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Capítulo 16


Creía que era difícil perderse en una isla tan diminuta, pero no contaba con lo sencillo que podía resultar desorientarse en la niebla. Sunan suspiró por quinta vez y yo me apoyé en un roble cercano. Habíamos encontrado tres manzanos, con sus ramas salvajes apuntando en todas las direcciones, pero ninguno se parecía ni por asomo al que llevaba en el colgante.

Ahora comprendía el miedo que inspiraba Morwen. No era por los espíritus, sino por la facilidad con la que la gente podía perderse y desaparecer para siempre entre sus robles y sus manzanos. La niebla era como un monstruo gigante y silencioso que devoraba a los más incautos y los hacía deambular hasta su último aliento.

—Creo que ya hemos pasado por aquí —anunció Sunan.

Tenía razón. Era el mismo árbol cuyas vetas parecían panecillos. Habíamos intentado no adentrarnos en la profundidad de la isla, pero aún así era difícil poder orientarse.

—Deberíamos empezar a marcar el camino para no perdernos —sugerí.

—Aisha, ya estamos perdidos.

—La isla no es tan grande, debe haber una forma de entrar y salir —insistí.

—Es un laberinto, por eso la gente la teme tanto —dijo, poniendo voz a mis pensamientos.

Inspiré hondo. No podía dejarme llevar por el pánico, no ahora.

—El miedo es más mortífero que la falta de orientación, así que vamos a mantener la calma y a buscar el manzano torcido —dije—. Tiene que estar en alguna parte.

En ese momento, Dickens maulló en alguna parte del bosque, y el miedo me clavó las garras en el pecho. Si el gato nos había seguido hasta allí, también estaría perdido. Sunan y yo nos miramos, preocupados, y yo le llamé en voz alta. El animal respondió. Parecía asustado.

—Creo que nos ha seguido —murmuró Sunan con preocupacion.

—Tenemos que encontrarle. Si se pierde aquí, no sobrevivirá.

El gato volvió a llamarnos, desesperado, y yo no pude más.

—Vamos a buscarle —dije antes de echar a correr hacia la zona más profunda de la isla, llamando al animal a toda voz.

Atravesé los árboles a toda prisa, seguida de cerca por Sunan. Dickens sonaba cada vez más cerca, parecía que estuviera guiándome a través de la espesa niebla. Atravesamos una nueva hilera de robles y terminamos en un claro donde la niebla no era tan espesa. Entonces, lo vi.

El manzano torcido estaba en medio del claro, como si los demás árboles no tuvieran valor a acercarse.

Y bajo él, aterrorizado, estaba Dickens. En cuanto me vio, levantó las orejas y echó a correr hacia mí. Se frotó contra mi pierna, ronroneando de felicidad.

—Bueno, al menos su escaso sentido de la orientación nos ha guiado en el sentido correcto —señaló Sunan—. Qué irónico.

Cogí a Dickens en brazos, que pareció feliz de tenerme cerca, y rodeé el árbol, bebiendo de cada uno de los detalles.

Era tal como lo había imaginado todo ese tiempo, y el hecho de tenerlo frente a mí fue como despertar de un sueño demasiado largo. Sunan se acuclilló frente al tronco y ladeó la cabeza.

—Mira esto.

Me agaché junto a él, con Dickens colgando de mi hombro como si fuera un pájaro, y ahí, frente a nosotros, estaba el rhine. El musgo cubría gran parte del dibujo y era una versión mucho más rudimentaria que la que Gwynda tenía en su puerta, pero seguía siendo relativamente sencillo distinguirlo.

—Es el rhine —murmuré, aliviada. No me había equivocado, no habíamos viajado hasta una isla peligrosa y plagada de espíritus en vano—. Menos mal que está aquí.

Sunan sonrió de lado.

Dickens saltó de mi hombro y olisqueó el símbolo para luego echar las orejas hacia atrás en cuanto su nariz tocó el musgo.

