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Capítulo 13

Recordad hacer pausas visuales siempre que leáis. 

Tenéis los separadores de escenas para ello 

Aquella noche no fui capaz de dormir. Me senté en el jardín, arrebujada en una manta que Sunan me dio en algún momento de la madrugada y con la única compañía de Dickens, ya que a su dueño lo había echado horas atrás. No dejé de mirar a la luna en ningún momento. Las hogueras de la playa fueron consumiéndose poco a poco y la idea de que alguien hubiera pedido algún deseo ni siquiera se me pasó por la mente. Ya no me importaba si terminaban encadenados, ni siquiera si yo misma era un títere de unos dioses cuyo objetivo apenas alcanzaba a vislumbrar.

En mi cerebro únicamente se repetía la muerte de mis padres una y otra vez. Escuchaba la suave voz de mi madre y el terror reflejado en cada sílaba. Veía sus rostros aterrados cuando exhalaron su última respiración. Y, lo que era aún peor, no podía dejar de ver sus cuerpos sin vida, consumidos por las llamas, en medio del océano.

El sol estaba muy lejos de alzarse sobre el horizonte cuando me levanté de golpe y decidí que no iba a aguantar más.

Entré en la casa, dispuesta a despertar a Sunan, pero él ni siquiera se había metido en la cama. Seguía en el comedor, alumbrándose con la luz de una vela y mirando hacia la puerta a la espera de que yo entrara. Llevaba una pipa en la mano y le daba caladas distraídamente, expulsando las volutas de humo que ascendían hacia el techo y se evaporaban como si nunca hubieran llegado a existir.

Nunca le había visto fumando.

Se le empezaban a marcar las ojeras bajo los ojos fruto del cansancio y seguía llevando la misma ropa del día anterior, al igual que yo. Ambos estábamos agotados.

Dickens entró detrás de mí y se sentó en la mesa, jugando a empujar una cerilla hacia el borde.

—¿Estás mejor? —preguntó Sunan, dejando la pipa abandonada sobre la mesa.

—No —admití.

No tenía sentido mentirle. Al menos, no cuando sabía, a través del lazo, que estaba deshecha.

—¿Quieres hablar de lo que viste en la cueva?

Apreté los labios. No quería hablar de ello, pero sentía que tenía que hacerlo. Quizá él supiera algo que yo no. Quizá pudiera aportarme la claridad que el dolor me negaba. Me senté al otro lado de la mesa y le quité la cerilla al gato, dándole vueltas entre los dedos.

—La diosa de la luna me mostró a mis padres la noche en que huyeron —murmuré, haciendo un gran esfuerzo para no romper a llorar de nuevo—. Se marcharon en el barco de mi padre en medio de la noche. Mi madre estaba llorando y él le decía que algún día regresarían; pero ella se preguntaba cuánto tiempo tardaríamos en despertarnos mi hermana y yo y si yo encontraría algo antes de que pudieran decirme la verdad.

Sunan ladeó la cabeza como un pajarillo curioso. En cualquier otro momento, aquel gesto me habría parecido adorable, algo digno de memorizar y añadir a aquel cajón donde había metido todos los recuerdos que tenía con él, pero ese día estaba demasiado agotada para pensar en ello siquiera.

—¿A qué se referían con eso?

—No lo sé —admití, tragando saliva en un intento por deshacer el nudo que se me había formado en la garganta—. Creía que conocía a mis padres, que no había secretos entre nosotros, pero conforme investigo, me doy cuenta de que eran dos completos desconocidos.

—Todos tenemos secretos, Aisha. Es normal que te ocultaran cosas. —Se encogió de hombros—. Tal vez te consideraban demasiado joven para entender ciertas cosas.

—Quizá es cierto, pero aún así no puedo evitar sentirme traicionada.

Sunan se mesó la barbilla mientras me observaba. Intentaba encajar las piezas, darme las respuestas que yo estaba buscando.

—En la cueva hablaste de un asesinato, ¿eso fue lo que le sucedió a tus padres?

Asentí.

—Cuando desaparecieron con el barco, el padre de Jac se lanzó al mar a buscarlos —relaté—. Estuvo semanas tanto en altamar como recorriendo las costas del país hasta que encontró los restos del casco del navío en una playa cercana. Creímos que la tormenta los arrastró hacia un arrecife, que chocaron con unas rocas y no fueron capaces de alcanzar la orilla, pero la diosa de la luna me mostró algo completamente diferente.

Me obligué a tomar aire antes de continuar. El simple hecho de poner en palabras lo que había visto me arrancó un escalofrío y tuve que ponerme en pie. No soportaba estar quieta, me sentía inútil, como un jarrón abandonado en una esquina de la habitación.

—Varios hombres abordaron su barco y los amordazaron. Hablaban de... —Los espasmos de mis sollozos me cortaron la respiración y tuve que hacer un esfuerzo para seguir hablando—. Hablaban de un templo. Uno de ellos quería que mis padres les dijeran dónde estaba situado. Mi madre se negó y... y dijeron que irían a por nosotras dos. Mi padre intentó atacarles y dispararon —sollocé—. Mataron a mis padres por un templo y yo ni siquiera sé de qué hablaban.

Sunan se levantó de pronto y se acercó a mí con cautela. Puso una mano en mi hombro, su simple contacto pareció liberarme de gran parte de la presión que sentía en el pecho, como estuviéramos compartiendo aquella pesada carga entre los dos. Me dejé caer contra su pecho y él me abrazó con suavidad, mientras yo sollozaba.

—Lo lamento mucho, Aisha —murmuró, acariciándome la espalda—. Nadie debería sufrir así, ningún hijo merece perder a sus padres de una forma tan cruel y menos aún sin explicación.

Me obligué a levantar la vista y mirarle a esos ojos verdes que apenas unas horas atrás habían cobrado un significado totalmente nuevo y diferente para mí.

—Necesito respuestas, Sunan. Debo entender por qué es tan importante ese templo y qué relación tiene mi familia con él.

Sunan me puso las manos en los hombros y me separó de él suavemente.

—Si la diosa de la luna te ha mostrado lo que le pasó a tus padres quizá sea algo importante o... —Se mordió el labio, indeciso.

—¿O qué?

