Capítulo 2
3 de junio de 1870
No tenía valor para abrir los ojos.
El silencio llenaba la habitación, únicamente interrumpido por el roce de la tela y los suspiros que cada pocos minutos profería mi hermana desde el diván en el que se había instalado, un regalo de Edward que nos había obligado a dejar el arcón donde guardábamos nuestros mejores vestidos en el pasillo.
Hacía ya más de un mes desde que mi tío Cranog decidió comprometerme con Edward a la fuerza. Un mes, y la fecha de la boda se acercaba como una cuchilla, balanceándose hasta que me atravesara el corazón. Y dudaba que la afilada hoja se detuviera ahí. Seguiría avanzando hasta que no quedara nada de mí que otros pudieran reconocer. Había oído historias, algunas escalofriantes, sobre las cosas terribles que podían suceder en la intimidad de la alcoba entre dos personas que no se amaban.
Sentí un pinchazo en la cadera y abrí los ojos de golpe. La modista retiró el alfiler de mi vestido y lo volvió a colocar sin cuidado alguno. Apreté los labios y soporté sus tirones y pinchazos durante largo rato.
Casarse con un hombre acomodado y de buen parecer debió ser un motivo de celebración, algo de lo que cualquier joven se sentiría orgullosa. Al menos, eso era lo que mi tía Rhonda solía decir antes de llamarme ingrata por odiar a Edward y todo lo que representaba.
—¡Cambia esa cara, Aisha! —me riñó Lynette, mi hermana—. Lo que daría yo por estar en tu lugar y poder viajar a Londres. ¡Salir de Gales! ¡Ver el mundo! Dicen que la moda de Londres es maravillosa, ¿te imaginas la cantidad de vestidos que te comprará Edward?
No respondí. Ya habíamos tenido esta conversación cientos de veces y me había rendido en mis intentos por explicarme. Lynette jamás entendería que yo no quería ver el mundo, no si ello implicaba casarme con un hombre al que no amaba y a quien ni siquiera conocía del todo. No sabía si Edward era un buen hombre, pero aunque lo fuera, me negaba a vivir siendo su sombra, un complemento que compró en un pueblecito de Gales, como quien adquiere una oveja en la feria de ganado.
La vida tenía que reservarme un destino mejor que ese. Debía hacerlo.
La modista, una señora remilgada que apenas me dirigía la palabra, terminó de ajustar el vestido con un resoplido y me giró bruscamente para comprobar que todo estuviera en su sitio. Aquel infierno de tul y gasa me impedía respirar o moverme con libertad y me hacía sentir como uno de esos adornos ridículos que un muchacho le había regalado a Mared un año atrás y a quien ella rechazó de la mejor forma que supo: lanzando el regalo a los puercos.
Ojalá yo también pudiera lanzar este vestido a los puercos. O al mar, donde se perdiera para siempre.
No me percaté del momento en que Cranog entró en la habitación. Tras la muerte de mis padres, mi hermana y yo habíamos quedado a su cargo, pero era evidente que el hombre no pretendía cuidar de nosotras durante mucho más tiempo. En cuanto cumplí la mayoría de edad, se puso en busca de algún pretendiente que se hiciera cargo de mí, y sabía, por experiencia, que mi hermana sufriría el mismo destino que yo.
—¿Te vas a casar con ese espanto de vestido? —preguntó con voz ronca.
La modista, cuyo nombre ni siquiera se molestó en dar, dio un respingo y refunfuñó algo sobre la falta de educación de los "paletos galeses". Suspiré.
—Es la moda de Londres, tío Cran —le dijo Lynette mientras ocultaba una sonrisa.
—Pues no es nada práctico.
—Las bodas, señor Madwing, no están hechas para ser prácticas —replicó la modista.
Mi tío la miró de soslayo y luego me dedicó una leve sonrisa que le marcó las arrugas bajo los ojos. No era un mal hombre, yo lo sabía, pero solo era un granjero cuyas ovejas apenas le daban para sobrevivir y tenía muchas bocas que mantener. No podíamos esperar vivir en bajo sus alas toda la vida, así que era justo que nos enviara lejos.
—Mientras se case, como si se viste como el adorno de una tarta —replicó mi tía Rhonda tras él.