—Qué árbol tan feo —dijo Jac a nuestra espalda.

Me giré violentamente.

—Te dije que esperaras en la playa.

—Sí, pero no contaba con que el gato echaría a correr y tú terminarías llamándolo a gritos por media isla. La curiosidad me pudo, lo siento —señaló, encogiéndose de hombros—. ¿Qué estáis mirando?

Me hice a un lado cuando Jac se acuclilló entre Sunan y yo e inspeccionó el símbolo.

—Es la misma cosa que tiene Gwynda en la puerta de su casa.

—Se llama rhine —le explicó Sunan con voz pausada—. Es un símbolo que representa el amor entre la diosa de la luna y el dios del mar.

Jac frunció el ceño.

—¿Los dioses pueden enamorarse? —preguntó. Parecía que la idea le repugnaba un poco.

—Eso parece. Y muy apasionadamente, además. Construyeron un templo para estar juntos.

—Oh dios, ¿los dioses construyeron un templo para tener... relaciones?

Lucía tan horrorizado que incluso me resultó cómico.

—Dicho así suena espantoso... y perturbador —señaló Sunan.

Jac dijo algo más, pero no le escuché. Su silueta se difuminó en el aire y, en su lugar, apareció la de un muchacho joven, el mismo que había visto dibujando el manzano torcido sobre el mapa. Llevaba una caja de madera en una mano y una pala en la otra y parecía estar asustado de algo... o de alguien. Una mujer le seguía, pero se quedó a las puertas del claro y no fue capaz de dar un paso más.

—Date prisa —dijo ella—. Puede encontrarnos en cualquier momento.

—Voy todo lo rápido que puedo, Hana.

Me sobresalté al escuchar el nombre de mi propia abuela y di un paso hacia ella. En su juventud, era aún más hermosa de lo que jamás podría haber imaginado. Tenía la piel blanca, el pelo negro y aquellos preciosos ojos rasgados que yo también había heredado. Era tan bella que deseé poder alargar la mano y acariciarle la mejilla.

Me giré hacia el hombre. Era mi abuelo, sin duda alguna. Tenía el pelo oscuro, al igual que su tez, y aún vestía la ropa tradicional de su pueblo, aquella que siguió llevando hasta el día de su muerte y con la que le enterramos el día en que partió.

Él clavó la pala en la tierra e hizo un hueco lo suficientemente profundo para enterrar la caja. La lanzó allí y la cubrió tan rápido como pudo. Entonces, mi abuela se acercó y, a los pies del manzano, grabó el rhine.

Ambos se dieron la mano y cerraron los ojos, entonando un rezo que yo jamás había escuchado antes.

—Ojalá ninguno de nuestros descendientes tenga que pasar por esto —dijo mi abuelo.

Ella esbozó una mueca de tristeza.

—Tendrán que hacerlo. Quizá sea mi hija, quizá alguno de nuestros nietos... pero, como sacerdotisas, estamos obligadas a servir a la diosa. Y, algún día, ella nos reclamará para romper su maldición. Se lo debemos. Es nuestro orgullo y nuestro honor servir a su propósito.

—Os han esclavizado durante generaciones, Hana —replicó él con un tono demasiado suave para sus palabras—. Puedes adornar tus palabras, pero nunca podrás cambiar el aspecto de tus grilletes, ni tampoco el hecho de que nuestra futura hija estará condenada a una servidumbre que no pidió.

Mi abuela se llevó una mano a la barriga y, entonces, me percaté de que estaba embaraada. De mi madre.

Tuve que hacer un esfuerzo para sostenerme en pie. ¿Acaso mi familia tenía la obligación de servir a la diosa? ¿Por eso mi madre nos llevaba a la playa cada noche, para rendirle pleitesía? ¿Por eso me había llevado al templo?

Tragué saliva. La perspectiva de saber que mi destino había estado marcado incluso antes de haber nacido me pareció tan irreal que me mareé.

