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Capítulo 14 (Parte I)

Estaba tumbada a los pies del manzano, leyendo un nuevo libro que Sunan me había prestado por haber aprendido a escribir mi nombre. Luego, me dijo, tendría que aprender a escribir el abecedario completo. Dickens, a mi lado, ronroneaba con fuerza mientras yo le acariciaba distraídamente detrás de las orejas. Lynette, en cambio, tenía la cabeza apoyada en mi hombro y los ojos cerrados. Estaba escuchándome mientras leía en voz alta un extracto de la novela que tenía entre manos.

Ella ya había dejado de llorar, al menos, durante los últimos minutos. Seguía teniendo los ojos rojos. Esa mañana, mi hermana había aparecido con los ojos llenos de lágrimas y aún no se atrevía a contarme lo que le sucedía, solo me pidió que le leyera algo y que la reconfortara, como cuando éramos pequeñas y regresaba a casa después de que algún niño la insultara. Siempre nos tumbábamos juntas en la cama y yo le contaba alguna historia que había oído. Solo me detenía cuando ella se había calmado lo suficiente para contarme lo que le sucedía. Entonces, la dejaba dormitando en la habitación, buscaba a Jac y juntos recorríamos el pueblo en busca de esos niños. Solía regresar a casa con alguna magulladura, pero Lynette nunca se atrevió a preguntarme qué hacía cada vez que salía. Siempre pensé que, en el fondo, temía oír la respuesta.

Cerré el libro de golpe, suspirando.

—Lyn, tienes que contarme lo que te sucede. No puedo ayudarte si no hablas conmigo.

Ella hizo un puchero y supe que estaba luchando para no romper a llorar otra vez.

—Es que nadie puede ayudarme, ya no —admitió con voz temblorosa.

Me giré hacia ella y, automáticamente, mi hermana apartó la mirada mientras se secaba una lágrima.

—¿Eso es lo que has aprendido de mi ejemplo, Lyn, que debes rendirte a la primera de cambio?

Podía apostar un brazo a que su problema provenía de Mared, que era su mayor fuente de alegrías y tristezas. Había días en los que estaba increíblemente feliz por tenerla en su vida, pero otros días pensaba en el futuro y su humor se nublaba por completo.

—Pero tú eres fuerte, Aisha, y tienes a Sunan de tu parte. Yo no tengo nada.

—Me tienes a mí —respondí suavemente.

Dickens se levantó y frotó su cabeza contra el costado de Lynette, pero mi hermana no le hizo caso, así que el gato regresó junto a mí.

—Por supuesto que sí, pero en esto no puedes hacer nada.

Tomé el rostro de mi hermana entre las manos y la obligué a mirarme a los ojos.

—Cuéntamelo, por favor. Sabes que me duele verte así.

Lynette tomó una bocanada de aire y bajó la mirada.

—Cadell le ha pedido matrimonio a Mared.

Fruncí el ceño. Mared aún era demasiado joven para comprometerse y, además, jamás había hablado con Cadell. Eso no tenía ningún sentido.

—¿Y ella le ha dicho que no? —pregunté con cautela.

—¡Por supuesto que le ha dicho que no! —replicó, alzando la voz—. Por suerte, Cadell se ha disculpado con ella y se ha marchado, pero...

Lynette tragó saliva, conteniendo las lágrimas. De pronto, comprendí cuál era su miedo: algún día, ambas tendrían que casarse. Si no era con Cadell, sería con cualquier otro. Llegaría un hombre, del mismo modo en que llegó Edward, y quizá ellas no tendrían la suerte de poder librarse del matrimonio.

—Sé que es el destino que nos espera, que algún día tendremos que casarnos con alguien más y alejarnos la una de la otra, pero eso no hace que duela menos.

La abracé con fuerza, dejando que sollozara sobre mi hombro. Quería consolarla, decirle que todo saldría bien, pero ambas sabíamos que no sería fácil luchar contra la sociedad, ella ya lo estaba viendo escrito en mi propio destino, en el riesgo que corrí solo para poder vivir libre y en las consecuencias que he tenido que afrontar.

Ella levantó la mirada hacia mí con los ojos empañados en lágrimas.

—¿Crees que el dios del mar me escucharía a mí también? —preguntó de pronto.

Di un respingo. Si el dios del mar le ponía una sola de sus divinas manos encima a mi hermana, yo misma me encargaría de hacerle la vida imposible a como diera lugar. No sabía cómo podía luchar contra un dios, pero lo haría si con ello salvaba a mi propia hermana. La agarré de los hombros y la aparté un poco de mí para poder mirarla a la cara.

—Escúchame bien, Lynette: no voy a permitir que te sacrifiques de ese modo. Encontraremos una solución para las dos, te lo prometo, pero, por favor, no hagas eso. No te condenes del mismo modo en que yo lo hice.

—Pero a ti no te va tan mal —murmuró.

—¿Que no? Estoy atada físicamente a un hombre al quien, al parecer, apenas conozco y, por si fuera poco, Edward me abofeteó. Créeme cuando te digo que Edward no va a parar hasta atraparme. Quizá no sea hoy, ni mañana, pero lo hará.

Mi hermana abrió los ojos de par en par y se llevó las manos a la boca, alterada.