Apreté los labios. La mujer, que era casi tan grande como mi tío, me observó con las manos en la cintura. Llevaba el cabello rubio recogido en una cofia que dejaba ver claramente sus rasgos, marcados por los años de duro trabajo en el campo. Sus ojos castaños apenas se detuvieron un instante sobre el vestido. A ella lo único que le interesaba era el dinero que Edward Wesley había prometido pagar por mí en cuanto estuviéramos casados.
Mi presencia les había molestado desde el primer momento. La de mi hermana, no tanto. Ella no se escapaba de la casa para perderse en el bosque, ni se tumbaba en el prado con Jac Davies a leer el único libro que había en toda la casa y tampoco soñaba despierta mientras correteaba por la orilla del mar. Ella no había rechazado a todos los jóvenes del pueblo que venían a cortejarla ni los había espantado con charlas sobre los dioses paganos, así como tampoco se reunía en la taberna con Gwynda, una mujer entrada en años a quienes todos tenían por el mismísimo demonio hecho carne, pero cuya presencia toleraban porque era la única tabernera del pueblo y, también, la única que sabía cómo darle buen sabor a la cerveza y el vino.
Yo había hecho todo eso y más. Me había ganado el odio de las jóvenes del pueblo por el simple hecho de ser el objeto de las miradas lascivas de Edward Wesley, porque para ellas él era la única vía de escape de una vida rural y llena de miseria, y yo no solo se lo había arrebatado, sino que además ni siquiera quería casarme con él.
Y eso lo sabía todo el pueblo. No en vano, había estado vagando por el campo como alma en pena, arrastrando los pies, con los bajos del vestido llenos de barro y los ojos cargados de lágrimas desde que me había enterado de que mis tíos aceptaron la propuesta de matrimonio.
—¿Ha traído mi vestido? —preguntó mi hermana de pronto. En sus ojos, azules como el mar, se veía un brillo de ilusión que yo ni siquiera alcanzaba a tener.
La modista le sonrió y asintió suavemente.
—Los he traído todos para ajustarlos hoy mismo. No quisiera que hubiera algún contratiempo.
Aún faltaba una semana.
Siete días para que me cercenaran las alas cuando apenas había aprendido a volar.
Mi tío abandonó la habitación y nos dejó a las mujeres solas para que yo pudiera cambiar el vestido de boda por algo más cómodo. Vi cómo lo guardaban en un pesado baúl y deseé agarrarlo y lanzarlo al mar, que se hundiera en las profundidades y no pudiera salir nunca más. Lo deseé con tanta fuerza que por un instante me pareció real.
Esa misma tarde, mientras mi tía y mi hermana se probaban sus vestidos, encantadas de poder lucir la moda de la gran ciudad, yo me escabullí a la taberna de Gwynda. La pequeña taberna, que se había convertido en la pieza central de Rosenshire, tenía tantos años que ni siquiera su dueña era capaz de determinar en qué año se abrieron sus puertas. Ella me dedicó una mirada de lástima al verme aparecer, la misma que llevaba decorando su rostro ajado desde que se enteró de la noticia de mi compromiso.
Tal vez era la única persona que realmente se preocupaba por mí.
—¿Un mal día? —me preguntó en cuanto me senté en la barra.
La gente ya no me miraba cuando lo hacía, pese a que era de mal gusto e incluso escandaloso que una joven entrara siquiera en una taberna. Mi tío intentó evitar que siguiera acudiendo y mi hermana se lamentó por mis malas decisiones, pero ni uno ni otro lograron disuadirme de visitar a Gwynda cada vez que tenía la ocasión.
—Hoy me han probado el vestido —murmuré, con la voz tan quebrada que apenas logré pronunciar la última palabra—. Aún no puedo creerlo...
Gwynda me dedicó una sonrisa que arrugó incluso sus mejillas, pero no llegó a sus ojos verdes, apagados por la edad.
—Ah, niña, las personas siempre nos acostumbramos a todo, incluso a lo malo.
—¿Tú crees que estoy exagerando? —le pregunté, alzando la mirada—. ¿Que casarme con Edward es una buena idea?
Ella era la única persona a la que escuchaba, cuyos consejos seguía como si fueran un dogma. Fue quien me enseñó que estaba bien querer leer todos los libros que pueda, que no había nada de malo en hacer lo que me gustaba aunque la sociedad lo considerase impropio de una mujer. Gwynda alzó la mirada hacia un cliente que acababa de entrar, como si quisiera asegurarse de que nadie la estaba escuchando, y luego se inclinó hacia mí y me confesó en voz baja:
—Olvida lo que te he dicho antes. Yo creo que debes escuchar a tu corazón, y si te está diciendo que es una mala decisión es porque lo es. Casarte con un hombre al que no amas nunca es una buena idea, aunque no tengas otra alternativa. Al final te arrepentirás de ello toda la vida.
