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La escobilla de la victoria

Sonó una fanfarria épica y una voz de presentador circense inició la cuenta atrás.

Nos retiraron las vendas. Estábamos en un cementerio en ruinas y nos habían vestido... ¿de asistentes domésticos? Los del distrito del Humor Absurdo debían estar en su salsa, pensé.

Los del Humor Negro iban de criada clásica: con un vestido negro, un impecable delantal blanco con encajes y una bonita cofia. Las de Comedia Romántica llevaban unas batas de señora de la limpieza de color rosa chicle, muy en su línea, abotonadas por delante y demasiado estrechas y cortas... poco cómodas, vamos. 

Y hablando de comodidad, yo pensaba que me habían puesto una protección acolchada para el viaje que me retirarían al llegar a "la arena", pero seguía notándome embutida en algo grande. Miré a través del agujero por el que me asomaba la cara y, al ver a mi compañera, descubrí el pastel. Llevábamos un disfraz enorme de icono de papelera de reciclaje virtual. Brillante idea la de nuestro mentor del distrito del Humor Inteligente ¡Casi no podía moverme! Por no hablar del calor que daba la gomaespuma, sudaba como un pollo. 

Céntrate Laura, me dije. 

A pocos metros había un mausoleo abierto en el que nos habían dejado unas bolsas negras. Comprendimos que debíamos llegar allí cuanto antes pero, fue empezar a correr y el suelo tembló bajo nuestros pies. Un ejército de zombis hambrientos estaba emergiendo.

Cual pingüino mareado me apresuré hacia las bolsas. No podía doblar las rodillas y a duras penas sacaba los brazos afuera. ¡Cómo corrían los de Humor Negro! Y las muy asquerosas de Comedia Romántica ¡Qué ligeras iban! La próxima vez recordaré meterme la lengua por donde me quepa antes de criticar a nadie.

Aterricé de un salto encima de una bolsa esperando encontrar un machete o algo así, pero lo que había dentro era ¡¿una escobilla de váter?!

Vi que mis compañeros tenían armas igual de absurdas ¿Un rodillo de amasar? ¿Un rayador de queso? Íbamos a morir todos.

Me di la vuelta y tenía un muto z justo detrás. Con la boca desencajada, venía a morderme. Mi cabeza escuchó: «cereeeeebro» y me acordé de mi don (de mierda). ¿De qué me iba a servir oír los pensamientos de los zombis? 

Cogí la escobilla y froté uno de sus ojos podridos. Le dolió. 

La salida era una tumba que habían iluminado. Debía alcanzarla. Ataqué de la misma manera a cinco mutos más que mordían mi disfraz. Los ojos eran su punto débil ¡Bien!

Cuando estaba a punto de entrar en la tumba, mi mente visualizó las palabras «maaasa encefaaaálica». ¡Dios! Como en los videojuegos, me faltaba el monstruo final: el Zombi Intelectual.

Asomó su grotesca cabeza y al verle la cara comprendí que no tenía nada que hacer. No tenía ojos.

En un arranque de desesperación, alcé mi brazo (todo lo que la sisa me permitió) y le clavé la escobilla totalmente dentro de una de sus cuencas vacías. La removí y cayó fulminado. Lo conseguí.

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