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Capítulo 18



Desperté sintiendo el calor del cuerpo de Sunan junto al mío. Parpadeé varias veces, adaptándome a la oscuridad. Aún no había amanecido, pero sabía que faltaba poco para que el sol se alzara.

Me deshice de su abrazo y Sunan abrió los ojos, medio adormilado.

—Sigue durmiendo, ahora vuelvo —susurré.

Él asintió y se acomodó, quedándose dormido al instante. Me puse en pie y busqué mi camisón. Lo encontré en el suelo y me lo puse rápidamente.

Observé a Sunan mientras él dormía. Tenía una expresión plácida en el rostro y era tan hermoso que parecía un sueño. Me sonrojé ante el recuerdo de lo que había sucedido la noche anterior.

Sunan era todo lo que yo siempre había imaginado e incluso más. Era como un sueño hecho realidad, la promesa de una vida compartida y en libertad, lo que yo tanto había deseado.

Antaño, jamás habría pensado que compartir mi vida con alguien pudiera hacerme libre, pero junto a Sunan había descubierto más libertad de la que jamás había soñado. Él nunca se interponía en mi camino y jamás, bajo ningún concepto, trataba de imponerme su forma de pensar. Me escuchaba y me respetaba. Eso, lamentablemente, seguía siendo un privilegio si habías nacido mujer.

Ahogando un suspiro, recogí una manta y salí al pasillo. Me dirigí al balcón y la brisa fría de la madrugada se coló bajo mi camisón. Me pasé la manta por encima y me dejé caer en la mecedora. Dickens no tardó en acompañarme. Apreté los labios cuando me rozó el tobillo al pasar junto a mí.

Observé el amanecer en silencio, viendo cómo el sol se alzaba en el horizonte, tiñéndolo de tonos rosados, apartando la oscuridad, aunque no con la suficiente rapidez.

—Si te soy sincero, nunca pensé que Sunan fuera a hallar el valor suficiente para contarte la verdad —dijo de pronto—. Supongo que mi aparición en tu baño tuvo algo que ver con ello.

Ni siquiera me sobresalté. Me acomodé en la mecedora y me tapé un poco más para evitar el frío y le dediqué una mirada furibunda al gato negro que se relamía pacientemente a mi lado.

—Siempre supe que no debía fiarme de los gatos —dije.

—Y, aún así, me dejaste dormir contigo —se burló.

—Si lo hubiera sabido antes, te habría lanzado por el acantilado.

Le escuché reírse a carcajadas y, luego, las sombras se arremolinaron en torno a su pelaje y crecieron, dando forma al dios Errante que parecía haberse convertido en una sombra proyectándose a mis pies constantemente.

—Si te sirve de consuelo, el gato es real —señaló—. Solo usurpo su identidad de vez en cuando.

—Así que, el día en que Dickens intentó comerse un ratón, ¿eras tú o era el gato?

—El gato, por supuesto. Yo no me rebajaría a hacer algo así —dijo él, sonriendo.

—¿Alguna vez me dirás tu nombre o lo que quieres de mí?

El Errante se pasó una mano por la barbilla y se apoyó en la balaustrada, observando cómo las sombras comenzaban a retirarse del mundo. Solo unos pocos rayos de luz le rozaban la piel, pero le daban un aspecto tan divino como aterrador.

—No tengo nombre ni hogar —repitió—. Creí que había quedado claro en nuestra última conversación.

—El Errante no me parece un nombre adecuado para ti —murmuré mientras mi mirada vagaba hacia el mar, que parecía haberse embravecido de un momento a otro. Era evidente que el dios del mar podía detectar su presencia—. Quiero decir, eres siniestro y vivo con la certeza de que tarde o temprano me harás algo terrible, pero creo que todo el mundo tiene derecho a un nombre de verdad, incluso si esa persona es capaz de convertirse en sombras.

Él compuso una expresión de tristeza. Fue rápida, como el trayecto de una estrella fugaz en medio del cielo, pero tuve tiempo de captarla.