—¿Que Edward hizo qué?

Suspiré.

—Yo le golpeé primero, pero eso no importa —le dije, encogiéndome de hombros—. Lo importante es que, por ahora, no tendré que lidiar con él, pero no sé cuánto tiempo tardará en desistir de su búsqueda. Lo que quiero decir, Lynette, es que no hay ninguna garantía de que esto vaya a salir bien. Edward puede aparecer en cualquier momento y llevarme a la fuerza. ¿Y de qué habría servido todo mi sacrificio?

—Pero has conocido a Sunan —admitió ella con una sonrisa.

Fruncí el ceño.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues que, quizá, el dios del mar te ató a él porque es la llave de tu libertad. ¿No lo has pensado? ¿Acaso no has visto la forma en que te mira?

Arqueé una ceja. En ocasiones, Sunan ni siquiera me miraba. Había momentos en los que parecía como si mi presencia en la casa pasara inadvertida para él. Sí era cierto que otros días no hacía más que buscar mi compañía, pero cualquiera lo haría si viviera en total aislamiento.

—¿Y cómo me mira, según tú?

Lo cierto era que temía escuchar la respuesta, pero aún así no pude evitar preguntarlo.

—Como si no hubiera nadie más que tú en el mundo. Te mira como si fueras un tesoro valioso. Te protegería incluso de ti misma, Aisha. Además, es guapo —señaló, pinchándome en la cadera—. Para ti, quiero decir. Ya sabes que a mí los hombres no...

—Entonces, ¿me mira de la misma forma en que tú miras a Mared? —le dije con una sonrisa ladeada.

Mi hermana enrojeció al instante y me dio un golpe en el hombro.

—¡Yo no la miro de ninguna forma!

Me eché a reír.

—Sí que lo haces —señalé, provocándola aún más—. Pero esa no es la cuestión, hermanita. La cuestión es que Sunan no me mira de ningún modo, le doy igual. Solo quiere que se rompa el lazo para que cada uno tome su propio rumbo.

—¿Y tú quieres lo mismo?

Tragué saliva. Una semana atrás, habría dicho que sí, sin pensarlo dos veces pero, en ese momento la perspectiva de alejarme de Sunan me dolía físicamente. Quizá fuera obra del lazo y, probablemente, en cuanto estuviera roto dejaría de sentir todas esas cosas. Lo peor no era que no quisiera separarme de él, sino que sabía que él sí quería hacerlo a toda costa.

—Ahora estoy cómoda con él, pero no quiero aprovecharme de su bondad, Lynette. No quiero atarle a mí como si fuera un animal, bastantes destrozos he causado en su vida desde que aparecí.

Mi hermana miró a su alrededor, haciendo una mueca.

—Pues a mí me parece que has hecho todo lo contrario. Estás llenando su vida de color. Esta casa ya no parece abandonada, al menos, no tanto como antes. ¿Recuerdas la última vez que vinimos aquí?

Asentí. Fue poco antes de que nuestros padres fueran asesinados. Llevaban varias semanas actuando de forma extraña y Lynette y yo decidimos escaparnos hasta el acantilado solo para tener unas horas de paz. Nos sentamos bajo el manzano y, simplemente, nos quedamos allí, quietas, entre la maleza que consumía aquel jardín, sintiendo que algún día nos consumiría a nosotras también.

—Parecía que la maleza iba a tragarse la casa entera. Ese día pensé que la vivienda terminaría desmoronándose, igual que todo a nuestro alrededor, pero tú llegaste aquí y la arreglaste. —Sonrió—. ¿No te das cuenta? Eso es lo que haces tú, Aisha. Llegas a la vida de los demás y, donde antes había gris, ahora hay verde, rojo y azul. Eres una explosión de color y cualquiera que esté cerca de ti el tiempo suficiente sabrá notarlo. No sé cómo era la vida de Sunan antes, pero es evidente que le estás ayudando mucho más de lo que piensas.

—Pero esto no es justo para él, Lyn. Lo he obligado a vivir conmigo y si me trata como lo hace no es por nada en especial, sino porque él es así con todo el mundo. Ya ves cómo es contigo, tampoco fue capaz de decirte que no cuando le pediste que te enseñara a escribir. Que sea amable no quiere decir que le guste todo lo que sucede a su alrededor o que quiera vivir conmigo, ¿entiendes?

Lynette me miró con sus enormes ojos azules y, de pronto, se echó a reír.

—¿De qué te ríes? —le espeté, frunciendo el ceño.

—Si te has creído esa patraña de que haría todo eso por cualquier persona es que eres terriblemente inocente, Aisha.

Me mordí el labio inferior, sonrojada hasta las orejas, y mi hermana entrecerró los ojos.

—Me estás ocultando algo, ¿verdad?

Le ocultaba muchas cosas a mi hermana. Algo que, hasta hacía unas semanas, era impensable, pero sabía perfectamente a lo que se refería. Intenté no pensar en la cueva, pero fue imposible.

—No —murmuré, apretando los labios y apartando la mirada.

—Ah, ¡vamos! ¡Cuéntamelo ya, no me obligues a zarandearte hasta sacar la verdad de esa boca sucia que tienes!

