Capítulo 11
Cuando desperté, Sunan hacía tiempo que se había levantado. Le oí hacerlo cuando el sol aún no despuntaba en el horizonte, pero estaba tan cansada que me dormí antes de que él llegara a salir de la habitación.
Arrastrando los pies, me dirigí a mi habitación a sabiendas de que tendría que pasarme toda la mañana achicando agua y haciendo todo lo posible por secar el colchón antes de que cayera la noche si no quería tener que dormir con Sunan otra vez.
Me sorprendió encontrar la habitación limpia y los cubos vacíos. Al parecer, él había estado limpiándola. Encontré el colchón en el balcón, secándose al sol, que parecía brillar como si la tormenta del día anterior hubiera sido un mal sueño.
Incluso las ventanas de la habitación estaban abiertas para que se secara más rápido. Me sentí aliviada al instante. La idea de pasar otra noche durmiendo con Sunan, que no hacía más que revolverse en sueños y gruñir, se me antojaba una pesadilla. Era más que evidente que dormir conmigo le había molestado, aunque no hubiésemos tenido otra alternativa.
Mientras me ponía el vestido de mi madre, escuché unos golpes rítmicos en el tejado. Fruncí el ceño y salí al jardín, preocupada por si la casa se venía abajo por la acción de la tormenta, un vaticinio que había hecho el mismo día en que conocí a Sunan y que parecía que iba a cumplirse muy pronto.
El sol golpeaba con una fuerza inusitada, como si quisiera borrar cualquier rastro de la lluvia de la noche anterior. Eché un vistazo al tejado, donde encontré a Sunan trabajando a destajo, reparando las grietas por las que se había colado el agua.
Se había quitado la camisa y esta colgaba de la presilla de su pantalón, balanceándose cada vez que daba un martillazo. Lo cierto era que jamás habría esperado que supiera cómo reparar un tejado, pero lo estaba haciendo bien. Yo había visto a mi padre hacerlo todos los años, un mes antes de que llegara el invierno, para repetir el proceso cuando la nieve empezaba a derretirse, así que podía decir que, incluso él, se habría sentido impresionado de ver a Sunan trabajar.
En cuanto reparó en mi presencia, Sunan dejó el martillo a un lado y se secó el sudor de la frente.
—Buenos días —me saludó—. ¿Ya has desayunado? Te he dejado comida en la cocina, aunque, probablemente, ya se haya enfriado.
Hice una mueca. ¿Cómo había tenido tiempo de hacer tantas cosas, si el sol apenas se había levantado? La respuesta era más que evidente: se había levantado en plena madrugada, mientras la luna aún estaba en alto. Aquel pensamiento provocó que esbozara una mueca.
Dormir cerca de Sunan no era, ni de lejos, igual que con Jac. Mi amigo y yo nos quedábamos despiertos hasta altas horas de la madrugada, hablando sobre todo y nada, y, a menudo, solía dormirme con la cabeza apoyada en su hombro. Existía un vínculo entre Jac y yo, uno forjado a través de los años y que no podía romperse fácilmente. Al menos, eso pensaba yo.
Pero, incluso, aquel recuerdo se había emborronado por culpa de las palabras de Sunan la noche anterior, sembrando en su lugar una duda creciente y aterradora. ¿Y si mis actos habían alimentado la esperanza de Jac de que algún día nos casaríamos? ¿Y si yo era la culpable del dolor que él estaba sintiendo? Quizá, incluso, estuviera haciéndole exactamente lo mismo a Sunan y ni siquiera era consciente de ello.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Sunan arqueando una ceja.
Sacudí la cabeza. Ya tendría tiempo de disculparme con Jac y aclararlo todo o, al menos, eso esperaba. Mi prioridad en esos momentos era evitar que Rosenshire terminara encadenada a los caprichos de un dios impredecible.
—Sí, será mejor que vaya a desayunar. Tengo hambre.
Él asintió y, luego, echó un vistazo hacia el camino que llevaba a la casa. Yo me giré automáticamente hacia allí. Berth enfilaba por el camino, montada en un caballo marrón que no parecía nada contento ante la idea de acercarse al acantilado cargado con varios sacos que no supe identificar, aunque, a decir verdad, su dueña parecía estar en el mismo estado de hartazgo.
Conforme la mercader se acercó, me percaté de que tenía una mano en las riendas y con la otra sujetaba a su hijo, que jugueteaba con la crin del caballo. Deduje que ese era el principal origen de la molestia del animal, pero no me atreví a decirlo en voz alta.
