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Capítulo 1

–Es nuestra tradición, proviene de un episodio muy triste de nuestra historia.

–Sí, sí.

–Pero así es como hemos podido sanar, primero era un recordatorio de la rebelión, era un precio que los distritos tenia que pagar, pero creo que ta ha evolucionado, creo que es un punto que nos une a todos.

–Este es tu tercer año al frente, ¿Qué define tu sello personal?

Distrito 12.

–¡No, no!–El pequeño gritaba aterrado

–Shhh, tranquilo estas bien, estabas soñando.–Gavi se apresuró en calmar a su hermano, las pesadillas eran constantes, la cosecha era hoy.

–Era yo.–Dice Pedri, era un miedo constante para todos, ser el elegido del año.

–Lo sé, lo sé, pero no es real es tu primer año Pepi, tu nombre estará una vez, no te van a elegir.–No pasará ¿Verdad?

–Shhh, trata de dormir.

–No puedo.

–Inténtalo.

–¿Me cantas una canción?–Los ojos de su hermano mostraban tanta inocencia. Gavi asintió, acomodando a Pedri y arropandolo.

¿Será, creerá, que al árbol vendrá? Que por matar a tres, un hombre colgó en él.

–Ocurren cosas raras pero extraño no ha de ser.

–Poder-te ver, ahí al anochecer.

–¿Será, será, que al árbol vendrá?, Terminada tú, yo tengo que salir ¿Sí?

–¿Qué vas ha hacer?

–Tengo cosas que resolver.–Dijo besando su frente.

Se bajo de la cama y se puso las botas de cazar, la piel fina y suave se ha adaptado a sus pies.

Se pone también los pantalones y una camisa, en la mesa, bajo un cuenco de madera que sirve para protegerlo de ratas y gatos hambrientos, encuentra un perfecto quesito de cabra envuelto en hojas de albahaca. Es un regalo de Pedri para el día de la cosecha; cuando sale lo mete con cuidado en el bolsillo.

Pov Gavi:

Distrito 12, a la que solemos llamar la Veta, está siempre llena a estas horas de mineros del carbón que se dirigen al turno de mañana. Alfas y Omegas de hombros caídos y nudillos hinchados, muchos de los cuales ya ni siquiera intentan limpiarse el polvo de carbón de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas de carboncillo están vacías y las contraventanas de las achaparradas casas grises permanecen cerradas. La cosecha no empieza hasta las dos, así que todos prefieren dormir hasta entonces... si pueden.

Nuestra casa está casi al final de la Veta, solo tengo que dejar atrás unas cuantas puertas para llegar al campo desastrado al que llaman la Pradera. Lo que separa la Pradera de los bosques y, de hecho, lo que rodea todo el Distrito 12, es una alta alambrada metálica rematada con bucles de alambre de espino.

En teoría, se supone que está electrificada las veinticuatro horas para disuadir a los depredadores que viven en los bosques y antes recorrían nuestras calles (jaurías de perros salvajes, pumas solitarios y osos). En realidad, como, con suerte, solo tenemos dos o tres horas de electricidad por la noche, no suele ser peligroso tocarla.

Aun así, siempre me tomo un instante para escuchar con atención, por si oigo el zumbido que indica que la valla está cargada. En este momento está tan silenciosa como una piedra. Me escondo detrás de un grupo de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro por debajo de la tira de sesenta centímetros que lleva suelta varios años. La alambrada tiene otros puntos débiles, pero este está tan cerca de casa que casi siempre entro en el bosque por aquí.

En cuanto estoy entre los árboles, recupero un arco y un carcaj de flechas que tenía escondidos en un tronco hueco. Esté o no electrificada, la alambrada ha conseguido mantener a los devoradores de Alfas fuera del Distrito 12. Dentro de los bosques, los animales deambulan a sus anchas y existen otros peligros, como las serpientes venenosas, los animales rabiosos y la falta de senderos que seguir.

Pero también hay comida, si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo sabía y me había enseñado unas cuantas cosas antes de volar en pedazos en la explosión de una mina. No quedó nada de él que pudiéramos enterrar. Yo tenía once años; cinco años después, muchas noches me sigo despertando gritándole que corra.

Aunque entrar en los bosques es ilegal y la caza furtiva tiene el peor de los castigos, habría más gente que se arriesgaría si tuviera armas. El problema es que hay pocos lo bastante valientes para aventurarse armados con un cuchillo. Mi arco es una rareza que fabricó mi padre, junto con otros similares que guardo bien escondidos en el bosque, envueltos con cuidado en fundas impermeables.

Mi padre podría haber ganado bastante dinero vendiéndolos, pero, de haberlo descubierto los funcionarios del Gobierno, lo habrían ejecutado en público por incitar a la rebelión. Casi todos los agentes de la paz hacen la vista gorda con los pocos que cazamos, ya que están tan necesitados de carne fresca como los demás. De hecho, están entre nuestros mejores clientes. Sin embargo, nunca permitirían que alguien armase a la Veta.

En otoño, unas cuantas almas valientes se internan en los bosques para recoger manzanas, aunque sin perder de vista la Pradera, siempre lo bastante cerca para volver corriendo a la seguridad del Distrito 12 si surgen problemas.

–El Distrito 12, donde puedes morirte de hambre sin poner en peligro tu seguridad.–Murmuro, después miro a mi alrededor rápidamente porque, incluso aquí, en medio de ninguna parte, me preocupa que alguien me escuche.

