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Capítulo 10

El capítulo es largo, podéis usar los separadores para descansar la vista y recordar por dónde os habéis quedado leyendo

Disfrutad

Sunan no volvió a entrar en su estudio. Aquella noche cenamos juntos, charlando sobre los poemas que yo había leído y, cuando terminamos, salí al jardín para contemplar la luna. Yo daba por hecho que él regresaría a su estudio, me había acostumbrado a aquella dinámica en la que parecía no percatarse de mi presencia en la casa, pero en esa ocasión él me siguió hacia el exterior.

Se situó junto a mí, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón oscuro y alzó la vista hacia la luna. La luz del astro se reflejó en sus ojos verdes y bailó sobre sus mejillas como si le estuviera acariciando.

Me quedé embelesada mirándole. Tanto, que el propio Sunan se dio cuenta y me devolvió la mirada, esbozando una sonrisa ladeada.

Carraspeé incómoda y desvié la mirada hacia la luna de nuevo.

—¡Qué extraño! Aún sigue llena —comenté.

—¿Cuántos días lleva así?

Tragué saliva.

—Desde... desde que pedí el deseo.

Él se mesó la barbilla, pensando, mientras yo observaba la luna. Era extraño que siguiera así, cuando ya casi había transcurrido una semana desde la noche en la que me lancé al mar. Era como si se hubiera quedado congelada en ese mismo instante, porque ni siquiera había menguado un poco.

—Esa fue la noche del once de junio, ¿verdad? —me preguntó, yo asentí—. La luna llena solo dura tres días. Esta ya lleva cinco. Si sigue así, coincidirá con el solsticio de verano.

—Pero en el solsticio de verano nunca hay luna llena.

—Exacto. Sería un hecho histórico.

Rápidamente, eché a andar hacia el borde del acantilado. Sunan me siguió de cerca.

—¿Qué hace? —me preguntó alarmado.

—Comprobar una cosa. Tranquilo, no voy a saltar, solo quiero comprobar la marea.

Él pareció comprender lo que yo quería hacer, así que me siguió en silencio.

En cuanto alcanzamos el borde, eché un vistazo hacia la playa. La marea seguía alta, así que la luna estaba realmente llena y no se trataba de ningún efecto óptico. No tenía ningún sentido, era como si el mundo se hubiera congelado en el mismo día.

Tragué saliva.

—¿Cuánto falta para el solsticio?

—Apenas tres días.

En tres días, Rosenshire celebraría el solsticio de verano y las calles se abarrotarían de gente ataviada con máscaras que bailarían alrededor de todo el pueblo en una procesión que culminaría en la playa, donde todos los que buscaran buena fortuna, se lanzarían al mar para pedir sus deseos. En la mayoría de los casos, los jóvenes se lanzaban para desear el amor de alguna de las mujeres del pueblo; los pescadores desearían buenas pescas para el resto del año y los granjeros esperarían que el ganado y las cosechas fueran suficientes para cuando se avecinara el invierno. Todos pedirían algo.

—Todos los años nos lanzamos al mar para pedir deseos.

—Pero ninguno de ellos había luna llena —murmuró Sunan con la voz entrecortada.

—¿Qué cambiaría si la hubiera?

—Que el dios del mar estará despierto y no estará solo.

Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal. No quise preguntar si se refería a la diosa de la luna. Había desarrollado un miedo lacerante ante la idea de pronunciar su nombre siquiera. Era como si creyera que, de hacerlo, ella podría verme.

—Si el dios del mar escucha las plegarias de Rosenshire, si cumple sus deseos...

—Todo Rosenshire terminará encadenado a los caprichos del dios —completó él.

Fue como si el suelo bajo mis pies se empezara a mover. Las piernas me flaquearon y Sunan me sujetó a tiempo para evitar que me cayera. Sus manos se anclaron en mi cintura y me alejó del borde del acantilado. Me soltó cuando estuvimos lo suficientemente lejos del peligro. Entonces me dejé caer en la hierba, incapaz de mover un solo músculo.

—Tenemos que hacer algo —murmuré con voz estrangulada.

—¿Qué podemos hacer, Aisha? Usted no puede acercarse a Rosenshire, Edward la atrapará. Y, aunque consiguiera advertirles, hace tanto tiempo que olvidaron a los dioses que no nos escucharán. Creerán que hemos perdido la razón.

—No voy a quedarme de brazos cruzados mientras esos malditos dioses hacen lo que les plazca con mi pueblo. Al menos debemos avisar a Jac y a mi hermana.

Los recuerdos del solsticio de verano del año pasado me abrumaron. Ese año, Jac y yo nos metimos en el mar y Mared y Lynette nos siguieron. Nos detuvimos cuando el agua nos cubría hasta la cintura y, tomados de la mano, cerramos los ojos y formulamos un deseo.

Yo pedí que mis padres regresaran. Jac, quizá, deseó que yo le amara.

Ninguno de aquellos deseos se hizo realidad.

Cuando salimos del agua, él me abrazó con fuerza, me besó en la mejilla y nos sentamos junto al fuego para secarnos. Esa noche compartimos una botella de vino mientras él me contaba una nueva historia. Mared y Lynette, frente a nosotros, le escuchaban atentamente. Estaban muy juntas y, bajo las luces del fuego, me percaté de que sus dedos estaban entrelazados. Entonces, deseé que el mundo fuera un lugar diferente para ellas dos, que pudieran vivir felices y en libertad, pero ese deseo tampoco se cumplió. Lynette había nacido con las alas cortadas y yo aún no sabía que a mí también intentarían cortármelas.

Me puse en pie de golpe, deshaciéndome de los retazos de aquel recuerdo. Quizá no pudiera ir al solsticio de verano, pero tenía una forma de avisar a mi hermana de lo que había pasado.

—¿Puedes escribir una nota por mí? —le pregunté a Sunan.

No me avergonzaba de no saber escribir, pues ya era un milagro que supiera leer. Mi madre no podía permitirse comprar papel, así que algunas veces intentaba trazar letras temblorosas en la arena, pero pronto me cansé de intentarlo y asumí que escribir era inútil, al menos para mí, pues jamás tendría suficiente dinero para el papel y tampoco conocía a nadie que viviera lejos de Rosenshire y a quien pudiera enviarle una carta.