Sunan hizo una mueca casi automática en cuanto vio al bebé, como si la idea de tener que lidiar con él le resultara terrible y descendió por las escaleras, que había apoyado en un precario equilibrio contra la parte menos dañada del tejado. Se situó a mi lado, con las manos en las caderas, y cuando Berth estuvo lo suficientemente cerca de nosotros, salió para ayudarla a descender del caballo.
La mujer le tendió al bebé y Sunan lo cogió como quien sujetaba un saco de pólvora cerca de un volcán, pero a ella pareció no importarle, porque condujo al caballo hacia el muro de piedra y lo ató allí sin mirar una sola vez en dirección a su hijo.
—Te juro que no volveré a hacer este camino sin un buen incentivo económico, Sunan —dijo, resoplando—. No soy tu esclava, por si no te habías dado cuenta.
El aludido, que tenía los brazos tan extendidos como era capaz para que el bebé no le tocara, decidió que era un buen momento para tendérmelo antes de sacudirse las manos y ponerse la camisa.
—Tendrá un buen incentivo, Berth. Eso delo por hecho.
La mujer gruñó algo ininteligible y me saludó con un brusco asentimiento de cabeza mientras su hijo me tocaba la mejilla, como si quisiera asegurarse de que yo era consciente de que él estaba en mis brazos y que no le iba a dejar caer por accidente.
Le di un pequeño apretón en el brazo para reconfortarle y el pequeño sonrió en respuesta y se aferró a mi cuello. Berth apenas prestaba atención a mi intercambio con el bebé, pues estaba demasiado ocupada desatando los morrales que colgaban a ambos costados de su caballo.
Sunan la ayudó y ambos los cargaron hacia el interior de la casa. Los dejaron sobre la mesa y me incliné hacia ellos para intentar ver el contenido, pero Berth se interpuso en mi camino y abrió el que parecía menos pesado. De reojo, localicé el plato con mi desayuno y cogí el panecillo para mordisquearlo mientras les veía deshacer el morral.
Entrecerré los ojos cuando la vi sacar tres vestidos: dos de diferentes tonalidades de azul y uno del color del prado en la primavera. Los extendió sobre la mesa junto a un par de zapatos de color negro que, a todas luces, eran de mi talla. Sunan los examinó con el ceño fruncido por la concentración y luego me miró como si estuviera haciendo algún tipo de cálculo.
—La modista no paraba de preguntarme para quién eran, decía que era imposible que fueran para mí, que no me entraría ni un brazo —farfulló, indignada—. ¡Qué se creerá esa sinvergüenza!
A Sunan se le escapó media sonrisa.
—Son muy bonitos, Berth. Le agradezco el esfuerzo que ha hecho.
—No me lo agradezcas tanto y págame bien, ¿quieres? —replicó bruscamente.
—¿Para quién son? —pregunté.
Berth me miró como si yo fuera la persona más estúpida de todo Rosenshire.
—Para ti. ¿Para quién iban a ser, si no?
Me quedé mirando a Sunan sin comprender nada de lo que estaba pasando. Él se pasó una mano por el pelo.
—Solo tenías un vestido y pensé que ibas a necesitar alguno más —dijo con timidez, bajando la voz una octava.
Berth arqueó una ceja, probablemente porque era la primera vez que veía a Sunan sonrojarse y yo tragué saliva, turbada. Nunca le había dicho a Sunan que necesitara más vestidos, pero había sido lo suficientemente atento como para percatarse de ello por su propia cuenta.
—Gra... gracias. Es todo un detalle —tartamudeé.
El bebé de Berth, cuyo nombre aún desconocía, me agarró la nariz con fuerza, reclamando mi atención de nuevo. Le di el resto de mi panecillo y él se dedicó a mordisquearlo y a pegarme con él cuando no conseguía arrancarle un pedazo para llevárselo a la boca. Mientras ella abría el segundo morral que contenía víveres para unas semanas más, yo inspeccioné los vestidos, embelesada.
Eran sencillos, pero la sencillez no les restaba belleza alguna. Por el contrario, hacía que resaltaran aún más. Estaba segura de que Sunan podría haber conseguido que Berth le vendiera alguno de los suyos e, incluso, pudo haber comprado uno más sencillo. Esos vestidos eran caros y yo lo sabía. La modista del pueblo era tan cara que mi madre tenía que viajar a decenas de kilómetros para conseguirnos nuevos vestidos.
Cada día que pasaba, los gestos de Sunan me desarmaban más. Parecía que estuviera hecho a mi medida, dándome exactamente lo que necesitaba antes de que yo misma supiera que lo necesitaba.
Quizá fuera el lazo. No encontraba otra explicación racional. Ni siquiera Jac acertaba con tanta facilidad en las cosas que, realmente, me gustaban y necesitaba y eso que él me conocía desde que éramos pequeños.