De pronto, sentí un odio visceral hacia los dioses, hacia el modo en que nos utilizaban como si fuésemos peones en sus juegos. Los mortales teníamos sentimientos, sueños y aspiraciones. Ellos no tenían derecho a hacernos eso. No podían.

Aparté la mirada de mis abuelos, dejé de escuchar lo que decían. Ya no me interesaba.

Solo entonces, me di cuenta de que no estaba sola.

Él estaba allí, a apenas unos metros de mí. Iba vestido de oscuridad y me miraba fijamente con esos hermosos ojos de color esmeralda, que tenían un brillo antinatural que me arrancó un escalofrío. El pelo negro, que le caía liso hasta la cintura, parecía fundirse con las sombras que se arremolinaban a su alrededor. No tardé en percatarme de que aquella criatura no podía ser humana.

Tenía una belleza arrebatadora, del tipo que robaba el aliento, pero también olía a peligro. Era como una hermosa daga acariciándome la yugular. Sabía que, si me movía un solo milímetro, me degollaría sin pensarlo dos veces.

No era una ilusión, no formaba parte del escenario, destacaba como un lucero en medio de la oscuridad, salvo que él era la oscuridad misma.

—¿Quién eres? —le pregunté. Olvidé la visión, el hombre arrodillado ocultando un secreto que pronto tendría entre mis manos. Lo olvidé todo y reuní el valor para enfrentarle—. ¿Por qué me muestras esto?

Él sonrió. Y en aquella sonrisa no había nada inocente ni bello, solo la crueldad de quien no conocía el perdón.

Ni siquiera le vi moverse, pero bastó un parpadeo para que estuviera frente a mí. Posó su gélida mano sobre mi mejilla y se acercó tanto que me estremecí de terror.

—Todo a su debido tiempo, criatura.

—¿Qué significa eso? —le pregunté una vez más, aunque la voz, las piernas, el cuerpo entero me temblara—. ¿Qué... qué es todo esto? ¿Qué quieres de mí?

Él retrocedió lo suficiente para mirarme a los ojos. Me paralicé como un ciervo frente a un cazador, porque era evidente que yo no era más que un cervatillo asustado y él era el león.

—Haces demasiadas preguntas, pero nunca son las adecuadas —murmuró en mi oído con la voz tan suave como una caricia.

Y entonces desapareció.

Se fundió con la niebla como si estuviera hecho de sombras y todo desapareció a mi alrededor.

Sentí los brazos de Sunan sobre mi cintura y ayudándome a sentarme sobre la tierra húmeda. Sentí su aliento sobre mi mejilla, su voz llamándome desde algún lugar, pero yo solo era capaz de ver a aquel desconocido, aquella criatura que, a todas luces, no tenía nada de humana.

Jac se agachó frente a mí y, al ver que no reaccionaba, hizo lo que cualquier persona desesperada habría hecho en su lugar: sacudirme como una rama.

—¡Aisha! ¿estás bien? —me preguntó, desesperado.

Asentí a duras penas.

—He tenido otra visión —le dije a Sunan en un murmullo.

—Aisha...

—La diosa me ha mostrado algo, pero no entiendo...

—Aisha —me llamó Sunan otra vez.

—Creo que era algún antepasado, le he visto enterrando la caja bajo el árbol y luego...

—Aisha, no lo entiendes —me dijo con desesperación—. Estabas envuelta en sombras, te estaban devorando

Parpadeé, aturdida, y miré a Sunan. Tenía una mueca de preocupación en el rostro, igual que Jac.

—¿Qué? Pero cuando la diosa de la luna me muestra algo, me brillan las manos —logré articular.

Mi propia voz sonaba ajena, como si fuera un eco que reverberaba en una habitación vacía y luego regresaba a mí distorsionado.

