Capítulo 17
Regresamos a Rosenshire al atardecer, pero no nos marchamos hasta que Jac y Banon terminaron de descargar sus capturas. Me habría gustado ayudar, pero era incapaz de mantenerme en pie.
Lyn, al verme en ese estado y descubrir lo que había pasado en la isla, estuvo gritándole a Sunan y a Jac durante tanto tiempo que se quedó afónica. Incluso Dickens se acobardó ante la ira de mi hermana y se tumbó en mi regazo mientras yo acariciaba el anillo que se había convertido en un objeto muy preciado para mí. No por lo que podía darme, pues aún no conocía sus entresijos, pero sí por las sensaciones que despertaba en mí.
Quería ponérmelo y desentrañar todos sus secretos, pero algo me decía que, si debía hacerlo, tenía que ser a solas, así que esperé pacientemente a que Sunan terminara de ayudar a mi amigo.
Debía admitir que, al principio, Sunan no tenía la menor intención de colaborar con Jac y Banon, y Jac tampoco quería aceptar su ayuda, pero, en cuanto mi hermana empezó a gritarles, decidieron establecer una tregua temporal y trabajar unidos para tener algo que hacer en lugar de enfrentarse a la ira de una Madwing.
Cuando Lynette se sintió lo suficientemente satisfecha, vino a sentarse junto a mí y me pasó un brazo por los hombros mientras lanzaba miradas asesinas a los demás. Incluso Banon, que de por sí no era muy dado a socializar, había hecho equipo con Jac y Sunan para huir de ella. Definitivamente, mi hermana podía llegar a ser terrible cuando se lo proponía.
—Esa panda de desvergonzados... —masculló—. Hoy dormiré contigo en esa casa, no pienso dejarte a solas nunca más.
Le dediqué una sonrisa cansada. Aunque apreciaba el gesto, lo cierto era que necesitaba estar a solas, al menos por unas horas. Luego, tendría que hablar con Sunan sobre lo que vi en el claro.
—Lyn, aprecio tu preocupación, pero estaré bien —le dije, y sabía que era cierto.
Confiaba en Sunan porque, a fin de cuentas, fui yo la que se puso en peligro al acercarme a aquella cabaña y él intentó salvarme. Mi hermana, en cambio, me miró como si me hubiera vuelto completamente loca.
—Casi te matan, Aisha.
—Pero algo me protegió —murmuré mientras acariciaba a Dickens. El gato ronroneó en respuesta.
—¿Pudiste ver quién era?
Me mordí el labio inferior y Dickens se puso a jugar con mi mano, captando mi atención.
—En la cabaña no, pero le vi antes, en una visión.
—¿Y quién era? —insistió ella.
—No lo sé —admití—. Nunca le había visto, pero no parecía humano. Tenía algo... algo oscuro.
El silencio se instaló entre las dos.
—Ah, hay algo más —dijo, como si yo fuera un libro abierto y ella estuviera buscando qué página se había saltado—. Estás ocultando información relevante.
—¿Recuerdas cuando mamá nos llevó a Evenshire y vimos a aquel animal encerrado?
Mi hermana asintió. Las dos habíamos visitado circos de animales en dos ocasiones: una en Rosenshire y otra en Evershire, cuando éramos apenas unas niñas que sabían formar dos frases con coherencia. Recordaba con claridad que mis padres nos habían llevado de viaje a un pueblecito cercano y nos habíamos topado con un circo de animales que había acampado a las afueras del pueblo en su viaje hacia la capital. No hacían espectáculos allí, sino que nos utilizaban como un lugar de descanso. Incluso los circos ambulantes sabían que no teníamos dinero.
Aquel día, uno de los animales captó nuestra atención. Era un tigre de bengala y nunca habíamos visto un animal como ese. Era imponente, pero, al mismo tiempo, daba la impresión de que le hubieran arrancado algo muy importante.
El hombre desconocido parecía igual. Era como un espejo roto. Tenía fragmentos de belleza, pero estaban rotos y cortaban. Él estaba lleno de aristas y algo me decía que, lo que le había sucedido ya no tenía solución, que así era él y que, por mucho que intentaran llenarse los huecos, siempre se vería roto.
—Sí, lo recuerdo —admitió ella.
—¿Y recuerdas cómo nos entristeció que una criatura tan majestuosa estuviera enjaulada?
—Sí —repitió, esta vez a media voz.
Habíamos llorado durante todo el camino de regreso porque queríamos liberarlo, pero no pudimos.
—Él me parecía igual. Tuve miedo, pero, al mismo tiempo... no lo sé, Lyn. Creo que muy pocas personas nacen malas. La mayoría terminan así porque les asestan un golpe tras otro.
—¿Y crees que es malo? —preguntó, mordiéndose el labio inferior.
—Creo que está solo.
—¿Cómo lo sabes? Solo le has visto en una visión.
Bajé la mirada hacia Dickens, que me observaba atentamente.
—La soledad es fácil de reconocer, Lynette. Siempre deja su huella, aunque parezca invisible.
Del mismo modo que Sunan había convertido su soledad en algo físico, que la había transmutado a su casa y a su entorno, yo había sido capaz de reconocer la soledad de aquel desconocido. Y, aunque al principio sentía el miedo paralizante de quien se enfrentaba a lo desconocido sin un arma para defenderse, pronto supe que ya no tenía que temer.