—Y esto es todo —dijo Berth—. Que sepas que no ha sido fácil y que venir aquí es una molestia.
Sunan resopló.
—Lo sé, Berth. Por eso, tal como le he dicho, le pagaré en consecuencia. Pero primero necesito que Aisha se pruebe los vestidos y los zapatos, así no tendrá que venir dos veces si no le quedan bien.
—¡Le quedarán perfectamente si no eres un inútil y has sabido tomar las medidas correctamente!
—¡Por supuesto que tengo buen ojo para las tallas, pero prefiero asegurarme!—repuso él, indignado.
—No te hacía tan inseguro —replicó Berth.
—¡No es inseguridad! ¡Solo necesito saber que no tendré que ir de nuevo a Rosenshire a buscarla para que haga los arreglos pertinentes!
Ambos se enzarzaron en una discusión que parecía eterna. Ninguno quería dar su brazo a torcer, así que, finalmente, me rendí.
—¡Está bien, me los probaré! Calmaos los dos —gruñí.
Berth sujetó a su hijo y yo tomé los vestidos y me fui hacia el baño. Apenas tardé unos minutos en probármelos y, tal como sospechaba, estaban hechos a mi medida, al igual que los zapatos. Estaba acostumbrada a usar botas demasiado grandes para mi pie, así que llevar unos zapatos de la talla que me correspondía hizo que me sintiera extraña. Di un par de pasos, confundida. Eran tan cómodos como andar descalza sobre el prado, con la ventaja de que no me clavaría ninguna astilla ni me ensuciaría los pies.
Contuve las ansias de dar saltitos de alegría para comprobar cómo se sentirían los zapatos y, tratando de poner mi mejor sonrisa, salí del baño. Berth y Sunan me esperaban en el pasillo, ambos cruzados de brazos y evitando mirarse el uno al otro. Me recordaban a Derec y Dai, siempre discutiendo para ver quién era el mejor de los dos.
Carraspeé para atraer su atención. Los dos me miraron a la vez. En los labios de Berth se dibujó una sonrisa triunfal.
—¡Te dije que eran de su talla! —proclamó, dándole un golpe a Sunan en el hombro.
Pero él ni siquiera estaba escuchándola, al menos no del todo. Me miraba con los labios entreabiertos y perdió el habla por completo.
—Entonces, ¿me quedan bien? —pregunté con timidez.
Sunan asintió con rapidez.
—Sí, estás pre... —Sunan cerró la boca de golpe, ganándose un bufido por parte de Berth—. Te quedan muy bien —dijo finalmente.
—Bien y ahora que hemos comprobado que tu amada parece sacada de un cuento, ¿quieres hacer el favor de pagarme de una vez?
Ambos nos sobresaltamos a la vez.
—No soy...
—Ahora mismo le pago —dijo Sunan, interrumpiéndome.
Nos dejó solas un instante para dirigirse a la planta superior, imagino que en busca de dinero y Berth aprovechó ese momento para quitarme a su hijo de los brazos.
—Sabes que todo el pueblo te está buscando, ¿verdad?
Suspiré.
—Lo sé, pero no pienso volver.
La mujer se encogió de hombros.
—Me da igual lo que hagas, siempre y cuando no me molestes —me dijo sinceramente—, y que te quede claro: no pienso traerte más vestidos ni estupideces de esas. Eso es molestarme.
—No te pediré más —admití—. De hecho, yo no pedí estos, ha sido Sunan.
Berth arqueó una ceja.
—Debe ser la primera vez que hace algo así por alguien.
—¿Ni siquiera por su esposa?
Ella me miró como si estuviera completamente loca.
—Ese siempre ha estado más solo que la una —bufó—. Ni un perro es capaz de cuidar. Espero que lo lleves por el buen camino, porque empezaba a pensar que moriría solo y que esta casa roñosa se le caería encima. No es que me preocupe por él —aclaró—, pero es un buen cliente y yo tengo que proteger mis intereses, evidentemente.
En ese momento, Sunan regresó y le entregó a Berth un puñado de monedas. La mujer las contó y todo su mal humor pareció deshacerse a toda velocidad. Se despidió de nosotros con una sonrisa de oreja a oreja y salió de la casa andando a paso ligero. Cuando se marchó, incluso el caballo parecía estar de mejor humor.
—Tú sí que sabes cómo tratar a una mujer —murmuré—. Mira qué feliz se marcha.
Él me dedicó una media sonrisa.
—No se me dan nada bien. No hay más que mirarte para darse cuenta.