—¡Yo no tengo la boca sucia!

—No desvíes el tema. Quiero la verdad y la quiero ahora.

Suspiré. De nada servía ocultarlo durante más tiempo.

—Me besó —dije en un susurro apenas audible.

—¿Que hizo qué? —casi gritó.

—No grites, maldita sea —le supliqué, tapándole la boca—. Digo que... eso, que me besó... Pero luego se disculpó por ello, dijo que había sido inapropiado y que no volvería a repetirse, que podía sentirme a salvo a su alrededor porque no volvería a hacer algo así.

Lynette se llevó la mano al pecho y exhaló un suspiro en un gesto teatral.

—Ese hombre es perfecto.

—Y me odia —murmuré.

—No te odia, pero es lógico que lo considere inapropiado. Vives en su casa por obligación, no tienes otro lugar a donde ir, creo que siente que se está aprovechando de ti.

—Soy yo la que se está aprovechando de él, Lyn. No para de comprarme cosas. Mira el regalo que me hizo —le dije, señalando mi brazalete.

Ella miró el brazalete y le dio vueltas alrededor de mi muñeca para verlo mejor. Sabía que a mi hermana le gustaban las joyas. Me miró, sorprendida.

—¿Te lo regaló él? Lo reitero: ese hombre es perfecto. Cásate con él y tened media docena de hijos.

Le di un golpe en el hombro, abochornada.

—Lyn, por el amor de Dios, no digas tonterías. Es un cabezota, un testarudo y un terco.

Lynette arqueó una ceja.

—Esas tres palabras significan lo mismo, Aisha.

—Lo sé, pero con una no tengo suficiente —mascullo.

Ambas nos echamos a reír a la vez.

—Hacía tiempo que no estábamos las dos solas —suspiró.

—Unas semanas, en realidad —señalé y, acto seguido, compuse una mueca. Pasar tanto tiempo con Sunan me estaba afectando—. Pero las he sentido como si fueran meses.

Ella sonrió de lado.

—¿Sabes? Hace días que no se ve a Edward y a ese otro merodeando por el pueblo.

—Espero que se hayan marchado —suspiré.

Lyn apoyó la cabeza en mi hombro y cerró los ojos.

—Yo también lo espero.

Tomé una bocanada de aire y me recosté contra el tronco del manzano. Prácticamente había crecido alrededor de aquel acantilado y parecía cosa del destino que, al final, terminara viviendo justo ahí.

Eché un vistazo hacia la casa. Sunan se había retirado a su estudio para darnos privacidad. Desde lo sucedido en la cueva, me había dado cuenta de que el lazo entre los dos había cambiado. Si me concentraba lo suficiente, podía sentirle al otro lado del vínculo. Así, cuando me aburría, podía saber lo que estaba haciendo. Me sentía una intrusa, pero tenía el consuelo de que, probablemente, él también podría hacer exactamente lo mismo conmigo. No habíamos avanzado prácticamente nada en la búsqueda de los asesinos de mis padres y, aunque lo había intentado en varias ocasiones, no volví a tener más visiones.

Bostecé. Me estaba quedando adormilada.

—Así que aquí era donde te escondías, sinvergüenza. ¿Prefieres vivir en una casa abandonada antes que casarte con un hombre rico? ¿Es eso lo que te enseñó la salvaje de tu madre?

Lynette y yo alzamos la vista instantáneamente al reconocer aquella voz. Mi tía Rhonda me miraba desde el cerco de piedra, tenía el rostro enrojecido por la rabia e, instantáneamente, me puse en pie, poniendo la mayor distancia posible entre nosotras. No quería que nadie volviera a golpearme jamás. Mi tío Cranog iba tras ella, callado como nunca antes le había visto. Apenas se atrevía a mirarme.

—Tía Rhonda, déjala tranquila —dijo Lynette, interponiéndose entre las dos.

Mi tía se cruzó de brazos con rabia, algo que provocó que su moño se deshiciera un poco.

—¿Y tú también estás compinchada con ella? —siseó.

Respiré hondo, haciendo acopio de la poca calma que me quedaba, pues sabía que, de quererlo, mi tía podría arrastrarme fuera de la casa y yo no tendría forma de evitarlo.

—¿Cómo me encontraste?

—Seguí a tu hermana —bufó—. No es muy disimulada, que digamos. Primero se lleva un vestido, luego me roba pan y queso... Era más que evidente lo que estaba haciendo.

Lynette se sonrojó y dio un paso atrás.

—No pienso ir a ningún lado —le dije a mi tía con firmeza—. Me da igual lo que hayáis planeado para mí. Quiero ser libre, tengo derecho a serlo.

Rhonda apretó los labios y avanzó hacia nosotras con los brazos en jarra.

—¿Y también crees que tienes derecho a marcharte dejándonos una deuda de cien monedas de plata con Edward Wesley? ¿Cómo esperas que paguemos eso?

El dinero de la dote. Mi tío jamás me había dicho cuánto había pagado Edward por mí, y escuchar aquella cifra imposible hizo que el mundo se tambaleara bajo mis pies. No podría devolver ese dinero ni en cien años.

—¿Os habéis gastado el dinero de la dote? —balbuceé.