El destino, a fin de cuentas, solo se sellaba cuando se desvanecía la esperanza.
Y yo jamás perdería la fe.
Sunan y yo regresamos a la casa del acantilado cuando el sol empezaba a descender sobre el horizonte. Cargué a Dickens en brazos durante todo el camino y, en cuanto llegamos a nuestro jardín, le puse en el suelo y el animal estiró las patas, sintiendo la hierba bajo sus almohadillas.
Le observé jugar con una mariposa mientras Sunan me esperaba con la puerta de casa aún abierta, y suspiré. La vida tenía formas muy curiosas de jugar con nosotros y esta, sin duda, había sido la más extraña. Aún no tenía claro qué pensar al respecto.
Crucé la puerta y Sunan cerró a mi espalda. Ni siquiera me dio tiempo de reaccionar cuando cruzó el escaso metro que nos separaba y me abrazó con fuerza, hundiendo la nariz en mi pelo, como si hubiera estado conteniéndose durante tanto tiempo que ya no era capaz de mantenerse separado de mí ni un segundo más.
—Creí que te perdería —murmuró con la voz quebrada en mil pedazos.
Me alejé de él para mirarle a los ojos y puse las manos en sus mejillas. Tenía los ojos enrojecidos y estaba haciendo un gran esfuerzo por no llorar, pero sabía que no podría contener las lágrimas durante mucho más tiempo.
—Pero sigo aquí, Sunan, y te prometo que jamás me perderás
Él apoyó su frente en la mía. Le sentía temblar contra mi cuerpo y su miedo se desplazaba en oleadas interminables a través del lazo.
—Lo sé. Y no volveré a dejarte sola nunca más.
Le tomé el rostro con las manos y acaricié sus mejillas. Él cerró los ojos y yo habría jurado, en ese instante, que era la viva imagen de la perfección. Siempre me sorprendía a mí misma buscando su contacto para saber si era real o si solo formaba parte de mi imaginación. Y, cada vez que pensaba así, alargaba la mano y le tocaba la mejilla. Normalmente él sonreía o cerraba los ojos, como ahora, y yo sentía su calidez bajo las yemas de los dedos y en cada pequeño rincón de mi corazón.
Todas y cada una de esas veces, me preguntaba si él sentía lo mismo. El lazo, entonces, me respondía inmediatamente.
Lo cierto era que no estaba segura de querer que se rompiera alguna vez, que desapareciera el profundo nivel de intimidad que habíamos forjado entre los dos, que la intensidad de nuestro amor se viera reducida a cenizas, que todo hubiera sido una mentira.
Tomé una bocanada de aire.
—Sunan —le llamé. Él abrió los ojos y, por un instante, me perdí en sus iris y estuve a punto de olvidar lo que iba a decir a continuación—. ¿Por qué no quieres decirme qué viste en la cabaña?
Sunan me tomó de las manos y se las llevó al pecho. Me miró con cautela, como si estuviera midiendo cada reacción que podía tener, como si tuviera miedo de que el terror me inundara y él no fuera capaz de hacer nada para ayudarme.
—¿Confías en mí? —me preguntó de pronto.
No dudé un instante en asentir.
—Lo que había en la cabaña no era humano, Aisha. Era un monstruo, lo más parecido al Diablo que he visto en toda mi vida.
Tragué saliva. Pero, antes de preguntarle si estaba seguro, Sunan me soltó.
—Ve a darte un baño —me dijo—. Prepararé algo de cenar y luego, si quieres, iremos a dormir. Hoy ha sido un día demasiado largo. Te mereces un buen descanso.
Asentí porque lo cierto era que estaba agotada y la idea de irme a dormir se me atojaba demasiado tentadora. Herví algo de agua para darme un baño y Sunan me dio un pequeño frasco con unas flores secas que, según él, me ayudarían a relajarme. Las esparcí sobre el agua y pronto su olor inundó la estancia.
Me metí en la bañera, sintiendo su calor reconfortante y y me abracé las rodillas. Cerré los ojos y deseé transportarme al templo como aquella primera tarde en la casa del acantilado. Quise volver a ver a mi madre jugando conmigo, perderme entre sus inmensas columnas blancas y chapotear en sus aguas cristalinas. Deseé que la diosa regresara solo para preguntarle por qué, si había atado a mi familia para siempre a su lado, no había sido capaz de proteger a mi madre. Deseé que cualquier dios acudiera a mí con las respuestas que necesitaba, pero la única compañía que recibí fue la de la soledad.
El anillo pendía de mi cuello, oscuro y tentador, y, por un instante, lo cogí entre mis manos y lo deslicé por mi dedo índice. Luego se me aceleró el pulso y lo retiré con rapidez. Miré a mi alrededor y suspiré aliviada. No había sucedido nada.
O, al menos, eso era lo que creía.
—Así que el Diablo, ¿eh? —dijo la suave voz del desconocido.
Sonaba cerca y, al mismo tiempo, estaba tan lejos que sabía que no podría alcanzarle por mucho que me lo propusiera. Al igual que el aire, su presencia parecía estar en todas partes, rodeándome.