—No ha sido la diosa de la luna —dijo Sunan, tirando de mí para ayudarme a ponerme en pie—. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

Negué con la cabeza y me arrastré hacia el árbol. Tenía que encontrar la caja, saber lo que escondieron mis abuelos, así que, aunque al principio intentaron detenerme, al final me arrodillé frente al árbol y cavé con mis propias uñas. Sunan y Jac se unieron y me ayudaron.

La caja de madera apareció apenas unos minutos después. Los tres estábamos exhaustos y Jac la sacó y la dejó en el suelo, sacudiéndole la tierra con la mano. Era una caja sencilla, sin ornamentos ni florituras. Ni siquiera necesitaba una llave.

Lo abrí y me sorprendió encontrar un papel ajado en su interior. Lo desdoblé con cuidado y fruncí el ceño. No pude evitar ocultar mi decepción cuando leí su contenido. Por un segundo, creí que encontraría algo importante, pero no era eso lo que parecía.

Lo leí en voz alta.

—«La sangre abrirá la puerta, el corazón dará la libertad, el alma otorgará el perdón» —recité.

Sunan me miró, confundido.

—¿Qué significa eso?

—No... no lo sé —balbuceé.

Apenas era capaz de formular una frase coherente. Sentía el cerebro embotado. Sunan me ayudó a ponerme en pie y a guardar la nota. Me apoyé en él mientras salíamos del claro y Jac y Dickens nos abrían el paso.

Justo cuando íbamos a deshacer el camino, el gato se detuvo de golpe y emitió un siseo salvaje, haciendo que todos nos detuviéramos. Se le erizó el lomo y echó las orejas hacia atrás, mostrando los dientes.

—Será mejor que vayamos por otro camino —murmuré—. Los animales no suelen equivocarse.

Los chicos asintieron y nos desviamos del camino, bordeándolo con cuidado. En un momento dado, habría jurado que vi una silueta oscura deslizarse por el camino que íbamos a tomar.

Caminábamos despacio y, cuando quisimos percatarnos de ello, seguíamos a Dickens. Era el único que parecía conocer un camino en medio de la niebla espesa.

El animal se detuvo junto a una cabaña que, a todas luces, estaba completamente abandonada. Las hiedras se habían apoderado de la mayor parte del techo y colgaban salvajes desde todos los rincones, como si fueran manos deseando atrapar a los más incautos, y el musgo cubría casi toda la piedra.

—Podemos parar aquí para descansar, Aisha parece a punto de desmayarse —señaló Jac.

—No sé hasta qué punto es buena idea detenernos en una cabaña después de lo que acabamos de ver —jadeó Sunan, agotado por cargar con gran parte de mi peso a través del bosque.

Me separé de él para que pudiera recuperar el aliento e inspeccioné el lugar con lentitud, temerosa de que, si me movía de forma demasiado brusca, perdería el equilibrio.

En la puerta había un dibujo y me acerqué para observarlo más de cerca. Alguien lo había grabado con un cuchillo y luego lo había quemado para que la madera ennegrecida simulara un eclipse lunar. Era lo único que no estaba cubierto de plantas, como si alguien se molestara en limpiarlo de vez en cuando. Me giré hacia Sunan para señalarlo cuando la puerta se abrió de golpe y caí en el interior.

Escuché el crujido de la puerta al cerrarse de golpe y Dickens se abalanzó sobre mí como si se hubiera asustado. Apoyándome en un escritorio medio derrumbado y comido por las termitas, me puse en pie con dificultad y me sacudí el polvo del vestido. Aún me temblaban las piernas por el encuentro con aquel extraño, que me había drenado la energía por completo. Puse las dos manos sobre el escritorio y respiré hondo. Ahora solo tenía que volver a la puerta y salir de ahí.

Apenas conseguía distinguir las voces de Jac y de Sunan, eran una especie de cacofonía que cada vez perdía más el sentido. Me giré hacia la puerta y algo cayó del escritorio con un golpe sordo.