—¡Por supuesto que sí! —siseó mi tía.

Mi tío le puso una mano en el hombro a Rhonda y me miró a los ojos, avergonzado. Se notaba que ella misma le había arrastrado hasta allí, pero sabía que jamás levantaría la voz para defendernos. Nunca lo había hecho y dudaba que fuera a hacerlo ahora.

—Aisha, tus primos necesitaban ropa nueva y hemos comprado dos ovejas, así que...

—Te casarás con Edward por las buenas o lo harás por las malas —le interrumpió mi tía.

Me crucé de brazos. Yo era mayor de edad, y ya no vivía bajo el mismo techo de mis tíos. ¿Por qué tenía que obedecer sus órdenes?

—Así que el problema es el dinero, ¿verdad? —dijo Sunan a mi espalda. Me puso una mano en el hombro y se puso delante de mí para evitar que mi tía pudiera hacerme daño—. Les da igual que su sobrina tenga que vivir con un hombre que no duda un segundo en levantarle la mano y en tratarla como si fuera un objeto. Díganme, ¿qué pensarían los padres de Aisha y Lynette si supieran que han vendido a una de sus hijas como si fueran ganado?

—Ellos se marcharon —rugió Rhonda—, y nos dejaron a estas dos para que las cuidáramos. No teníamos dinero y, aún así, las acogimos. ¡Métase en sus asuntos!

Sunan arqueó una ceja, sin inmutarse por la violencia de mi tía.

—¿Cuánto? —la interrumpió.

—¿Qué?

—¿Cuánto dinero le pagó Edward por la dote?

Rhonda tragó saliva y compuso una expresión que yo conocía muy bien. Estaba calculando las posibilidades que tendría de salir ganando. Era algo que hacía a menudo cuando iba los domingos al mercado y empezaba a regatear con los mercaderes.

—Ciento cincuenta monedas de plata.

Esa vez, Cranog no aguantó más.

—Fueron sesenta monedas de plata —dijo, ganándose una mirada de reproche de parte de Rhonda—, no ciento cincuenta.

Aun siendo sesenta monedas de plata, yo sería incapaz de pagarlas. Edward usaría esa baza para atraparme de nuevo y yo tendría que ceder porque no podía dejar a mi familia con una deuda semejante. Me empezaron a arder los ojos y miré a mi tío, desesperada. Él tragó saliva y se acercó a mí.

—Aisha, yo... —Tomó una bocanada de aire y me sujetó de las manos con delicadeza—. Le prometí a tu padre que cuidaría de vosotras si algo malo le sucedía y creí que... Creí que, si te casabas con Edward Wesley, tendrías una buena vida sin preocupaciones. No pensé en que, quizá, tú buscabas algo diferente —señaló, dedicándole una fugaz mirada a Sunan—. Lo lamento. Lo lamentamos, los dos. Nos las arreglaremos para devolver la dote.

Me tembló la voz cuando hablé.

—Tío Cran, siento haberos causado tantas molestias. Sé que no he sido fácil, que cualquier joven habría sido feliz ante la idea de casarse con un burgués, pero yo no soy así, no puedo serlo, y Lynette tampoco —añadí—. Somos diferentes y entiendo que os haya resultado difícil entenderlo. Os ayudaré a pagar la dote. Trabajaré. Venderé los vestidos de mamá, quizá pueda sacar unas monedas de cobre por ellos y...

Cranog negó con la cabeza y me puso la mano en la mejilla.

—No tienes que pagar nada. Esto ha sido culpa nuestra y debemos solucionarlo nosotros. Será mejor que nos marchemos ya.

Aunque estaba decidido a hacerlo, yo sabía que no podrían pagarla. Por mucho que trabajara, apenas conseguían veinte monedas de plata al mes. Si tuvieran que devolverla, tendrían que pasar más de tres meses trabajando como esclavos y sin apenas comida. No podía pedirles que hicieran eso.

—Esperen, por favor —dijo Sunan, entrando en la casa apresuradamente.

Mi tía tenía la cara completamente roja por el enfado y el moño se le había deshecho. Sabía que yo nunca le había gustado, que solo me había acogido porque mi tío se lo había pedido, pero la idea de haber cargado con nosotras dos años y terminar con un deuda con un burgués le parecía el colmo. Aunque la entendía, también necesitaba que ella comprendiera que yo no era mercancía que pudiera intercambiar a cambio de unos zapatos y unas ovejas.

Cuando Sunan regresó, llevaba una bolsa de tela en las manos. No pude evitar abrir los ojos de par en par. Sabía perfectamente lo que había en su interior.

—Aquí dentro hay ochenta monedas de plata. Serán suficientes para que le devuelvan la dote al señor Wesley y puedan mantener a Lynette Madwing sin preocupaciones —señaló. Cuando mi tía fue a extender la mano para coger la bolsa, él la retiró—. Pero les aseguro que, si esto se repite, habrá consecuencias.

Lynette contuvo la respiración. Sunan no solo me estaba protegiendo a mí, sino también a ella. Acababa de pagarle a mis tíos solo para que no la comprometieran a ella también. Se me llenaron los ojos de lágrimas y, de reojo, vi que mi hermana estaba en el mismo estado, pero aún así no podía permitirlo, era demasiado. Ya había hecho demasiados sacrificios por mí, no tenía porqué hacer esto.