Me sobresalté y levanté la cabeza. Le encontré en un rincón, mirándome como si fuera la criatura más divertida con la que se había cruzado. La oscuridad danzaba a su alrededor, le acariciaba y reptaba por el suelo.
Me tapé como pude.
—Tranquila, no tienes nada que no haya visto miles de veces a lo largo de los siglos —señaló con tranquilidad. Aún así, me abracé con más fuerza a las rodillas para ocultar mi desnudez—. ¿Para qué me has llamado?
Tragué saliva, sintiendo el peso del anillo con aún más fuerza sobre mi pecho. Recordé nuestra última conversación, cómo me había dicho que no hacía las preguntas adecuadas. No sabía qué quería preguntarle, qué debería saber y tampoco estaba segura de que me fuera a decir la verdad, pero había algo que quería saber, una incógnita que me estaba arañando las entrañas, deseando salir.
—¿Por qué me salvaste? —solté de pronto.
Él se encogió de hombros.
—Sería absurdo dejarte morir ahora —señaló con sencillez—. Además, no recuerdo la última vez que me divertí tanto.
Una punzada de decepción me atravesó. No esperaba una respuesta como esa. En realidad, no sabía lo que esperaba. ¿Una respuesta profunda sobre el significado de la vida? ¿Que me hablara de mi destino?
—¿Eres... Eres el Diablo?
Ni siquiera me percaté de que había formulado esa segunda pregunta con la voz temblorosa de una novia en su primera cita. Él arqueó una ceja.
—Es evidente que no soy humano. Además, ¿qué ser humano tendría mi aspecto? —Él chasqueó la lengua—. A lo largo de mi infinita existencia me han puesto muchos nombres, pero no soy el Diablo. Ningún dios es puramente malo, ni siquiera el más oscuro.
Era un dios.
Lo había sospechado desde el primer momento, pero la confirmación envió un escalofrío a lo largo de mi columna vertebral.
Si había algo que Gwyn se había encargado de decirme en más de una ocasión, era que los dioses no eran completamente malos, pero tampoco completamente buenos. Su concepto del bien y el mal era totalmente diferente al nuestro y, además, ellos eran seres volátiles. Podían cambiar de humor con un chasquido de dedos. Eso era aterrador.
—Entonces, ¿cómo te llamas? —pregunté con cautela.
—No tengo nombre ni hogar —dijo sencillamente—. Estoy en todas partes y en ninguna. Soy la oscuridad, soy la sombra que proyectas bajo el sol. Yo soy muchas cosas, criatura, pero también soy el vacío.
Parpadeé, confundida, preguntándome si, quizá, era una especie de adivinanza, si dar un nombre erróneo podía conllevar algún tipo de castigo. Él suspiró.
—Puedes llamarme Errante —me concedió al fin—. Así es como me conocía Aelyth, al menos.
—¿Quién es Aelyth?
Él sonrió. Esa vez, no fue una sonrisa cruel, fue casi divertida.
—¿No conoces sus nombres? Para ser una criatura tan curiosa, sabes muy pocas cosas.
—Por eso soy curiosa —le dije—, porque apenas conozco el mundo que me rodea. Pero quiero hacerlo.
En apenas un parpadeo, estaba junto a la bañera, mirándome a los ojos.
—Eres muy extraña —dijo él, tomándome de la barbilla. Su tacto era diferente. No había calidez, pero tampoco frialdad. Solo un vacío imposible de salvar que me provocó un estremecimiento. Él entrecerró los ojos, observándome como si yo fuera una especie de insecto nuevo—. Pero en el buen sentido, quiero decir. O quizá sea en el malo, no pareces ser muy inteligente. Si lo fueras, ya habrías gritado.
La furia me subió por la garganta a tal velocidad que le di un golpe en la mano, apartándola de mi cara. Me daba igual si era un dios o la mismísima encarnación del mal, si volvía a tocarme le ahogaría en la bañera.
—Me da igual quién seas —señalé, molesta—. No tengo miedo de lo que puedas hacerme. ¿Qué más me puedes arrebatar?
Él arqueó una ceja y sonrió tan divertido que estuve segura de que le atacaría.
—Yo nunca te he arrebatado nada, Aisha. En realidad, podría decirse que te he dado mucho más de lo que me has pedido.
No tuve tiempo de preguntarle a qué se refería, pues se deshizo en la oscuridad. Lancé un grito de frustración y di un puñetazo en el agua, salpicando el suelo. La puerta del baño se abrió de golpe y Sunan entró, preocupado. Se arrodilló junto a mí y me tocó la cara, como si quisiera asegurarse de que seguía ahí.
—¿Qué ha pasado? Aisha, ¿estás bien? ¿Ha ocurrido algo?
—Creo que no le gusta que le llamen Diablo —respondí, tragándome las lágrimas.
Sunan me miró a los ojos.
—¿Ha estado aquí?
Asentí.
—Le vi en la isla, cuando encontramos la caja —le expliqué—. Él fue quien me mostró donde estaba y también quien ayudó a Banon a encontrar la pesca.
Sunan palideció rápidamente, se puso en pie y cogió una toalla.
—Vamos, será mejor que salgas de la bañera.
