Para siempre
No quiero abrir los ojos. No quiero tener que levantarme y hacer frente ni a la noche de ayer ni al día de hoy. No quiero tener que explicarle a Ron que ayer no pude dormir con él, porque sentía que lo había traicionado. No quiero encontrarme con Draco y tener que hablar con él sobre nuestro no-beso y las conclusiones que extraje de él. No quiero ponerme en pie y tener que dirigir mi paso hacia lo desconocido, hacia el arena, hacia la muerte. No, no quiero. Y es por ello por lo que hoy más que nunca me arrepiento de haberme presentado como voluntaria, de haberme creído capaz de enfrentarme a esta situación, de haberme enamorado también de Malfoy y haberme dificultado así aún más todo... Por eso, no quiero despertar del todo, aunque ya esté prácticamente despierta, pues no me siento, ni quiero sentirme, capaz de afrontar la realidad. No, no quiero, ni puedo... Decido remolonearme pues, un rato más en la cama.
Doy una vuelta sobre mí misma con intenciones de acomodarme, cuando mi cuerpo se topa con algo cálido a mi lado. Intuyo que es una persona y, por el tacto de su piel, intuyo que esa persona es mi pelirrojo, motivo por el que aprieto a él con fuerza. No necesito abrir los ojos para comprobar que mis predicciones son ciertas, pues tan pronto como me estrecho contra él me comienza a acariciar el pelo de ese modo tan dulce que sólo él conoce. Me dejo hacer, encantada. Estoy tan a gusto, que ni siquiera me planteo qué hace él en mi cuarto.
– Lo siento. No quería despertarte –susurra en un tono de voz neutro.
Yo sigo aún algo adormilada, así que tardo un poco en contestarle.
– No te preocupes... No me has despertado –digo, tras un bostezo–. Ya estaba despierta –vuelvo a bostezar.
– Vale –se limita a decir él, en un tono de voz que me resulta un tanto serio.
Me desperezo y me froto los ojos antes de abrirlos. Cuando los abro, lo primero con lo que me encuentro es con su cabellera pelirroja y después con sus preciosos ojos azules. Hechizada por su mirada, me estrecho contra él, con más fuerza. Él sonríe ante mi gesto, pero no me corresponde del todo. Sigue estando tenso y serio. Decido no darle demasiada importancia, pues es normal que se sienta tenso estando apenas a horas de embarcar hacia el arena donde se desarrollarán los Primeros Juegos de Sangre. Tiemblo sólo de pensarlo.
– Ya llegó el tan esperado día –dice Ron en un hilo de voz, tras percatarse de mis temblores–. No tienes por qué tener miedo, Herms, éste no va a ser el último amanecer que veas.
– Tampoco lo será el tuyo. Yo misma me aseguraré de sacarte con vida de allí para que veas el amanecer durante unos cuantos años más...
– ¿Años? Dirás días, ¿no? Ya sabes que yo voy a... –comienza a decir.
– No, no –le corto–. Ron, ya te lo dije en su día, yo soy la que...
– Olvídalo, Herms... Voy a salvarte yo a ti.
– Para nada, soy yo... –empiezo a anunciar, llevándole la contraria otra vez.
– Da igual –es él ahora quien me interrumpe–. Podríamos estar días discutiendo sobre ello y no llegar a un acuerdo nunca. No quiero pasar una de las últimas mañanas de mi vida discutiendo contigo, Hermione.
– Yo tampoco –y me aferro a él con fuerza.
Comienzo a acariciar su musculoso brazo con la yema de mis dedos. Él cierra los ojos para disfrutar del contacto. Pongo todo mi empeño y la ternura que soy capaz en aquella caricia para transmitirle lo muchísimo que lo quiero.
– ¿Desde cuándo estás aquí conmigo? ¿Has pasado toda la noche a mi lado? –le pregunto, al recordar que aún no sé cómo ha llegado él a parar a mis sábanas.
– No... Sólo he pasado un rato de la noche contigo –me responde tajante. Respira hondo y entonces me aclara–: Me quedé dormido mientras tú estabas haciendo sólo Merlín sabe qué con Malfoy. Sin embargo, tus gritos me despertaron...
– ¿Qué gritos? –le pregunto de sopetón, impidiéndole acabar su frase–. Yo no grité en ningún momento mientras estaba con Draco.
– Ya lo sé. Gritaste después, en tu habitación, mientras dormías. También llorabas... Por eso, decidí quedarme aquí velándote el sueño.
– No tenías por qué hacerlo... Probablemente habrás dormido fatal –comento, preocupada y un tanto avergonzada.
– No te creas. Poco después de llegar yo, pareciste calmarte un poco, así que pude dormir algo. Espero que tú también consiguieras dormir algo mejor.
– La verdad es que me siento bastante descansada. Gracias por cuidarme. Eres tan... bueno conmigo que a veces siento que no merezco tenerte a mi lado –él se encoge de hombros, sin más.
Examino su expresión y nuevamente se me antoja un tanto seria. ¿Estará molesto conmigo? En caso de que lo esté, ¿qué es lo que he hecho que ha podido molestarle? ¿Está molesto por haber estado con Malfoy y no haberme ido a su habitación? Es bastante probable, aunque considerando que he gritado y llorado en sueños, tal vez tenga algo que ver su hastío con ello... Porque... ¿qué es exactamente lo que he gritado en sueños? ¿Habré gritado algo imprudente sobre Malfoy? Comienzo a temblar ante dicha expectativa.
– Por curiosidad, ¿qué es lo que gritaba en sueños, Ron? –pregunto en un hilo de voz.
– Lo cierto es que no se te entendía demasiado bien. Sólo pronunciabas con claridad mi nombre y el de... el de... Malfoy –se esfuerza por decir.
Levanto la mirada para contemplar su expresión y averiguar si es de ahí de donde procede su enfado. Se me eriza el vello de la nuca cuando veo que en efecto, su enfado tiene mucho que ver con mis pesadillas, pesadillas que ni siquiera soy capaz de recordar.
– Estás enfadado conmigo –lejos de ser una pregunta, es una afirmación en toda regla.
– No... es... no... –boquea en un intento infructuoso de elaborar una frase coherente. Traga saliva y permanece al menos treinta segundos pensando qué es lo que en realidad quiere decirme. De repente, me suelta de sopetón–: ¿Qué es lo que tienes con él, Hermione?
– Nada... –respondo en un hilo de voz.
