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La partida de Horacio

La semana después de que se concibieron los labios de Oliveira, los volví a encontrar. Fue lo suficientemente conveniente que el remate se repitiera, pues todo el mundo había tenido una gran noche, y como todas las buenas experiencias, las buscamos una y otra vez como las mariposas negras buscan la luz. Pero la experiencia no se repite, no de la misma manera, y fue extremadamente ridículo de nuestra parte pensar que sería igual. 

El desenlace de mi corta historia con Nicolás comenzó esa noche. Llegué a la fiesta antes que él, por obra de las despiadadas coincidencias, y el alcohol retomó su índole dañina y grosera. Decir eso debe ser suficiente para imaginarse ya lo que sucedió. El maldito trago hecho de vodka y aguardiente, y me apropio de toda culpa, volvió el tiempo fluido y mezcló los colores. En resumen, cuando Nicolás llegó, desafortunadamente demasiado tarde, yo estaba, libre de preocupación alguna, coqueteando con los sujetos malintencionados que estudiaban derecho en los Andes. Nicolás me sacó de la esquina antes de que algo pudiera suceder, y me sentó a su lado. De la conversación, solamente recuerdo su insistencia triste con decir, "¿segura que estás bien?" y la mía con mentir. Recuerdo también sus palabras, mas no las mías. Lo recuerdo al decir, "te quiero decir muchas cosas, pero no puedo. Así no." Y lo recuerdo al decir, "ya me vale mierda, que todo el mundo vea.", antes de besarme como si no hubiera besado a nadie más; como si hubiera sido la primera y última vez que besaba a alguien, y de alguna manera, al menos para mí, fue la última vez, hasta el momento, que alguien me ha besado con tal sentimiento. La última vez que me encontré con los labios de Oliveira, la última vez que pude ser La Maga. 

El recuerdo aún revolotea en mi cabeza; es como si hubiera dejado una taza de café en la mesa; una que nunca acabé pero tampoco vacié, y ahora el café está frío y si me lo fuera a tomar, muy seguramente me enfermaría. Así se profanan los recuerdos. 

Fue una historia corta, la de La Maga y Horacio, corta y careciente de sentido. Lo que en realidad duele es lo que pudo haber sido, y no lo que fue. Ambos, con nuestra insensatez y cinicismo, infravaloramos la llama que había. A lo mejor pensamos que eso nos pasaría muchas veces, que ninguno de los dos era lo suficientemente especial para que lo nuestro fuera único. En realidad no había amor, no de su parte, o tal vez nunca sabremos si en realidad nos quisimos. Fue el deseo, las ganas de moverse, la falta de interés; la subvaloración, el dar por sentado. Fue el miedo, el miedo de vernos al espejo y ver al otro, eramos tan parecidos, nuestras almas tan infinitamente iguales, que eramos diferentes. Creímos que podíamos leernos la mente, que nuestra semejanza trascendía lo físico. Tanto así que no se dijo ni una sola palabra sobre la muerte de la nasciente relación. 

Y aquí, aquí y no antes, empieza la búsqueda de otro Horacio; alguien que me hiciera sentir como La Maga otra vez. 

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