Levanté las cejas, sorprendida.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que, si se me dieran bien las mujeres, no me pondrías malas caras continuamente y no creas que no veo cómo te contienes para no golpearme.
—¡Eso no es cierto! —repuse, indignada.
—Eres un libro abierto —repuso. Luego echó un vistazo al exterior, donde aún estaban sus herramientas—. Será mejor que vaya a reparar el tejado o esta noche tendré que dormir en el suelo.
Aquel comentario hizo que mi humor diera un giro. Apreté los labios. Últimamente, me contenía para no decirle lo que pensaba, pero en esa ocasión fue imposible mantener la boca cerrada.
—No sabía que dormir conmigo fuera tan terrible —bufé.
—No es... No... —Sunan alzó las manos al cielo y se quejó en voz alta—. Por dios, ¿por qué siempre intentas darle la vuelta a todo lo que digo?
—Yo no hago eso.
—Oh, claro que sí. Intento comportarme como un caballero y lo interpretas como un desprecio.
—Tú no eres un caballero y yo no soy ninguna señorita.
Sunan arqueó una ceja.
—Sí soy un caballero.
—No, no lo eres. Los caballeros se rigen por códigos de conducta absurdos y tratan a las mujeres como si fueran damiselas en apuros. Tú no eres así.
—Pero...
—Deja de actuar como si el mundo se fuera a acabar por el hecho de que hayamos tenido que compartir la misma cama durante una sola noche —le interrumpí, airada—. Esa actitud es más propia de un niño pequeño que de un hombre adulto. Si no eres capaz de dormir con alguien una noche, el que tiene un problema eres tú.
Esta vez, él se echó a reír.
—Buen discurso, pero no has entendido absolutamente nada. Si no quiero compartir la misma cama contigo no es porque tu presencia me incomode, es porque es lo mejor para ti.
—¿Desde cuándo tú decides lo que es mejor para mí?
Una sombra cruzó por su mirada e, instintivamente, di un paso atrás.
—No lo hago. Si lo hiciera, no habrías dormido en mi habitación y tampoco te habría permitido entrar en mi vida. Ni siquiera habrías podido acercarte a mí, con lazo o sin él.
—¿Qué insinúas?
—Que harías bien en mantener las distancias con alguien como yo, Aisha. Hay cosas mucho peores que casarse con hombres como Edward.
Abrí la boca para replicar, pero Sunan estaba tan serio que no fui capaz de decir una sola palabra. Él tampoco añadió nada más, simplemente, salió del comedor y me dejó sola.
Esa vez fui yo quien inició un pacto de silencio con él. No le dirigí la palabra en toda la tarde y, tampoco, durante la cena. Él desistió en sus intentos de hablar conmigo y nos limitamos a cenar en completo silencio.
Dickens regresó poco después de la marcha de Berth y me acompañó mientras yo ponía orden en mi habitación, pues me negaba a pasar otra noche al lado de alguien tan absolutamente gruñón como él. Me pregunté dónde dormía el animal y si tendría otra fuente de alimento o si, únicamente, dependía de nosotros y de los ratones que parecía encantado de cazar alrededor de la casa.
Por supuesto, no obtuve respuesta. El gato me persiguió durante todo el día y, cuando cayó la noche y subí a mi habitación, el animal se tumbó sobre mi pecho, escondiendo la cabeza en el hueco de mi cuello. Dickens se quedó dormido antes que yo y su suave ronroneo me transportó al mundo de los sueños como una canción de cuna.
Volví a soñar con el templo. Pero, esa vez, fue diferente. Había una niña pequeña corriendo entre sus amplias columnas y chapoteando en el agua mientras su madre, con una sonrisa en los labios, le decía que anduviera con cuidado.
Esa niña inocente que jugaba entre las altas columnas era yo.
Y la mujer, cuya belleza podía competir con la de la luna, era mi madre.
La mañana del solsticio invertí mucho tiempo en hacerme una trenza. No era tan bonita como las que me hacía mi hermana, pero, al menos, intenté que tuviera algo de forma. Me puse el vestido de mamá, aquel que ella siempre llevaba en verano y que al atardecer la hacía brillar tanto que Lynette y yo le decíamos que parecía una princesa, y descendí las escaleras, esperando encontrar a Sunan en su estudio.
Él estaba en la cocina, preparando el desayuno para los dos. Cuando me vio, se dio la vuelta para saludarme, pero se quedó unos segundos de más mirándome.
—Hoy te has peinado —comentó—. Te queda bien.
Hice una mueca, porque lo cierto era que todos los días me peinaba pero, al parecer, para Sunan peinarse con los dedos no contaba como peinarse en absoluto.