—Llevo varias noches rezándole a Dios —confesé a media voz, temerosa de que alguien me pudiera escuchar y volvieran a acusarme de ser una malagradecida—. Le he pedido que evite la boda, que me deje libre o me enamore de él, pero no me escucha y a estas alturas no estoy segura de que lo haga.
—Si le rezas a un Dios de madera, dudo que te escuche —me dijo con una sonrisa—. Conoces a los otros dioses, los de la tierra, puede que ellos te escuchen si les entregas la ofrenda adecuada.
—¿Y cómo sabré cuál es la ofrenda adecuada?
—Eso no lo sé, niña. Yo nunca me he postrado ante nadie, ni dios ni mortal —me dijo mientras pasaba un paño de tela raída por la barra de madera—. Mi abuela, sin embargo, sí que tuvo un encontronazo con ese ridículo dios del mar.
Me erguí en el asiento y me incliné tanto hacia ella que la mujer retrocedió un poco. Las historias siempre me habían gustado, y cuando encontraba una me sentía como cuando me topaba con una piedra preciosa a orillas del mar. Hundía las manos en la arena hasta que daba con ella y la limpiaba con sumo cuidado, asegurándome de captar todos los detalles posibles. Luego la guardaba en el bolsillo de mi vestido y me acompañaba hasta que encontraba una que la sustituyera. Solo entonces la dejaba ir.
—¿Tu abuela conoció a un dios? ¿A un dios de verdad?
—Es una historia muy larga y ya sabes que no soy muy buena oradora, pero ¿quieres que te la cuente? Creo que te distraerá un poco.
Asentí con entusiasmo. Si había algo que me gustaba eran las historias que Gwynda me contaba, por mucho que ella dijera que no se le daba bien, a mí me encantaba escucharla, quizá porque su voz tenía la misma cadencia rítmica y cariñosa que la de mi madre.
Ella me dedicó una sonrisa que mostró los tres dientes que aún le quedaban, colgando en un precario equilibrio en el pozo oscuro que era su boca, y luego me sirvió un trozo de pastel de carne y un vaso de leche.
—¿Leche? Ya no soy una niña, Gwyn.
—Calla y come, las historias siempre se escuchan mejor con el estómago lleno. Y para mí siempre serás una niña. Una muy flacucha, por cierto. ¿Es que Rhonda se niega a darte comida? —me dijo, pellizcándome el brazo. Me eché hacia atrás, quejándome, y me froté el brazo adolorido—. Bueno, ¿quieres que te cuente la dichosa historia o vas a seguir quejándote?
—La historia, la historia —le dije, comiéndome un trozo del pastel de carne.
Ella se aclaró la garganta y adoptó una pose más erguida, como si estuviera a punto de dar un discurso frente a una muchedumbre hambrienta de historias. Su cabello, antaño rubio como el trigo, ahora era una maraña gris a duras penas contenida en un pañuelo de lino desgastado y lleno de agujeros. Aún así, a mí me parecía la mejor cuentacuentos de la historia y jamás la habría cambiado por esos charlatanes que, según se contaba, poblaban Londres.
—Cuentan las leyendas que en la tierra hay dioses de todas las clases que podrías imaginar. Seres divinos y poderosos, cuya simple presencia puede volver loco al hombre más cuerdo. Según se dice, cada uno vive en un reino y lo protege con el mismo ahínco con el que tú protegerías tu propio hogar. Los antiguos les veneraban, pero hace tiempo que se les dejó de rezar, y mucho más tiempo desde que sus templos cayeron en el olvido. Lamentablemente, hay quienes no comprenden que caer en el olvido no es igual a desaparecer.
»Cuando era niña, mi abuela Isabella me contó la historia de cómo conoció al dios del mar. —Gwyn hizo una pausa, como si estuviera buscando en su memoria los retazos perdidos de aquel relato que escuchó mucho tiempo atrás pero que jamás olvidará—. Ella lo dejó todo atrás por amor: su fortuna, su futuro e incluso las propiedades de su familia en Londres y Cambridge y vino aquí, a Rosenshire, para estar con su amado. La historia de mis abuelos fue como esos cuentos de hadas que tanto te gustan: bonito, pero demasiado corto, imposible de aferrar por mucho que lo intentes.