Cuando era más joven, mataba a mi madre del susto con las cosas que decía sobre el Distrito 12 y la gente que gobierna nuestro país, Panem, desde esa lejana ciudad llamada el Capitolio. Al final comprendí que aquello solo podía causarnos más problemas, así que aprendí a morderme la lengua y ponerme una máscara de indiferencia para que nadie pudiese averiguar lo que estaba pensando.

Trabajo en silencio en clase; hago comentarios educados y superficiales en el mercado público; y me limito a las conversaciones comerciales en el Quemador, que es el mercado negro donde gano casi todo mi dinero. Incluso en casa, donde soy menos simpática, evito entrar en temas espinosos, como la cosecha, los racionamientos de comida o los Juegos del Hambre. Quizá a Pedri se le ocurriera repetir mis palabras y ¿qué sería de nosotros entonces?

En los bosques me espera la única persona con la que puedo ser yo mismo.

Alejandro Garnacho.

Noto que se me relajan los músculos de la cara, que se me acelera el paso mientras subo por las colinas hasta nuestro lugar de encuentro, un saliente rocoso con vistas al valle. Un matorral de arbustos de bayas lo protege de ojos curiosos. Verlo allí, esperándome, me hace sonreír; nunca sonrío, salvo en los bosques.

–Hola, Gavi.

En realidad me llamo Pablo, pero cuando se lo dije por primera vez, mi voz no era más que un susurro, así que creyó que le decía Gavi.

–Mira lo que he cazado.

Ale sostiene en alto una hogaza de pan con una flecha clavada en el centro, y yo me río. Es pan de verdad, de panadería, y no las barras planas y densas que hacemos con nuestras raciones de cereales. Lo tomó, saco la flecha y me llevo el agujero de la corteza a la nariz para aspirar una fragancia que me hace la boca agua. El pan bueno como este es para ocasiones especiales.

–Ummm, todavía está caliente.– Debe de haber ido a la panadería al despuntar el alba para cambiarlo por otra cosa.

–¿Qué te ha costado?

–Solo una ardilla, creo que el anciano estaba un poco sentimental esta mañana. Hasta me deseó buena suerte.

–Bueno, todos nos sentimos un poco más unidos hoy, ¿No?–Comentó, sin molestarme en poner los ojos en blanco.

–Pedri nos ha dejado un queso.–Digo, sacándolo.

–Gracias, Pepi.–Exclama Ale, alegrándose con el regalo.

–Nos daremos un verdadero festín.

De repente, se pone a imitar el acento del Capitolio y los ademanes de Hanna Dunham, la omega optimista hasta la demencia que viene una vez al año para leer los nombres de la cosecha.

–¡Casi se me olvida! ¡Felices Juegos del Hambre!–Recoge unas cuantas moras de los arbustos que nos rodean.

–Y que la suerte...–Empieza, lanzándome una mora. La tomó con la boca y rompo la delicada piel con los dientes; la dulce acidez del fruto me estalla en la lengua.

–... Esté siempre, siempre de vuestra parte!

Tenemos que bromear sobre el tema, porque la alternativa es morirse de miedo. Además, el acento del Capitolio es tan afectado que casi todo suena gracioso con él.

Observo a Ale sacar el cuchillo y cortar el pan; podría ser mi hermano: pelo castaño medio ondulado, piel blanca, incluso tenemos los mismos ojos avellana. Pero no somos familia, al menos, no cercana. Casi todos los que trabajan en las minas tienen un aspecto similar, como nosotros.

Por eso mi madre y Pedri, con su cabello negro y sus ojos oscuros, siempre parecen fuera de lugar; porque lo están. Mis abuelos maternos formaban parte de la pequeña clase de comerciantes que sirve a los funcionarios, los agentes de la paz y algún que otro cliente de la Veta.

Tenían una botica en la parte más elegante del Distrito 12; como casi nadie puede permitirse pagar un médico, los boticarios son nuestros sanadores. Mi padre conoció a mi madre gracias a que, cuando iba de caza, a veces recogía hierbas medicinales y se las vendía a la botica para que fabricaran sus remedios.

Mi madre tuvo que enamorarse de verdad para abandonar su hogar y meterse en la Veta. Es lo que intento recordar cuando solo veo en ella a una mujer que se quedó sentada, vacía e inaccesible mientras sus hijos se convertían en piel y huesos. Intento perdonarla por mi padre, pero, para ser sincero, no soy de los que perdonan.

Ale unta el suave queso de cabra en las rebanadas de pan y coloca con cuidado una hoja de albahaca en cada una, mientras yo recojo bayas de los arbustos. Nos acomodamos en un rincón de las rocas en el que nadie puede vernos, aunque tenemos una vista muy clara del valle, que está rebosante de vida estival: verduras por recoger, raíces por escarbar y peces irisados a la luz del sol.

El día tiene un aspecto glorioso, de cielo azul y brisa fresca; la comida es estupenda, el pan caliente absorbe el queso y las bayas nos estallan en la boca. Todo sería perfecto si realmente fuese un día de fiesta, si este día libre consistiese en vagar por las montañas con Ale para cazar la cena de esta noche. Sin embargo, tendremos que estar en la plaza a las dos en punto para el sorteo de los nombres.

–¿Sabes qué? Podríamos hacerlo.–Dijo Garnacho en voz baja.

–¿El qué?

–Dejar el distrito, huir y vivir en el bosque. Tú y yo podríamos hacerlo.

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