Él asintió y regresamos a la casa. Sin decir una sola palabra, me guio hasta su estudio y se sentó frente al escritorio. Sacó un papel y una pluma y yo me situé a su espalda, echando vistazos por encima de su hombro mientras le dictaba todo lo que quería explicarle a mi hermana. En la nota, le decía que estaba bien, que por ahora estaba a salvo. Le conté que vivía en la casa donde solíamos jugar cuando éramos niñas y recé para que recordara la ubicación y, por último, le hablé del solsticio de verano y le supliqué que advirtiera a Jac, a Mared y a mis primos de lo que iba a suceder. También le pedí citarnos la mañana del solsticio, pero no estaba segura de que Lyn pudiera recibir la nota a tiempo para eso.

Cuando terminó de escribirla, Sunan observó la nota e hizo una mueca.

—¿Está segura de que quiere decirle toda la verdad? Si esta nota cae en malas manos...

—Confío en mi hermana, Sunan. Además, tenemos un escondite secreto —le dije mientras le arrebataba la nota.

—Espero que no sea otra casa que cree abandonada y no lo está —murmuró por lo bajo, ganándose una mirada asesina por mi parte.

Salí al exterior y, guiada por la potente luz de la luna llena, enfilé por el camino trazado entre la hierba. Descendimos por un lateral del acantilado, por el escarpado camino de tierra que llevaba hasta la playa. El camino estaba medio oculto entre las rocas y daba la impresión de que alguien se había abierto paso a través de la piedra con un pico y una pala. Me pregunté si había sido la propia familia de Sunan quien decidió trazar ese camino y si descubrieron los secretos que se ocultaban en el acantilado.

En una vertiente del camino, escalé por una de las rocas y me dejé caer al otro lado. Escuché el grito de Sunan mientras caía sobre la grava y pensé que quizá tendría que haberle avisado de que al otro lado había un camino. Cogí impulso para apoyarme sobre la roca y que pudiera verme.

—Es por aquí, ¡venga, vamos!

Él se llevó una mano al pecho y tomó una fuerte bocanada de aire.

—¡Por el amor de Dios! ¡No vuelva a hacer eso!

Me vi obligada a taparme la boca para no reírme ante su cara de espanto. Después de protestar durante un largo minuto sobre mi mala actitud y falta de tacto, Sunan decidió seguirme. El camino era corto y terminaba de forma abrupta por una enorme piedra que lo dividía en dos. La piedra había caído el invierno anterior durante una tormenta que había arrasado con la mitad de los cultivos de mi tío Cranog. Aún tenía clavado el recuerdo de mi tío arrodillado frente a sus cosechas, llorando como nunca antes lo había hecho. Ese invierno apenas tuvimos comida y todos perdimos peso. Gwyn, cuyas tierras habían quedado intactas, nos traía pasteles de carne y pan, pero, en muchas ocasiones, la propia Rhonda lo rechazaba, pues sus supersticiones sobre la vieja tabernera podían más que el hambre que estábamos sufriendo.

—Esta es la parte más difícil —señalé—. Fíjate bien dónde pongo los pies, no quiero que te caigas y me arrastres por todo el acantilado.

Sunan gruñó algo a mi espalda, pero me siguió obedientemente mientras rodeábamos la roca.

—Empiezo a preguntarme si no me estará llevando a algún lugar apartado para matarme y quedarse con mi casa, mis libros y el gato —masculló.

—No digas sandeces. Vamos a la cueva.

—¿Qué cuev...?

Las palabras murieron en sus labios en cuanto terminó de sortear la roca y la vio frente a sus ojos. La entrada a la cueva daba hacia el mar, pero era imposible verla desde ninguna embarcación, pues había una piedra enorme protegiendo parte de la entrada. Únicamente un pájaro habría sido capaz de verla.

La cueva era pequeña, pero suficiente para acogernos a mi hermana y a mí cuando lo necesitábamos. Las paredes estaban llenas de dibujos nuestros. En cuanto entramos, vi que la manta que Lyn y yo utilizábamos para resguardarnos en invierno seguía allí, perfectamente doblada. Encima de la misma, mi hermana había dejado una pequeña cesta, señal de que había estado allí, esperando que yo le diera alguna señal de vida. Recé para que Gwyn le hubiera contado que yo estaba bien, aunque estaba completamente segura de que mi hermana había ido a visitar a la tabernera en cuanto las cosas se habían calmado.

Me precipité sobre la cesta y la abrí. En su interior había puesto comida y el vestido amarillo de nuestra madre. Era mi favorito. No pude evitar sacarlo y abrazarme a él mientras contenía las lágrimas. No escribió ninguna nota, pues ella tampoco sabía escribir, así que imaginé que debió sentirse muy frustrada al no poder comunicarse conmigo de otro modo que no fuera a través de una cesta llena de víveres y mi vestido favorito.

Recogí las cosas y dejé la nota en su lugar. Al darme la vuelta, vi que Sunan estaba absorto observando la cueva y que recorría con los dedos los garabatos que Lyn y yo habíamos hecho cuando éramos más pequeñas. Habíamos usado arcilla y nuestros dedos para pintarlos y lo cierto era que me sorprendía que no se hubieran desmoronado con el paso del tiempo.

Me acerqué a la que Sunan estaba viendo, que nos mostraba en la playa junto a nuestra madre, con la piedra de Luna entre nosotras.

—Esa es mi hermana, aquella mi madre y la última soy yo —le dije, señalando cada uno de los dibujos que nos representaban.

Él asintió y pasó un dedo con delicadeza por encima del dibujo que me representaba a mí. Sentí un escalofrío recorriendo mi espina dorsal y sacudí la cabeza, como si así pudiera deshacerme de la sensación de que esos dedos me habían acariciado a mí en lugar de a la roca. Aquello fue de lo más extraño.

—¿Cómo descubrió este lugar? —me preguntó, mirándome de reojo.