– No me tomes por estúpido –bufa–. Te escapas cuando estoy dormido para ir a verlo, lo abrazas, lo besas en la mejilla, te dedica cumplidos... y todo ello sin tener en cuenta sus declaraciones en la entrevista... No parecía para nada que estuviera fingiendo. De hecho, parecía que de verdad lo sentía... Está enamorado de ti en realidad, ¿a que sí, Hermione?
– No lo sé... Yo no estoy dentro de su mente –susurro.
– ¿Qué es lo que pasó ayer entre vosotros? ¿Os besasteis? –disiento con la cabeza–. No te creo... –dice dolido–. Ayer... os... mirabais... de un modo que... daba miedo... Soléis miraros siempre de un modo agresivo, pero ayer... ¡Demonios, os desvestíais con la mirada ante mis propios ojos! –exclama de repente en una octava más alta.
– ¿Pero qué...? –trato de formular una pregunta, pero tal es la incredulidad que han sembrado en mí las palabras de Ron, que soy incapaz de preguntarle nada coherente.
– ¿Qué de qué, Hermione? ¡Deja de ocultarme cosas, por favor, y dime de una vez qué es lo que pasa entre Malfoy y tú, porque estoy harto de sentirme como un estúpido! –me exige.
– ¡No te estoy ocultando nada, porque no hay nada entre nosotros, ya te lo he dicho un millón de veces! –exclamo entre sollozos.
– Pero te gusta, ¿no es así? ¡Deja de mentirme, por favor! ¡Necesito saber la verdad! –me suplica con la mirada. Acto seguido me agarra la cara con sus grandes manos y me obliga a mirarlo a los ojos, mientras me pregunta–: Dime, Hermione... Te gusta Malfoy, ¿a que sí? –incapaz de decirle una mentira más a sus preciosos lapislázulis, asiento.
De repente, de sus ojos comienzan a brotar unas tímidas lágrimas que se pierden más allá de sus mejillas. Sus manos dejan de aferrarse a mis mejillas y caen muertas a ambos lados de su cuerpo. Clava la mirada en un punto fijo de la ventana, mientras se quiebra por dentro. Poco después, se aparta de mi lado y se pone en pie. Comienza a deambular por la habitación en círculos, mientras enreda sus grandes manos en su cabello pelirrojo. Me rompe el corazón verlo... Las lágrimas ahora ya también manan de mis ojos chocolate. Me pongo en pie y me acerco hasta él. Le agarro la cara con las manos y le miro a sus ojos azules, mientras me esfuerzo por decir con toda la determinación del mundo:
– Me gusta Draco, pero es de ti de quien estoy enamorada.
– Eso me suena demasiado a premio de consolación...
– Para nada. Mis sentimientos hacia ti no son ningún premio de consolación, pues tú ocupas el primer puesto. Estoy enamorada de ti, Ron –confieso ruborizándome–, así que en todo caso es él quien se lleva el premio de consolación.
– ¿Qué más da quien es el que se lleva el premio de consolación o lo que sea? No es más que una estúpida comparación –comenta entre lágrimas–. Lo importante de todo esto es que te gusta Malfoy, aun estando conmigo. ¿Cómo es posible encapricharte de una persona cuando se supone que estás con aquella de la que se supone que estás enamorada?
– No lo sé, Ron, ¿vale? ¿O acaso crees que yo he elegido sentirme así hacia él? Tampoco elegí enamorarme de ti y, sin embargo, estoy enamorada de ti. Créeme, sentir algo por Malfoy es lo último que deseo en el mundo, porque sé que te hace daño –juro en un hilo de voz.
Entonces, mi voz se apaga y se funde con el silencio sepulcral que ahora reina en la sala y que intuyo que no augura nada bueno. Su mirada se pierde más allá de mí, en algún punto de la pared de la habitación, mientras que yo clavo mis ojos en su rostro. En un principio, está tan ensimismado mirando al frente que ni siquiera parece incómodo por tener mi mirada clavada en él. Finalmente, se percata de esto último y obliga a su mirada a encontrarse con la mía. Me sorprendo cuando me doy cuenta de que en esta ocasión no soy capaz de adivinar qué es lo que está pensando a partir de su expresión facial, pues el opaco velo de lágrimas que se dispone ante sus ojos azules me impide descifrar qué es lo que está pasando ahora mismo por su mente. ¿Será él capaz de intuir qué es lo que pasa por la mía? «Lo siento, Ron», pienso, por si acaso está tratando de averiguarlo. Le dedico, además, la más dulce sonrisa que soy capaz de esbozar en este doloroso momento. Él trata de corresponderme con otra sonrisa con la que intenta convencerme de que todo va bien, aunque ambos sabemos que no es así. Sin poder reprimirme más, lanzo mis brazos entorno a su espalda y me fundo en él. Con mi cabeza apoyada sobre su pecho, redescubro su olor, su textura, su tersura, su suavidad... Él apenas me corresponde, pues es evidente que está dolido, pero a mí me es suficiente con que me deje permanecer allí durante unos segundos. Sin embargo, los segundos pasan rápido y cuando quiero darme cuenta, él ya se ha separado de mí. Vuelve a clavar su mirada en mis ojos y mueve sus labios para intentar decir algo, pero sus cuerdas vocales parecen haber enmudecido. Sin embargo, carraspea y, haciendo un esfuerzo, consigue decirme en un susurro:
– Yo... yo... no... no puedo... seguir... así... Hermione.
Lo miro a los ojos intentando averiguar qué es exactamente lo que se supone que significa esa frase, mas no lo consigo.
– ¿Qué se supone que significa eso? –le pregunto entre sollozos, lágrimas y alguna que otra convulsión del propio llanto.
– Significa que no soy capaz de seguir contigo sabiendo que te gusta otro, y menos cuando ese otro resulta ser Malfoy, con el que te has aliado en un plan en el que ambos fingís estar enamorados el uno del otro –la voz se le quiebra al pronunciar estas últimas palabras.
– Sé que es difícil para ti, Ron, pero...
– Dime, Hermione, ¿cómo se supone que voy a poder soportar verte en el arena abrazándote con él? ¿Cómo voy a soportarlo si ahora ya sé que todo no es por el plan? ¿Cómo voy a poder controlar mis ganas de arrancarle la cabeza cuando... cuando... te bese? Y si lo matara, ¿qué pasaría, Hermione? ¿Me recriminarías el haberlo hecho? Porque supongo que ya no lo quieres muerto, ¿me equivoco...? –disiento tímidamente con la cabeza–. Hermione, yo no puedo seguir contigo sabiendo que en el fondo también te gusta él. No puedo seguir contigo sabiendo que cuando te comportas con él cariñosamente es porque realmente lo quieres, no por el plan. No puedo... –dice en un susurro.