—O quizá te esté utilizando.

Respiré hondo.

—Hay... hay algo más.

Sunan me miró atentamente, esperando a que empezara a hablar.

—Verás, el templo... —Tragué saliva—. He soñado con ese templo desde que pedí el deseo. Cada vez que cierro los ojos durante demasiado tiempo, se aparece frente a mí y no me abandona. No dejo de verlo. Tiene que ser real, Sunan y lo que hay en su interior debe ser lo suficientemente importante como para matar por él.

Él frunció el ceño y me tomó de la mano.

—Acompáñame al estudio.

Le seguí en silencio, tratando de contener las lágrimas que aún amenazaban con salir y me senté a su lado mientras él sacaba el papel y la tinta. Sunan esperó a que mi respiración se hiciera más regular y yo pudiera centrarme del todo. Solo entonces, se giró en mi dirección y puso una mano sobre la mía.

—¿Crees que puedes describir el aspecto del templo?

Asentí e hice mi mayor esfuerzo para describir el templo que veía en mis sueños con todo lujo de detalle. Me centré en las columnas, en la luz azul que parecía bañar el techo y en el suelo, donde el agua me cubría hasta los tobillos. No pude evitar llorar cuando recordé aquel sueño en el que yo chapoteaba entre aquellas columnas bajo la atenta mirada de mi madre. Eso también lo describí.

Incluso le hablé de su sonrisa, de la forma tan peculiar que tenía ella de enfrentar la vida, de su devoción hacia el mar y la luna. Le conté todo lo que recordaba, incluso, las cosas que no estaban relacionadas con el templo.

Tardamos un largo rato pero, cuando Sunan dibujó el último trazo, el templo cobró vida ante mis ojos.

—No soy muy buen dibujante, pero he hecho lo que he podido —admitió, sonrojándose un poco.

Asentí, aún turbada ante la imagen que tenía frente a mis ojos.

—Sí, ese es el templo —le dije. El suyo tenía las columnas un poco más torcidas y las medidas no eran exactamente iguales, pero se parecía lo suficiente como para permitirme verlo con claridad.

—Creo que sé cuál es.

Sunan se levantó y rebuscó en una de las estanterías. Revolvió los estantes hasta que dio con un tomo grueso, de lomo azul y grabados en dorado. Lo puso en la mesa, entre los dos, y pasó páginas hasta que encontró lo que buscaba.

—¿Es parecido a este?

Ladeé la cabeza. Era levemente parecido, pero le habían hecho muchos cambios, como si lo hubiera dibujado alguien que había oído hablar de él por casualidad.

—Es el templo del dios del mar —afirmó finalmente. Luego dejó el libro a un lado y echó un vistazo entre sus papeles hasta que dio con la traducción de la leyenda del dios del mar y la diosa de la luna—. Según la leyenda, al menos la parte que he podido traducir, este es el único lugar donde el dios del mar y la diosa de la luna pueden encontrarse.

—O sea, que los dioses pueden adoptar formas humanas.

—Algo así... y aquí viene lo mejor —me dijo, señalando uno de los últimos párrafos. Lo había tachado dos veces y lo había reescrito una tercera vez con una caligrafía menos cuidada, como si hubiera tomado notas con prisa—. El dios del mar y la diosa de la luna solo se reúnen en las noches de luna llena.

—¿Por qué?

—Aquí es donde se complica todo. Al parecer, los dioses deben permanecer en sus reinos para siempre.

—Es decir, que sus reinos son como cárceles.

—Podría decirse así —señaló, chasqueando la lengua—. Pero el templo es un punto intermedio entre el reino del mar y de la luna. Un hilo conector que los mantiene unidos.

—No lo entiendo. Deben abandonar su reino para acudir allí, ¿no es cierto?

—Esa es la parte de la leyenda que no comprendo del todo. No sé si lo he traducido bien porque hay una palabra que aún no tengo clara, así que la he interpretado a mi modo —dijo, rascándose la nuca mientras observaba el papel que tenía frente a nosotros—. Creo que hay alguien más en la leyenda. Un dios que ocupa el lugar de la diosa cuando ella se dirige al templo.

—Pero ese dios desocuparía su reino si acude en su ayuda.

—Lo sé. Quizá sea el dios del viento, deduzco que él puede estar en todos los lugares al mismo tiempo.

—¿En la luna hay viento?

—No estoy seguro. Imagino que sí.

Eché un vistazo hacia la ventana, desde donde se veía la luna. Me parecía tan brillante y lejana que no podía creer que el mismo viento que me rozaba la piel fuera capaz de acariciarla a ella también.

Sacudí la cabeza.

—En resumen, quieres decir que existe un lugar físico donde los dioses se reúnen una vez al mes, ¿verdad?

—Eso espero. Es nuestra única esperanza.

Me pasé una mano por la cara, frustrada. Lo único que quería era tumbarme en la cama y llorar hasta el amanecer.

—No entiendo qué tienen que ver mis padres con ese templo, ni qué quería obtener ese hombre de allí.

—Hay cosas que es mejor no saber —replicó él sencillamente.

Hice un mohín. A veces no comprendía la falta de curiosidad de Sunan. Yo veía una historia y, fuera cual fuera, me sentía incapaz de dejarla pasar. Él, en cambio, veía las historias como armas de doble filo. Prefería mantenerse lejos de ellas a como diera lugar.

—No estoy segura de que esto sea un hecho aislado —respondí—. La diosa está intentando decirme algo, contarme lo que ha pasado. ¿Y si nosotros tenemos algún papel en todo esto, Sunan? Sueño con ese templo todas las noches, incluso, me he visto a mí misma jugando allí cuando era una niña. No puede ser casualidad.

Sunan desvió la mirada hacia el dibujo que él mismo había hecho del templo del mar y se mordió el labio inferior.

—Antes de pedir el deseo, ¿tenías algún recuerdo de ese lugar?

Negué con la cabeza.

—No. Empecé a verlo la mañana en la que despertamos.

—¿Y no te parece demasiada casualidad que recuerdes el templo justo después de eso?

Exhalé un suspiro.

—Me vi a mí misma de niña, Sunan. La memoria de los niños es muy frágil. Pude haberlo olvidado pero, si mi madre ha estado allí, alguien más debe saberlo.