Me encogí de hombros.

—A Lynette y a mí siempre nos ha gustado explorar Rosenshire, así que era cuestión de tiempo que un día diéramos con este lugar. Esta cueva es imposible de detectar desde el mar, y tampoco se ve desde la playa, así que la convertimos en nuestro escondite secreto. Cuando nuestros padres desaparecieron, pasábamos largas tardes aquí escondiéndonos de nuestros tíos. Era el único lugar donde podíamos sentirnos a salvo. Nos sentíamos como si alguien nos estuviera protegiendo.

Él frunció el ceño un segundo y abrió la boca para decir algo, pero simplemente asintió.

—Se está haciendo muy tarde. Será mejor que regresemos a casa.

Di un respingo.

«A casa».

Aquella palabra hizo que mi corazón saltara de alegría, aunque no entendía porqué. Recogí las cosas que mi hermana había dejado para mí y emprendí el camino de vuelta. Ambos íbamos en silencio y, cuando sorteamos la roca, me detuve. Vi el mar alzándose y la luna reflejándose sobre él y, por primera vez, sentí rabia hacia aquellos dioses que jugaban con nosotros como si fuéramos muñecos de trapo.

Me juré en silencio que haría lo que fuera posible por salvar a Rosenshire de caer en sus garras, que no permitiría que nadie formulara un deseo ante ellos sin saber las consecuencias y, también, me juré que algún día sería tan libre como los pájaros que surcaban el cielo.



Aquella noche, cuando nos fuimos a dormir, nos detuvimos frente a nuestras habitaciones y nos dedicamos una sonrisa tímida antes de desaparecer en el interior. Fue extraño, como si nos hubiéramos acostumbrado a la presencia del otro con tanta facilidad como un recién nacido se acostumbraba a respirar.

En cuanto estuve sola, me tumbé en la cama, con el vestido de mi madre entre mis brazos y lo abracé hasta que me quedé dormida. Esa fue la primera noche en la que no soñé con nada, ni siquiera volví a ver el templo que me perseguía cada vez que cerraba los ojos. Fue un sueño plácido y reparador.

Me desperté cuando alguien llamó a mi puerta. Gruñí algo ininteligible y me tapé con la manta, pero la llamada volvió a repetirse. Exhalé un suspiro rabioso y me puse en pie porque, de quedarme en la cama, seguirían llamándome una y otra vez. Abrí la puerta de par en par, con el pelo revuelto y el camisón, que Sunan había dejado en mi habitación dos días antes, arrugado.

Sunan parpadeó un instante. Él ya llevaba puesto un traje gris y una camisa blanca. Me sorprendió su elección de colores, pues nunca le había visto ponerse ropa que no fuera negra, y estaba completamente segura de que llevaba años sin vestir otro color. Me sentí incapaz de apartar la mirada, como si estuviera ante un ave extraña y exótica.

—Buenos días —me saludó, devolviéndome a la realidad.

—Buenos días, Sunan —le dije en medio de un bostezo—. ¿Ha ocurrido algo?

—No, no. Vístase, por favor. La espero abajo cuando esté lista.

Y, sin mediar palabra, se dio la vuelta y se marchó escaleras abajo. Fruncí el ceño y cerré la puerta a mi espalda. Me demoré unos minutos en lavarme la cara y peinarme antes de ponerme el vestido amarillo de mi madre.

En la habitación no había espejos, así que no pude acicalarme más y me dejé el pelo suelto, que era tan largo que los bucles se derramaban por mi pecho y mis brazos.

Sunan no estaba en la cocina, pero la puerta de su estudio estaba abierta y, en cuanto me oyó llegar, se levantó y me invitó a pasar. Le seguí hacia el interior y me quedé pasmada en la puerta, como si las piernas se me hubieran anclado al suelo. Él había despejado parte de la mesa y una de las sillas de la cocina estaba ahora junto a la suya. Tragué saliva, sin saber qué decir.

—Siéntese, por favor —me dijo él, señalando el asiento a su lado—. Quiero enseñarle una cosa.

Como una autómata, sorteé las pilas de libros y me senté a su lado. En mi lado de la mesa había una hoja en blanco, una especie de palo de metal y lo que parecía ser un trozo de piedra rojiza. La toqué con la punta del dedo, confusa y Sunan esbozó una sonrisa.

—Eso es un lápiz mecánico —me dijo, señalando el palo de metal— y eso una goma de borrar. Sirve para eliminar los errores.

Levanté la vista hacia él, confundida.

—¿Errores? —repetí, sintiéndome increíblemente estúpida—. No... no lo entiendo.

—Ayer me pidió que escribiera una nota para su hermana, así que deduje que no sabía escribir. Quiero enseñarla.

Al instante, se me formó un nudo en la garganta y tuve que reprimir el sollozo que amenazaba con romperme por dentro. Sunan se alarmó y me tomó de la mano.

—Oh, no pretendía hacerla sentir mal. Lo siento mucho —me dijo, atropellándose con las palabras. Me soltó y luego tomó el lápiz, el papel y el borrador y se puso en pie rápidamente—. Podemos olvidarnos de todo esto, lo último que quiero es que llore por mi culpa. Lo siento.

Le sujeté de la mano y negué con la cabeza.

—No es eso.

Sunan se sentó de nuevo, dejando los objetos en su regazo. Me estudió con detenimiento, como si estuviera intentando encontrar el origen de mi malestar.

—Entonces, ¿qué le ocurre?

Tuve que reunir mucho valor para mirarle a los ojos sin derrumbarme. Respiré hondo varias veces mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas para expresar el torrente de emociones que me estaba atropellando.

—Es solo que... Ni siquiera nos conocemos, pero en unos pocos días te has preocupado más por mí de lo que mis tíos se han preocupado jamás. Esto —murmuré, señalando el papel— significa mucho para mí y ni siquiera sé cómo agradecértelo. He venido de la nada, he puesto tu vida del revés y, aún así, haces todo esto por mí.

Sentí su mano posarse en mi brazo y darme un suave apretón, pero no tuve valor para mirarle a los ojos.

