue sustituido por otro.

La oscuridad reptó a mi alrededor. La sentía danzando sobre mi piel, consumiéndome, limpiándome las lágrimas. Mi conciencia empezó a desvanecerse y dejé de sentir dolor, pero también olvidé muchas otras cosas.

Mientras caía hacia la nada, me aferré al recuerdo de la sonrisa de Sunan, a las palabras de aliento de mi hermana, a Jac y yo tumbados en la hierba mientras recitaba pasajes para él. Pensé en Dickens persiguiendo una mariposa, en Gwynda contándome historias y en Tulk esperándome cada día para que le saludara.

En mi madre acariciándome el pelo hasta que me quedaba dormida.

En mi padre poniéndole nombre a las estrellas noche tras noche.

Pensé en mi abuela y el amor que sentía por mi abuelo.

En mis primos y sus ansias de vivir.

Y supe, sin lugar a dudas, que mi vida había sido preciosa, que cada segundo al lado de las personas a las que amé valieron la pena.

Que, si aquel iba a ser mi final, me marcharía sabiendo que pese a todo, fui inmensamente feliz.

Los recuerdos se desvanecieron frente a mí hasta que dejé de sentir y de pensar.

Me evaporé del mismo modo en que se evaporaban los sueños, en un simple parpadeo.

Pero yo sí había sido real.

Existí.


Llevo mirando esta página en blanco mucho rato. Realmente no sé qué decir. Cuando puse la primera piedra de esta historia, supe cuál sería el final. Lleva gestándose desde que Aisha despertó en aquella playa con la compañía de un hombre maldito que había vivido más vidas de las que le correspondían por naturaleza y que terminó pasando sus días bajo un manzano junto a un gato que, en realidad, nunca había sido un gato.

Aún nos queda un epílogo. Un último adiós.

Porque todo debe terminar donde mismo empezó.


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