Baja la cabeza para evitar encontrarse con mi mirada que está inundada por las lágrimas.
– Sí puedes, Ron –digo tomándole la cara con las manos para obligarlo a mirarme a los ojos–. Sí puedes, Ron, sí puedes –repito tratando de convencerlo–, porque a ti te quiero más y eso es suficiente para que...
– No, Hermione –me corta en seco–. No es suficiente.
– Entonces si no es suficiente... ¿he de suponer que estás rompiendo conmigo? –digo llorando ya desconsoladamente.
– No... Te estoy pidiendo que elijas entre él o yo... –lo miro estupefacta–. No puedo compartirte con mi enemigo, ¿no lo comprendes, Hermione? ¡¿No comprendes que no soporto verte con él, que me vuelve condenadamente loco la simple idea de imaginarte en sus brazos?!
– Te comprendo y te elijo a ti, siempre te elegiré a ti y lo sabes... Pero compréndeme tú también a mí si te digo que aunque te elija a ti, voy a seguir sintiendo algo por él... ¡No me puedes pedir que lo olvide como si fuera un objeto! ¡Siento cosas por él y eso no puedo olvidarlo así porque sí! ¡Necesitaría tiempo, pero por desgracia no lo tengo, así que tendrás que lidiar con eso si quieres y si no, pues...!
– Y si no, pues puedo desvincularme del plan, así no tendré que soportar veros juntos –pongo los ojos abiertos como platos, incrédula ante la firmeza con la que ha pronunciado dicha afirmación–. Me alejaré de vosotros tanto como pueda para que podáis seguir con el plan. De vez en cuando me acercaré hacia donde estés para asegurarme desde las sombras que todo va bien, te protegeré desde la distancia, y cuando ya sólo quedéis vosotros dos, lo mataré a él y tú te proclamarás victoriosa.
– No puedes hacerme eso... Tú... no... no puedes... dejarme... –balbuceo ininteligiblemente–. ¡Demonios, no puedes pedirme que pase los últimos días de mi vida lejos de ti! ¡No puedes! –le espeto ahora a voz de grito.
– Entonces, ¿qué quieres que haga, Hermione? ¿Vivir contigo y con él fingiendo que todo va bien, fingiendo que me da igual que os gustéis?
– No, Ron, vivir conmigo sabiendo que te quiero y que quiero pasar los últimos de mi vida contigo, olvidándote de lo que siento por Malfoy, porque no es nada en comparación con lo que siento por ti. ¡Eso es lo que quiero que hagas! ¡Que seas fuerte por mí, demonios! ¡Que me demuestres que me quieres tanto que eres capaz de aguantar lo que siento por él con tal de estar conmigo! ¡Que me ayudes a encontrar allí la fuerza suficiente para matar a Draco y a mí misma! ¡Que me asegures que vas a estar allí cuando todo se vuelva oscuro! ¡Demonios, haz todo eso por mí y demuéstrame que no me equivoco al pensar en ti como el hombre con el que querría formar una familia si me fuera posible vivir más tiempo! –exclamo con las lágrimas deslizándose por mis mejillas y la voz quebrada por el llanto–. Ron... quédate a mi lado... y dame en estos días... esa vida que no vamos a poder compartir en un futuro... por favor... –susurro en un hilo de voz.
El color de su mirada es tan profundo que absorbe a mis iris en cuanto nuestros ojos se encuentran. Sin decir nada, lleva una de sus grandes manos a mi mejilla y la acaricia, mientras me contempla podría decirse que casi con adoración. Acto seguido tira de mí y me estrecha con fuerza contra sí. Noto sus lágrimas caer sobre mi pelo y deslizarse lentamente por mis rizos, lo cual me hace ya romperme del todo por dentro. Toma un mechón de mi cabello y me lo deposita tras mi oreja, dejando mi oído al descubierto.
– De acuerdo, lo haré... Te demostraré lo mucho que te quiero quedándome a tu lado... –me promete en un susurro.
Me desasgo de él para mirarlo a los ojos y, tratando de transmitirle todo el amor que siento por él, lo beso en los labios. Él me mantiene agarrada por la cintura y me responde con entusiasmo, mientras yo paso los brazos alrededor de su cuello. Sus labios saben tan bien que me pregunto constantemente cómo he podido vivir tanto tiempo sin ellos. Al poco tiempo, la excitación comienza a hacerse patente de tal modo que incluso la temperatura en la habitación parece aumentar unos grados. Nuestros labios ya no se conforman con ternura, necesitan más pasión, más desenfreno, necesitan desbocarse. Y así, éstos vuelven a batirse en un duelo en el que ahora también participan ya nuestras lenguas. Las manos de Ron se trasladan hasta la zona más baja de mi cintura y las mías también se mueven hasta su pecho. Poco a poco nuestras manos no se conforman con dichas zonas y exploran otras mucho más atrevidas. Los roces son cada vez más placenteros. Sus labios abandonan los míos para depositarse en mi cuello, al cual mordisquea sin compasión alguna. Enredo mis dedos en su pelo y tiro de él en dirección a la cama nuevamente. Él se deja arrastrar y, con cuidado de no hacerme daño, deposita su cuerpo entre mis piernas. Sigue en mi cuello durante un rato más hasta que decide desplazarse hacia mi oreja. Me muerde el lóbulo y me excito de un modo insostenible. Noto su aliento en mi oído y abre la boca nuevamente haciendo creer que va a volver a morderme la oreja, cuando me susurra al oído:
– Me quedaré a tu lado, pero con una condición...
Abro la boca sorprendida... ¿A qué viene ahora eso? ¿Cómo demonios se le puede estar pasando por la cabeza algo así? ¡Yo apenas soy capaz de recordar mi nombre ahora mismo!
– ¿Qué condición? –pregunto, mientras le besuqueo el cuello.
– Has de responderme con sinceridad a una pregunta –dice muy serio.
– Te responderé a lo que tú quieras siempre y cuando me dejes seguir teniéndote de esta forma –le susurro en la base del cuello.
– De acuerdo... –hace una pequeña pausa para aclararse la voz y suelta–: ¿Malfoy y tú os habéis besado? Dime la verdad, por favor...