—Sunan, no puedo permitirlo —le dije, poniéndole una mano en el hombro—. Encontraré la forma de pagar la dote por mi cuenta, tú ya has hecho demasiado por mí.

Él se echó a reír.

—¿Demasiado? —repitió, con una sonrisa burlona—. Estas monedas no son nada para mí, Aisha. Además, me encantaría informarles, señores Madwing, de que la dote, en realidad, se debe pagar al hombre y no al revés, así que lo que ha hecho el señor Wesley es, literalmente, comprar a la señorita Madwing como si fuera ganado en una feria. Su objetivo, probablemente, era prostituirla en Londres o ganar acceso a alguna de sus propiedades, si es que tienen alguna y son conscientes de ello. —Sunan se metió una mano en el bolsillo con tranquilidad—. Y, ahora, si no les importa, les agradecería que salieran de mi propiedad y me permitan seguir disfrutando de esta agradable tarde.

Mi tía Rhonda parpadeó, confundida, y balbuceó algo que no llegué a comprender antes de coger la bolsa de monedas y salir del jardín, airada. Cranog me miró, dubitativo, mientras ella le esperaba a varios metros de la casa.

—Puedes volver a casa, si quieres —me dijo—. Nuestras puertas siempre estarán abiertas para ti.

Pese a todo, sonreí. Mi tío siempre me había tenido aprecio, no podía culparle por intentar buscar un futuro mejor para mí. Lo había intentado, pero era yo la que había sido educada de forma diferente, la que veía el mundo a través de un prisma completamente opuesto. Nadaba a contracorriente y sabía que, tarde o temprano, la corriente intentaría arrastrarme hacia el fondo.

—Te lo agradezco, tío Cran, pero aquí estoy bien. Te prometo que iré a visitarte. Dale recuerdos a los gemelos.

Mi tío miró a Sunan y asintió con la cabeza.

—Le agradezco lo que ha hecho por nosotros. Espero que cuide de mi sobrina como yo no supe hacerlo.

—Lo haré —replicó él, seriamente.

Tragué saliva cuando mi tío fue junto a Rhonda y esperó a Lynette. Mi hermana me dio un beso en la mejilla.

—Volveré mañana —me dijo antes de ir tras mis tíos.

Sunan y yo nos quedamos solos, observando cómo mi familia se marchaba por el camino que se había formado entre la hierba a fuerza de pisarlo. ¿Eso era todo? ¿Volvía a ser libre? Ni siquiera lograba asimilarlo del todo.

Respiré hondo y me volví hacia Sunan, que me miraba fijamente, atento a todos mis movimientos.

—¿Por qué has hecho eso? —le pregunté, haciendo el mayor esfuerzo posible para no romper a llorar otra vez.

Él suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—Porque era lo correcto.

—Pero no me debes nada, Sunan. No entiendo porqué quieres ayudarme en esto, ni tampoco porqué te molestas tanto en enseñarme a escribir o en hacerme regalos.

Él se encogió de hombros.

—Simplemente lo hago porque me apetece, Aisha. No hay ningún motivo oculto detrás de esto.

Levanté los brazos al cielo, como si la respuesta al enigma que suponía Sunan se fuera a manifestar por arte de magia frente a mí.

—No lo entiendes, ¿verdad? La gente no es así, no hace esas cosas por amor al arte, no se esfuerza por alguien a quien apenas conoce, con quien las primeras palabras que intercambió fueron una sarta de insultos.

Sunan me miró imperturbable, como si estuviera viendo a una niña tener una rabieta.

—Creo que el problema es que eres incapaz de ver que hay personas en el mundo dispuestas a ayudarte sin pedir algo a cambio, que lo hacen por el simple hecho de verte feliz.

La frustración que sentía era tal que apreté los puños.

—Pero, ¿por qué quieres que sea feliz?

Él sonrió.

—Porque tú siempre intentas que yo lo sea.

Parpadeé, confusa. ¿Era ese el motivo por el que actuaba tan bien conmigo?

—Arreglaste el jardín y limpiaste la cocina —me dijo—. Me das conversación, incluso, cuando yo apenas te respondo, me haces compañía cuando trabajo y te interesas por todo lo que a mí me gusta. Aunque a veces te enfades, siempre tratas de ver todo lo bueno que hay en mí y, lo que es más importante, quieres que yo también lo vea. Intentas conocerme, Aisha, y eso es algo que nadie había hecho por mí jamás.

Me quedé en silencio, intentando procesar sus palabras. Sunan se acercó a mí y me retiró las lágrimas con el pulgar. Ni siquiera me había percatado de que estaba llorando.

—Nunca había conocido a nadie como tú —admití en voz baja, apenas capaz de mirarle a los ojos.

—Yo tampoco.

Alcé la vista, con las mejillas ardiendo. Estábamos muy cerca el uno del otro, tanto que veía sus ojos brillando como dos esmeraldas al atardecer, meciéndome como el agua en la orilla. Quería abrazarlo, quedarme con él para siempre, pero sabía que eso era imposible.