—Iremos a la cueva, ¿no es cierto? —le pregunté. En el fondo, temía que él me dijera que era demasiado arriesgado citarnos con mi hermana allí.
—Por supuesto. Nos hemos citado con tu hermana a las ocho, ¿verdad? —Asentí—. Bien, nos dará tiempo de desayunar.
Sin embargo, apenas conseguí probar bocado. Estaba demasiado nerviosa y no dejaba de mover las piernas rítmicamente, deseando que llegara el momento de ponerme en pie y salir de la casa. Sunan pareció contagiarse de mi nerviosismo, porque también dejó la mitad de su desayuno.
Rehicimos el camino en dirección a la cueva. Esta vez, Sunan no gritó cuando me subí a la roca y salté al otro lado, sino que me siguió en silencio. Cuando llegamos a la cueva, descubrí con pesar que no había nadie, pero la nota tampoco estaba. Me senté en una piedra, retorciéndome las manos por los nervios mientras esperaba a mi hermana, pero no aguanté demasiado tiempo en esa posición. Pronto me puse en pie y empecé a dar vueltas alrededor de la cueva, al borde de la histeria. Sunan me observaba en silencio.
—Tranquila, estoy seguro de que vendrá.
—¿Y si mis tíos han descubierto la nota? ¿Y si la han castigado? —le dije, tomándole del brazo—. Puede que, incluso, la obligaran a ella a casarse con él. Aún es menor, pero Edward ya ha pagado la dote y...
—¿Aisha?
Levanté la cabeza automáticamente al escuchar la voz de mi hermana y los ojos se me llenaron de lágrimas tan rápido que apenas pude distinguir su silueta en la entrada de la cueva. Lynette echó a correr hacia mí y me rodeó la cintura con sus delgados brazos.
—¡Estás viva! Oh, por los dioses, estás bien —sollozó.
La abracé con fuerza, temerosa de que su imagen fuera una ilusión, pero ella no se desvaneció entre mis brazos, sino que sollozó sobre mi hombro. El alivio que sentí al verla fue inmenso. Había intentado no pensar en lo mucho que la echaba de menos, ni en cuánto necesitaba escuchar su voz pero, ahora que la tenía frente a mí, todos los sentimientos que contuve a lo largo de la última semana salieron a flote y se derramaron entre las dos.
Perdí la noción del tiempo que permanecimos así, abrazadas y llorando por todo el dolor que nos habían hecho pasar, pero fue el suficiente para que Sunan nos diera la espalda a fin de que tuviéramos más privacidad.
Cuando finalmente nos separamos, nos miramos a los ojos. Recorrí con la mirada el rostro de mi hermana, deteniéndome en todos sus rasgos como si no los hubiera visto nunca. Aún sentía el sabor de la desesperación que me embargó la última vez que la miré a los ojos, creyendo que no podría volver a verla y temía que ese dolor no se iría nunca.
—¿Dónde has estado? —me preguntó ella, con las manos puestas sobre mis mejillas.
—Es una larga historia. Pero antes quiero presentarte a alguien —le digo, extendiendo una mano para señalar a Sunan—. Él es Sunan, un... amigo.
Ni siquiera yo fui capaz de comprender por qué había dudado a la hora de decir lo que significaba Sunan para mí. Afortunadamente, si ellos se percataron de mi duda, ninguno lo hizo notar. Lynette abrió la boca, probablemente, para acribillarnos a preguntas, pero no se lo permití.
—Él fue quien me salvó cuando salté al mar —le dije, enviándole una mirada de advertencia a Sunan.
Él asintió, comprendiendo que no debía hablar de más.
—Sunan, es un placer —dijo él, estrechándole la mano a mi hermana.
Por primera vez, Sunan conocía a alguien que no ponía una mueca nada más verle, porque mi hermana le dedicó una sonrisa que mostró todos sus dientes. Él frunció el ceño, como si el simple hecho de que alguien fuera amable con él le resultara extraño y, lo cierto era que a mí también, pero conocía a mi hermana. Ella jamás era desagradable con los demás.
—Lynette Madwing —se presentó ella—. Espero que mi hermana no le haya dado muchos problemas, es un poco... difícil.
—¡Lynette! —le grité, dándole un golpe en el brazo.
—¿Qué? Es la verdad —farfulló.
—Eso es una falacia y eres perfectamente consciente de ello.
—Puedo confirmar que lo que dice tu hermana es absolutamente cierto —murmuró Sunan.
—Ah, genial, ahora sois dos contra una —mascullé, cruzándome de brazos.
Lyn y yo nos retamos con la mirada, hasta que no aguantamos ni un segundo más y rompimos a reír.