—La vida suele ser muy dura e injusta con las mujeres. No me agradezcas que te trate con el respeto que mereces. Esto debería ser la norma y no la excepción.

En cuanto le escuché, se me encendieron las mejillas y tuve que hacer un gran esfuerzo para no darle un abrazo, pues estaba completamente segura de que él lo habría considerado increíblemente inapropiado. Además, me había tuteado. No quería que se arrepintiera de ello.

—Gracias —murmuré, secándome las lágrimas con el dorso de la mano. Respiré hondo—. Tienes razón. Y me encantaría aprender a escribir.

Me coloqué bien en la silla y me puse un mechón de pelo detrás de la oreja. No sabía qué hacer con las manos, así que al final las dejé sobre mi regazo y jugueteé con la tela del vestido.

Tras unos segundos, Sunan puso la hoja frente a él, cogió su pluma y trazó mi nombre en el papel. Su letra era preciosa, trazos limpios y seguros. Puso la hoja frente a mí y me entregó el lápiz. Me quedé mirando mi nombre, pues nunca lo había visto reflejado en el papel y sentí deseos de acariciar cada trazo, pero me contuve porque la tinta aún no se había secado.

—Dame la mano —me pidió.

Me temblaban los dedos cuando se la di.

—Esa no, la derecha. Si escribes con la izquierda, se emborrona la tinta y pondrás el papel perdido.

Asentí, aún ruborizada, y le di la otra mano. Él puso el lápiz entre mis dedos y colocó la mano en la postura adecuada. Dijo algo, pero sus caricias sobre mi mano borraron cualquier palabra que pudiera haber pronunciado. Tenía las manos suaves y fuertes y no pude evitar preguntarme cómo se sentirían en otras partes de mi cuerpo.

Solo levanté la vista cuando él carraspeó.

—Ahora prueba a copiar lo que he escrito y no te frustres, nunca sale bien a la primera. La escritura es una práctica de ensayo y error. Pueden pasar años hasta que llegues a dominarla por completo, así que vamos a centrarnos en lo básico para que aprendas a escribir cuanto antes.

Abrí los ojos de par en par. Toda la ilusión que estaba sintiendo por la idea de aprender a escribir se esfumó de golpe.

—¿Años? —le pregunté con voz chillona.

—Sí, por eso, la escritura se nos enseña desde que somos pequeños.

—Pero yo ya soy mayor... —murmuré.

—Pero tienes un profesor excelente —me dijo con una sonrisa que habría sido capaz de iluminar el fondo del océano—. Estoy seguro de que en unos días serás capaz de escribir tu nombre a la perfección. Venga, a trabajar.

Las siguientes horas fueron las más frustrantes de toda mi vida. Cuando conseguía que un trazo me saliera bien, el siguiente era un completo desastre. Estuve a punto de lanzar el lápiz por los aires varias veces. Era completamente cierto que Sunan era un profesor excelente, el problema radicaba en que yo era una alumna deplorable. Al final, él optó por el refuerzo positivo.

—Cada vez que consigas escribir tu nombre bien, te dejaré inspeccionar un estante —me dijo.

Solo conseguí escribir mi nombre bien una vez y la hoja terminó arrugada por tanto borrar los trazos. Aún así, Sunan cumplió con su parte y me dejó inspeccionar la librería que estaba menos abarrotada. Fui sacando cada libro que había en el estante y leyendo los títulos en voz alta. Algunas veces los abría y me quedaba embelesada leyendo la primera página o viendo las ilustraciones que contenían.

Me permitió, además, coger un libro para leerlo en mi habitación. No encontré a ninguna mujer en ese estante, así que escogí uno titulado El cuervo, de un tal Edgar Allan Poe. El hecho de que hablara de animales me pareció estupendo, pero Sunan me miró con una ceja arqueada cuando regresé dando saltitos hacia la mesa, aunque no dijo nada al respecto. Se limitó a poner el libro a un lado antes de que yo lo abriera y a pedirme que intentara escribir mi nombre bien una segunda vez.

No lo conseguí, estaba demasiado distraída lanzando rápidas ojeadas a mi premio como para conseguir centrarme. De hecho, únicamente estaba deseando que llegara la tarde para poder leer.



Pasamos gran parte de la mañana en el estudio. En cuanto conseguí adaptarme al lápiz, Sunan se centró en su labor de traducir el manuscrito. De vez en cuando, dejaba de escribir para observarle. Cuando trabajaba, se formaba una leve arruga de concentración entre las cejas y, de vez en cuando, se detenía para hacer comprobaciones. A menudo, hacía tachones en la hoja y volvía a plantear la traducción de nuevo. Yo seguía intentando que mis trazos temblorosos se parecieran en algo a lo que él había escrito.

Me fijé en que escribió mi nombre con un trazo redondeado y claro, más sencillo que lo que estaba garabateando en sus anotaciones.

A mitad de la mañana, nos rugía el estómago. Habíamos olvidado desayunar. Sunan dejó la pluma a un lado y se desperezó, bostezando.

—¿Preparo algo para desayunar? —me preguntó, pasándose los dedos por el pelo.

La mirada se me quedó perdida en ese gesto durante demasiado tiempo. Cuando quise darme cuenta, él me miraba, esperando una respuesta. Últimamente, me ocurría con demasiada frecuencia. Sacudí la cabeza en un intento por mantener la cordura.

—Sí, claro. Me muero de hambre y estoy segura de que Dickens estará preguntándose dónde nos hemos metido.

Él se puso en pie y salió del estudio, seguido por mí. Eché un vistazo por la ventana mientras Sunan cortaba las frutas, el pan y el queso que mi hermana nos había dejado en la cueva. Vimos a Dickens al otro lado de la ventana, esperándonos y juraría que, incluso, parecía aburrido. Probablemente nos estaba esperando desde hacía un buen rato. El sol se proyectaba sobre su pelaje negro, dándole matices marrones y sus ojos verdes nos inspeccionaron con curiosidad en cuanto aparecimos.

—¿Podemos desayunar fuera?