Me aparto de él para dedicarle una mirada que es una mezcla de cabreo, sorpresa y confusión. ¿A qué demonios viene ahora esa pregunta, Ronald Weasley? ¡Estábamos a punto de...! ¡¿Cómo demonios eres capaz de plantearte algo así ahora mismo?! Me gustaría gritarle, pero me contengo. Decido que lo mejor es meditar la respuesta que voy a darle. He de ser sincera si quiero que se quede a mi lado, pero tampoco puedo decirle del todo la verdad, pues estoy segura de que si se enterara de que he estado a punto de besarme con Malfoy, me dejaría...
– No, no nos hemos besado, Ron, y no entiendo a qué viene esa pregunta ahora mismo, la verdad –le recrimino.
– Viene a que McGonagall va a llegar en breve y no sé si una vez que llegue, voy a tener un momento a solas contigo para preguntártelo y necesito saberlo –se explica.
– ¿Y tenía que ser precisamente ahora? –digo con los ojos echando chispas, pues su pregunta ha actuado como un cubo de agua fría que ha apagado por completo la llama en la que me habían convertido sus caricias.
– Sí... Ahora, por favor, respóndeme con sinceridad –me suplica.
– Ya te he respondido. Te he dicho que no, que no nos hemos besado –le repito pacientemente.
– Pero lo ha intentado, ¿a que sí? –me inquiere, clavando sus ojos en mí.
Oh, oh.
– ¿Hermione? –me apremia.
Oh, oh.
– Lo sabía... –dice él, llevándose las manos al pelo–. Sabía que lo iba a intentar, el muy hijo de puta...
– Ron, relájate, porque él no es el único culpable. Yo misma deseé que me besara cuando lo intentó, yo iba a dejarme –me sincero. Me mira con los ojos abiertísimos por la sorpresa.
– ¿Como que ibas a dejarte...? Espera no lo entiendo... Dices que lo intentó... Si no te quitaste, si querías que lo hiciera, ¿por qué no lo hizo? –dice confundido.
– Porque él no siente nada por mí. Él quiere hacerlo delante de todos en los juegos. Por eso no me besó y por ese mismo motivo no tienes que preocuparte en lo que a mí me respecta. Ha tenido la oportunidad de besarme tras las cámaras y no la he hecho, porque no le gusto, así que da igual lo que yo sienta por él, Ron. Jamás podré tener nada con él más allá del plan, por lo que da igual lo que yo sienta, da igual si me gusta. Lo acabaré olvidando y las cosas volverán a ser como antes dentro del contexto en el que nos hallamos, claro... Tú volverás a ser el único, porque es de ti de quien realmente estoy enamorada.
– ¿En serio te rechazó porque quiere hacerlo delante de todos? –yo asiento.
De repente, parece más calmado. Parece gustarle la idea de que Malfoy no sienta nada, y, aunque por su ceño fruncido diría que no está del todo convencido de mi explicación, parece querer convencerse de que es así. Yo respiro más aliviada.
– Aunque lo siento por ti, Hermione, me alegro de que te haya rechazado un beso, pues eso significa que no le gustas, lo cual es un consuelo.
– Un consuelo para ti y un puñal atravesándome el pecho para mí –le respondo mentalmente–. Ya ves que no tienes de qué preocuparte –verbalizo, en cambio.
– De acuerdo... ¿Por dónde íbamos? –dice sonriendo pícaramente.
En cambio, no le da tiempo a continuar con aquello que habíamos dejado a medias, pues tan pronto como acaba de pronunciar dichas palabras, se escucha abrirse la puerta de la entrada. Ron sale de entre mis piernas y, sin siquiera molestarse en ponerse la camiseta, me agarra de la mano para arrastrarme hasta el salón. Por suerte, yo sí estoy íntegramente vestida. En el salón, nos encontramos a la profesora McGonagall esperándonos con una sonrisa que rápidamente se descompone hasta formar una mueca de desaprobación como respuesta al torso desnudo de mi pelirrojo. Éste, inmutable, se acerca hacia la mesa, la cual ya está plagada de comida.
– ¡Señor Weasley, le ordeno inmediatamente que vaya a vestirse! En media hora, vendrán Paolo e Ilaria para prepararos para los juegos y no creo que esté en las condiciones idóneas para recibirlos –dice en un tono de voz inflexible y dominante.
– Pues a mí sí que me lo parece, porque en cuanto lleguen, me van a obligar a desvestirme para ponerme el uniforme o lo que sea que vayamos a llevar en los juegos. Es una estupidez que me vista para que luego en media hora tenga que desvestirme –se justifica. Sonrío ante su respuesta.
– ¿Está desobedeciéndome, señor Weasley?
– Jamás, profesora –responde Ron con la boca ya llena–. Simplemente estoy comiendo y no voy a interrumpir algo tan sagrado como comer por ir a ponerme una camiseta. Además, tengo que comer suficiente para tener fuerzas en los juegos.
– Suficiente y rápido. Como ya le he dicho en media hora estarán aquí Paolo e Ilaria y para entonces ya tendrá que haber acabado de comer –comenta nuestra profesora.
– Bien, cuénteme, profesora. ¿Voy a tener que llevar a los juegos un traje absurdo como el de ayer? –pregunta Ron.
Pienso en contradecirle, pues lejos de estar absurdo con el traje, ayer estaba guapísimo con él. En cambio, decido no hacerlo por vergüenza tras recordar la presencia de McGonagall.
– No insulte el trabajo de unos profesionales como Paolo e Ilaria por su falta de gusto, Weasley –le reprocha la profesora. Después, responde a su pregunta–. En realidad, no estoy informada de qué es exactamente lo que vestiréis para los juegos, pero no creo que os vayan a poner ropa como la de ayer. No sería... apropiada, supongo.
– ¿Sabe algo sobre los juegos, profesora? ¿Algo sobre cómo es el arena o sobre cuáles son los objetos que van a haber? –inquiero rápidamente, aunque sé que no me va a dar ni un solo dato ya sepa algo o no lo sepa.
– No sé nada, Granger –responde, confirmando mis suposiciones.
– O no quiere decirnos nada... –dice flojito Ron. Sonrío, divertida.
– ¿Decía algo, Weasley?
– Sí, que estas galletitas son estupendas –miente, dedicándole una sonrisa forzada a McGonagall.