—Quizá mis regalos te parezcan excesivos —añadió de pronto—, pero los tuyos también me lo parecen a mí, así que estamos a la mano.

—Eso solo lo dices porque soy más pobre que una rata y no puedo comprarte regalos.

Sunan se echó a reír.

—Los regalos no se miden por su valor económico, sino por el sentimental. Te aseguro que me aportas mucho más de lo que piensas. Hasta puede que me ponga un poco triste cuando se rompa el lazo y te marches.

Arqueé una ceja y le di un golpe en el hombro.

—¿Solo un poco?

—Bueno, quizá llore un rato —admitió.

—Seguro que te pasarás todo el día llorando —me burlé—. ¡Hasta Dickens me echará de menos, ya lo verás!

—No me extrañaría que ese gato traidor se fuera contigo y me abandonara.

Bufé.

—Si sigues dándole esos trozos de carne seca tan asquerosos es probable que se marche mucho antes.

—Aún recuerdo cuando te comiste uno. Esperaba que lo vomitaras como una bola de pelo.

Sonreí. Aquel fue el día en que desperté, después de pedir el deseo, cuando veía a Sunan como la causa de todos mis problemas y no como una solución. Qué rápido había cambiado todo entre nosotros, con qué facilidad aquella animadversión empezó a transformarse en algo completamente distinto, unos sentimientos a los que no era capaz de ponerle nombre.

—Estuve a punto de escupirlo, pero me contuve —admití.

—Y yo que pensaba que no te quedaba ni una pizca de educación —murmuró.

—Pero solo un poco, nada de lo que preocuparse. Seguro que en un par de días se va por la ventana.

Sunan se inclinó hacia mí, tan cerca que sentí su aliento sobre mi nariz.

—Ah, ¿dices que aún tienes educación? Juraría que la perdiste cuando usurpaste mi cama.

Puse los ojos en blanco.

—Por supuesto que la tengo. Aún me contengo para no darte un azote, pero no puedo asegurarte que sea capaz de contenerme durante más tiempo. —Sonreí—. Es demasiado tentador.

—No te culparía por ello. Mi madre me daba azotes cada día. Decía que era un sabiondo y que, algún día, mi lengua me metería en muchos problemas.

—Seguro que te has metido en cientos de ellos.

—Sí, y el mayor lo tengo delante de mí —me dijo, dándome un golpecito con el dedo en la frente antes de darme la espalda para entrar en la casa.

—¡Eh, yo no soy un problema! ¡Soy encantadora! —le grité, siguiéndole hacia el interior.

—Encantadoramente problemática, diría yo.

—Eso lo serás tú.

—¿Encantador? Lo sé. Gracias por el cumplido, querida.

Me crucé de brazos y arqueé una ceja.

—Vale, vale, lo lamento, no volveré a señalar lo problemática que eres —me dijo, con una sonrisa ladeada.

—No pienso caer en tus provocaciones, soy superior a ello —bufé.

—¡Qué lástima!

—¿Te da lástima que no me quite el zapato y te lo lance a la cabeza?

—Es que me gusta la cara que pones cuando te enfadas, es muy cómica.

—No te parecerá cómica cuando tengas una brecha en la cabeza.

Sunan abrió los ojos de par en par y miró mis zapatos con desconfianza.

—Pero, ¿de qué están hechos esos zapatos? ¿Acaso Berth los ha comprado con hierro fundido?

—No, pero seguro que el poder de mi furia puede hacerte más daño que una bota de hierro fundido.

—Estoy completamente seguro de ello —dijo, nada convencido—, aunque preferiría no tener que comprobarlo.

Me eché a reír. Lo cierto era que adoraba esas pequeñas charlas con Sunan donde nos ofendíamos mutuamente. Hacían que el ambiente se destensara, que todo fuera más ligero y agradable. Tenía que admitir que con él todo era fácil. Incluso después de una discusión fuerte, éramos capaces de reconciliarnos sin necesidad de decirlo en voz alta. Era como si fuésemos incapaces de estar enfadados durante mucho tiempo.

Ambos nos encaminamos hacia su estudio y recuperamos los libros sobre el templo del mar. Habíamos decidido que empezaríamos por intentar recabar información acerca del templo para poder averiguar la motivación de los asesinos. Era una buena forma de comenzar, aunque yo solo quería llegar hasta el final del camino lo antes posible.

Si pudiera regresar a la noche del deseo, quizá habría pedido poder enfrentarme a los asesinos de mis padres y preguntarles por qué habían hecho eso, pero sabía que ya no podía regresar.

Me percaté de la mirada curiosa de Sunan puesta sobre mí y arqueé una ceja, esperando a que hablara.

—Tengo una pregunta —señaló.

—¿De verdad? No me había percatado de ello —me burlé, haciendo que él me lanzara una de esas miradas que decían, claramente, que se vengaría de mí por burlarme de él—. ¿Qué ocurre?

—Es sobre tus orígenes. Verás... —dijo, rascándose la cabeza— tu nombre es árabe, pero tus rasgos no lo son.

Sonreí. Imaginé que, al conocer a mis tíos y ver que ambos eran galeses y con nombres galeses, debió empezar a hacerse cientos de preguntas sobre mis orígenes.

