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La Cerda Salvaje

Si hubiera sido una cerda salvaje ("hembra de jabalí" no tiene tanta gracia), mi cabeza, disecada en un rictus de lobotomizada, colgaría de la pared de trofeos de caza del Señor Humor. Pero, por suerte o por desgracia, yo no era más que una tributo superviviente de sus "salvajes" Juegos, un poquito "cerda" quizá.

¡Ojo! Lo digo solo porque mi piel siempre es rosa, como la de la entrañable Peppa, por más que me tueste al sol.

Retomando la cuestión, nuestro romance duró lo que mi basura de hechizo de principiante tardó en desvanecerse: dos días. Aun así, esas 48 horas dieron de sí cosa mala.

Descubrí tres secretos y medio. El primero: mi amante bigotudo nunca dormía y su fogosidad no conocía límites. El segundo: no comía pero sus energías eran alcalinas. El tercero: no se duchaba, y siempre olía a naftalina. Y el medio, y último secreto, estoy casi convencida de que no hacía ni pipi, ni caca.

Capté que seguía una novedosa técnica: "El método Cleopatra", en honor a la costumbre de la egipcia de bañarse en leche de burra para mantener su piel joven. El 90% de los recursos económicos, provenientes de los abusivos impuestos, iban destinados a la compra de toneladas de sustancias con las que elaborar su "Elixir de la Juventud Eterna".

Todos los días tomaba un largo baño, tumbado en una bañera construida con polvo de cuerno de unicornio prensado. Se sumergía en una fórmula de alquimia compleja, de la que entreví un par de ingredientes: dientes de leche de niños albinos molidos, y unas gotas de esperma de pato hermafrodita (ya estamos con los patos...).

¿Cuáles serían los demás componentes? Pronto revelaría la macabra respuesta.

Durante uno de sus extensos baños (lapsos que yo aprovechaba para hidratarme y refrescarme ciertas zonas escocidas), me cansé de esperarlo en sus dependencias, y salí a pasear por el núcleo del Capitolio. Una puerta que decía "prohibido el paso" me invitó a asomar el hocico. Un rápido vistazo y lo entendí todo. En unas enormes cápsulas flotaban "in vitro" todos los tributos desparecidos. Unas madejas de cables profanaban sus orificios corporales, y por ellos destilaban su esencia vital: la clave del elixir del Señor Humor. Los zombis de la arena no eran más que los cuerpos-pulpa sobrantes de tales extracciones.

Estábamos perdidos. En algún momento nos iba a tocar al resto de supervivientes, así que robé una garrafa de ácido hialurónico y tracé un plan.

El primer signo de que mi embrujo había concluido fue oír en mi cabeza:

«QUIERO TU DON DE MIERDA»

A la de tres, irrumpieron mis aguerridos Tai, Noir, Roberto y Heather, cargados con sus ácidos sulfúrico, clorhídrico, graso, fórmico, o qué se yo... Entre los cinco valientes, metimos a la fuerza al villano mostachudo en su bañera. Vaciamos nuestros bidones y, como una pastilla efervescente en un vaso de agua, nuestro enemigo desapareció...

Los titulares del día siguiente rezaban:

«El Señor Humor "asido" engañado: quedan disueltos los primeros Juegos del Humor».

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