—Qué criatura tan extraña —murmuró sin mirarme—. Aún cuando tienes la certeza de que soy el culpable de tu situación, sigues creyendo que merezco un trato digno.

—Eres el único dios que se ha aparecido ante mí, además de la diosa de la luna, pero ella... Ella no me ha hablado nunca.

—Ellos nunca hablan con los mortales. Vuestra vida es solo un parpadeo insignificante en su longeva eternidad —me explicó—. Soy el único que lo hace.

—¿Por qué?

El Errante se encogió de hombros y me dedicó una mirada rápida.

—¿Por qué no? No tengo un hogar donde descansar. Vagar eternamente por el mundo es terriblemente aburrido.

—¿Por qué no tienes un hogar?

El Errante hizo una mueca y me miró de reojo.

—¿Siempre haces tantas preguntas?

—Solo cuando tengo muchas dudas.

—Me recuerdas mucho a alguien —murmuró de pronto.

—¿Esa persona también te azotó cuando la molestaste? Porque, si es así, estoy deseando conocerla.

Él se echó a reír y a mí me tembló el cuerpo. Oír a un dios reír tenía algo de divino. Era como una melodía perfecta, la música que podría estar escuchando el resto de mis días. Tenía algo de encantador, como un hechizo que era capaz de atraparme sin que me percatara de ello.

—Nunca lo he tenido —admitió al final—. Los demás dioses tienen un reino que proteger. El mar, la luna, la tierra... Yo, sin embargo, estoy en todas partes y, al mismo tiempo, nada me pertenece.

—Debes sentirte muy solo.

El sol empezaba a alzarse, bañándonos con su luz, y él retrocedió un paso, alejándose de su influencia.

—Cada cierto tiempo, los dioses debemos descansar —me explicó de pronto—. Vivimos durante toda la eternidad y solo moriremos cuando nuestro reino lo haga con nosotros. Hace siglos, intenté encontrar un lugar donde reposar. El mar me pareció adecuado. La oscuridad reina allí, en sus profundidades. ¿Lo sabías?

Asentí. El mar me parecía profundo e infinito, era cuestión de lógica que la oscuridad pudiera descansar en él.

—¿Y qué sucedió? ¿Pudiste descansar?

El Errante apretó los puños.

—No. El dios del mar me expulsó de sus dominios.

El dios sacudió una mano y la visión de aquel día cobró vida frente a mis ojos.

Por un instante, les vi a ambos. Dos colosos, criaturas demasiado poderosas para el mundo en el que vivían. Era la primera vez que veía al dios del mar. Jamás se había aparecido frente a mí, ni siquiera había logrado sentir su presencia. No sabía qué era lo que podía esperar. Parecía una imagen invertida de lo que representaba el Errante, con su pelo blanco como la espuma del mar y los reflejos iridiscentes de su piel.

Pero no fue eso lo que me paralizó, sino el dolor que transmitía ese breve instante. Sentí la desesperanza del Errante, el cansancio que había arrastrado durante toda una eternidad, pero también vi la oscuridad arremolinándose con furia a su alrededor.

«Yo vagaré errante y sin hogar, pero tú estarás condenado a amar a quien, tras los barrotes de tu jaula de cristal, ya nunca podrás tocar», le dijo el Errante.

La visión se desvaneció con rapidez y, por fin, pude ver la expresión del dios que estaba junto a mí. Tenía la mandíbula apretada.

Compuse una mueca. Sabía que estaba bajando la guardia ante el dios de las sombras, pero, si hubiera quedido hacerme daño, ya lo habría hecho.

—Eso fue cruel. El mar es gigantesco, podrías haber descansado en cualquier rincón y él ni siquiera lo habría notado —murmuré casi sin pensarlo.

—Lo fue, criatura, pero yo siempre hallo un modo de conseguir lo que quiero y, al mismo tiempo, de obtener mi venganza.