Durante el resto del desayuno, McGonagall nos da consejos que ya tenemos Ron y yo más que sabidos, por lo que la conversación se limita a ser bastante trivial. Mientras fluye la conversación, como todo lo que puedo pues sólo Merlín sabe si conseguiré algo de comida en el arena. Ron también parece hacer lo mismo, aunque en él no es novedad alguna que coma hasta los excesos. Estoy comiéndome un panecillo cuando llaman a la puerta. McGonagall se levanta alegremente para abrir la puerta y recibir a Paolo y a Ilaria. Éstos entran y saludan sin demasiado entusiasmo a la profesora. Ilaria le dedica una sonrisa radiante a Ron desde la distancia, mientras que Paolo se acerca hasta mí y me besa la frente con cariño.
– Ya sabéis que tenéis sólo media hora más –comenta McGonagall a nuestros modistas.
– Sí, lo sabemos de sobra, tranquila –le responde Paolo–. En cuanto acabes de desayunar, házmelo saber, Hermione, y nos vamos a tu habitación para prepararte.
– Lo mismo te digo, Ron –responde Ilaria, dándome el gusto de escuchar por primera vez su melodiosa voz.
– Yo ya he acabado –digo incorporándome.
– Yo voy a comerme unas cuantas galletitas más si no te importa, Ila –me sorprende escuchar a Ron referirse a su modista con tanta confianza. Ella le sonríe encantada y yo, sin poder evitarlo, me siento un tanto molesta.
– Tranquilos, no hay prisa –dice Paolo–. Sólo tenéis que ducharos y vestiros y, por suerte, la ropa ya os la hemos seleccionado Ilaria y yo en función de lo que nos han dicho nuestros... superiores –hace una mueca al pronunciar esa última palabra.
– Bueno, yo no es por inmiscuirme, pero... no queda tanto tiempo como pensáis... Se tarda un tiempo en preparar a los tributos, por lo que os recomiendo que os vayáis ya a prepararos –insiste McGonagall.
– De acuerdo, señora McGonagall –acata Paolo en tono mordaz. Parece estar conteniendo las ganas de golpear a la profesora por su impertinencia.
Paolo me agarra del brazo y me dirige hasta el baño de mi habitación. Veo que Ilaria hace lo mismo con Ron sólo que ésta, en vez de engancharse a su brazo, tira de su mano para conducirlo a la suya. Una vez más me molesta la confianza existente entre Ilaria y Ron. Sé que es una estupidez pues la relación que tenemos Paolo y yo es mucho más cercana que la de Ron e Ilaria, pero, sin embargo, no puedo evitar sentirme algo... celosa... al verlo confiar en otra persona del género opuesto.
– Vete duchando, mientras yo saco la ropa del arena del armario –me propone mi modista, una vez llegamos a mi habitación.
– ¿Del armario? ¿No la traes tú? –pregunto sorprendida, pues no recuerdo haber visto nada que pareciera útil para vestir en el arena, aunque en realidad, ¿cómo se viste para unos juegos en los que tienes un noventa y nueve por ciento de posibilidades de dormir? ¿Cómo se viste para una muerte asegurada?
– No, no la traigo yo. La transportan los mortífagos hasta tu armario mediante un hechizo –responde Paolo–. Esta mañana nos reunimos todos los modistas en una sala llena de prendas adecuadas para el arena y, de todas ellas, cada uno de los modistas fuimos eligiendo las que creíamos más adecuadas para nuestros tributos. No las hemos podido traer directamente los modistas, porque ellos les hacen antes un análisis para ver si es apto lo que hemos elegido y, por supuesto, para ver que no hemos puesto en las prendas ningún tipo de objeto o de encantamiento que pueda facilitaros la supervivencia en los juegos –me explica–. Bueno y ahora vete a ducharte, corre –me apremia con una sonrisa–. No quiero tener que soportar una vez a la pesada de tu mentora, espetándome que vamos tarde por mi culpa –sonríe.
– De acuerdo, ya me voy –digo, mientras entro en el baño.
Cierro la puerta y abro inmediatamente la ducha para que el agua vaya calentándose mientras me desvisto. Dejo las prendas que vestía tiradas en el suelo y, con la piel de gallina, entro rápidamente en la ducha. El agua está hirviendo y me quema al contacto con mi piel, pero sorprendentemente me resulta una sensación reconfortante. Durante el breve espacio de tiempo que me permito disfrutar de dicha sensación, pienso en todo lo que ha pasado en las últimas dos semanas y apenas puedo creerlo. Y es que... ¿quién me iba a decir que en dos semanas iba a presentarme voluntaria para unos juegos en los que probablemente muera? ¿Quién me iba a decir que Ron iba a presentarse como voluntario tras salir yo elegida para intentar salvarme la vida? ¿Quién me iba a decir que Draco iba a proponerme formar una alianza con él y con Ron? ¿Quién me iba a decir que Ron se me declararía y empezaríamos una relación? ¿Quién me iba a decir que iba a perder la virginidad con el chico con el que llevaba soñando toda mi vida? Pero sobre todo, ¿quién me iba a decir que me iba a empezar a gustar mi archienemigo Draco Malfoy? ¿Quién me iba a decir que Ron iba a ponerse celoso de él? ¿Quién me iba a decir que iba a desear besarlo?
Definitivamente, son muchas las cosas que me han pasado y que jamás hubiera pensado que me hubieran llegado a pasar. Bien es cierto que tengo miedo de lo que pueda pasarme en los juegos, del destino que me depara el arena, pero también es cierto que me siento agradecido en cierto modo de haberme presentado voluntaria, porque probablemente muchas de las cosas que me han pasado, nunca jamás hubieran llegado a ocurrir sino hubiera decidido formar parte de todo esto. Probablemente Ron no se hubiera atrevido a declarárseme, pues supongo que la falta de tiempo, la falta de seguridad de que vaya a haber un mañana, lo han motivado en cierta manera a declarar sus sentimientos por mí. Y yo probablemente jamás hubiera llegado a conocer a Malfoy hasta el punto de sentirme atraída por él si no hubiéramos empezado con el tema del plan. Tampoco hubiera conocido jamás a Paolo... Son muchas las cosas positivas que me llevo de la experiencia. Por eso me permito llorar unos minutos bajo el agua y echar de menos todas esas cosas, pues aunque aún me pertenecen, no sé cuánto tiempo me queda de vida, no sé cuánto tiempo más voy a poder disfrutar de ellas, y esa idea me mata...
Me limpio las lágrimas y trato de apartar todos los pensamientos tristes de mi mente. Me enjabono rápido y me enjuago a una velocidad aún más alta. En cuestión de segundos, ya estoy en toalla saliendo de la ducha. Entro en mi habitación en toalla y con el pelo empapado, mojando de esta forma el suelo de mi dormitorio. Paolo se gira para mirarme y me sonríe.