Abrió la toalla y apartó la mirada para permitir que me secara tranquila. Esperó pacientemente a que terminara de vestirme y luego salimos juntos al comedor. No dijo una sola palabra en el proceso, ni siquiera me miró; estaba demasiado alterado para ello.
Sunan se separó de mí ni un instante. En cuanto estuvimos en el comedor, me obligó a sentarme en una de las sillas y luego rebuscó en mi morral. No me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que vi el diario de Gerald Idle en sus manos.
Lo dejó sobre la mesa, frente a mí. Daba vueltas de un lado a otro, temblando como un papel. Estaba más que aterrado: tenía la expresión de una persona completamente derrotada.
—Tendría que haber hecho esto desde el principio —masculló—. Debí contártelo todo, pero no sabía cómo hacerlo.
Se sentó en el otro lado de la mesa y se pasó las manos por la cara. Bajé la mirada al diario de Gerald Idle. Databa de 1790. Ese diario tenía 80 años de antigüedad. Probablemente, el autor había muerto antes de que yo naciera. ¿Por qué iba a cambiar eso mi percepción de Sunan?
—Léelo —me pidió—. Y, si después no quieres saber nada más de mí, lo entenderé. Encontraremos el templo, romperemos el lazo y te ayudaré a crear una nueva vida. Luego desapareceré para siempre y tendrás que volver a verme.
Fruncí el ceño.
—No digas sande...
—Aisha, léelo, por favor —me suplicó, interrumpiéndome.
Cogí el diario, dubitativa, y abrí la primera página. Parecía que la idea de darme aquel diario torturaba tanto a Sunan que era incapaz de levantar la cabeza.
A diferencia de la primera vez que tuve el diario entre mis manos, esa vez no fui capaz de terminar de leer la primera frase. Ahora que sabía la importancia que le daba Sunan a aquellas páginas, sentía su lectura como una invasión, casi me sentía una intrusa tirando la puerta abajo y entrando por la fuerza en sus pensamientos.
En realidad, eso era lo que había hecho, pero no así, no de ese modo. Cerré el diario y lo dejé sobre la mesa, frente a él.
—Léelo tú.
A Sunan le temblaron las manos.
—No me pidas eso, por favor.
—Si quieres que sepa lo que hay en ese diario, tendrás que ser tú quien le ponga una voz —sentencié con firmeza—. De lo contrario, guárdalo y no vuelvas a sacarlo. Puedo vivir sin escuchar esa historia.
—Pero yo no puedo vivir sin contártela, Aisha —susurró.
Él dudó durante tanto tiempo que pensé que no iba a tomar el diario. Pero, tras una larga pausa, cogió el diario y empezó a leerlo con voz temblorosa. Tomé asiento y le escuché con la atención ceremoniosa que requerían todas las buenas historias.
Comenzaba, como todas las historias, con una aventura. Gerald Idle se marchaba a Londres, abandonaba Gales para siempre. Quería encontrar un futuro allí, descubrir qué se extendía más allá de sus tierras.
No pude evitar sonreír cuando Sunan relató cómo Gerald había conseguido que le aceptaran en la universidad que quería. Tuvo que esforzarse mucho, pero su trabajo dio sus frutos y pronto empezó a codearse con la alta sociedad de Londres. Debía reconocer que, el hecho de que él tuviera que ocultar sus humildes orígenes para ser aceptado supuso un duro golpe de realidad para mí, uno que había intentado negar durante mucho tiempo: había un mundo cruel ahí fuera, uno del que yo no quería formar parte y que temía que pudiera devorar a Gerald.
Y, entonces, apareció ella. Escuché el nombre prácticamente de pasada, pues Sunan apenas enfatizó en su pronunciación, pero, mientras él seguía navegando entre los párrafos, me sobresalté al escucharlo de nuevo.
Isabella.
Tragué saliva y miré a Sunan, sorprendida.
—Isabella —repetí en voz alta—. Es...
—Sigue escuchando —me pidió.
Y lo hizo todas y cada una de las veces que yo me detenía a mirarle o que intentaba preguntarle algo. Sospechaba que, si lo interrumpía con más ahínco, no sería capaz de continuar la historia, así que dejé de preguntar y me limité a escuchar.
La historia continuaba a través de las palabras de Gerald y distaba de la que Gwynda me había contado. Gerald se enamoró de Isabella y, cuando le confesó sus orígenes humildes, fue ella quien quiso que se casaran. La emoción de Gerald cuando relató la confesión de su amada me rompió el corazón en mil pedazos porque ya sabía cómo terminaría esa historia. La había escuchado de otros labios, en otra versión, pero el desenlace seguía siendo el mismo.
Para su desgracia, Isabella no fue la única que descubrió los orígenes de Gerald. Hubo otro, un hombre de gran poder que también quería la mano de la mujer, que descubrió quién era Gerald en realidad y no dudó en hacérselo saber a toda la alta sociedad londinense. Las puertas que antes estuvieron abiertas pronto empezaron a cerrarse una tras otra, como una cadena que nunca se terminaba.
Gerald, entonces, le pidió a Isabella que se casara con el otro hombre. Él ya no podía darle la vida que ella soñaba, a la que estaba acostumbrada. Fue un gesto honesto, y me descubrí a mí misma llorando ante su confesión, ante el dolor que transmitían sus palabras cuando las plasmó en aquel diario después de que ella se hubiera negado a abandonarlo. Isabella había hecho la misma elección que yo: tomó lo que realmente quería en lugar de asegurarse un futuro.