Alguien como Gwynda. Ella misma había confesado que ambas se conocían bastante bien. Probablemente, era la única que conocía a la Sahira que fue antes de convertirse en nuestra madre y Gwyn conocía la existencia de los dioses.

No podía ser casualidad.

Ella tenía que saber algo. Me puse en pie de golpe.

—Creo que conozco a alguien que puede ayudarnos.

—No vamos a visitar a tu amiga Gwynda, Aisha.

Sunan me sujetó la muñeca con suavidad y tiró hacia abajo para obligarme a sentarme. Le miré sorprendida.

—¿Por qué?

—¿De verdad me estás preguntando por qué es mala idea que nos paseemos por Rosenshire unas horas después de haber huido de tu antiguo prometido, el cual parece estar completamente perturbado y obcecado en la idea de atraparte como si fueras un animal? —bufó—. Creo que la respuesta es obvia. Además, ¿qué vas a ganar descubriendo esto? Saber dónde está el templo no te ayudará a recuperar a tus padres. Por desgracia, ya se han ido.

Me senté en silencio, conteniendo las lágrimas. Sabía a ciencia cierta que Sunan jamás me haría daño a propósito, pero sus palabras dolían de cualquier modo. Me desgarraban por dentro como si fueran cristales. Mis padres se habían ido y nada de lo que pudiera hacer iba a devolvérmelos. Ni siquiera los dioses podían traerlos de entre los muertos.

—Pero necesito saber por qué —dije con voz estrangulada—y necesito saber qué tengo que ver yo con todo esto, Sunan. Sean quienes sean, saben que mi hermana y yo existimos. Algún día irán a por nosotras.

—Necesitas una historia.

Asentí.

Parecía como si Sunan estuviera enfrentándose al mayor dilema de su vida. Para él no debía ser fácil lidiar conmigo y con las cosas que venían detrás: mi pasado, los dioses, el lazo y todos los problemas que arrastraba mi vida anterior. Además, debía sumarle la investigación de un asesinato con los riesgos que aquello conllevaba.

—Está bien. Te daré tu historia, pero bajo una condición.

—¿Cuál?

—Que hagas lo que yo te pida.

—Pero...

—Esto es muy peligroso, Aisha. Si vamos a hacerlo, necesito saber que vas a obedecerme cuando te lo pida; que si te digo que te detengas, lo harás; que si te pido que corras, correrás. Y si te digo que saltes...

—No voy a saltar —le interrumpí—. Ya he tenido suficientes saltos de altura a lo largo del último mes.

Sunan se echó a reír.

—Solo era un ejemplo.

—Además, no se me da bien la obediencia ciega —me quejé—. Es aburrida. Yo necesito entender el porqué de las cosas.

—Sí, pero no necesitas comprenderlo al instante —dijo él, dándome un golpecito en la nariz con el dedo índice—. Si te pido que retrocedas, quizá debas obedecerme en ese mismo momento y obtener respuestas más tarde. Las respuestas a todas las preguntas pueden tardar en llegar.

—Está bien, te haré caso. Pero no porque tú me lo pidas, sino porque quiero —gruñí, cruzándome de piernas—. Y no pienso obedecer a ninguna orden que me parezca demasiado ridícula o descabellada.

—Me parece justo. ¿Trato hecho, entonces? —Sunan me guiñó el ojo, tendiéndome la mano.

—Trato hecho.

Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Al hacerlo, aún podía ver con claridad el barco de mis padres, donde Lynette pintó flores amarillas porque nos vio a Jac y a mí pintando el barco de Banon. Me robó el botecito de pintura que nosotros, previamente, le habíamos hurtado a un mercader que pasaba por la zona y llenó el barco de flores, olas y estrellas amarillas.

En cuanto terminó, fue a buscarme para enseñármelo. Estaba tan orgullosa de su obra que mis padres, lejos de enfadarse, desearon poder permitirse comprar pintura de otros colores para que mi hermana pudiera llenar también el casco.

Aquello la hizo muy feliz.

Y no podía dejar de pensar en que esos dibujos en la pintura fueron lo último que vieron mis padres antes de morir.

Abrí los ojos de golpe y sorprendí a Sunan mirándome fijamente. Los recuerdos de lo que pasó entre los dos flotaban en el ambiente, pero los ignoré. Desvié la mirada hacia el dibujo del templo y me clavé las uñas en las palmas de las manos con tanta fuerza que me hice daño.

—Quiero encontrar a quienes les hicieron esto, Sunan —susurré—. Tengo que hacerlo. Deben pagar por ello.

—Lo sé. Y yo voy a ayudarte a hacerlo, pero ahora debes descansar. No vamos a solucionar nada por quedarnos despiertos toda la noche.

—No puedo —admití—. Cada vez que cierro los ojos, los veo.

Sunan me acarició la mejilla. Fue un gesto fugaz, prácticamente una ilusión, pero eso bastó para que me estremeciera.

—Quédate aquí, voy a traerte algo que te ayudará.

Asentí. Ya no tenía fuerzas para hablar. Solo podía mirar aquel templo, el lugar sagrado que mis padres habían protegido hasta el punto de dar sus vidas por él. ¿Había valido la pena perderlo todo por protegerlo? No lo sabía, pero esperaba que mis padres no hubieran muerto en vano, que su sacrificio hubiera salvado algo importante, fuera lo que fuese. No podría soportar vivir con la idea de que habían muerto para nada.

Sunan regresó al cabo de unos minutos con una infusión en las manos. Olía a lavanda y a otras plantas que no supe identificar. Me tendió la taza y se sentó a mi lado nuevamente.

El calor de la taza entre mis manos me relajó.

—¿Qué es?

—Es una infusión de plantas. Tiene valeriana, lavanda y mis últimas reservas de manzanilla.

—Gracias —murmuré, soplando la infusión.

Me la intenté llevar a la boca, pero Sunan me puso una mano sobre la muñeca para evitarlo.

—Ten cuidado, te vas a quemar, que está hirviendo.

—Tranquilo, no creo que me queme.

Él suspiró y apartó la mano. Al final, bebí y me quemé la lengua.

—No digas que no te lo advertí.

Lancé un quejido.