—¿En el jardín? —Asentí—. Claro, por supuesto. En mi habitación tengo una manta, ¿puedes ir a buscarla? Así no te mancharás el vestido. La encontrarás en el armario de la derecha.

Me precipité escaleras arriba y dudé un instante antes de abrir la puerta de la habitación de Sunan. Nunca había estado allí y no sabía lo que me esperaba al otro lado. Era absurdo, pero la idea de que me permitiera entrar en su habitación me emocionaba.

Abrí la puerta con lentitud, como quien abre el cofre de un tesoro, con una expectación que se instaló en el fondo de mi estómago. La habitación al otro lado no parecía abandonada. Por el contrario, daba la impresión de que Sunan había querido preservar ese lugar o, al menos, lo había intentado. La cama de matrimonio era mucho más grande que la de mis padres y la de mis tíos y, también, más lujosa. Incluso tenía cabecero. No pude evitar pasar la mano por las sábanas blancas y me estremecí con el tacto sedoso que tenían. Tuve que luchar contra el impulso de tumbarme allí porque habría sido muy vergonzoso que él me encontrara tumbada en su cama.

Estaba a punto de ir hacia el armario cuando algo captó mi atención. Junto a la cómoda, había un cuadro mirando hacia la pared. Fruncí el ceño y me acerqué, con la curiosidad consumiéndome, preguntándome qué historia escondía aquel cuadro y por qué Sunan se negaba a verlo. Podría haberse deshecho de él si realmente lo detestaba, pero había optado por ponerlo contra la pared.

Eso solo podía significar que ese cuadro le importaba, pero le hacía daño.

Con cuidado de no arañar el suelo, le di la vuelta al lienzo.

Estuve a punto de dejarlo caer por la impresión, pero logré sujetarlo a tiempo.

Una vez recuperada del susto, observé el lienzo. La mujer que había pintada en el cuadro era indudablemente hermosa, con sus llamativos ojos azules, el cabello rubio como el trigo y la piel blanca como las nubes que surcaban el cielo de Rosenshire. Llevaba un precioso vestido de color jade, con una sucesión de lazos en el pecho que me recordaban al vestido que Edward me había obligado a llevar una vez, pero que a ella la hacían lucir como una princesa recién salida de un cuento.

Me pregunté quién sería aquella mujer, si quizá era la esposa de Sunan, una hermana o, incluso, su madre. Busqué una fecha en el cuadro, pero no encontré nada que pudiera orientarme sobre cuándo fue pintado y quién era la mujer del retrato.

—¿Has encontrado la manta? —me preguntó él desde la cocina, sobresaltándome.

Estuve a punto de dejar caer el retrato por segunda vez. Lancé una maldición por lo bajo y me apresuré en dejar el cuadro en su lugar y abrir el armario. Cogí la manta y salí de allí a toda prisa, como si me persiguiera un fantasma. Y quizá era cierto. Tal vez aquella mujer era el fantasma que habitaba en todos los rincones de la casa. Ahogué un escalofrío y bajé las escaleras de dos en dos. Me planté en medio del comedor, donde Sunan me esperaba, con la fruta y el queso cortados en un plato de metal, una hogaza de pan envuelta en un paño y una botella de algún licor que no conseguí identificar.

—Empezaba a pensar que te habías perdido —comentó al tiempo que arqueaba una ceja.

Se me escapó una risa nerviosa y le mostré la manta.

—Lo siento, es que me gusta tomarme mi tiempo —bromeé.

Él puso los ojos en blanco y me instó a salir. Estiré la manta bajo el manzano y él puso todos los ingredientes entre los dos y me sirvió un vaso de licor. Lo olisqueé, desconfiada. Olía igual que el vino de Gwynda. Le di un trago solo para confirmar que no me estaba volviendo loca, pero mis sospechas se confirmaron.

—Es vino con licor de moras.

—¿Ese es el secreto? —le pregunté, sorprendida.

Sunan frunció el ceño.

—¿Qué secreto?

—El del vino de Gwynda. ¿Le añade licor de moras?

Él pareció sorprendido por aquello, pero se encogió de hombros.

—No lo sé. No he probado el vino que prepara tu amiga.

—Pero sabe exactamente igual.

—Debe ser casualidad —admitió—. Este vino solía prepararlo mi padre. Me enseñó a hacerlo en cuanto aprendí a andar, decía que era parte de nuestra tradición familiar. Quizá se lo enseñó a alguien más.

Esta vez fue mi turno de sorprenderme.

—¿Este vino lo has preparado tú?

—Sí. También sé preparar vino de manzanas, aunque estuve un tiempo sin poder fabricarlo porque alguien saqueaba mi pobre manzano.

Inmediatamente, me sentí culpable. Yo había molestado a Sunan, incluso, antes de saber que él existía. Definitivamente, debía considerarse el hombre con la peor suerte del mundo.

—Lo siento —murmuré—. Si hubiera sabido que la casa estaba ocupada, mi hermana y yo no habríamos hecho eso.

Él se encogió de hombros, como si no fuera nada.

—No tiene importancia. Además, parecía que os lo pasabais bien aquí.

—Nos gustaba este lugar —admití, apoyando la espalda contra el manzano—. Explorar el acantilado era una de nuestras aficiones.

Desayunamos en silencio mientras yo me preguntaba por qué nunca salió de la casa. Nos había visto cientos de veces saltar el muro, jugar, cantar alrededor del manzano, robarle las manzanas y tumbarnos a los pies de aquel árbol centenario, pero jamás había salido para saludarnos o jugar con nosotras. Por aquel entonces, él debía tener nuestra edad, quizá unos años más, por lo que también debía ser un niño. Si yo hubiese visto a un grupo de niñas jugando alrededor de mi casa, no lo habría pensado dos veces a la hora de unirme a ellas.

—¿Por qué nunca saliste? —le pregunté finalmente—. Hubo un tiempo en el que veníamos a diario y nunca te vimos.

Sunan suspiró y apoyó la barbilla en sus rodillas mientras mordisqueaba una uva.

—Porque erais felices aquí. Si hubiese salido, os habríais marchado. Pensé que quizá este lugar era vuestro pequeño santuario y no quería estropearlo.