– Muy bien –dice éste–. ¿Quieres que te desenrede el pelo yo? Sé que ese pelo es difícil de desenredar...
– Sí, por favor.
Acto seguido me siento en el borde de mi cama y Paolo se ubica detrás de mí. Con un enorme cuidado, va desenredándome mi rizado pelo en silencio.
– ¿Te importa si después de secarte el pelo te cojo una trenza?
Yo asiento para mostrarle mi conformidad acerca de su propuesta. Tras acabar de desenredar mi pelo enmarañado, hace un hechizo mental con el que me seca el pelo en cuestión de segundos. Después, comienza a hacerme una trenza de espiga con una ternura que me hace volver a imaginármelo como el perfecto hermano mayor que jamás he tenido. Me hace sentir protegida.
– Listo –dice una vez ha acabado–. Ahora vamos a vestirte que ya no queda demasiado tiempo. Mira lo que he elegido –señalando al armario–. No sé si te gustará demasiado, pero he intentando que la ropa sea apta para cualquier tipo de clima que pueda darse en el arena.
– Habiéndolo elegido tú, seguro que me encanta –le dedico una sonrisa radiante.
Me levanto de la cama y me acerco hasta el armario. Veo que toda la ropa que hasta ahora había en él ha desaparecido y ha sido sustituida por un conjunto de ropa interior sencillo, pero con pinta de ser bastante cómodo, y otro tanto de prendas que deben ser las que Paolo ha elegido para el arena. Veo unos pantalones de color verde cacería oscuro, un chaquetón negro que parece impermeable pero a la vez abrigado, una camiseta de licra de mangas cortas también de color negro y unas botas de estilo militar negras, junto a las que se encuentran unos calcetines gruesos. Lo cierto es que ninguno de los colores son de mi preferencia, pues no suelo usarlos demasiado, pero he de reconocer que aún así la combinación es perfecta y la indumentaria es bonita.
– Sé que los colores son muy oscuros, pero pensé que te sería mucho más fácil camuflarte con ropas negras y verdes que con ropas rojas o azules o de cualquier otro color –se justifica.
– Tienes razón –digo apoyándolo–. Me encanta, Paolo, de verdad –y le sonrío.
– Me alegro, Hermione –me devuelve la sonrisa–. Ahora, vístete, porque apenas quedan diez minutos. Te espero en el salón para que puedas cambiarte tranquilamente.
– Vale.
Paolo me dedica una última sonrisa y se marcha cerrando la puerta tras su paso. Rápidamente me deshago de la toalla y me pongo la ropa interior. Para poder pasar un poco más de tiempo con Paolo y con el resto, me visto a toda prisa: primero los pantalones, después la camiseta, posteriormente el chaquetón, más tarde los calcetines y por último las botas. Me miro al espejo una última vez y estoy a punto de salir, cuando oigo que llaman a mi puerta.
– Paolo, no hace falta que llames. Tú siempre puedes entrar –digo creyendo que es mi modista.
La puerta se abre y entonces se deja asomar una cabellera rubia a través del hueco de ésta. Sin poder creérmelo, me quedo mirándolo fijamente. ¿Qué hace Draco Malfoy en mi habitación cuando en diez minutos tenemos que desembarcar hacia los juegos? ¿Y quién demonios lo ha dejado pasar? ¿Sabe Ron que está aquí?
– ¿Y yo? ¿También puedo entrar siempre? –dice el rubio con una sonrisa de oreja a oreja.
– ¿Qué haces aquí? –le pregunto sorprendida–. ¿Cómo has conseguido entrar?
– Créeme, no ha sido fácil. La vieja no quería permitirme pasar, pero ese modista tuyo, Paulo o como se llame, la ha conseguido persuadir.
– ¿Persuadir Paolo a McGonagall? –inquiero estupefacta.
– Vale, más que persuadirla, la ha ignorado y me ha dicho que pase, así que me he colado, mientras ambos discutían sobre por qué me ha dejado pasar.
– ¿Y Ron, sabe que estás aquí? –pregunto con el ceño fruncido.
– Obviamente no. De saberlo, no me hubiera dejado pasar. Está aún en su habitación, creo. Me ha parecido oírlo hablar cuando caminaba hacia aquí –comenta despreocupadamente.
– Bueno, ¿y a qué has venido? –exijo saber.
– ¿No soy bienvenido aquí cuando vengo sin motivo alguno? ¿He de tener necesariamente una excusa para visitarte? –dice en un tono de voz que roza bastante la broma.
– No, definitivamente no –respondo, esbozando una sonrisa–. Simplemente tenía intrigar por saberlo, pero no tienes por qué tener siempre un motivo.
– Me alegra saber que estoy invitado a visitar tu habitación cada vez que quiera –su voz ahora suena mucho más seductora y yo, como cabe esperar, me ruborizo–. En cualquier caso, en esta ocasión sí estoy aquí por un motivo...
– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es ese motivo?
– Bueno... lo cierto... es que... –dice nerviosamente, dejando inconclusa la frase–. Ven, conmigo.
Se acerca hasta mí, me toma de la mano y me arrastra hasta el borde de la cama, donde nos sentamos frente por frente. Le miro a los ojos con una ceja enarcada. Él sonríe y se ruboriza ligeramente, cosa que me hace sorprenderme, pues jamás antes lo había visto ponerse rojo ante mí.
– Después de... –traga saliva, nervioso.
¿Draco Malfoy una vez más nervioso al intentar comunicarme algo? Esto sí que es una novedad en él... De veras comienza a preocuparme su visita.
– ¿Después de qué? –le incito a seguir.
– Después de... de lo que pasó... o mejor dicho... estuvo a punto de pasar... ayer... –oh, oh. Ahora ya no sólo él está nervioso, sino que yo misma ya estoy temblando del puro nerviosismo que ha despertado en mí esa breve frase–. Después de eso, me di cuenta de que había algo que necesitaba darte antes de los juegos...
«¿Un beso?» Dice la parte más positiva de mi subconsciente.
«Obviamente no.» Responde la más realista.
– Ten –dice depositando algo en mis manos.
Miro lo que ha depositado en mis manos sin poder creerlo. Es un anillo bañado en plata que tiene una gran esmeralda en el centro envuelta por una serpiente que se muerde su propia cola. En el interior puede verse grabada el apellido de su familia. Es... ¿un anillo heredado de su familia?
– ¿Qué es? –digo sorprendida–. No me vayas a responder que un anillo, porque eso lo sé de sobra... ¿Es de tu familia?