Tuvieron que regresar a Gales, donde se casaron. Gerald luchó para que Isabella tuviera la vida que siempre mereció, pero se habían visto obligados a empezar de cero y la vida no sería fácil para los dos. Él había perdido la mayoría de sus contactos en Londres, así que decidió inventarse un seudónimo y hacerse un nuevo hueco. Fue difícil, y él nunca contó con el hecho de que el amor era frágil. Que, mientras luchaba por intentar darle a Isabella la vida que merecía, ella se iba marchitando. Eran demasiado jóvenes, quizá, para comprender que el amor no era eterno e imperturbable. Que, como las rosas, debía regarse, cuidarse y protegerse.
Con el paso del tiempo, Isabella quiso regresar a Londres. No le gustaba Rosenshire, ni sus playas, ni su gente. No quería vivir en una casa en un acantilado y cocinar su propia comida, prefería hacer su vida en una mansión a las afueras de Londres donde su mayor esfuerzo fuera tejer, leer y lucir hermosos vestidos. Gerald hizo todo lo que pudo para complacerla: fue él quien aprendió a cocinar, quien limpiaba y traía el dinero a la casa mientras ella se recluía en su habitación y devoraba un libro tras otro, o simplemente se dedicaba a pintar o a bordar.
El día en que Isabella descubrió que estaba embarazada no fue un día feliz. Aún no tenía la vida que quería y ambos eran conscientes de que, con un hijo en camino, sería aún más difícil conseguirla.
Entonces, en medio de su desesperación por aumentar su capital antes de la llegada de su primer hijo, Gerald descubrió la existencia de los dioses y pensó que, si eran reales, quizá ellos podrían ayudarles. Que, tal vez, podrían concederle a Isabella la vida que ella merecía.
Lo cierto era que Gerald se aferró a ellos porque ya no tenía nada tangible a lo que aferrarse.
A Sunan le falló la voz y me levanté de golpe. Puse una mano sobre su hombro, tratando de transmitirle el consuelo que tanto necesitaba.
—Respira —le dije en voz baja—. Ya sigo yo.
Le quité el diario con suavidad y él no me lo impidió. Me apoyé en la mesa, junto a él, y le tomé de la mano mientras tomaba el relevo y proseguía con la lectura en voz alta. Él se aferró a mi mano como si fuera el último contacto que íbamos a tener jamás. Como si, después de esto, ya no pudiera haber esperanza para los dos.
La historia de Gerald continuaba. Él se sumergió en la mitología de Rosenshire y conoció a los dioses de la tierra. Le habló a Isabella de ellos. Incluso le contó que, quizá, existía una forma de salir del pozo.
Ella no le creyó.
Ella le ninguneó.
Ella dejó de quererle.
Y, una madrugada, Gerald despertó y descubrió que ella ya no estaba junto a él.
Esa misma noche, salió a buscarla y la encontró allí, al borde del acantilado, vestida con su camisón blanco.
Él la vio saltar, la vio hundirse en las profundidades y no volver a salir..
Y él, que lo había sido abandonado por la mujer a la que amaba, que había sufrido la mayor de las traiciones, se arrodilló en el acantilado y le suplicó al dios del mar que le ayudara.
Ahogué un sollozo, incapaz de contener mis emociones. Sunan me miró y yo, tragándome el dolor y las ganas de gritar, continué leyendo por él, porque sabía que necesitaba escuchar esa historia de nuevo para poder seguir adelante.
Gerald esperó en lo alto del acantilado, mirando hacia el mar, rezando una y otra vez. Entonces, la monotonía se rompió. Alguien le había escuchado, un dios oculto en las sombras. Sentí que el corazón me daba un vuelco.
El dios apareció frente a él y le pidió que formulara su deseo, y Gerald no dudó un segundo cuando habló. En el diario había transcrito la conversación con exactitud e incluso la repetía en páginas posteriores, como si por ello pudiera encontrar alguna pista, algo que se le podía haber escapado.
«Quiero que Isabella viva. Que sea feliz, que tenga la vida que siempre soñó», había pedido Gerald, arrodillado a los pies del dios.
«Eso son tres deseos» replicó el dios, «necesitarás tres vidas para pagarlos».
«Te daré todas mis vidas si me concedes este deseo», suplicó Gerald.
«Que así sea. Vivirás tres vidas. Tres vidas a cambio de la felicidad de quien te traicionó», sentenció aquel dios oscuro y solitario.
«Pero no serán tres vidas corrientes, criatura. El modo en que las vivas dependerá de ti. Cuida lo que piensas: los demás te verán del mismo modo en que tú te veas a ti».
La letra de Gerald perdió seguridad conforme continuaba leyendo. En ocasiones solo había párrafos inconclusos, frases sueltas, como si esos detalles concretos le hubieran estado torturando durante tanto tiempo que el resto había pasado a un segundo plano.
La historia continuaba, página tras página, convirtiéndose en una agonía que duró décadas. Él no se marchitaba. Esa era su maldición, vivir tres vidas en soledad, odiándose a sí mismo, y haciendo que los demás le vieran del mismo modo en que él se veía a sí mismo.