—Te he echado de menos —le dije con una sonrisa.
—Yo a ti también.
—Lo sé. Gwyn me dijo que te pasabas el día lloriqueando por el pueblo.
Lynette hizo un mohín y puso los brazos en jarras. Su expresión fue tan graciosa que no pude evitar sonreír. Ver a mi hermana enfadada era un fenómeno extraño y que siempre me resultaba adorable.
—Esa vieja malvada... ¡Se rio de mí porque le dije que quería que volvieras! ¡Me dijo que era más blanda que los panes de Cadell!
Estallé en carcajadas al escuchar eso. Cadell intentaba hacer bien su trabajo, pero lo cierto era que su padre nunca le había enseñado nada y, por lo tanto, terminaba dejando el pan crudo, ganándose el odio de las mujeres del pueblo. Yo le compadecía, el pobre muchacho tenía que cargar con una panadería que no le gustaba solo porque su padre era incapaz de levantar el trasero de la taberna de Gwyn, mientras que su madre se dedicaba a pasear por el muelle en busca de algún marinero que llenara el vacío que Cadin dejaba en ella.
Algunas veces, me acercaba a su panadería solo para que Cadell tuviera alguien con quien hablar. Él era bastante amable conmigo y, en ocasiones, me regalaba hogazas de pan a escondidas de su familia, pero no solía visitarle muy a menudo porque a Jac nunca le cayó bien.
—¿Lo que me contaste en la nota era cierto? —preguntó Lynette con cierta inseguridad.
—Sí, lo es —admití en un suspiro—. Te lo explicaré todo, pero necesito que mantengas la mente abierta ante lo que te voy a contar.
Lynette asintió sin dudarlo un segundo. Si algo adoraba de mi hermana, era que sabía escuchar. Nos habíamos acostumbrado a contarnos todo lo que sucedía en nuestro interior, dejando nuestro vínculo limpio y sin secretos. Y, aunque a ella le costara expresar sus propios sentimientos en voz alta, siempre intentaba hacerlo lo mejor posible y yo, tal como le había prometido, guardaba todos y cada uno de ellos en mi interior.
Así que, cumpliendo con la promesa silenciosa de siempre ser sinceras, decidí contarle toda la verdad a mi hermana. Le relaté todo lo sucedido desde el momento en que nos separamos hasta el día en que descubrí que los dioses podrían acabar esclavizando a todo Rosenshire. Sunan me interrumpió alguna que otra vez para hacer puntualizaciones sobre la gravedad de la situación o lo aficionada que era yo al riesgo, algo en lo que Lynette no hizo más que darle la razón.
Con cada explicación, mi hermana palidecía un poco más, al punto que tuvo que sentarse en una roca porque se sentía incapaz de mantenerse en pie.
—Pero... ¿Los dioses son malvados? —preguntó con voz ahogada.
Sunan y yo nos miramos, sin saber muy bien qué decir.
—Gwyn me contó que no eran crueles, pero que pedirles un deseo era jugar a las cartas con el destino —murmuré.
—No lo habría podido definir mejor —masculló Sunan.
Le miré un segundo. Aún no sabía lo que le habían hecho los dioses, pero debía haber sido lo suficientemente grave como para que él sintiera un profundo rencor hacia ellos.
—¿Y usted por qué la ayuda? —le preguntó Lynette con los ojos entrecerrados.
—Porque quiero deshacer el lazo que nos une —admitió él, encogiéndose de hombros.
—El dios del mar debió tener un buen motivo para atarle a mi hermana. Quizá necesitaba una niñera y usted es un buen candidato.
Sunan se encogió de hombros.
—Lo cierto es que tiene razón. Le cocino e, incluso, se lleva mejor con mi gato que yo.
Lynette abrió los ojos de par en par.
—¿Un hombre que cocina? —preguntó con voz aguda.
—Bueno, no es como si fuera algo extraordi...
—Y, además, tiene una biblioteca llena de libros —dije, interrumpiendo a Sunan—.y me está enseñando a escribir.
Mi hermana se llevó la mano al pecho, completamente aturdida. Si la cocina le había sorprendido, la parte de los libros la había enamorado por completo. Probablemente, acababa de declarar a Sunan su mejor amigo sin que él lo supiera.
—¡Por el amor de dios! ¡Yo también quiero aprender a escribir! Podría escribirle notas a Mared y así no tendríamos que hablar en ese idioma tan incómodo que se inventó.