Bajé la mirada con lentitud, como si lo viera todo a cámara lenta. Cada vez estaba más mareada, el aire era asfixiante y me daba la sensación de que la cabaña estaba levemente más oscura que hacía un momento.

Me agaché para recoger lo que había tirado. Era un anillo completamente negro. Estaba segura de que ni siquiera reflejaba la luz del sol, si es que alguna vez la había visto entre tanta niebla y oscuridad.

—No tienes derecho a tocar eso —siseó una voz masculina desde el otro lado de la cabaña.

Alcé la vista. Estaba junto a la puerta y ni siquiera supe cómo era posible que no hubiera reparado en él. Era un hombre corpulento, cuyos rasgos apenas conseguía distinguir en medio de la oscuridad. Parecía mayor, quizá tendría la edad de mis padres.

—Lo siento, no pretendía...

—¿Que no pretendías, qué, perra de la luna? —me interrumpió—. ¿Venir aquí, al único lugar donde la oscuridad reina para robarle sus secretos? ¿Te envía la diosa?

Retrocedí hasta que choqué con el escritorio. Dickens se interpuso entre los dos, con el lomo erizado y enseñándole los dientes. El animal era demasiado pequeño para enfrentarse a aquel gigante y él estaba demasiado cerca de la puerta como para permitirme escapar. No había forma de salir de allí, así que tenía que ganar tiempo como fuera para que Jac y Sunan lograran entrar. Les oía golpear la puerta una y otra vez con desesperación. Tenían que llegar a tiempo, debían hacerlo.

—No me envía nadie —admití, buscando algo con lo que defenderme. Palpé el escritorio, desesperada—. Solo quería visitar la isla de los espíritus. Se ve desde la costa.

El hombre se carcajeó y dio un paso adelante, haciendo que Dickens bufara aún más. El terror provocó que me fallaran las piernas y caí al suelo. Dickens retrocedió conmigo y le abracé, intentando protegerle, cuando vi que el hombre sacó un cuchillo. El animal se sacudía en incontables temblores de rabia, aunque quizá fuera yo quien temblaba.

—¿Es que acaso no le habéis arrebatado lo suficiente? —me preguntó, molesto—. ¿Con qué derecho os atrevéis a profanar también la tierra donde le rezamos?

«Cierra los ojos» escuché de pronto.

Parpadeé, atónita. Era la voz del desconocido que había visto en el claro.

—Espero que tu muerte le duela a tus dioses —siseó con rabia—. Que la lloren más de lo que lamentaron su maldición.

—¿Qué mal...?

«Ciérralos y, pase lo que pase, no los abras. ¡Vamos, criatura inútil, no tengo todo el tiempo del mundo!», repitió, esta vez más impaciente.

No esperé a que lo repitiera una tercera vez. Cerré los ojos con fuerza, temblando como una hoja de papel, y Dickens saltó de mi regazo.

Durante un breve instante, todo quedó en silencio, pero pronto fue como si un monstruo oscuro y furioso se hubiera despertado. El hombre gritó, oí algo caer al suelo y el sonido de la madera al astillarse en mil pedazos, sus piezas cayendo sobre mi vestido mientras yo me cubría la cara.

—¡Aisha! —gritaron Jac y Sunan.

Alguien me levantó del suelo y me sacó de la cabaña. Anduvimos unos pasos y sentí el frío de la niebla rozándome la piel.

—Aquí hay una piedra. Te voy a ayudar a sentarte. Despacio.

Solo me soltó cuando se aseguró de que yo estaba a salvo. Me puso su chaqueta por encima, como si con ello pudiera protegerme, y entonces, lo oí caminar lejos de mí y reuní el valor suficiente para abrir los ojos de nuevo.

Jac estaba frente a la puerta de cabaña. O, más bien, lo que quedaba de ella. Tenía el rostro lívido y las manos le temblaban. Fue Sunan quien tuvo que acercarse a él y sacarlo de allí. Aún así, no dejó de mirar hacia el agujero negro en el que antaño había una puerta, como si esperase que algo espantoso fuera a salir de allí.