—Al parecer tengo una tendencia insana a no escuchar a nadie.

—Sí. De hecho, empiezo a pensar que tienes sordera selectiva.

—¿Qué significa eso?

—Que escuchas lo que quieres.

—Ah, pues entonces sí —murmuré.

Sunan me miró de reojo, conteniendo una sonrisa. Cuando estaba cerca de él, era fácil pensar que todo tenía solución; que cualquier cosa podía arreglarse, si estábamos juntos para luchar por ello...

—Tómatela y sube a descansar. Yo me quedaré investigando, a ver si logro dar con más información sobre el templo.

Tomé otro sorbo, pero esa vez me cuidé de soplar bien antes de hacerlo. La infusión tenía un sabor muy agradable y Sunan le había añadido algo dulce para que fuera más suave. Para mi fortuna, la bebida me relajó apenas unos minutos después de tomarla. Me relajó tanto que los párpados empezaron a pesarme y, pese a que Sunan me pidió varias veces que subiera a la habitación, me quedé dormida en la silla.

Apenas abrí los ojos cuando Sunan me cargó en brazos y me dejó en su habitación. Le vi cerrar la puerta a su espalda y dejarme a solas. Antes de volver a caer completamente dormida, deseé que se hubiera quedado a mi lado.



Desperté al mediodía con el sonido de voces en el comedor. Me daba vueltas la cabeza fruto de haber llorado en sueños y, también, de haber dormido tantas horas. Me desperecé y me quité las mantas de encima, bostezando. No había rastro de Dickens, quien se había tumbado conmigo cuando mis propios sollozos me despertaron en plena madrugada.

Me senté en el borde de la cama, mirándome los pies. Aún llevaba puesto el vestido y tenía el peinado deshecho. El estómago me rugía, exigiéndome que comiera algo y el cuerpo me pedía un baño de forma urgente. Me puse en pie y, como pude, me arrastré en dirección al comedor. Ya tendría tiempo de poner remedio al resto de cosas, primero, debía comer algo.

No terminé de bajar las escaleras. Paralizada a mitad del tramo, no podía creer lo que estaba viendo. Sunan estaba en el comedor, manteniendo una discusión bastante airada con Jac. Lynette se había sentado en la mesa, con la mirada perdida en la pared del fondo, como si estuviera tan cansada de oírles discutir que hubiera perdido hasta las ganas de fingir que les escuchaba.

—¿Qué...? ¿Qué hacéis aquí?

Todos se giraron hacia mí al unísono y Jac soltó todo el aire de los pulmones.

—Dios, estás aquí —suspiró aliviado—. Sunan no nos permitía subir a buscarte.

—Porque estaba descansando —replicó Sunan, molesto.

—Jac dio por hecho que te había lanzado por el acantilado o algo peor —se burló Lynette.

Jac fulminó a mi hermana con la mirada.

—¡No me culpes por ser desconfiado! Lo que me sorprende es que tú te fíes de un completo desconocido.

Lynette se puso en pie bruscamente y le señaló con un dedo acusador. Si había alguien capaz de hacer enfadar a mi hermana, ese era Jac. Nadie más tenía esa capacidad tan asombrosa.

—Yo confío en quien cuida de mi hermana y, es evidente, que Sunan lo está haciendo. Así que relájate un poco, estás dando un espectáculo lamentable.

Jac apretó los labios, molesto.

—Pero, ¿qué sabemos de él? —preguntó, señalando a Sunan antes de mirarlo fijamente con desdén—. Quiero decir, puedes ser la mejor persona de todo Rosenshire, cosa que dudo, pero no te conocemos. No tenemos la certeza de que no vas a hacerle daño a Aisha. Quizá no se lo hagas mientras dure el vínculo o, quizá, planees hacérselo para que el dichoso vínculo se rompa. Nada nos garantiza que seas bueno.

Sunan le escuchaba en silencio, con las manos en los bolsillos. Se apoyó en la encimera de madera con naturalidad, pero aún en esa postura tan relajada seguía siendo imponente.

—No tengo por qué darle explicaciones, señor Davies —respondió con calma—. Pero, si las quiere, le doy mi palabra de que no le haría nada malo a Aisha.

—¿Y de qué me sirve tu palabra? —escupió él.

Él arqueó una ceja y me miró fugazmente. No me hizo falta leer sus pensamientos para saber que se estaba preguntando con qué clase de personas solía tratar para que no pudieran considerar su palabra como un hecho indiscutible.

—La palabra de un caballero debería ser considerada prueba suficiente.

—¿Tú eres un caballero? ¡Y un cuerno! —masculló Jac.

—¡Ya basta! —vociferé, dando un golpe en la mesa—. Calmaos los dos.

—Pero... —empezó a decir Jac.

—No, Jac. Sunan me trata con respeto —le dije, aunque el recuerdo de sus besos la noche anterior me hizo flaquear en la última palabra. Carraspeé y de reojo vi la sonrisa ladeada de Sunan. Se estaba burlando de mí, claramente. Apreté los labios, ya me las pagaría más tarde—. No tienes motivos para preocuparte por mi bienestar, no si estoy con él. El que me preocupa, en realidad, eres tú.

Él se sobresaltó y se señaló el pecho, como si no fuera capaz de creer que yo le estuviera hablando a él.

—¿Yo?

—Sí, tú. Tienes el pómulo morado, y los nudillos en carne viva. ¿Te has molestado en intentar curar tus heridas, al menos?

Ante mi comentario, Jac se cruzó de brazos y apartó la mirada. Suspiré. Siempre que se metía en una pelea, olvidaba curarse las heridas. A su padre no le importaba, y su madre estaba demasiado enferma para fijarse, pero yo siempre lo hacía.

Y todas y cada una de las veces, le curaba las heridas.

Suspiré.

—Haz el favor de sentarte. Voy a curarte eso antes de que se infecte.

Sunan, que hasta entonces había permanecido con una eterna mueca en el rostro, se movió para ayudarme a curar las heridas de Jac pese a las protestas de este último. Mi hermana nos observó en silencio mientras Dickens se paseaba por la mesa frente a ella, buscando su atención.

—No soy un niño, puedo curarme solo —masculló mientras yo empapaba un algodón en alcohol.