Me eché a reír. Mared y Lynette inventaron un lenguaje tres veranos atrás solo para comunicarse entre ellas. Lo usaban cuando no querían que los demás supiéramos de qué hablaban. Con el paso del tiempo, descubrí que solo decían palabras al revés y aprendí a identificar lo que decían, aunque ellas no lo sabían. Aún así, me parecía asombroso el ingenio que habían mostrado para decirse que se querían sin que nadie lo supiera.
Sunan se rascó la nuca, incómodo ante el entusiasmo de mi hermana. A Lynette no le gustaba demasiado leer, pero la perspectiva de tener una habilidad con la que los demás solo podían soñar la empujaba a aprender cada vez más.
—Bueno, podría intentar enseñarla...
—¡Claro que sí! —dijo ella, dándole un golpe en el hombro que hizo que Sunan se sobresaltara. Luego se giró en mi dirección—. Me cae bien. Es más amable que Jac.
Resoplé. Ya empezábamos otra vez.
—Jac es amable, pero tú siempre le tratas mal.
—¡Porque es un acaparador! —masculló Lyn.
Me pasé la mano por la cara. Había tenido la misma conversación con Lyn tantas veces que perdí la cuenta. Desde que éramos pequeñas, ella había sentido celos de Jac porque yo pasaba demasiado tiempo con él y siempre pensé que mi hermana tenía la sensación de que él estaba usurpando un puesto que le correspondería a ella o, simplemente, que la estaba abandonando. Siempre cuidé de ella, por supuesto, pero a menudo sus propios sentimientos la cegaban.
—¿Le avisarás de lo que va a ocurrir esta noche? —le pregunté.
—¡Qué remedio! —masculló, haciendo una mueca— Si no lo hago, te enfadarás conmigo.
—Y me enfadaré mucho, además.
Ella compuso una mueca.
—Y tú, ¿qué harás?
—Intentar evitar que el resto del pueblo termine igual que yo.
Lyn se cruzó de brazos y me miró de arriba a abajo, analizándome. Se detuvo en mis zapatos nuevos, que asomaban levemente bajo las faldas y, también, analizó el vestido. Me sentía como un insecto bajo su escrutinio.
—Pero no puedes ir al solsticio así. Necesitarás una máscara.
Suspiré. Era cierto. Todos los años llevábamos máscaras representando al mar y a la luna. Ahora que lo pensaba, en realidad, siempre le habíamos rendido culto a los dioses, solo que con el tiempo el verdadero significado del solsticio de verano se había ido diluyendo en la historia y, al final, venerábamos a los dioses sin ser conscientes de ello.
—Yo tengo un par de máscaras —dijo Sunan de pronto—. Son antiguas y nunca llegué a utilizarlas, pero servirán. —Abrí la boca para darle las gracias por el gesto, pero él me hizo callar—. Aunque quiero dejar claro que no estoy de acuerdo con la idea de ir allí porque es demasiado peligroso, pero sé que, diga lo que diga, nadie me va a escuchar, así que adelante.
Lyn me miró con una ceja arqueada.
—¿Está seguro de que no conoce a mi hermana de antes? Ha acertado de pleno.
Sunan tosió para ahogar la risa y yo le di un golpe en el hombro a mi hermana.
—¡Claro que no ha acertado! —me quejé.
—Pero vas a ir diga lo que diga —señaló Sunan.
—¡Pues claro que sí! Es mi pueblo y mi familia.
—Es decir, que ha acertado —dijo Lyn.
Puse los ojos en blanco, molesta.
—No lo admitirá jamás —se burló Sunan—. Es terca como una mula.
Lynette y Sunan continuaron burlándose de mí hasta que yo contraataqué y empecé a hacer lo mismo con ellos. Entonces, terminaron las bromas. Cuando llegó la hora de despedirnos, mi hermana y yo nos dimos un nuevo abrazo como si no supiéramos cuándo podríamos volver a vernos. Por fortuna, nos habíamos citado esa misma noche junto a la taberna de Gwyn, pero el tiempo que pasara separada de ella se me antojaría una eternidad.
Mi hermana salió primero y nosotros esperamos varios minutos en el interior de la cueva para asegurarnos de que nadie nos vería a los tres juntos. Poca gente solía pasear por la playa a esas horas de la mañana, pero era mejor ser precavidos antes que dejar que nos atraparan por impacientes.
Tumbada en el césped, observaba cómo el cielo iba cambiando de color, cruzando los dedos para que llegara por fin al tono anaranjado del atardecer. Dickens no se despegó de mi lado, como si supiera que necesitaba su compañía. Sunan, en cambio, respetó que quisiera mantener mis distancias con él a raíz de la discusión del día anterior. El encuentro con mi hermana había supuesto un paréntesis en la tensión que reinaba entre los dos, pero no era ningún punto y final.