—Pero, por aquel entonces, debías tener nuestra edad —insistí—. Tus padres podrían haberte permitido salir a jugar con nosotras. Podríamos haber sido amigos.

La mirada de Sunan se ensombreció.

—Deberías comer —me dijo con un suspiro—. Aún tenemos una larga sesión de escritura por delante.

Dejé caer los hombros. Por un instante, pensé que iba a confesarme algún secreto, que quería librarse del peso que cargaba sobre sus hombros, pero, al final, como todas las demás veces, simplemente había vuelto a ocultar sus sentimientos en la más profunda de las sombras.

Agarré un puñado de uvas y me tumbé en la hierba, ignorándole por completo. Me sentía terriblemente decepcionada, pero, al mismo tiempo, sabía que no tenía motivos para estar así. Era su vida y sus secretos y, al fin y al cabo, yo no era más que una intrusa. No tenía derecho a exigir que me enseñara sus heridas y sus cicatrices.

El silencio nos inundó, únicamente, acompañado por el ronroneo distraído de Dickens. Eran ciertas mis sospechas: contra toda lógica, allí no soplaba el viento y los pájaros no anidaban en el árbol. Cuando entraba en el acantilado, ya fuera a través de la cueva o yendo a la casa de Sunan, siempre había experimentado la misma calma y, ahora, me percataba de que no podía ser natural porque jamás había sentido algo así y, sin embargo, la sentía correcta.

Era la calma de un lugar sagrado.

Sunan se tumbó en la hierba y observó el cielo, donde un grupo de nubes oscuras empezaba a cubrir Rosenshire.

—Parece que hoy lloverá —se lamentó Sunan, observando las nubes.

—Si la lluvia hará florecer las rosas, ¿por qué lamentar su caída? —recité.

Sunan ahogó una risa y apoyó la cabeza en su mano para mirarme.

—¿Cuántas veces has leído ese poema?

—No las suficientes —repliqué, alzando el mentón con orgullo.

—Supongo que es difícil cansarte de algo que te gusta de verdad —comentó, mirándome con intensidad.

Le dediqué una sonrisa tímida y aparté la mirada, ruborizada. El lazo que nos unía era cada vez más nítido y había ocasiones en las que no sabía si mis sentimientos me pertenecían solo a mí o eran una mezcla de los dos. Era extraño y abrumador. Nada de lo que había sentido en toda mi vida se asemejaba, ni tan siquiera de lejos, a lo que sentía cuando Sunan me miraba así, cuando reía o, simplemente, cuando estábamos en silencio, disfrutando de la compañía del otro.

Me incorporé, temerosa de aquellos sentimientos que ni siquiera alcanzaba a identificar del todo. Nunca había sido el tipo de persona que temía a lo desconocido, pero tampoco podía considerarme una temeraria.

A decir verdad, sí que era un poco temeraria, solo que no lo suficiente como para quedarme y seguir alimentando lo que estaba surgiendo entre los dos, fuera lo que fuese.

Al moverme, Dickens levantó las orejas y se puso en pie con gracilidad. Echó a andar en mi dirección y, sin previo aviso, se tumbó en mi regazo ronroneando.

—Parece que Dickens ha encontrado un nuevo lugar favorito —comentó Sunan.

Acaricié al gato con cuidado, justo detrás de las orejas y me cuidé de observar su reacción. No quería que el animal me diera otro zarpazo, bastante había tenido con el primero, que ni siquiera había curado del todo. Aún tenía la piel enrojecida en las zonas donde las garras se habían clavado más profundamente. Cuando me aseguré de que el animal no iba a intentar asesinarme, miré a Sunan de reojo.

—¿Lo bautizaste así por el escritor?

Él esbozó una sonrisa triste, tanto que por algún motivo me arrepentí de haberle preguntado.

—Sí. Él tenía un bigote similar y el mismo tipo de humor.

—¿Por qué un gato? La mayoría de las personas prefieren los perros.

—Porque los gatos son libres. Ese animal no depende de mí, ni yo de él. Puede ir y venir cuando quiera, sin pedir perdón ni permiso —susurró, estirando la mano para acariciar a Dickens. Su brazo me rozó el estómago y sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral. Tragué saliva e intenté controlar la respiración, pero él ni siquiera parecía percatarse del efecto que su roce producía en mí—. Yo no quiero atar a nadie a mi lado, ni animal ni humano. Prefiero que escojan quedarse a mi lado o volar si sienten la necesidad de hacerlo.

Tuve la sensación de que, en algún punto de su discurso, había dejado de hablar del gato, que ahora estaba panza arriba, usando su cuerpo como señuelo para que le acariciara la barriga y me asestara un nuevo zarpazo. Apoyé las manos en la hierba para no acariciarlo por error y sufrir las consecuencias.

—Antes pensaba que la libertad podía encontrarse en la naturaleza, en los libros y en los animales —admití.

—¿Y ya no piensas así? —me preguntó. Sus ojos verdes brillaban como esmeraldas bajo la luz matutina y deseé poder tener algo con lo que inmortalizar ese momento, pero, como yo no sabía pintar, tuve que conformarme con memorizar aquellos rasgos y mantener la esperanza de que el tiempo supiese mantener su recuerdo intacto.

—Lo hago, pero ahora sé que la libertad también puede encontrarse en otras personas.

Sunan sonrió. Fue una sonrisa lánguida, el tipo de sonrisa que se le escapaba cuando estaba cómodo y relajado, cuando no pensaba en nada más que en disfrutar del momento. Cerró los ojos cuando un rayo de sol se abrió paso a través de las espesas nubes e impactó sobre su piel.

Pasamos allí largo rato, disfrutando del momento, pero las nubes volvieron a cubrir el camino del sol y un trueno retumbó en la lejanía. Dickens abandonó mi regazo y aterrizó en el interior de la casa justo cuando la lluvia arreció sobre nosotros. Ahogué un grito y nos apresuramos en recoger todo antes de echar a correr entre risas y maldiciones.

