Horacio
La adolescencia en Bogotá puede ser de muchos colores. Normalmente, entre la élite de la ciudad, se encuentran tonos rosados, morados, tal vez fluorescentes, como las luces de una discoteca, como el interior de las chivas. El significado de estos colores radica en la ignorancia, irónicamente, y en la indiferencia; en la banalidad, en lo insensato. Yo, en lo personal, siempre quise que mi adolescencia tuviera tonos más fríos, como el gris en la portada de OK Computer de Radiohead, o como los tonos más oscuros de la portada de mi edición de Rayuela, de Julio Cortázar. Creo que una sociedad tan elitista, tan altanera en su mayoría, requiere de gente diferente; gente cuya juventud no está marcada por la falta de significado. Y me gusta pensar que precisamente por ser diferente o intentar serlo, alguien como Nicolás pudo fijar sus ojos frios, normalmente vacantes, en mí.
Ese día estuvo nublado; recuerdo el viento continuamente levantando mi falda, y recuerdo, en medio de todo, a uno de mis amigos, diciéndome que al parecer yo tenía pretendientes, y que tuviera cuidado en el remate de esa noche. Recuerdo haberme encogido de hombros y haberle dicho "pues que vengan", y recuerdo haberme ido a mi casa después de uno de los mejores fines de semana de mi vida y haber recordado que había una fiesta esa noche.
Todos los días me esmero en profanar el fatídico recuerdo de esa noche, que es fatídico sólo porque quiero que sea fatídico. La verdad, la cruda verdad, es que fue una de las noches más felices de mi vida. Eso es lo que más duele.
Fue un juego de coincidencias, en realidad. Antes de eso, yo decía conocer a Nicolás, pero la verdad es que simplemente sabía su nombre. No recuerdo bien qué fue lo que me llevó a sentarme al lado de él en los ladrillos fríos de afuera de aquella recepción, lo cual probablemente se deba a que había ingerido una cantidad considerable de ron, pero todo lo que sucedió desde ese momento fue una gran coincidencia que me ayudó a entender que en realidad no conozco ni a la mitad de las personas que digo conocer. Una coincidencia, vale la aclaración, con un sentido del humor bastante peculiar.
No logro recordar casi nada de las palabras que intercambiamos. Sólo sé que fueron cobrando más y más sentido con el transcurrir de la noche, proporcional al efecto del alcohol. El maravilloso, hermoso, burlón alcohol. Momentos como ese me hacen considerar que es en realidad algo increiblemente positivo, aunque este sentimiento suele reemplazarse rápidamente por el cliché. Nunca dejaré en el olvido el momento en el que decidí que mis labios eventualmente tocarían los suyos. No importaba si era esa misma noche o en diez años. Estabamos los dos sentados en un sillón, yo tenía mi cabeza puesta en su hombro de nadador, y su mano exploraba la mía con una curiosidad desesperada. Una hora más tarde, después de cien miradas y cien "¿qué es lo que quieres?" de su parte, y mi respuesta inmutable; "lo que tú quieras", los labios de Nicolás se convirtieron en los labios de Oliveira, y los míos en los de La Maga. La incomodidad y el aire frío de la Bogotá nocturna, las luces de los carros pasando, los pasos de los tacones de las mujeres llegando o saliendo, el fantasma del ron en su lengua, sus dedos enredados en mi pelo, su sonrisa contra la mía, todo eso son los labios de Oliveira, y hasta ahora llego a entender que es inútil seguir buscándolos. Y mis labios nunca volverán a ser los de La Maga, ni mis ojos los mismos, porque aunque mi nombre es igual al de ella, el único que logra darme el título de Maga es el propio Oliveira.
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