No entendía su actitud. Él no era malo, podía verlo en sus ojos y también lo sentía a través del lazo, pero a veces actuaba como si lo fuera, como si hubiera hecho cosas tan terribles que no era capaz de disfrutar de lo bueno que la vida podía ofrecerle. Daba la impresión de que se sentía culpable por el simple hecho de sonreír o de tener una amiga.
Gruñí. Sunan era como una historia de la que solo tenía pequeños retazos inconexos. Tenía un cuadro, un deseo y un chico sin esperanza, pero no veía la relación entre esas cosas. Eran piezas sueltas que podían conectar de cientos de formas diferentes y, al mismo tiempo, no conectaban de ninguna.
Me sentía frustrada por no ser capaz de desentrañar los misterios que ocultaba y me enfadaba conmigo misma porque, pese a todo, no tenía suficiente valor para preguntarle directamente.
Lo había intentado varias veces, pero siempre me detenía antes de formular la pregunta. Sabía que Sunan era como un animal herido: si daba un paso en falso, retrocedería hasta un lugar seguro.
Pese a todo, yo no quería que retrocediera. Quería conocer al Sunan de verdad, al que era antes de que perdiera la ilusión por vivir. Quizá fuera egoísmo o simple curiosidad, pero verle ocultándose bajo esa máscara que se ponía cada vez que sentía que me estaba acercando demasiado a él, hacía que sintiera aún más deseos de desentrañar todos sus secretos.
Él era un libro cerrado y yo quería conocer su historia; saber quién era; las cosas que realmente le apasionaban, pero él no quería mostrarme esa parte de sí mismo y yo no iba a forzarlo.
Me puse en pie y Dickens me siguió. Últimamente, no me dejaba sola ni a sol ni a sombra y yo me había acostumbrado a la presencia del felino como una constante en mi vida. Incluso empezaba a echarle de menos cuando despertaba por la mañana y no le veía en la ventana de la cocina o cuando no me seguía escaleras arriba hacia mi habitación.
Entré en la cocina y, tras darle un trozo de carne seca, subí a mi habitación. Los vestidos que Sunan me había regalado seguían en la cómoda, colocados unos sobre otros. Al instante, me sentí mal por haber empezado aquel pacto de silencio cuando él había hecho tanto por mí. Me estaba enseñando a escribir, me regaló aquellos vestidos y me trataba con respeto.
Entonces, ¿por qué no podía respetar sus deseos? ¿Por qué sentía aquella imperiosa necesidad de saberlo todo? No estaba siendo justa con él. Le había arrastrado a algo que ni siquiera quería y, aún así, me creía con derecho a pedirle más de lo que podía darme.
Apreté los puños, sintiendo deseos de golpear algo. En su lugar, respiré hondo varias veces y traté de calmarme mientras examinaba los vestidos y decidía cuál llevaría esa noche. Al final, opté por el vestido azul claro. Me recogí el pelo frente al antiguo espejo que había sobre la cómoda, cambiando la trenza que me había hecho esa mañana y que se había llenado de restos de flores, por un sencillo tocado.
Sunan apareció cuando cayó la noche para servirnos una cena ligera. Comprobé, con una mueca, que volvía a vestir de negro. Apenas conversamos, quizá porque estábamos demasiado nerviosos ante la perspectiva de lo que podía ocurrirnos esa noche si éramos descubiertos o si fallábamos y no lográbamos salvar Rosenshire o, tal vez, era porque yo estaba siendo una desagradecida.
En cuanto terminamos la cena, él subió a su habitación y, cuando regresó, tenía dos antifaces en las manos. Uno era blanco como la luna y el otro azul como el mar una mañana de verano. Me entregó el blanco y se quedó el azul.
—¿Estás lista? —me preguntó antes de abrir la puerta.
—Creo que nunca podría estarlo.
—Siempre podemos quedarnos.
—No —negué con la cabeza—. Debemos hacerlo. Debo hacerlo —me corregí.
Sunan asintió y no dijo una palabra más mientras nos dirigíamos hacia Rosenshire.
Había llegado la hora de la verdad.
¡Hola! Bueno, bueno... Por fin mis niñas se han vuelto a ver, que tenía muchísimas ganas de que pudieran abrazarse de una vez por todas 🥺 Se merecen todo lo bueno del mundo.
Dios, es que no os imagináis lo que va a pasar en el próximo capítulo. No os hacéis una idea ni medianamente remota. Igual me voy corriendo antes de que me matéis por lo que va a pasar.
Si veo que este capítulo tiene mucho apoyo, igual lo tenéis subido antes de lo que esperáis 😏
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