El Errante se giró hacia mí y sus sombras le acariciaron la piel, contoneándose a su alrededor. Reptaron por el suelo y me acariciaron la mano. Eran frías y etéreas, pero tenía la certeza de que no me harían daño. En el cielo, la luna aún era visible y su mirada se detuvo sobre ella un solo segundo antes de volver a mí.

—Aelyth siempre estuvo enamorada de él —me confesó—. Cada noche, brillaba con intensidad solo para iluminar su superficie y él provocaba gigantescas tormentas en un vano intento por alcanzarla. Solo yo podía viajar entre reinos. Solo yo podía visitarlos a ambos. Ellos, en cambio, se veían obligados a permanecer en el mismo lugar, mirándose sin poder tocarse.

»Así que un día, consciente del deseo de Aelyth, le propuse un trato: Crearía un lugar donde ambos pudieran estar juntos a cambio de que me permitiera descansar en su reino durante una sola noche. Ella aceptó y yo creé el templo para los dos. Una conexión entre dos reinos justo en el límite del reino del mar, una puerta cuya llave solo tienen los dioses y sus descendientes.

Tomé una bocanada de aire, sorprendida. No podía creer lo que estaba escuchando, no podía existir un dios tan poderoso como para controlar el influjo entre otros reinos.

—¿Tú creaste el templo? —pregunté en voz alta, prácticamente salté de mi asiento.

El dios sonrió con arrogancia.

—Por supuesto que sí. ¿Conoces a otro dios capaz de conectar dos mundos sin apenas esfuerzo?

Resoplé.

—No tengo el placer, pero si existe seguro que es más amable que tú.

—¿Quieres conocer el final de la historia o seguirás interrumpiéndome? —bufó de pronto.

Me mordí el labio inferior. Gwynda siempre me decía que era de mala educación interrumpir a los demás y lo cierto era que no quería tentar a la suerte molestando a un dios tan poderoso como él, así que decidí callarme.

—Bien —dijo, reacomodándose—. Cuando los dos se reunieron en el templo, ascendí al reino de Aelyth, tal como le había prometido, pero me hice con la mitad. Era lo justo. Yo no tenía un lugar en el que descansar y, en cambio, ella prefería abandonar el suyo para reunirse con un dios ingrato e inmiseridorde.

Había oído historias acerca de la cara oculta de la luna, aquella donde la oscuridad reinaba, y yo misma había visto el astro perder su luz cada mes hasta casi desaparecer. Tragué saliva.

—Pero no era culpa suya —murmuré—. Ella no fue quien te expulsó de su hogar.

—No me importa de quién fue la culpa —dijo él con la voz afilada como una daga—. Es él quien sufre por ella, quien ve cómo se consume en la oscuridad hasta desaparecer cada mes y quien la ve regresar poco a poco. Con eso me basta.

—¿Y Aelyth sufre? —le pregunté de pronto.

Él dios me miró fijamente, como si no pudiera creer mi osadía, la falta de miedo que expresaba al dirigirme a alguien como él.

—Eso me da igual. Ella nunca me trató con respeto, solo me escuchó porque tenía algo que ofrecerle. Deberían estar agradecidos de que les permita verse cada mes y no destruya el templo. No lo merecen, pero lo hago porque, como ves, no soy el Diablo. Ese dios no existe.

Me eché a reír. Lo cierto era que su forma de actuar sí que parecía digna de aquel a quien llamaban Diablo, aunque también era muy humana. No creía a los dioses capaces de elaborar venganzas, pero la vida siempre me demostraba que estaba equivocada.

—Creo que deberías liberarla —confesé.

—No tengo intención de liberar a los dioses y, menos aún, de deshacer lo que ellos mismos provocaron. He sido demasiado generoso al permitir que pudieran verse en el templo. Ya es suficiente con eso.

—¿Sabes dónde está el templo?