Lo único que salió fue Dickens, a quien le habían caído algunas astillas de madera sobre el pelaje.

—¿Qué ha pasado en la cabaña, Aisha? —me preguntó Sunan, captando de nuevo mi atención.

Apreté los labios y Dickens saltó a mi regazo. Le abracé contra mi pecho, agradeciéndole que hubiera intentado protegerme. Nunca había tenido una mascota, pero, desde ahora, los gatos se habían convertido en mis animales favoritos.

—Había un hombre tras la puerta. No me di cuenta y... tenía un cuchillo, Sunan —sollocé—. Dijo que me mataría, que eso le enseñaría una lección a la diosa. Me acusó de robarle secretos a la oscuridad. Ni siquiera entiendo a qué se refería...

Sunan me abrazó con fuerza y sollocé en su hombro durante largo rato. Sentirlo tan cerca de mí me calmó e, interiormente, decidí que no volvería a separarme de él nunca más. Había sentido su desesperación y su dolor a través del lazo, el miedo lacerante de perderme. Eso fue lo que me hizo perder el control.

—Siento no haber podido ayudarte. Jac y yo intentamos tirar la puerta abajo, pero estaba bloqueada —admitió. Le temblaba la voz por la impotencia—. Lo siento mucho, Aisha.

—Creo que será mejor que salgamos de aquí —murmuró Jac con voz temblorosa—. No quiero pasar ni un minuto más en esta maldita isla.

Dickens ronroneó y saltó al suelo. No dijimos una sola palabra por el camino. Tuvimos la gran fortuna de no perdernos en el regreso. Gracias, en parte, a la guía de Dickens.

En cuanto llegamos a la playa, me percaté de que aún tenía el anillo que había cogido en la cabaña. Lo había agarrado con tanta fuerza que su silueta se había marcado en la palma de mi mano. Durante un instante, pensé en tirarlo, en dejar toda aquella locura atrás, pero algo me empujó a esconderlo bajo la chaqueta de Sunan cuando nos subíamos al bote.

Al llegar al barco, Banon estaba eufórico. Recogía la red, que estaba repleta de peces, y Jac pareció despertar por fin de su trance para ayudarle a hacerlo. Sunan y yo, en cambio, no teníamos fuerzas para hablar. Nos sentamos hombro con hombro y observamos a Dickens mientras atrapaba un pez que se había escapado de la red y lo devoraba allí mismo.

—¿Qué llevas ahí? —me preguntó Sunan de pronto.

—Es un anillo.

—Ya lo veo. ¿Puedo verlo?

Dudé. No quería separarme de él, como si fuera una especie de tesoro privado, pero al final se lo tendí. Sunan frunció el ceño en cuanto lo sopesó en la mano, pero su mueca se acentuó aún más cuando comprobó que, efectivamente, no brillaba bajo la luz del sol.

Ni siquiera pasó una segunda inspección. Se levantó de golpe y habría estado a punto de lanzarlo por la borda de no ser porque leí sus intenciones y se lo arrebaté, abrazándome al anillo.

—¿Qué haces? —le grité.

—Ese anillo no es normal, Aisha —me explicó—. Ni siquiera deberías tenerlo. Lo que había en esa isla era peligroso, y no deberías traerlo contigo. Quién sabe las cosas que podrías despertar.

Mascullé un insulto por lo bajo y engarcé el anillo en el colgante del manzano torcido, dedicándole una mirada amenazadora a Sunan. No iba a permitir que me lo arrebatara. Él se limitó a suspirar y aceptar que no podía obligarme a desprenderme de él.

—¿Qué había en la cabaña? —le pregunté a Sunan.

Al oírme, Jac miró en nuestra dirección y se deshizo en un escalofrío. Sunan compuso una mueca y apartó la mirada. Gracias al lazo, supe que iba a mentirme mucho antes de que abriera la boca.