—Deja de comportarte como un niño y dejaré de tratarte como tal.

Sunan que, en realidad, no tenía la menor intención de ayudar a Jac, se sentó frente a mi hermana y Dickens decidió que prefería irse con él. Casi podía imaginarme al gato suspirando de resignación por ello.

Para cuando terminé, Jac había dejado de quejarse y me rugía tanto el estómago que mi hermana se echó a reír.

—No hay desgracia que te haga perder el apetito —dijo con sorna.

—Supongo que hoy tendré que cocinar para cuatro —comentó Sunan, poniéndose en pie.

Jac y mi hermana le observaron ir hacia la cocina y cortar ingredientes con la maestría propia de quien está acostumbrado a cocinar para sí mismo y en ambos se dibujó la misma expresión de sorpresa.

Mi hermana se inclinó hacia mí y, en tono confidente, susurró:

—Me gusta este chico para ti. No todos los días se encuentra a un hombre que sepa cocinar.

Jac bufó, molesto.

—Los hombres no cocinan.

—Los vagos como tú no.

—Yo no soy vago —escupió, aunque se le encendieron las mejillas como dos antorchas.

—Sí que lo eres. No eres capaz de cocinar ni media dorada.

—Por supuesto que no cocinaré media dorada. ¿Para qué iba a cocinar media pudiendo cocerla entera?

Me eché a reír.

—No os hacéis una idea de lo mucho que os he echado de menos.

Ambos dejaron de discutir y me sonrieron.

—Ah, no te pongas sentimental, Aisha, que nos vas a hacer llorar —se quejó Jac.

En realidad, mi hermana ya estaba llorando.

—Claro, porque los hombres no pueden llorar, no vaya a ser que pierdan su hombría —se burló entre hipidos.

Yo no pude evitar sonreír y abrazar a mi hermana mientras ella se deshacía en lágrimas. Tuve que respirar hondo varias veces y pensar en cosas bonitas para no romperme igual que ella. Evidentemente, pensé en Sunan. Funcionó.

Lyn siempre había sido una niña demasiado sensible para el mundo en el que le había tocado vivir y no podía permitir que le siguieran haciendo daño. No si yo podía hacer algo para evitarlo.

Por eso y porque la quería más que a mi propia vida, decidí que jamás le contaría lo que le había sucedido a nuestros padres en realidad. Ella nunca sabría que habían sufrido, no mientras yo pudiera hacer algo para evitarlo. Lyn ya había sufrido demasiado a lo largo de su corta vida y merecía ser feliz.

Le di un beso en la coronilla y la abracé con más fuerza.

—Tranquila. Todo va a ir bien.

—No, ¡nada va bien! Desde que nuestros padres desaparecieron, nada ha ido bien —sollozó.

Sunan echó una mirada en nuestra dirección al escuchar eso y yo negué con la cabeza suavemente. Jac se percató de nuestro cruce de miradas y frunció el ceño, pero no dijo nada.

—Lyn, siéntate, por favor —le pedí, llevándola casi a rastras hacia el asiento—. Respira hondo, ¿quieres?

Me arrodillé a su lado, sujetándole la mano, mientras ella intentaba calmarse.

—Es que no es justo. Nada de esto es justo. Que tú tengas que esconderte, que nos separen, que el mundo no nos permita hacer lo que queramos solo porque somos mujeres. Es horrible y no lo entiendo. ¿Por qué no pueden dejarnos en paz? ¿Por qué no podemos controlar nuestras propias vidas?

Dickens saltó a su regazo y ronroneó con suavidad, pero mi hermana le ignoró.

—No importa lo que piense la sociedad, no van a poder con nosotras. Haré lo posible para que puedas tener una vida feliz, Lynette. Es una promesa.

Ella alzó la mirada hacia mí y yo le sequé las lágrimas con el dorso de la mano.

—No podemos tener propiedades, no podemos casarnos a nuestra propia elección. ¿Cómo vas a luchar contra todo eso? ¿Cómo piensas vencer a un gigante, siendo tan pequeña?

—¿Has escuchado el cuento de David contra Goliath? —le preguntó Sunan.

Le miré. Estaba calentando agua y preparando una infusión para mi hermana. En ese instante me sentí tan inmensamente agradecida con él que me quedé sin palabras.

Jac se cruzó de brazos, observándole mientras él preparaba todo. Luego chasqueó la lengua y se levantó para ayudarle. Sunan se rebeló un poco, pero, al final, aceptó que Jac encendiera el fuego.

Lynette no me había soltado la mano en ningún momento y, aunque ya se había calmado un poco, seguía teniendo los ojos rojos. Le acaricié la espalda rítmicamente hasta que los hipidos empezaron a desaparecer.

Pocos minutos más tarde, Sunan dejó una infusión delante de mi hermana. Ella la miró frunciendo el ceño. Esta no olía igual que la que me preparó la noche anterior, pero era evidente que no podía ser la misma, pues la manzanilla se le había terminado.

—¿Qué es? —preguntó ella.

—Es una mezcla de flores y hierbas medicinales. Le calmará los nervios.

—Gra... gracias —murmuró mi hermana, sonrojándose.

—Y tenga cuidado de no quemarse, no sea como su hermana.

Esa vez, a Lynette se le escapó una carcajada y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Por qué no me extraña? —se burló—. Por cierto, puedes tutearnos. Quien cuida de mi hermana puede considerarse mi amigo.

Esa afirmación cogió a Sunan tan desprevenido que dejó caer el trapo con el que estaba limpiando el desastre que había hecho en la cocina por culpa de la intervención de Jac.

—Habla por ti —masculló Jac, ganándose una patada por parte de mi hermana.

—Es muy amable por tu parte, Lynette —dijo Sunan, cuando consiguió recuperarse de la impresión—. Te agradezco el gesto.

Mi hermana le dedicó una pequeña sonrisa y se tomó la infusión en silencio. Ese día, almorzando los cuatro juntos, el peso que llevaba sobre mi corazón se hizo un poco más ligero, aunque sabía que, en cuanto me quedara a solas, volvería a pensar en la muerte de mis padres. Pero, durante el corto espacio en el que Jac y Lynette nos hicieron compañía, me permití el lujo de no pensar en nada más. Ya habría tiempo para buscar a los asesinos de mis padres, para hacer justicia al fin.