El dios asintió, pero no me indicó el lugar donde se encontraba. Hasta ese momento, él había respondido a todas las preguntas que le había hecho, pero, por su cambio de postura, me percaté de que mi pregunta me había hecho caminar sobre un terreno muy peligroso.

—¿Puedes.. puedes decírmelo? —me atreví a preguntar. Me tembló un poco la voz.

—No —respondió de forma contundente.

Me puse en pie bruscamente y terminé frente a él. Era increíble la facilidad con la que podía olvidarme de con quién estaba hablando, pero mi osadía no hacía más que perderme y no pensaba quedarme con la duda.

—¿Por qué? —insistí.

El Errante ladeó la cabeza.

—Porque no vas a encontrar lo que esperas allí, criatura. Crees que llegarás, que Aelyth deshará el lazo y podrás seguir con tu vida, pero eso no va a suceder. El lazo, al igual que el templo, nunca dejará de existir. Os acompañará hasta que uno de los dos encuentre la muerte. Deberías estar agradecida con el regalo que te ofreció. Ella nunca suele escuchar los ruegos de los humanos, pero supongo que tu procedencia le ablandó el corazón del mismo modo en que la sangre abre la puerta. O, quizá, fue el hecho de que yo te había escuchado primero lo que la movió a cumplir uno de tus deseos antes de que yo pudiera hacerlo.

Aquella perspectiva me arrebató el oxígeno de los pulmones.

—Pero debe haber algo que podamos hacer.

El dios recorrió el camino que llevaba a la casa con la mirada y frunció el ceño.

—Están demasiado cerca —murmuró casi para sí mismo. Luego me miró y me puso una mano en el hombro—. ¿Aún te queda algo de esperanza, Aisha? Porque, si la tienes, deberías aferrarte a ella con uñas y dientes. No la sueltes, pase lo que pase.

Y, sin decir una sola palabra más, desapareció.

Esperanza. Yo la tenía, ¿por qué iba a abandonarla?

Me pasé las manos por la cara, frustrada. El Errante era un dios de lo más extraño. Parecía amigable y, al mismo tiempo, era tan aterrador como la misma muerte. Le temía del mismo modo en que temía que la vida se me escapara entre las manos sin haber sido capaz de vivirla de verdad. Aún tenía muchas cosas que hacer: recorrer la costa de Gales, elaborar mi propio huerto, leer libros, conocer a todas esas escritoras de las que Sunan me habló y, por supuesto, estaba él. Siempre había estado, incluso en mis sueños de juventud.

Cuando era una niña, soñaba con la posibilidad de conocer a alguien con quien poder soñar, alguien que me respetara por cómo era y no me forzase a vivir bajo unas reglas que no tenía intención alguna de respetar.

Quería que me amaran sin condiciones, que no me juzgaran por la idea de querer vivir mi vida del modo en que yo eligiera. Sin embargo, desde muy joven, siempre supe que tendría que vivir mi vida en soledad, que nadie sería capaz de cumplir con todas mis normas, que nadie respetaría mi libertad, así que enterré ese sueño en un profundo cajón y renuncié al amor del mismo modo en que un marinero renunciaba a la tierra que le había visto nacer.

Pero luego llegó Sunan y todo cambió. Él me enseñó una nueva forma de libertad.

Y no quería perderla.

Me pasé una mano por el pelo y, luego, bajé a la cocina. No me sentía capaz de regresar a la cama.

Entonces, me di cuenta de algo que el Errante había dicho. Quizá, lo había hecho a propósito. O, quizá, ni siquiera se había percatado de sus propias palabras.

«La sangre abre la puerta».

¡Eso era! No cabía ninguna duda. El templo estaba en el límite del mar y solo se abriría para aquellos que descendieran de los dioses. Mi abuela había sido una sacerdotisa de la diosa de la luna. Quizá, existía la posibilidad de que la sangre de la diosa, al menos una parte, corriera por sus venas.