—Pero hay amores que duran para siempre —la interrumpí.
—Sí. El amor que sientes por Lynnete o por tus padres, aunque ya no estén, vivirá en tu corazón hasta que exhales el último aliento, pero el resto terminará evaporándose como el agua del rocío. La sangre llama, al menos así ha sido en la mayoría de los casos.
Un cliente le pidió una nueva cerveza a Gwynda y ella lanzó un gruñido que reverberó por toda la taberna. Si había algo que la mujer detestaba era que la interrumpieran, algo que yo hacía con demasiada frecuencia para mi propio bienestar.
—Son las diez de la mañana y este borracho ya está aquí —me dijo en voz baja mientras preparaba la cerveza—. Un mal día su mujer le partirá el palo de la escoba en la espalda, si es que no lo ha hecho ya.
La vi salir de la barra y darle la cerveza al cliente que resultó ser Cadin, el panadero, quien a menudo dejaba a su hijo Cadell a cargo de la panadería mientras él se bebía un barril de cerveza entero y jugaba a las cartas con sus amigos.
En cuanto regresó a mi lado, Gwyn le dedicó una mirada de hastío al hombre, que indicaba claramente que no la debía volver a molestar, y Cadin se encogió en el sitio, abrazándose a su jarra de latón como si pudiera protegerle de la ira de la mujer.
—Ya ni siquiera me acuerdo de por dónde iba por culpa de ese viejo borracho —gruñó—. Debería dedicarle más tiempo a su mujer, porque tarde o temprano se irá con algún marinero y lo dejará solo y sin una moneda en el bolsillo.
—Me estabas contando que tus abuelos dejaron de amarse —le dije con suavidad, pues no quería ser objeto de la ira de la mujer.
Ella entrecerró los ojos y asintió con suavidad.
—Cierto, cierto. Pues como te iba diciendo, ellos dejaron de amarse, pero mi abuelo, que sabía lo mucho que ella había dejado atrás para estar con él, nunca reunió el valor suficiente para decírselo a la cara. En lugar de eso, se recluyó en su estudio y se convirtió en una especie de sombra, siempre estudiando a dioses a los que no podía ver pero ignorando a la mujer que sí le veía de verdad.
—Eso es cruel y cobarde —señalé.
—No lo hizo a propósito —admitió Gwyn con una mueca de tristeza—. Creyó que así el dolor sería menor, supongo. Pero entonces mi abuela quedó encinta y todo se torció. Él no cambiaba y ella veía que la vida y sus consecuencias le estaban pasando por encima. Escribió una carta a sus padres suplicándoles que la permitieran volver, pero nunca recibió respuesta. El embarazo se le antojó largo, casi eterno, pero conforme la vida de mi madre crecía en su interior y su amor por mi abuelo se tornaba en odio, la determinación por salir de allí creció tanto que no fue capaz de soportarlo más. Y así fue como una noche, en medio de su desesperación más profunda, Isabella se lanzó al mar y le pidió un deseo al dios que habita en sus profundidades.
Alcé la vista, con la curiosidad brillando en mis ojos, y pude jurar que a Gwynda se le dibujó una mueca de arrepentimiento en el rostro. Siempre hacía lo mismo cuando me daba alguna idea que sabía que podía terminar en un desastre, y aunque al principio intentaba retractarse de sus palabras, con el tiempo aprendió que no existía nada en este mundo capaz de detenerme cuando una idea me cruzaba la mente.
—¿Y le dio lo que quería? —pregunté con interés.
—No, no del todo —admitió, mordiéndose el labio inferior—. Las deidades son seres caprichosos y no siempre cumplen los deseos a tu voluntad. En realidad, pedir un deseo a un dios es jugar a las cartas con el destino, nunca sabes la carta que te va a tocar, pero te aseguro de que las posibilidades de que pierdas la partida son demasiado altas. A fin de cuentas, son ellos quienes ponen las reglas, nosotros simplemente intentamos jugar en su tablero.
»Además, todo favor tiene un precio. El suyo fue alto, quizá demasiado: le pidió que le entregara todo lo que tenía a cambio de lo que pedía. Ella solo tenía a mi madre en su interior y no quiso entregársela, así que él la devolvió a la tierra e Isabella, que al final lo había perdido todo, terminó aquí, en este pueblo.