Hacía tiempo, demasiado quizá, que no me divertía tanto en compañía de otra persona, que no conseguía desconectar de mis problemas y fingir que habían dejado de existir; pero, con Sunan, ser feliz era tan inevitable como ver el sol y no querer que sus rayos te acariciaran la piel.

Aquella fue la primera vez que pasamos el día entero juntos. Nos encerramos en su estudio y yo intercalaba mis intentos por hacer que mi letra fuera legible con la lectura del libro que le había pedido prestado. Estaba leyendo un poema tan trágico que no pude evitar lanzar una maldición en voz alta.

—Pero, ¿cómo se atreven a matar a la pobre Annabel Lee? —mascullé para mis adentros—. Pobre mujer y pobre su amante. Ridículos ángeles, qué envidiosos.

Sunan estalló en carcajadas y yo le miré sorprendida. No comprendía por qué se reía de mi indignación. La muerte de la mujer me había dejado consternada y el dolor del protagonista se había filtrado en mi corazón. Eso no era divertido, era increíblemente triste.

—Te tomas los poemas muy a pecho, Aisha. No son historias reales, solo parten de la imaginación trágica del autor.

—Pues ya podría hablar de lo bonita que puede ser la vida cuando no te pasas el día como un alma en pena —bufé.

Él se mesó la barbilla y entrecerró los ojos, pensativo. Luego se giró hacia mí.

—En realidad, el mensaje del poema es muy bonito. El narrador siente un amor tan profundo hacia Annabel Lee que, incluso, después de muerta, cree que sus almas continúan unidas —me explicó, dejando su pluma a un lado—. Cada noche, sueña con ella y cada noche se recuesta sobre su tumba junto al mar.

Hice una mueca tan espantosa que Sunan pareció sorprenderse.

—Pero eso no es bonito, es triste... y aterrador.

—¿Aterrador? —me preguntó él, confuso.

—Sí. Es aterrador no ser capaz de seguir adelante. Las pérdidas forman parte de la naturaleza y de la vida. Lo normal es morirse.

—Tienes una forma de ver la vida un tanto curiosa —admitió, sonriendo de lado.

Me encogí de hombros.

—No quiero decir que las pérdidas no duelan, porque es evidente que lo hacen, pero anclarse en el dolor y no ser capaz de mirar hacia nuevos horizontes no es vivir, es malgastar el aire que respiras —bufé—. Para eso es mejor morirse.

Él respiró hondo y se dejó caer en la silla.

—Pero a veces no es fácil deshacerse de la culpa y del dolor.

—No he dicho que lo sea, pero es más gratificante. A fin de cuentas, ¿quién quiere pasar el resto de su vida llorando? —Me señalé el pecho con brusquedad—. Yo no, desde luego. Sí, he perdido a mis padres y también es probable que haya perdido a mi hermana y a mi mejor amigo, pero eso no va a detenerme.

—Ojalá yo tuviera esa mentalidad, pero es complicado.

Le señalé con un gesto desdeñoso.

—Esa es la postura fácil, rendirse y dejar que la vida te pase por encima. Yo he nacido libre, Sunan, y no voy a permitir que nadie, ni dios ni mortal, me arrebate lo que es mío por derecho. Así que sí, he elegido un camino difícil, pero prefiero que me sangren los pies durante la travesía antes que encerrarme en mi propia jaula de cristal y llorar hasta secarme, al igual que tus plantas.

Sunan que, hasta entonces, me había estado escuchando con mucha atención, estalló en una sonora carcajada con lo último. Al parecer, únicamente prestó atención a mi última frase. Me crucé de brazos, molesta.

—Incluso cuando me dedicas palabras de aliento tienes que sermonearme —me dijo en cuanto logró serenarse.

—¡Es la verdad! No cuidas de tus plantas.

—Sí, es cierto. —Suspiró—. Soy descuidado, pero no iniciemos esta discusión de nuevo o seré yo quien se tire por el acantilado.

Hice una mueca y, aunque sentí deseos de zarandearle y decirle que no era descuidado, sino que había perdido la esperanza, no le dije nada. Me limité a seguir escribiendo en silencio hasta que me dolieron las muñecas y me trasladé al aterrador libro de relatos que había escogido para mí misma.

Al caer la noche, la tormenta aún seguía arreciando contra el acantilado y los truenos retumbaban en la profunda oscuridad. Cuando era pequeña, las tormentas me aterraban y solía colarme en la habitación de mis padres para dormir con ellos. A Lynette, en cambio, le encantaban. Se podía pasar la noche en vela observando los latigazos de luz que dejaban los rayos en la oscuridad, como si quisieran partir el cielo en dos.

Pero allí, en la soledad de mi habitación, no sentía miedo. Tumbada en la cama, observé a través del ventanuco cómo el cielo se iluminaba una y otra vez y el sonido de la lluvia impactando contra el tejado me sumió en un profundo sueño.

Desperté de madrugada cuando una gota de agua se filtró desde el techo e impactó contra mi frente rítmicamente. Me incorporé, asustada y miré al techo. Una gota de agua me cayó en el ojo y ahogué una maldición.

Había una gotera.

El agua se había filtrado por el tejado y caía justo sobre mi cama. Frustrada, me puse en pie rápidamente para intentar evaluar los daños. En medio de la oscuridad, tuve que tantear los muebles hasta que di con una vela y una cerilla y, mientras rasgaba la cerilla contra la caja, recé interiormente para que no se hubiera mojado. Afortunadamente, la cerilla prendió al tercer intento.

Prendí la vela y me acerqué a la cama. Estaba completamente empapada. Tanto, que ni siquiera supe cómo era posible que yo no hubiera terminado en el mismo estado. Únicamente se había mojado el bajo de mi camisón, algo que podría solucionar fácilmente.

Salí de mi habitación a toda prisa y regresé cargada con dos cubos y haciendo equilibrios con la vela para poder ver algo frente a mí. Ni siquiera me preocupé por no hacer ruido. Arrastré la cama hacia el centro de la habitación y dejé los cubos en los lugares donde el agua caía con más fuerza. Aún así, parecía que por la mañana iba a tener la habitación completamente inundada porque era imposible contenerlo todo. Conforme pasaban los segundos, el agua parecía encontrar más recovecos por los que colarse y, si la situación empeoraba, era muy probable que el tejado terminara cediendo.