– Sí –responde con una sonrisa–. Fue creado por los primeros magos de la dinastía Malfoy. Ha ido pasando de generación en generación, heredándolos siempre los hijos varones de mayor edad de la familia. En mi caso, como soy hijo único, pues lo he heredado yo de mi padre, y a él le ocurrió lo mismo.
– ¿Y por qué me lo das a mí? –pregunto aún sin comprender demasiado bien por qué Malfoy me ha regalado algo tan íntimamente ligado a él como es el anillo de su familia.
– Porque probablemente yo no llegue a tener un hijo al que regalárselo.
– ¿Y yo sí? Te recuerdo que yo voy a morir en el arena para salvar a Ron.
– Bueno, da igual. Eso es lo de menos... Yo simplemente quería que lo tuvieras tú –dice encogiéndose de hombros.
– ¿Por qué? –pregunto aún un tanto confundida.
– No lo sé... Deja trabajar a tu imaginación, a ver qué te sugiere ella –me responde, volviendo a encogerse de hombros–. Si te cuento una cosa sobre el anillo, ¿me guardas el secreto? –lo miro con una ceja enarcada y él se ríe antes de decirme–: Vale me tomaré eso como un sí... El secreto está en que el anillo está hechizado...
– ¡¿Cómo?! –exclamo interrumpiéndolo–. ¡¿Me acabas de dar un anillo hechizado?! ¡¿Acaso quieres que me maten ahí arriba cuando vean que lo llevo puesto?! –le recrimino.
– Si me dejaras acabar... –suspira–. Aunque el anillo esté hechizado, es imposible detectar el hechizo, porque es muy arcaico y, como si no bastara con que los hechizos arcaicos ya son difíciles de detectar de por sí con la magia actual, el anillo tiene un hechizo extra de protección. ¿Cómo sino iban los mortífagos a dejar traerme el anillo a los juegos? Te recuerdo que ellos revisaron todos los objetos que trajimos con nosotros y no encontraron nada raro en mi anillo. Ellos piensan que es un anillo muggle sin más.
– ¿En serio no se dieron cuenta? –él asiente–. Guau... ¿Un anillo con un hechizo arcaico? –inquiero entusiasmada–. ¿Qué es exactamente lo que le hace el hechizo al anillo?
– Establecer un vínculo entre la persona que se lo ha regalado y la que lo recibe.
– ¿Un vínculo? –pregunto ruborizándome.
– Sí. El vínculo establecido permite que la persona que lo regala perciba sentimientos negativos como el miedo o el dolor que experimenta la que lo recibe. De esta manera, mientras no perciba ninguna sensación intensa negativa de ti en el arena, sabré que estás bien. Así mismo, cuando algo despierte en ti sensaciones negativas muy intensas como el miedo, sabré que corres peligro e iré a buscarte de inmediato –me explica–. El hechizo fue un accidente del joyero que lo creó, pero según tengo entendido después fue de utilidad para nuestra familia. El anillo se usó como indicador para que los padres pudieran conocer el estado de aquel que lo poseía, que era siempre el varón mayor de la familia, lo cual resultaba muy útil antiguamente, cuando las familias que usaban magia negra estaban tan perseguidas por la Orden Mágica. El anillo se le entregaba al varón mayor, porque así se podía saber si éste estaba con vida. Para mis antepasados era muy importante conocer el estado de ese varón, porque era él el que garantizaba la perpetuación de la dinastía Malfoy en el tiempo. Si al menos ese varón conseguía sobrevivir a pesar de los tiempos de persecución y tener descendencia con otra familia de magos de sangre pura, los Malfoy habrían alcanzado el objetivo que a día de hoy aún mi familia persigue: perpetuarse en el tiempo sin mancillar nuestro apellido.
– Dices que lo importante para tu familia era perpetuarse en el tiempo sin mancillar vuestro apellido y me entregas a mí el anillo... ¿En serio, Malfoy? ¿Cómo demonios se te pasa por la cabeza darme el anillo a mí? –él me mira con las cejas enarcadas.
– Se me pasa por la cabeza porque quiero saber en todo momento si estás bien o no, para que en caso de que te pase algo, me dé tiempo de ir a reaccionar y poner una solución de inmediato. Aunque no lo creas, me preocupa tu seguridad, ratita.
– Me alegra saber que te preocupas por mi seguridad, pero no puedo aceptarlo, Draco. Lo siento –digo sinceramente.
– Claro que puedes. De hecho, vas a aceptarlo –abro la boca para rechistar, pero él me lleva un dedo a mis labios para impedir que pronuncie palabra alguna–. Olvídalo. Vas a quedártelo. Quiero que te lo quedes. Hazlo por mí... Ya te he dicho que me preocupa tu seguridad.
– ¿Y por qué te ibas a preocupar de repente por eso? No tiene sentido –pregunto sin poder contenerme.
– ¿Pensaste anoche en todo lo que te pedí que te cuestionaras? También ahí está la respuesta al hecho de regalarte el anillo.
– ¿También ahí está la respuesta a eso? –digo sorprendida. Él asiente–. Pues sí, pensé en todo aquello que me pediste.
– ¿Y a qué conclusión llegaste?
– A una tan descabellada e improbable que ni siquiera me voy a esforzar en compartirla contigo –digo avergonzada, recordando esa teoría en la que todo cobraba sentido gracias a un supuesto enamoramiento de Malfoy...
– De acuerdo. No la compartas conmigo, aunque estoy seguro de que por muy descabellada que te parezca esa conclusión, en el fondo sabes que es cierta y te encanta saber que es cierta...
Sin esperar mi respuesta, lleva una mano hasta mi trenza y admira el trabajo de Paolo con una expresión indescifrable. De repente, suelta la trenza y lleva la mano hasta la palma de la mía. Contemplo en silencio cómo toma el anillo de su familia y, en vez de guardárselo, lo pasa por mi dedo anular. Obvio este último detalle, pues la idea de que me haya puesto el anillo en el dedo en el que se ponen los anillos de compromiso, me resulta sencillamente turbadora y desconcertante a la misma vez. El anillo me queda tan grande que prácticamente me baila en el dedo. Apenas me da tiempo de asimilar lo grande que me queda el anillo, cuando de repente éste se ciñe automáticamente, acoplándose perfectamente a la forma de mi dedo. Acto seguido, me da un apretón en la mano y levanta la cabeza para clavar su mirada en la mía. Una vez más las ganas de tocar sus labios con los míos se apoderan de mí. Draco sonríe y comprendo entonces que se ha percatado de alguna forma de mis deseos. Quizás me he quedado mirándole los labios demasiado tiempo.