Me mordí el labio inferior y miré a Sunan, que tenía la mirada fija en mi mano. A él bien podía sucederle lo mismo. Le había conocido odiándose a sí mismo y provocaba la misma reacción en los demás. Lo entendí con una facilidad que incluso a mí me sorprendió, y tuve que contenerme para abrazarle allí mismo porque aún no había terminado de leer la historia.
Devolví la mirada al diario. Tras varias décadas sin escribir nada, el diario de Gerald Idle volvió a cobrar vida en 1860. Casi me sobresalté al leer la siguiente entrada en el diario.
«Hoy, dos niñas se han colado en mi jardín. Saltaron la valla y se pasaron horas correteando alrededor del manzano. Había olvidado cuál era el sonido de la risa, pero ellas me lo han recordado».
Parpadeé para deshacer las lágrimas y leí la página siguiente.
«Hoy han regresado. La mayor se llama Aisha, y la más pequeña, Lynette. Se pasaron la mañana sentadas bajo el manzano hasta que se aburrieron e hicieron equipo para escalarlo y robarme las manzanas. No me importó, aunque, si siguen así, me temo que este año me quedaré sin vino de manzanas».
La siguiente entrada era otro rayo de luz en la oscuridad.
«Verlas en mi jardín día tras día me ha recordado que aún me queda una vida por vivir. Hoy me he atrevido a viajar hasta el pueblo. He visto la taberna que fundó Isabella. Aún sigue en funcionamiento. La regenta su nieta quien, al parecer, ha heredado sus malas pulgas. Me echó de allí sin contemplaciones cuando intenté contarle quién era».
La siguiente entrada en el diario se trasladó a varios años más tarde. A esas alturas de la lectura, me temblaban las manos y me costaba leer en voz alta.
«Es increíble la facilidad con la que pasan los años. La mayor ha aprendido a leer y suele recitarle pasajes de La dama de las camelias a su hermana, pero siempre parecen tristes. Da la impresión de que aquella luz infantil que las acompañaba se estuviera apagando poco a poco, como una vela a la que apenas le quedaba mecha. Ojalá pudiera hacer algo para ayudarlas, pero mi presencia solo empeorará las cosas. Conozco mi maldición. Me verán como a un monstruo. Y, probablemente, este es el único refugio que tienen. Solo puedo observarlas y rezar para que todo les vaya bien».
La última entrada la escribió el 12 de julio de 1870, el día en que los dioses nos unieron. Tragué saliva y puse el diario a un lado.
—Necesito que me lo cuentes tú.
Sunan se mordió el labio inferior. Tenía los ojos anegados en lágrimas y enterró la cara en las manos.
—La noche en la que saltaste, te vi desde el jardín —confesó—. Al principio creí que estaba teniendo algún tipo de alucinación, que volvía a ver a Isabella saltar, que era otra forma de castigarme por todo, pero luego me di cuenta de quién eras, así que te seguí.
Apartó la mirada y la enfocó en la vela, que se balanceaba entre los dos, iluminando pobremente la estancia.
—No llegué a tiempo para evitar que saltaras. Te vi caer al mar y hundirte en sus profundidades y no pude hacer nada. —La frustración y la desesperación de su voz eran tan palpables que se me encogió el corazón. Si hubiera sabido que él iba a presenciar mi caída, quizá no habría saltado—. Él apareció a mi lado y le pedí que te salvara, le dije que le entregaría todo lo que me quedaba si lo hacía.
—¿Y qué fue lo que respondió? —le pregunté con voz estrangulada.
—Que, si había aprendido algo de la última vez, te salvaría yo mismo.
Él se pasó una mano por el pelo y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Así que sí, lo hice, Aisha —admitió con voz temblorosa—. Salté para salvarte, porque la niña que jugaba con su hermana en mi jardín no merecía morir y tampoco merecía la vida que le esperaba si los dioses le ponían las manos encima. Pero, al final, no te he salvado, ¿verdad? Te he condenado del mismo modo en que condené a Isabella.
Tomó una fuerte bocanada de aire para infundirse de valor.
—No tengo derecho a quererte, Aisha. Espero que ahora lo entiendas, que comprendas porqué he intentado alejarme de ti con tantas ansias. Me niego a que tu vida termine sumida en la oscuridad, me niego a condenarte a una vida mediocre y cargada de tristeza y sueños sin cumplir. No puedo ofrecerte nada.
—Sí me has salvado, Sunan —murmuré—. Mi vida no habría sido igual si hubiera despertado sola en aquella playa. Me lo has dado todo sin pedir nada a cambio y ahora descubro que has pasado ochenta años sufriendo en soledad. ¿Por qué crees que te voy a odiar?
—Porque llevé a Isabella al borde del suicidio, Aisha. La hice tan desgraciada que su única alternativa fue pedir un deseo a un dios.
Le miré a los ojos porque, por un instante, estuve segura de que no lo decía en serio, pero mi conexión con él a través del lazo me decía todo lo contrario. Sunan había pasado toda su vida culpándose por algo que no pudo controlar, porque la persona a la que juró amar quiso convertirle en alguien que no era y él no fue capaz de cumplir con sus deseos.