Subí corriendo hacia la planta de arriba y pasé de largo por la habitación de Sunan. Me puse mi vestido a toda prisa y, entonces, eché a correr hacia la habitación que ahora compartía con Sunan.

—¡Lo tengo! —anuncié, excitada.

Le zarandeé del hombro para despertarlo y él abrió los ojos, sobresaltado.

—¿Qué ocurre? ¿Qué tienes?

—¡Tengo la clave para entrar en el templo del mar, Sunan!

Él se sentó en la cama. Aún estaba desnudo y la luz del sol bañaba su torso. Por un segundo, me olvidé por completo de lo que iba a decirle. Solo le miré con la boca abierta, incapaz de pronunciar una sola palabra que no fuera una completa y absoluta incoherencia.

—¿Hablas del templo del mar? —me preguntó, devolviéndome a la realidad.

—¡Claro que sí! ¿Recuerdas lo que decía la nota? «La sangre abrirá la puerta, el corazón dará la libertad y el alma otorgará el perdón». No sé lo que significa lo demás, pero lo primero hace referencia al templo. ¡La sangre abre la puerta!

—Sí, pero no sabemos si es una referencia literal o si tiene algún tipo de interpretación. Tampoco sabemos dónde se encuentra la puerta y... —ahogó un bostezo—. Es demasiado temprano para intentar enlazar un pensamiento coherente, lo siento.

—Es mi sangre. Y sé dónde está el templo.

—¿Tu sangre?

—Mi abuela fue una sacerdotisa de la luna y creo que mi madre también. Al menos, los recuerdos que tengo sobre ella encajan con lo que podría definir como una sacerdotisa.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque el Errante me lo mostró.

En ese instante, Sunan se puso en pie de golpe y, aunque no tenía nada de lo que avergonzarme, aparté la mirada ante su desnudez. Avanzó hacia mí y me tomó la cara entre las manos.

—¿Ha vuelto a aparecer?

Sentí que se me aceleraba el corazón. Lo cierto era que había pasado bastante rato hablando con el dios,

—No, no... Me lo mostró en Morwen —mentí.

Él entrecerró los ojos.

—Aisha, sé cuando me mientes. Compartimos un lazo, ¿recuerdas?

Compuse una mueca.

—¡Pero sí que le vi en Morwen, fue ahí cuando me mostró a mis abuelos ocultando la caja! —protesté—. Y también puede que le haya visto esta mañana y hayamos tenido una larga conversación.

Sunan apretó los labios.

—Te pedí que me alertaras si volvía a aparecer.

—¿Y qué puedes hacer tú contra un dios? No es como si pudieras espantarlo con tus impecables modales.

Sunan apretó la mandíbula.

—Cualquier cosa salvo dejarte a solas con él —masculló—. Es quien maldijo a la diosa de la luna y el dios del mar, ¿lo sabías? Estuve pensando en su nombre y coincide con lo que había intentado traducir de la leyenda, él intentó...

—Lo sé —señalé con tranquilidad.

—Lo sabes —repitió él con incredulidad.

—Por supuesto. El Errante me lo contó todo.

Mi declaración hizo que se tensara de pies a cabeza y no pude evitar recorrer sus músculos de pies a cabeza. Era tan arrebatadoramente hermoso que su sola visión tenía la capacidad de nublar mi juicio por completo.

—Y me lo relatas así, tan... calmada —replica con voz temblorosa—. Aisha, acabas de hablar con un dios capaz de maldecir a otros dioses. Probablemente es el dios más poderoso que existe. ¡Y tú ni siquiera pareces darte cuenta de ello! —estalló.

Sabía que le había hecho enfadar, pero era incapaz de tomarme en serio nada de lo que decía si estaba completamente desnudo. Carraspeé.

—Oye, ¿puedes vestirte? —le pregunté, ruborizada—. Es que... no puedo concentrarme en lo que me dices.

A Sunan se le dibujó una sonrisa pícara durante un segundo, pero luego pareció recordar que debía seguir enfadado conmigo y gruñó algo ininteligible antes de ponerse los pantalones de mala manera.