—Por fin una historia que puedo contar. —Me recosté en la silla—. Lo cierto es que mi abuela nació en Asia, aunque no recuerdo cuál era el nombre del país. Luego emigró al norte de África, a Morruecos...

—Marruecos —me corrigió él.

—Exacto. Fue allí donde tuvo a mi madre, Sahira. Luego emigraron a Gales, donde se conocieron mis padres. El resto es historia.

—Una generación por continente, qué curioso. Supongo que tu destino es ir a América y tener un hijo allí —señaló con una sonrisa.

Negué con la cabeza. No tenía intención alguna de poner un pie fuera de mi tierra.

—Quiero quedarme en Rosenshire —admití—. Si Edward me deja en paz, quizá podría trabajar en la taberna de Gwyn. No creo que me pague mucho, o que me pague siquiera, pero existe la posibilidad de que no me deje morir de hambre.

—¿Y no has pensado en dedicarte a contar historias? Podrías aprender a escribir y convertirte en novelista.

Me imaginé a mí misma sentada en el estudio, escribiendo novelas bajo la luz de las velas. Imaginé el olor de un libro escrito por mí. ¿Sería diferente al resto? Pero deseché aquella idea rápidamente. Ese habría sido un buen futuro si me lo hubiera podido permitir, pero sabía, a ciencia cierta, que eso no pasaría ni con la influencia de los dioses.

Bajé la cabeza, abatida.

—No quiero soñar más allá de mis posibilidades.

Sunan me puso una mano en el hombro.

—No te cortes las alas antes de aprender a volar. Sueña, porque desde el cielo todo te parecerá pequeño.

—¿Lo haces a propósito? —susurré, avergonzada.

—¿El qué?

—E-esto —balbuceé—. Todo esto. Saber qué decir para ayudarme. —Tomé una fuerte bocanada de aire y le miré a los ojos—. No eres normal. Empiezo a pensar que el dios del mar hizo que me volviera loca y que en realidad no existes.

—Lynette me ve —se limitó a responder.

—Seguro que Lynette no me ha dicho nada para no herir mis sentimientos. Es muy considerada.

Sunan puso los ojos en blanco y me pellizcó en el brazo. El dolor me atravesó un segundo y, al otro, ya le estaba devolviendo el golpe.

—¡Auch! ¿Pero qué haces? —me quejé.

—Demostrarte que no estás loca.

Apreté los labios y le señalé con un dedo amenazador.

—No me obligues a hacer demostraciones de violencia, que la vida en el campo me ha otorgado una fuerza bruta.

Ambos nos echamos a reír y, tras unos minutos, volvimos a centrarnos en el estudio de los manuscritos. Tras pasar horas en silencio, leyendo las mismas páginas soporíferas una y otra vez, sentí como si algo bajo mis pies se moviera. Me puse en pie y, en un parpadeo, había abandonado el estudio y me encontraba en un lugar diferente.

Era un estudio como el de Sunan, pero mucho más pequeño y menos cargado de libros, aunque menos caótico. Había un hombre inclinado sobre un grueso manuscrito de lomo azul y plateado, trazando las líneas de un mapa. Su rostro, de piel morena, labios gruesos y cejas pobladas, me resultaba familiar, pero la luz que le alumbraba era demasiado pobre y apenas lograba distinguir sus facciones con claridad. No pude evitar esbozar una mueca al sentirme incapaz de reconocerle. Me fijé en que le daba vueltas a un colgante que llevaba en la mano. Podía sentir su ansiedad, el secreto que colgaba entre sus dedos y que terminó dejando sobre el papel para copiarlo en un lugar donde nadie lo encontraría.

Contuve la respiración cuando tomó la pluma y, con sumo cuidado, trazó la silueta del manzano torcido en un lateral del mapa. En cuanto la tinta se secó, cerró el libro y lo dejó de nuevo en la estantería. Después, escribió una nota. No alcancé a leerla antes de que la escondiera en su chaqueta.

El hombre se levantó y miró a su alrededor, como si temiera que alguien pudiera estar vigilándole. Por un segundo, nuestras miradas se encontraron y sentí como una sacudida, pero fue tan breve que apenas logré captarlo.

El recuerdo se esfumó rápidamente, devolviéndome al estudio. Me tambaleé mareada y volví a sentarme.

—¿Qué te ha pasado? ¿Te encuentras bien? —me preguntó Sunan, poniéndome una mano en la frente para tomarme la temperatura.

Asentí, tragando saliva. Casi por instinto, miré a mi alrededor.

—¿Tienes... tienes un libro con el lomo azul y plata?

Sunan se mesó la barbilla, pensativo.

—No estoy seguro.

—Tiene mapas.

Él me miró, aún más confundido.

—¿Estás hablando del tomo de Cartografía de Gales? ¿Para qué quieres...?

—Acabo de tener una visión —le interrumpí.

No necesitó más aclaraciones. Se puso en pie y rebuscó entre las estanterías hasta que dio con un tomo grueso y polvoriento. Le sacudió el polvo antes de dejarlo en la mesa, frente a mí.

Me incliné hacia el libro y se me atascó el aire en los pulmones. Era exactamente el mismo tomo que había visto en la visión. Lo abrí y empecé a pasar una página tras otra bajo la atenta mirada de Sunan, que se limitaba a observarme en silencio.