—Sunan, le diste varias oportunidades para que se marchara. Por el amor de dios, ¡si aprendiste a cocinar para que ella no tuviera que hacerlo! Le diste todo lo que pudiste y, aún así, para ella no fue suficiente. Bien, pues ella se lo pierde —señalé, pensativa. Sunan abrió los ojos de par en par, sorprendido por mi actitud.
—No fui capaz de cumplir con mi deber como marido —dijo, abatido—. ¿Qué te hace pensar que podré darte todo lo que deseas?
—Porque yo no deseo nada, Sunan, solo ansío mi libertad y eso no depende de ti, sino de mí —respondí con sencillez.
Sunan perdió el habla. Sin duda esperaba que, tras su confesión, lo que había entre los dos se marchitara y no comprendía mi reacción en absoluto.
—No se come de la libertad. No se vive de ello.
—Soy capaz de cultivar mi propia comida y de criar animales sin ayuda de nadie, muchas gracias por tu preocupación —remarqué bruscamente—. Y quiero que sepas que me parece tremendamente ofensivo que a Isabella no le gustara Rosenshire. ¿Qué tiene de malo este pueblo? Tenemos mar, bosques, animales, dioses increíblemente raros y también un dios un poco siniestro pero que, extrañamente, me salvó la vida. ¡Ah! y encima me ha visto desnuda —admití a media voz. Aún seguía llorando y dudaba que pudiera parar en algún momento, pero la expresión de Sunan en ese momento me resultó bastante divertida, así que no pude evitar echar a reír—. ¿Qué tenemos que envidiarle a Londres, a esa ciudad gris y sin vida? ¿Y por qué ella no supo valorar todo lo que le dabas? Es injusto. Incluso ahora que está muerta, sigues cargando con una penitencia que no te corresponde solo porque querías que fuera feliz. Tú eres así, Sunan, lo das todo por las personas que te importan.
»Entiendo que hayas creído que, al contarme tu verdad, te iba a odiar —le dije en voz baja—. Estás tan acostumbrado a odiarte y a culparte por todo lo que sucede a tu alrededor que no eres capaz de concebir la idea de que alguien pueda quererte de verdad, que alguien te vea como de verdad eres y no del mismo modo en que tú te ves a ti.
La confusión de Sunan era tan palpable que podía sentirla dando vueltas a través del lazo y me confundía a mí también.
—No deberías sentirte así respecto a mí —murmuró, tratando de aferrarse a la idea de que su dolor tuviera algún sentido.
—Pero lo hago. ¿Recuerdas lo que me dijiste cuando te confesé que no me arrepentía de aquel primer beso?
—Te dije que no me conocías —señaló.
—Y yo te respondí que no me importaba quién habías sido en el pasado, sino quién eres cuando estás conmigo. —Suspiré—. Me arrepiento de esas palabras.
Él levantó la cabeza a toda velocidad y el dolor cubrió sus facciones. Sunan sentía que lo correcto era que le rechazara, pero, cuando sentía que estaba haciéndolo a un lado, no podía evitar sentirse dolido.
—Pero no lo hago por el motivo que crees, testarudo —le aclaré—. Me arrepiento porque, ahora que sé quién fuiste en el pasado, me importas todavía más. Eres la persona más bella que he conocido en toda mi vida, no solo por fuera, sino también por dentro.
Sunan pareció tan impactado como yo porque, durante un largo minuto, solo pudo pestañear.
—Aisha...
—¿Qué? —le grité—. ¡Querías sinceridad, ahí la tienes!
—¿Cómo puedes decir tantas cosas buenas de mí después de lo que te he contado?
—¿Quién padece de sordera selectiva ahora, eh? —me burlé, pero él ni siquiera sonrió cuando le acaricié la mejilla—. Sunan, eres maravilloso y te quiero tanto que a veces no sé cómo consigo contener todos estos sentimientos dentro de mí. Ya has sufrido demasiado. Mereces ser feliz, te lo has ganado.
—¿De verdad lo crees?
Sonreí.
—Sí, lo creo. Y me voy a encargar de repetírtelo cada día si con ello consigo que por fin te lo creas.
Sin mediar palabra, Sunan se puso en pie y me abrazó. Cerré los ojos al sentirle tan cerca de mí, al saber que ya nunca más me iría, que lo que sentíamos el uno por el otro era correspondido.
Estábamos ahí. Existíamos. Eso era todo lo que necesitábamos.
—Te quiero, Sunan. O Gerald o como quiera que te llames —susurré.
Sentí como si en mi interior algo se hubiera liberado, como si un nudo que llevaba demasiado tiempo aferrándose a mí se hubiera soltado por fin. Dios, lo había dicho. Le había dicho que le quería.
Él se echó a reír.
—Sunan. Es el nombre que escogí para mí en mi última vida.
—Pues te quiero, Sunan.
—Yo también te quiero, Aisha. Te quiero tanto que me siento incapaz de dejarte ir, por egoísta que suene eso.
Le miré a los ojos. Aún seguía llorando, pero en esa ocasión había un sentimiento muy diferente latiendo a través del lazo. Era el amor que sentíamos el uno por el otro, fluyendo como la corriente de un río. Eso no se podía fingir, no había dios capaz de hacer eso. Lo supe sin necesidad de comprobarlo.