—Bien, ya estoy listo —masculló—. Ahora explícame cómo es posible que estés tan calmada después de haber hablado con un dios como él.

—Porque le entiendo —confesé de pronto—. Porque yo me he sentido como él durante mucho tiempo. Una desplazada, alguien que no tenía un hogar. Por un tiempo, creí que Jac sería mi refugio, que gracias a él encontraría aquello que tanto estaba buscando, pero no fue así. Seguí estando sola incluso aunque estuviera acompañada de gente. Y justo cuando intentaba buscar un lugar donde sentirme en casa, todo lo que tenía me fue arrebatado de forma muy injusta.

»Yo habría hecho lo mismo que él. De hecho, ¿no es parecido a lo que te hice a ti, Sunan? Te robé tu libertad y tu hogar. Puede que tú lo consideraras un acto de bondad, pero fue puro egoísmo. Es lo mismo.

—No es lo mismo. Yo te amo. Él, en cambio, no sabe lo que es eso.

El aire se me atascó en los pulmones. Era la primera vez que Sunan me confesaba sus sentimientos de forma tan abierta. Quería decirle que yo también le amaba, que habría dado todo lo que me quedaba por él, pero no fui capaz.

—Pero aún no sabemos si es por culpa del lazo —susurré—. Quizá... quizá te he esclavizado. Quizá tus sentimientos hacia mí no son reales.

—Sé que lo son. No me importa lo que diga el lazo —me dijo, abrazándome—. Yo te quiero, y eso no lo va a cambiar ningún dios.

Apoyé la mejilla en su pecho, escuchando el latir de su corazón.

—Yo también te quiero —susurré.

—Y tú no me has robado nada —aclaró—. Me has recordado lo que significaba tener un hogar. No te compares con ningún dios vengativo, porque tú no tienes nada que ver con él. Tú eres demasiado pura y buena para hacerme sufrir solo por venganza. Estoy seguro de que tampoco quieres ver sufrir a Edward, ni siquiera después de lo que te hizo.

Me mordí el labio. Era cierto que, aún con todo lo que Edward me había hecho y después de que me hubiera abofeteado, era incapaz de odiarle. En ocasiones, me hallaba a mí misma intentando comprender sus verdaderas motivaciones, analizando qué era lo que le había movido a pedirme matrimonio y actuar del modo en que lo hizo. Quería comprenderlo porque, quizá, así me sentiría mejor conmigo misma. Así, quizá, hallaría una lógica dentro de todo lo que había sufrido.

—Quiero hablar con Gwyn —le dije.

Sunan se sobresaltó y se separó de mí, incómodo.

—Y tú también deberías hacerlo. Es tu... —tragué saliva. Pronunciar aquella palabra se me antojaba extraño—. Es tu nieta. Además, creo que... creo que deberías darle el cuadro de Isabella.

Sunan arqueó una ceja y me miró con los ojos entrecerrados.

—¿Eso era lo que estabas haciendo el otro día, espiar en mis cosas?

Me encogí de hombros, avergonzada.

—Es posible.

Él se echó a reír.

—Bueno, supongo que me lo merezco por haber sido tan hermético contigo. Pero... tienes razón. Creo que Gwynda apreciará poder ver a Isabella, aunque sea a través de un cuadro. Yo ya no lo necesito. Ella es el pasado, pero, para Gwynda, aún significa mucho.

Sonreí y le di un rápido beso en los labios. Poco a poco, todo estaba poniéndose en el lugar que le correspondía. 


[Espacio para que podáis gritar porque Dickens SÍ era El Errante]

Ahora viene una parte que me ha costado mucho ponerme a escribir. Estamos a dos pasos del final, lo que significa que van a suceder muchas cosas, quizá más de las que pensabais. El puzle está a punto de resolverse y Aisha deberá tomar una decisión que cambiará su destino para siempre.

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