Me crucé de brazos, observando aquel desastre y decidí que no iba a enfrentarlo sola. A fin de cuentas, la casa no era mía y si había alguien que podía solucionar todo eso era Sunan. Salí al pasillo y llamé a su puerta varias veces. Tardó un largo rato en abrir y lo hizo con el cabello despeinado y la camisa abierta, dejando entrever la piel morena de su pecho y unos músculos que ni siquiera tenían sentido porque solo le había visto moverse para preparar el almuerzo y sentarse en su estudio y eso no contaba como ejercicio.

—¿Qué ocurre? —Sunan tenía la voz ronca y estaba aún medio adormilado. No se había percatado de mi mirada, lo cual era buena señal porque, de hacerlo, habría preferido encerrarme en mi habitación y ahogarme allí antes que volver a salir.

—Se está filtrando agua por el techo de mi habitación.

Sunan parpadeó pesadamente, como si le costara mantenerse despierto. Por un instante, estuve segura de que me cerraría la puerta en la cara y se metería de nuevo en la cama.

—¿Me has... despertado porque se filtraba agua del techo? —murmuró arrastrando las palabras.

Arqueé una ceja. Ese hombre tenía el don de ser exasperante incluso cuando estaba tan dormido que apenas era capaz de abrir los ojos del todo. Me contuve para no darle un puntapié porque creía fervientemente que podíamos llevar una convivencia pacífica y, además, temía que me prohibiera hurgar en sus libros si hacía algo así.

—Te he despertado porque mi cama está empapada y la habitación se está inundando —gruñí cruzándome de brazos.

Él ahogó un bostezo y parpadeó pesadamente.

—De acuerdo.

—¿De acuerdo? —repetí.

—Sí, de acuerdo. Veamos qué ha pasado.

Sunan me siguió hacia la habitación y echó un vistazo a las goteras y a la cama.

—Vaya, tendré que arreglar esto mañana. Duerme ahí —me dijo, señalando la cama, que estaba tan empapada que se había formado un charco bajo la misma— y mañana trataré de solucionar esto.

—¿Cómo esperas que duerma ahí? La cama está empapada.

—No tengo más camas —murmuró, encogiéndose de hombros. Era más que evidente que a esas horas de la madrugada no era capaz de enlazar medio pensamiento coherente. Suspiré, frustrada.

—Te lo diré con más claridad, porque es evidente que no me estás comprendiendo: no pienso dormir ahí.

—¿Y dónde piensas dormir?

Ni siquiera dudé un segundo antes de responder.

—En tu habitación.

Sunan frunció el ceño al tiempo que un trueno resonaba en la oscuridad y un rayo iluminaba la habitación.

—Pero, ¿entonces dónde dormiré yo?

—En tu habitación —repetí, esta vez más molesta que la anterior.

Él me miró fijamente durante un largo minuto, probablemente manteniendo un debate interno sobre si había perdido la cordura por completo o, sencillamente, me había escuchado mal. Me lo imaginaba calculando las respuestas que podía darme, descartando todas las que fueran demasiado groseras, pero manteniendo en la recámara todas las que podían ofenderme con buenas palabras.

—Aisha, ya has estado ahí. —Sunan arrastró las palabras, prácticamente, como si estuviera hablando con una niña pequeña que no hablaba el mismo idioma que él—. Sabes que solo tengo una cama.

—Bien, pues tendremos que compartirla, a no ser que prefieras dormir en el suelo, como los animales o en la cama empapada.

—Eso es inapropiado.

—No lo es —gruñí, entrando a su habitación mientras él me seguía de cerca—. Siempre he dormido así con Jac.

—Creía que Jac solo era tu amigo.

—Y lo es. Cuando éramos pequeños solíamos dormir juntos, no veo que hacerlo ahora suponga un problema.

Escuché la exclamación ahogada que emitió Sunan a mi espalda, pero ni siquiera me di la vuelta; sabía que, de hacerlo, habría terminado lanzándole algún objeto punzante a la cabeza.

—Aisha, un hombre y una mujer no pueden dormir juntos en la misma cama. No es apropiado —repitió. Esa parecía haberse convertido en su palabra favorita.

—Dijo el hombre que hace unos días se confesaba un paria de esta sociedad absurda y clasista —cité, molesta.

—Sí, lo soy, pero hay cosas que no.... que no son... —Resoplando, entré en la habitación y me tumbé en la cama, dándole la espalda—. ¿Qué haces?

A diferencia de la mía, su cama era bastante cómoda y las sábanas no me arañaban la piel. No sabía de qué clase de tejido estaban compuestas, pero, automáticamente, se convirtieron en mis favoritas.

—Dormir —gruñí, cerrando los ojos con fuerza— y te aconsejo que hagas lo mismo, mañana tienes que reparar el tejado. Buenas noches, Sunan.

El silencio se extendió en la habitación y los minutos pasaron como si hubieran estado persiguiendo el reloj, pero, finalmente, Sunan suspiró y sentí la cama hundirse a mi lado. Él se tumbó dándome la espalda, como si, por ello, pudiera ignorar el hecho de que me había colado en su habitación, aunque no hubiera sido algo premeditado.

—Ahora entiendo porqué Jac está tan confundido —murmuró por lo bajo.

—¿Qué has dicho? —siseé.

—Nada —gruñó—. Duérmete.

Estuve a punto de girarme en su dirección, pero habría sido imposible contener el impulso de darle un golpe, así que metí la mano bajo la almohada y la cerré en un puño, pero el enfado no me duró demasiado tiempo. Pronto caí en las garras del sueño, que me atrapó y me condujo de vuelta al templo del agua.


Os prometo que me moría de ganas de que leyerais este capítulo. Aisha está mostrando una faceta de sí misma que ni siquiera ella conocía y eso es maravilloso.

¿Cuál ha sido vuestra parte favorita?

¿Os gusta esta nueva faceta de Aisha?

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