Aquello no tenía ningún sentido, si es que las leyendas alguna vez lo han tenido. Un dios que exigía un pago tan elevado a cambio de un solo deseo no merecía mi interés. Me dejé caer en el taburete, un poco abatida, y le di sorbo a mi vaso de leche.
—Pero si le entregas todo, ¿cómo va a compensar el cambio?
—Ese es el truco, niña. Él se lo queda todo y solo te entrega una cosa: lo que más quieres en el mundo. El cambio debe compensarlo, de lo contrario solo has malgastado lo que tienes por algo que ni siquiera te llena. Mi abuela ya tenía lo que más quería en el mundo justo entre sus brazos, solo que aún no se había dado cuenta de ello.
—¿Y crees que existe de verdad? ¿Que escucharía mis plegarias?
—¿El dios del mar? —me preguntó, arqueando una ceja—. Eso son solo cuentos, mitos que se han ido diluyendo con el paso del tiempo. No creo que exista ningún dios, ni del mar ni de ningún otro sitio, aunque los católicos ahora quieran traernos el suyo hasta nuestras puertas.
—¿Entonces tu abuela te mintió?
En cuanto pronuncié las palabras, me arrepentí automáticamente. El rostro de Gwyn se contorsionó en una mueca.
—No he dicho que mi abuela fuera una mentirosa, sabionda, solo que el dios no existe. Y si ella se tiró al mar, lo único que habrá sacado de allí será una pulmonía que casi la mata. El resto solo son cuentos que me relataba cuando no conseguía que me durmiera de una vez.
Sujeté la mano de Gwyn entre las mías y ella levantó sus ojos verdes hacia mí. Su historia estaba cargada de esperanza y segundas oportunidades. Isabella no fue feliz con su marido y se lanzó al mar en busca de un nuevo comienzo. Quizá el dios del mar no le cumplió su deseo, pero el destino no le dio la espalda después de todo, porque de lo contrario Gwynda no habría nacido y la taberna, que era una herencia familiar, no podría haber abierto.
—Gracias —murmuré con una sonrisa.
—¿Me das las gracias por contarte una historia familiar? ¿Desde cuándo tienes esos modales?
Me eché a reír. Le debía tanto a Gwynda que no habría sabido expresar con palabras lo mucho que la quería, todo lo que me había entregado cuando yo apenas era una niña huérfana y asustada que no sabía que aún tenía derecho a soñar.
—Te doy las gracias por todo lo que has hecho por mí, Gwyn —le dije poniéndome en pie—. Tengo que irme, pero volveré a verte muy pronto.
Ella se cruzó de brazos y miró hacia la puerta haciendo un mohín.
—No hagas nada de lo que te puedas arrepentir, niña estúpida —me advirtió.
Le dediqué una última sonrisa antes de salir de la taberna, dándole las gracias una vez más. Gwynda me había enseñado a volar, y yo iba a hacer todo lo posible para que nadie se atreviera a cortarme las alas.
El relato de Gwyn estuvo acompañándome durante el resto del día, y también cuando Edward me visitó y me llevó de paseo por el pueblo, colgándome de su brazo como el complemento en el que me había convertido.
Sus ojos oscuros me miraban con la lujuria de quien sabía que estaba cerca de desflorarme. Estaba segura, mientras su mirada recorría mis faldas como si pudiera adivinar las formas que se podían ocultar bajo las inmensas capas de tela que estaba obligada a llevar en su presencia, de que jamás podría entregarme por completo a alguien como él.
Y esa seguridad se transformó en una certeza cuando no me preguntó ni una sola vez cómo me encontraba, cuando nunca quiso saber cuál era mi libro favorito —imaginé, tiempo después, que él creía que yo no sabía leer— ni cuáles eran mis anhelos. Quizá yo era una ilusa, una utópica irremediable que soñaba con un amor verdadero que hiciera que el corazón se me desbocara y las mariposas revolotearan por mi estómago, pero prefería seguir viviendo en aquella ilusión antes de soportar la intolerable realidad.
De eso tuvo la culpa el único libro que he leído: La dama de las camelias. Aunque esta novela también supuso una advertencia, la de que el amor no siempre gana.
Aunque era burgués, Edward no era un hombre excesivamente adinerado, aunque en apariencia diera la impresión de que podía serlo. El clasismo en el que vivíamos sumidos habría impedido el matrimonio entre ambos de ser así, ya que yo no era más que una campesina.