En cuanto nos quedamos a solas, un silencio incómodo se extendió entre nosotros. Tenía la sensación de que estaba intentando replegarse nuevamente, alargar la distancia entre los dos y levantar nuevas barreras que nos separaran y nos convirtieran en desconocidos una vez más.

—¿Estás bien? —le pregunté.

El simple sonido de mi voz hizo que diera un respingo. Sunan resopló y abrió la boca, intentando buscar las palabras adecuadas, pero luego la volvió a cerrar. Yo esperé pacientemente a que me dijera algo, lo que fuera, pero lo vi incapaz. Fue entonces cuando empecé a asustarme, a pensar que había hecho algo espantoso y que me odiaba por ello.

—Si he hecho algo malo, lo siento mucho —admití—. No era mi intención.

—Aisha, yo... —Sunan tragó saliva y se pasó la mano por el pelo. Nunca le había visto tan avergonzado—. Lamento lo ocurrido anoche. Yo no soy esa clase de hombres, no me comporto así. Sé que puede sonar a excusa, pero lo cierto es que no sé lo que me ocurrió. Puedes estar segura de que no volverá a repetirse, que estarás a salvo conmigo. No volveré a hacer nada inapropiado.

Parpadeé varias veces, atónita. ¿Era eso lo que le había estado torturando toda la tarde? ¿Que mi hermana había afirmado fervientemente que él cuidaba de mí y él, en cambio, me había besado?

—¿Te arrepientes de ello?

—Fue inapropiado —gruñó.

—Esa no es una respuesta. Pero, dado que no lo vas a decir tú, será mejor que uno de los dos sea sincero: Yo no me arrepiento —anuncié. Sunan abrió los ojos de par en par, sorprendido—. Pude haberte detenido y no lo hice. Interprétalo como quieras.

No le di tiempo a responderme. Me dirigí a la salida a pasos agigantados, incapaz de mirarle a la cara después de la declaración que había tenido el valor de hacer.

—Ni siquiera me conoces, Aisha. ¿Cómo puedes pensar en mí de ese modo? —dijo, tragando saliva.

Me detuve en seco, frunciendo el ceño. Eso no tenía sentido.

—Por supuesto que te conozco.

Esa vez, Sunan arqueó una ceja y se cruzó de brazos, desafiante.

—¿Y qué es lo que sabes de mí, exactamente?

La seguridad que sentía hacía solo unos instantes me abandonó por completo y me tembló la voz cuando hablé.

—Sé que te gusta leer y...

Sunan bufó.

—Eso lo sabría cualquiera que visitara mi estudio o que mantuviera una conversación conmigo durante más de dos minutos.

—Déjame continuar, por favor —supliqué, porque sabía que, si me detenía, no iba a reunir el valor para seguir. Respiré hondo y enfoqué la vista en cualquier cosa que no fuera el hombre que tenía frente a mí—. Sé que le temes al mar y que no me lo has contado todo respecto a tu historia con el dios, que hay muchas cosas que guardas para ti mismo, tantas que ni siquiera sé cómo eres capaz de soportar el peso de tus propios demonios. También... también te preocupas de los demás, aunque no les conozcas de nada. —Me encogí de hombros—. Para ti es natural hacerlo, del mismo modo que me diste un vestido y unas botas y luego me compraste más ropa porque sabías que la necesitaba o cuando te diste cuenta de que no sabía escribir y te ofreciste a enseñarme. Jamás me has pedido nada, y podrías haberme exigido que limpiara la casa o hiciera la comida para compensar el gasto que te supone tenerme bajo tu techo, pero no lo has hecho ni una sola vez. Es que... Sunan, también me regalaste un brazalete solo porque viste que me... que me gustaba —tartamudeé, señalando el brazalete con el dedo, como si esa fuera la respuesta a todos nuestros problemas.

Las mejillas me ardían tanto que empecé a sudar.

—Solo te he tratado con respeto —replicó él, pero apartó la mirada.

—También tienes una visión muy negativa de la vida —murmuré. Mi voz era apenas audible y, de reojo, vi cómo se quedaba muy quieto para poder escucharme con claridad—. Crees que no mereces nada de lo que tienes, que deberías pasar por el mundo sin pena ni gloria, pero, aún así, disfrutas de las cosas más sencillas de la vida, como... No sé, tomar el sol, comer manzanas, escribir, pasar el tiempo con Dickens y, aunque jamás lo admitirás en voz alta, también adoras ofender a los demás con palabras bonitas —me reí—. Y eso, sin contar con el hecho de que, cada vez que quieres reírte y sabes que es inapropiado hacerlo, finges un ataque de tos para disimularlo. Tal vez crees que nadie se dará cuenta, pero yo sí lo hago.

Sunan se quedó callado, pero ni siquiera aquello pareció arrancarle una sonrisa.

—Sabes quién soy, pero no lo que he hecho. Aisha, no merezco tu afecto, ni siquiera entiendo porqué me lo ofreces cuando es evidente que el resto del mundo no opina lo mismo. ¿Acaso no te has percatado de la forma en que me trata Jac, o el modo en que Mared rehúye de conversar conmigo? ¿O es que piensas que Berth es así de desagradable con todo el mundo? No, Aisha. Me tratan así porque me ven tal como soy.

—Mi hermana te trata bien.

—Sí, estoy empezando a pensar que vuestra falta de cordura es hereditaria —bufó.

Apreté los puños, frustrada.

—Cuerda o no, sé que no me importa lo que hayas hecho en el pasado. —Tragué saliva. Tuve que tirarme de la lengua para sacar esa última confesión, la verdad de la que apenas era consciente hasta que me besó—. Me importa la persona que eres cuando estás conmigo. Y es una lástima que no seas capaz de verte del mismo modo en que yo lo hago porque, entonces, dejarías de hablar de ti mismo como si fueras un monstruo.

—Quizá lo sea.

—Un monstruo no muestra compasión.

—Tal vez lo hagan —me discutió.

La frustración me atravesó en oleadas interminable. Era cierto que no sabía nada sobre su pasado, pero los errores que pudo haber cometido en un tiempo lejano ya habían quedado atrás. No podía seguir torturándose por algo que no podía cambiar, pero sí podía mejorar su presente y lo que quería para su futuro.