—Nada de lo que debas preocuparte.

—Algo me habló. Y no me refiero al hombre que intentó matarme. Algo me pidió que cerrara los ojos. Necesito saber qué era.

—No puedo decírtelo —murmuró—. Hay cosas que es mejor que permanezcan en el olvido.

—Bien, pues si tú no puedes decírmelo, Jac lo hará. ¿Verdad, Jac?

Él me miró y negó con la cabeza.

—No, Aisha —me dijo. Quizá era la primera vez que estaba de acuerdo con Sunan en algo—. Y creéme que, si no te lo contamos, es porque preferimos que vivas sin saber lo que ocurrió en el interior de esa cabaña.

—Qué bien hablas cuando te interesa —mascullé.

Jac me dedicó una sonrisa forzada mientras cerraba la red de pesca. Banon, que había terminado de recogerla y parecía ajeno al ambiente lújubre que se respiraba en el barco, dio un salto de alegría.

—¡Si vuelvo a ver a ese muchacho, le besaré los pies!

Los tres nos miramos.

—¿Qué muchacho, padre?

Banon dio un manotazo al aire, como si no fuera importante.

—Ah, un chico un poco raro. Se sentó a charlar conmigo mientras os esperaba y me dijo dónde debía lanzar la red.

—¿Cómo era? —me atreví a preguntar, aunque lo cierto era que no quería saberlo.

—Era un muchacho joven, un poco más pequeño que tú, de rostro ovalado, pelo largo y negro como el carbón, y ojos tan verdes que parecían de mentira. —Miró a Dickens y lo señaló con una mano—. Como el condenado gato ese que no hace más que robarme el pescado. ¡Eh, tú, fuera de ahí!

Tragué saliva y me aferré al anillo como si fuera a darme las respuestas que necesitaba.

Ojos verdes que no parecían naturales.

Era la misma persona, debía serlo.

Porque si había dos como él, eso sería absolutamente aterrador.

—¿Y cómo se subió al barco, padre? —preguntó Jac de pronto—. ¡Estamos a cientos de metros de la costa!

Banon frunció el ceño y miró su barco como si fuera un enigma que debía resolver.

—¿Nadando?

—¿Estaba mojado?

—No, claro que no. Tendría una barca, no lo sé. ¡Yo solo sé que me di la vuelta y ahí estaba él, listo para salvar la temporada! —exclamó con entusiasmo—. Con esto ganaremos suficiente dinero para vivir todo el verano, Jac. ¿No es maravilloso, acaso?

—Sí, lo es —dijo Jac—, pero será mejor que salgamos de aquí. La gente de Morwen no es muy agradable, que digamos. Preferiría no tener que cruzarme con ese hombre ni con cualquier otra cosa.

Suspiré. Estaba demasiado cansada y asustada para pensar. Lo único que quería era llegar a casa, tumbarme en la cama y esperar a que ese día terminara de una vez. Sunan, notando mi cansancio, me atrajo contra su cuerpo y apoyé la cabeza en su regazo.

No logré conciliar el sueño. Las últimas palabras del que pudo haber sido mi asesino me azotaban como un vendaval.

«¿Es que acaso no le habéis arrebatado lo suficiente?»

¿De qué hablaba?

Me sentía atrapada en un mundo desconocido, como si de pronto todo el mundo hubiera empezado a hablar un idioma distinto al mío. No sabía cómo desenvolverme, cómo seguir adelante más allá de continuar investigando.

Releí la nota que había hallado oculta en el manzano.

«La sangre abrirá la puerta

el corazón dará la libertad

el alma otorgará el perdón»

No sabía lo que significaba, pero estaba dispuesta a averiguarlo.


¿Casi mato a Aisha? Casi mato a Aisha.

Creo que va siendo hora de echar a correr.

Ejem... ¿Quién creéis que es el desconocido y por qué pensáis que la ayudó en la cabaña? CONTADME VUESTRAS SOSPECHAS

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