Entonces la encontré.

Era una ilustración en la que hablaban sobre la isla de Morwen, situada a apenas unos kilómetros de la costa de Rosenshire. Jac y yo habíamos hablado sobre ir alguna vez, pero nunca nos atrevimos porque teníamos miedo de los espíritus que habitaban allí. Corrían muchos rumores sobre ese lugar: decían que los santos iban allí a morir, que sus espíritus protegían el tesoro que se ocultaba en las profundidades de la isla y que, si algún aventurero iba allí, los despertaría y sufriría de su ira eterna.

Ese era uno de los motivos por los que nadie iba hasta allí pero, como yo siempre había sido demasiado curiosa, intenté armarme de valor para investigarla más de una vez. En una ocasión, incluso, preparé un pequeño morral con comida para pasar el día en la isla pero, al final, el miedo fue más fuerte que la curiosidad.

Y ahora, en aquel mapa de Morwen, alguien había dibujado el manzano torcido.

—No puede ser —murmuré.

Sunan se situó a mi lado casi automáticamente.

—¿Qué has visto?

—El manzano, míralo.

Él ladeó la cabeza, confundido.

—¿Eso es un manzano? Está torcido.

Hice una mueca. Yo había tenido exactamente la misma reacción cuando mi madre me puso el colgante y me explicó que, lo único que debía recordar de aquel árbol, era que se trataba de un manzano y que era especial. Una vez, harta de mi insistencia, mi abuela me dijo que esperaba que nunca tuviera que encontrar ese manzano. Estuve días enfadada con ella y no fui la única. Mi madre no le dirigió la palabra durante casi una semana.

—Lo sé, pero es el mismo que tengo. No puede ser casualidad —señalé, quitándome el colgante para ponerlo junto al dibujo.

Sunan abrió los ojos de par en par y buscó su lupa entre toneladas de papeles. Analizó el dibujo y el colgante durante un largo rato hasta que por fin los soltó y me miró.

—Es igual a tu colgante —dictaminó.

Yo estaba completamente segura de que no hacía falta ninguna lupa para saberlo, que era más que evidente, pero preferí no decir nada porque no quería herir sus sentimientos.

—Mi madre siempre me decía que me contaría la historia de este colgante cuando fuera lo suficientemente mayor pero, lógicamente, eso nunca sucedió. Tal vez esté relacionado con el templo.

—Morwen está a apenas una hora en barco de aquí, podríamos ir a investigar.

—Sí, quizá encontremos algo relacionado con mis padres, aunque...

Ahogué un escalofrío. La idea de enfrentarme a los espíritus de Morwen me aterraba. ¿Y si terminaba poseída por uno? ¿Y si me maldecían de por vida por entrar en sus dominios? Tragué saliva.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sunan.

—En Morwen hay espíritus.

—Aisha, los espíritus no existen.

—Claro, y los dioses tampoco. ¡Por supuesto que existen! —rebatí—. ¿Cómo puedes creer en dioses enamorados que cumplen deseos y no en espíritus vengativos que se llevarán tu alma si te adentras en sus dominios?

Él se echó a reír.

—Definitivamente, no puedo hacer nada contra tu lógica.

Me mordí el labio inferior. Tenía una sensación extraña en el estómago, la misma que siempre sentía cuando iba a cometer una estupidez y, aún así, seguía adelante.

—Pero tenemos que ir —sentencié—. Quizá deba ir yo sola, a lo mejor el lazo se estira lo suficiente para que pueda entrar y salir de la isla sin obligarte a ti a hacerlo.

Sunan me puso una mano en el hombro y con aquel simple gesto hizo que aquella sensación desapareciera por completo.

—Aisha, yo siempre te acompañaría, con lazo o sin él.

—¿Incluso si la isla está infestada de espíritus de santos? —le pregunté, arqueando una ceja.

—Incluso si esos espíritus se enfadan y me convierten en un gato —replicó.

—A Dickens le vendría bien tener un amigo.

—Pero te prohíbo darme carne seca.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para no echarme a reír.

—Te prometo que, si te transformas en un gato, te daré de comer y te leeré en voz alta todos los libros que pueda, si tú me prometes no arañarme en cuanto me despiste.

—Trato hecho —me dijo, tendiéndome la mano.

—Trato hecho —repetí, estrechándola.

Traté de no pensar en su firme tacto, en todos aquellos deseos que me estaban consumiendo, traté de no mirar sus labios carnosos ni su nariz recta, ni aquellos ojos verdes que parecían contener toda la sabiduría del universo y que, aún así, solo me miraban a mí.

Traté de ignorarlo, pero fallé todas y cada una de las veces que lo intenté.

¡Hola! Siento la pequeña ausencia de la semana pasada, he estado muy ocupada dejando Londres lo mejor posible para que podáis tener actualizaciones periodicas de las dos novelas. Imagino que echabais de menos a mis dos niños, así que aquí los tenéis!

Os habréis fijado en que esta es la primera parte, ¿verdad? La segunda (espero) estará a finales de semana y PREPARAD EL HYPE, porque SE VIENE.

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