Lo que movió a Edward a pedirme matrimonio fue lo mismo que hizo que, durante mis primeros años de adolescencia, los jóvenes del pueblo dedicaran largas horas a perseguirme por el campo e intentar cortejarme con palabras vacías de sentimiento y cargadas de un deseo irracional: mi belleza.
Yo era consciente de que la poseía del mismo modo en que sabía que el sol salía cada mañana, pero en aquella época se me antojaba más una maldición que una bendición. Pasaba las noches pensando en ello, deseando ser diferente. Si tuviera los dientes torcidos, como Mared, o los ojos demasiado pequeños como Keyna, quizá Edward habría pasado de largo aquella semana en la que decidió atravesar Rosenshire de camino a la isla de Bardsey, pero había algo en mi interior, una especie de señal de alerta que hasta entonces nunca se había disparado, que me decía que el objetivo de Edward siempre había sido yo.
—Londres te encantará —me dijo él, sobresaltándome. Llevábamos bastante tiempo en silencio, y Edward no era una persona que tolerara muy bien los silencios, así como tampoco parecía muy paciente—. Estoy seguro de ello.
—¿No desentonaré mucho? Quiero decir, he oído historias sobre cómo tratan a los galeses allí y...
—¿Es eso lo que te preocupa tanto? —me preguntó, inclinándose levemente hacia mí. Su cabello rubio, que competía con el color del sol en una tarde de verano, estaba oculto por un sombrero de copa tan oscuro como las plumas de un cuervo.
Asentí, porque era mejor decir eso que admitir la verdad en voz alta: que odiaba Londres, que le odiaba a él y que haría todo lo posible por escapar de mi destino, aunque eso significara humillar a mi familia frente a todo Rosenshire.
—No debes preocuparte por asuntos tan triviales, querida —me dijo con esa voz melosa que siempre empleaba para dirigirse a mí, el mismo tono de voz que usaba para tratar con las personas a las que consideraba por debajo de él—. Siempre que mantengas los modales y no hables demasiado, estoy seguro de que ni siquiera notarán que ignoras la mayoría de convenciones sociales actuales.
Aquello fue como si me golpeara en el estómago, y tuve que hacer un gran esfuerzo para componer una sonrisa lo suficientemente convincente para que Edward no se percatara de lo mucho que me había incomodado su comentario.
—Sí, estoy segura de ello.
Él detuvo sus pasos, y solo entonces me percaté de que habíamos llegado frente a la iglesia. Ambos observamos las grandes puertas de la catedral. Era increíble cómo la pobreza consumía al pueblo, pero los templos de culto siempre habían mantenido su esplendor intacto, alimentándose de lo poco que teníamos como un ave carroñera mordisqueando unos huesos a los que apenas les quedaba un hilillo de carne.
Nos desplazamos hasta allí porque el clérigo había solicitado nuestra presencia antes de contraer matrimonio. Aunque no se había celebrado una boda en Rosenshire en los últimos cinco años, deduje que la visita al sacerdote antes de contraer matrimonio debió ser un proceso habitual en cada matrimonio.
Detenida allí, frente a las grandes puertas de la catedral, pensé que iba a quitarme algún peso de encima, que quizá el dios de madera, como le llamaba Gwyn, me convencería de que casarme era lo adecuado.
Para mi fortuna o quizá mi desgracia, mi cuerpo reaccionó de un modo totalmente opuesto. Sentí los pies anclados en la tierra, como si cada uno de mis músculos se negara a moverse por mucho que yo les intentara obligar, y la presión en el pecho se hizo tan insoportable que estuve a punto de derrumbarme en las escaleras de piedra.
Edward pareció notarlo, porque me puso la mano en la parte baja de la espalda y me empujó suavemente hasta que entré en la catedral.
Así fue como supe que él me obligaría a llegar hasta el final, sin importar las consecuencias. Que mi bienestar no le importaba. Obtendría lo que quería, aunque fuera a la fuerza.
Os prometo que sigo estando nerviosa cada vez que publico un capítulo de Los lazos del mar en Wattpad. Es una novela a la que le estoy poniendo mucho empeño y cariño, y ojalá reciba el mismo amor que le estoy dando.
Hasta ahora, ¿qué os está pareciendo la historia? Contadme vuestras impresiones :)
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