Le rocé los labios con la punta de los dedos. Me temblaban las manos por la emoción, pero eso no me impidió deslizarlas por su nuca y atraerle hacia mí para besarle.
Sunan me devolvió el beso sin dudarlo un segundo y, cuando nos separamos, me acarició la mejilla solo para asegurarse de que yo seguía ahí.
—Creí que me gritarías, que me llamarías embustero y que no querrías volver a dirigirme la palabra —admitió—. Estaba dispuesto a perderte. Tenía esa idea aceptada. Pero... jamás imaginé que la verdad fuera a acercarnos más.
—La verdad acerca, Sunan. Siempre lo hace.
—Lo que siento por ti no se puede comparar con nada que haya sentido antes por nadie. Y, si te digo la verdad, al principio me aterraba. Llevo... —resopló e intentó controlar sus emociones, pero aún le temblaba todo el cuerpo—. He pasado demasiados años torturándome, culpándome a mí mismo, pensando que no merezco que nadie me quiera, y de pronto llegaste tú y me cambiaste la vida.
»Eres como un faro, Aisha. No importa lo mucho que tú estés sufriendo, siempre iluminas a los demás. —Me acarició los hombros y no pudo evitar besarme en la mejilla y descender hasta mi mandíbula, arrancándome un escalofrío—. No te haces una idea de lo mucho que me has ayudado. Me has salvado.
Me eché a reír.
—A Lynette le encantará oír esto.
—¿Por qué? —me preguntó él con una sonrisa en los labios.
—Porque, cuando le dije que no estabas interesado en mí, me dijo exactamente lo mismo que has dicho tú. Que te estaba salvando.
—Ser inteligentes viene de familia, supongo —replicó, dedicándome la sonrisa más dulce que le había visto jamás—. Aunque lo cierto es que he intentado disimular mi interés en ti en la medida de lo posible, pero he fracasado todas y cada una de las veces. ¿De verdad no te diste cuenta de cómo te miraba?
—Sí, pero soy testaruda —me lamenté.
—Me encanta que seas testaruda —susurró con voz ronca.
—Y me enfado con facilidad —admití a media voz. Estaba tan cerca de mí que cada vez que hablaba, mis labios rozaban los suyos.
—Sobre todo cuando tienes hambre.
—¿Por eso siempre me cocinas?
—No quisiera ser objeto de tu furia —ronroneó.
Me mordí el labio inferior y su mirada se detuvo ahí.
—No creas que no he pensado en golpearte muchas veces.
—Lo sé, eres como un libro abierto. —Se me quedó mirando en silencio, era increíble que aún siguiéramos llorando, pero, al parecer, éramos incapaces de parar—. ¿Y en qué piensas ahora?
—Deberías saberlo.
—Quiero que me lo digas.
—Pienso en besarte.
Entonces, le besé. Y no fue un beso triste ni cargado de deseo. Fue un beso dulce, lento y calculado. Sunan dio un respingo y se quedó muy quieto, pero no tardó en reaccionar y sus labios trazaron el contorno de los míos con suavidad.
Me separé de él y le miré a los ojos. Los tenía empañados por la emoción, al igual que yo, y nos secamos las lágrimas mutuamente.
Ya no hacían falta más palabras entre los dos. Ambos habíamos borrado los antiguos límites de nuestra relación para trazar líneas que se mezclaban unas con otras y eran imposibles de distinguir, del mismo modo en que el lazo nos unía el uno al otro.
Lo que sentía por él era algo tan ineludible como el sol que salía por las mañanas. Le quería y ya no pensaba negarlo ni un solo instante más. Al parecer, él tampoco.
En un abrir y cerrar de ojos, Sunan me levantó y me sentó en la mesa. Enrollé las piernas alrededor de su cintura y él profundizó el beso. No había un centímetro de mi cuerpo que no estuviera en contacto con el suyo, pero para mí nunca era suficiente. Le quería del mismo modo en que la luna quería al mar, con un deseo prácticamente incontrolable.
Ya no podíamos negarlo más, no queríamos hacerlo.
No importaba si la magia de los dioses seguía atándonos porque, en realidad, con lazo o sin él, jamás íbamos a separarnos.
Eso podía jurarlo.
Uf. Demasiadas confesiones por hoy. Sunan es Gerald, el desconocido es el dios de la oscuridad, más conocido como el Errante y a Dickens le gusta sentir la hierba bajo las patitas.
¿Os esperabais algo de esto?
¿Teníais sospechas de la identidad de Sunan, del trato que hizo con el Errante?
¿Y qué os parece que nuestro bebé haya cuidado de Aisha incluso antes de conocerla? A mí se me antojó muy tierno 🥺
Nos acercamos a la recta final de Los lazos del mar, pero antes, tendremos que hacer una pequeña pausa para que disfrutéis de lo que va a venir a continuación. No soy una persona asidua a escribir extras en medio de la novela, pero, en esta ocasión, voy a darme un capricho.
Porque sí, queridas, el siguiente capítulo es un extra +18. No es obligatorio leerlo porque no altera la trama, solo vuestras hormonas.
¡Nos vemos en el siguiente!
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