—No, no lo hacen —repliqué con fiereza—. Los monstruos son incapaces de pensar antes en los demás que en sí mismos. Algún día te darás cuenta de ello, solo espero que no sea demasiado tarde.

Sunan frunció el ceño.

—¿Demasiado tarde para qué?

—Para que seas feliz.

Un destello de emoción cruzó por su rostro y atravesó el lazo. Por un segundo, creí que se rendiría, que me contaría todo aquello que le torturaba tanto como para abandonar toda esperanza. Sin embargo, él se cerró en banda y se marchó a su habitación, dejándome sola.

Suspirando, salí al jardín, donde el rosal estaba cobrando mucha más fuerza y las rosas empezaban a brotar, rojas y hermosas pese a sus espinas. Pasé largo rato regando aquella planta y deshaciéndome de las hojas que se habían secado, cuidándola como me habría gustado que Sunan se cuidara a sí mismo.

El jardín estaba tomando forma, y me percaté de que algunas florecillas empezaban a crecer en algunos puntos, como si hubieran estado esperando el momento en que desaparecieran las malas hierbas para brotar con fuerza. Pensé que, quizá, a Sunan le convendría tener un huerto donde cultivar su propia comida, pero agarré esos pensamientos, los mastiqué y me los tragué. No iba a decirle nada.

No es que estuviera enfadada con él, solo me resultaba difícil comprender el odio que se tenía. Era como si la visión que tenía de sí mismo estuviera tan distorsionada que era incapaz de ver cómo se reflejaba ante los ojos de los demás.

O, al menos, ante los míos. Los demás parecían empecinados en darle la razón.

Y mi hermana... Ella siempre había sido amable con todo el mundo, a excepción de Edward. A él le miraba como si fuera el culpable de todos sus problemas. Y, en realidad, lo era, al menos de los que me implicaban a mí. Respecto a Jac, aunque siempre le hiciera comentarios hirientes y le considerara una molestia, sabía que mi hermana le tenía aprecio. Él siempre había sido bueno con nosotras y nunca intentó separarnos. Incluso, nos cuidó cuando nadie más lo quiso hacer. Eso cambió su visión sobre él.

Eché un vistazo al cielo, que empezaba a tornar de colores anaranjados. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que pedí el deseo? Pese a que se me antojaba una eternidad, aún no habían transcurrido ni dos semanas.

Dos semanas y yo seguía aquí. Aún era libre.

Tomé una larga bocanada de aire puro. Olía a hierba recién cortada, a tierra mojada y a manzanas. Algunos extranjeros decían que Londres olía a humo, a carbón y a suciedad, que el verde se había sustituido por el gris, que la gente iba sucia y los niños eran obligados a trabajar.

No pude evitar preguntarme por qué la gente se iba del campo para vivir en un lugar así, apretados en casas diminutas apiladas unas sobre otras como si fueran cajas de fruta, trabajando a destajo para obtener limosnas y esclavizando a sus propios hijos.

No lo entendía.

El campo también era duro, pero aquí éramos libres y eso era mucho más de lo que podrían obtener en una ciudad.

Quería quedarme en Rosenshire. Quizá ese era el pensamiento más recurrente que tenía desde hacía mucho tiempo, pero era el único que me alejaba de los recuerdos de la muerte de mis padres.

Suspiré. Mi padre siempre había sido un hombre trabajador y honrado que cuidaba de su familia y amaba a mi madre por encima de todas las cosas. Mi madre era una mujer valiente y hermosa que nos adoraba y lo demostró hasta el final. ¿Por qué iban a merecer morir de ese modo? ¿Por qué los dioses no actuaron, si podían hacerlo?

Ningún secreto era lo suficientemente valioso como para dar la vida por él.

Salí del jardín y, con lentitud por temor a tirar del lazo, me acerqué al borde del acantilado. El mar siempre me había parecido el espejo del cielo, sobre todo en las noches de luna llena, cuando parecía quedarse muy quieto para reflejar su luz sobre la superficie.

Ya había pasado un día y Rosenshire no era esclavo de ningún dios.

Tal vez nos equivocamos.

Tal vez los dioses no eran tan malos como yo creía.

A fin de cuentas, quizá me estuvieran entregando lo que quería porque, pese a que era incapaz de admitirlo en voz alta, no había dejado de pensar en el beso de Sunan y en sus manos sobre mi cuerpo.

Inconscientemente, me rocé los labios con los dedos.

Sabía que lo que ocurrió la noche anterior no iba a repetirse y, aún así, seguía esperando que él saliera de la casa y que contempláramos el mar juntos, que me diera la mano y me dijera que todo iba a salir bien.

Pero eso no sucedió.

Me dejé caer junto al borde del acantilado, con el corazón latiéndome tan deprisa que sentía que se saldría de mi pecho, y entonces rompí a llorar.

No solo lloraba por él, sino por todo lo que conocía y había perdido: mis padres, mi hogar, todos esos secretos que se habían ocultado bajo la alfombra y que empezaban a reptar, tratando de atraparme.

El asesino de mis padres dijo que iría a por mí, que me atraparía del mismo modo en que les atrapó a ellos. No sabía quién era, la diosa de la luna no me lo mostró. Podía ocultarse bajo una piel cualquiera, esperando el momento en que yo le revelara algo que desconocía por completo, pero sabía que vendría. Quizá ya lo había hecho.

Acaricié el colgante del manzano torcido, recorriendo su silueta con los dedos. En mi familia, demasiadas historias habían quedado inacabadas, incógnitas que nunca podría resolver. Dudaba que Cranog supiera algo. Mi padre y mi tío nunca habían estado muy unidos y el colgante había pertenecido a mi abuela materna, con lo que era muy difícil que en algún momento hubiera conocido la historia. La única opción, como de costumbre, era Gwynda, pero Sunan no me permitiría regresar a Rosenshire, ya que Edward podía seguir buscándome.

Escuché el maullido de Dickens a mi espalda, llamando mi atención.

—¿Qué ocurre, Dickens? ¿Tienes hambre?

Por toda respuesta, el gato volvió a maullar y me instó a seguirlo. Entré en la casa tras él, pero el gato pasó de largo por la cocina y entró en el estudio a toda prisa. Yo le seguí, maldiciendo.

El gato se coló entre los montones de libros hasta que se detuvo frente a uno de ellos. Maulló con fuerza mientras yo trataba de acercarme a él, preguntándome qué mosca le había picado. Me esperó pacientemente y siguió maullando, rascando con la pata aquel libro enterrado entre decenas de ellos. Parecía antiguo y temí que el animal fuera a destrozarlo con sus uñas, así que, con sumo cuidado, moví el montón de libros que había sobre él y lo saqué para apartarlo de su camino. Entonces, Dickens comenzó a maullar con mucha más fuerza.

Abrí el tomo por la primera página, curiosa.

Era un diario antiguo, perteneciente a alguien llamado Gerald Idle. La letra de Gerald era apretada, como si temiera que las páginas fueran a terminarse en cualquier momento. Probablemente no tenía dinero para comprar otro diario, pero aún así no escatimaba en palabras.

Su diario empezaba un siglo atrás con un viaje a Londres. Su emoción por salir de Gales era tal que, incluso, yo misma la sentí.

—¿Otra vez curioseando en mi biblioteca? —preguntó Sunan a mi espalda con tono juguetón.

Atrás había quedado todo su mal humor, era como si no se sintiera capaz de permanecer alejado de mí demasiado tiempo. Éramos dos imanes destinados a encontrarse una y otra vez.

Me giré hacia él, con el diario aún en las manos. Tenía el pelo mojado y le caían gotas por los hombros y en el suelo. En cuanto vio el diario, vino hacia mí en dos zancadas y me lo arrebató de las manos con brusquedad.

—¿Dónde has encontrado esto? —exigió saber.

Tragué saliva, sintiéndome repentinamente culpable y maldiciendo a Dickens interiormente. Había vuelto a hacer algo impropio sin darme cuenta de ello, solo movida por mi curiosidad.

—Dickens me guió hacia ese montón y...

—¿Me estás diciendo que un gato te guió, justamente, hacia ese montón de ahí para que encontraras el diario? —repitió.

La incredulidad en su voz era tan evidente que me hizo sentir estúpida. Nunca le había visto tan furioso. Había algo aterrador en él, algo que hizo que sintiera deseos de salir de allí lo antes posible.

—Yo... Lo siento, no sabía que no podía... Yo... —Se me formó un nudo en la garganta y retrocedí un paso, alarmada.

Di otro paso atrás, pero tropecé con un montón de libros y perdí el equilibrio. Sunan me sujetó por la cintura y evitó que cayera al suelo. Luego, me soltó como si mi contacto le quemara y se pasó la mano por el pelo, frustrado.

—No, soy yo quien lo siente. Tú no podías saber que hay libros que es mejor no tocar. La culpa es mía —señaló, guardando el libro en lo alto de un estante, lejos de mi alcance.

Dickens salió disparado de la habitación, dejándonos a solas como un buen traidor. A nuestro alrededor se instaló un silencio incómodo, forzado. No nos atrevíamos a mirarnos a la cara, no después de la conversación que habíamos tenido antes.

—Si te sirve de consuelo, no he leído más allá de la primera página —murmuré, frotándome los brazos con nerviosismo.

Sunan forzó una sonrisa.

—Es igual. Solo es el viejo diario de un pobre iluso. Te aburrirías a la tercera página.

—Los ilusos tenemos vidas muy interesantes —señalé, soltando una risa que, a todas luces, era falsa.

—Tú no eres ilusa —bufó él—. Eres temeraria, alocada y tienes la cabeza en las nubes, pero tienes el valor suficiente para enfrentarte a cualquier obstáculo sin importar las consecuencias que eso acarreará para ti.

—¿Es eso un cumplido? —le pregunté, arqueando una ceja.

—Sí, sí que lo es.

—Vaya... —murmuré.

—¿Vaya? —repitió, pasmado.

—Sí, vaya. Iba a devolverte el cumplido, pero con lo volátil que eres, probablemente, saldrías corriendo o dirías algo sobre lo mala persona que eres y lo poco que te gusta que te lleven la contraria respecto a ese tema.

Sunan apretó los labios, molesto.

—No iniciemos esta discusión otra vez, por favor.

Suspiré. Aunque yo no solía tirar la toalla, en esa ocasión decidí que, si él quería que estuviéramos juntos, tendría que buscarme. Ya le había dicho lo que sentía, cumplí con mi parte. El resto estaba en sus manos.

—Siempre podemos fingir que no ocurrió nada. Podríamos culpar a los dioses de ello, si eso te hace sentir mejor.

—¿Crees que podrás hacerlo? —me preguntó él con precaución.

Me eché a reír.

—Por supuesto que sí. No eres el primer hombre al que beso y tampoco serás el último.

Él me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Has besado a más hombres?

La realidad era que solo había besado a otro hombre antes que a él, un marinero arrebatadoramente guapo que aprovechó que estaba sola y levemente ebria para meterme la lengua hasta la campanilla detrás de un árbol. No había sido un beso dulce ni bonito, pero seguía contando como un beso.

Puse los ojos en blanco.

—Rosenshire es un pueblo tremendamente aburrido, ¿qué esperabas? ¿que pasara el día entre florecitas o leyendo el mismo libro una y otra vez?

Le vi abrir la boca para responder y cerrarla unas cinco veces hasta que, finalmente, apartó la mirada.

—Será mejor que vayamos a cenar. Tengo hambre.

Contuve la risa. Al menos había conseguido dejarle sin palabras. Podía considerarlo una victoria.


Sunan. Está. Celoso. Repito: SUNAN ESTÁ CELOSO. 

Os prometo que no me di cuenta de ello hasta que mis betas me dijeron que su parte favorita fueron los celos de Sunan. Yo me quedé callada, preguntándome «¿qué celos?». Luego lo vi, como si se hubiera encendido una luz en medio de un escenario a oscuras y el único señalado fuese él, sin palabras ante la posibilidad de que a Aisha no le haya importado tanto el beso como él pensaba. 

¿Cuál ha sido vuestra escena favorita?

¿Y qué opináis de Dickens ahora?  👀

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