– Yo también tengo ganas de hacerlo –dice para mi sorpresa–, pero ahora tengo que irme.
Se levanta de la cama y me da la mano para levantarme también a mí. Agarrados de la mano, salimos de mi habitación en dirección al salón. Estamos a punto de acabar de atravesar el pasillo, cuando tira de mi mano para detenerme. Lo miro con el ceño fruncido sin saber muy bien por qué ha detenido nuestra marcha.
– Nos vemos ahí fuera –y me besa la frente.
Antes de que me dé tiempo a decir nada más, sale corriendo a una velocidad vertiginosa hacia el salón y posteriormente hacia su habitación. Oigo que ni siquiera se molesta en saludar al resto de los presentes en la sala, y mucho menos en cerrar con cuidado la puerta. Camino hasta el salón y veo que allí ya están todos, incluidos Ron e Ilaria.
– ¿Qué quería el Hurón? –pregunta Ron, una vez más cabreado.
– Desearme suerte –miento, mientras siento a su lado.
Él me mira tratando de descubrir si realmente le he dicho la verdad o le estoy mintiendo. Para evitar que me escrute de tal modo, decido entablar conversación con nuestros modistas y la profesora McGonagall.
– ¿Cuánto tiempo queda? –pregunto.
– Apenas tres minutos –responde la profesora McGonagall–. Íbamos a ir a buscarte ya, viendo que no llegabas.
– En realidad, era ella la que iba a ir a buscarte –dice Paolo, cabeceando en dirección a Minerva–. Estaba poniéndose de los nervios porque no salías de tu habitación. Pensaba que no ibas a estar aquí para cuando se materializaran los portales.
– ¿Vamos al arena a través de portales? –Paolo asiente.
– Desde el momento en el que lleguen los portales hasta la llegada al arena, tenéis treinta segundos, así que en cuanto lleguen, tenéis que cruzarlos y esperad inmóviles a que os teletransporte –nos explica McGonagall–. No creo que sea necesario siquiera decir qué es lo que hacen a aquellos que deciden no atravesar sus respectivos portales...
– Supongo que no –respondo en voz baja.
– En cualquier caso... Una vez que atraveséis los portales, os vais a encontrar directamente sobre unas plataformas. ¡No os salgáis de ellas hasta que alguien os indique lo contrario o estallaréis en pedacitos! ¿Entendido? –Ron y yo asentimos. McGonagall mira a su reloj de pulsera y anuncia–: Dos minutos... –anuncia McGonagall lacónicamente–. Quizás sería ya el momento de que os fuerais despidiendo de ellos, ¿no creéis? –pregunta ahora refiriéndose a nuestros modistas.
Éstos asienten y se acercan hacia nosotros. Paolo primero se acerca a Ron y le da un abrazo que no dura demasiado, mas sí lo suficiente para desearle suerte al oído. Mientras tanto, Ilaria me da dos besos y un ligero apretón en el brazo. Con la mirada, me desea suerte. Yo asiento agradecida por sus ánimos y me acerco hasta Paolo. Éste, sin pensárselo dos veces, corre hasta mí y me abraza con tanta fuerza que por unos momentos incluso me levanta del suelo. Una vez he posado los pies en el suelo, lanzo mis brazos alrededor de su cuello y me estrecho contra él con ternura.
– Como ya te he dicho ciento de veces, si no supiera lo que tienes planeado hacer por Ron, apostaría por ti como ganadora –me susurra al oído–. Eres tan fuerte, Hermione...
– Tú también lo eres, Paolo. No sé cómo si no, ibas a soportar estar aquí sabiendo que tienen a tu hermana... Prométeme que la recuperarás.
– Te lo prometo. Ojalá pudiera presentártela algún día... pero bueno... le hablaré de ti, Hermione, que no te quepa la menor duda.
Rompemos nuestro abrazo y nos miramos a los ojos, que están inundados por las lágrimas. Si voy a echar a alguien de menos, sin duda va a ser a él.
– Ahora necesito que me prometas tú a mí una cosa.
– Lo que sea –respondo.
– Prométeme que no vas a olvidar en ningún momento lo que te dije ayer... –lo miro sin recordar exactamente qué es lo que me dijo–. Prométeme que no te vas a dejar persuadir por ese chico rubio en ningún momento...
– ¿Acaso no has sido tú quien lo ha dejado pasar? –digo sin comprender demasiado bien su postura y apartándome de él un poco.
– Sí, porque me lo ha suplicado prácticamente –se justifica–. Mira, Hermione, te voy a decir algo que no debería decirte, porque entra un poco en contradicción con lo que te he pedido que me prometas, pero creo que debes saberlo... De veras creo que le gustas a ese chico, que sus sentimientos por ti transcienden de la alianza esa que tenéis formada, pero puede ser que me equivoque y, por si acaso, prefiero que te hagas a la idea de que todo lo que hace es por el plan a que te ilusiones y te haga daño ahí fuera.
– Yo... simplemente... no... no... sé... qué pensar –digo sinceramente–. Ayer... estuvimos a punto de besarnos, Paolo –le confío en voz muy bajita.
– ¿Y por qué no llegasteis a hacerlo?
– Porque dice que quiere hacerlo delante de todos en los juegos.
– Es tan siniestro, tan frío... Yo mismo me di cuenta antes cuando lo vi –dice Paolo más para sí mismo que para mí–. Pero bueno, da igual. No vamos a gastar nuestros últimos momentos juntos hablando sobre ese chico, ¿verdad? –yo asiento y él me sonríe con amargura–. Ven aquí, anda –me vuelve a estrechar contra él con fuerza.
– Te voy a echar de menos, Paolo –le confío en un susurro.
– Y yo a ti, Hermione.
Son las últimas palabras que oigo justo antes de que dos amplios portales aparecen en el centro de la sala. Comienzo a temblar nada más los visualizo. McGonagall intercepta los abrazos de Ron y yo con nuestros respectivos modistas y nos empuja a ambos hacia la parte de la sala en la que se encuentran los trasladores. Mientras camino, noto la mirada de Paolo clavada en mi espalda.
– ¿Cuál es el mío? –pregunta Ron a McGonagall.
– Da igual. Los dos llevan al arena. Podéis poneros en el que queráis –responde ésta seria–. Venga, ubicaos ya en ellos. No sabemos cuánto tiempo queda hasta que os trasladen.
Estoy a punto de poner un pie en el portal, cuando Ron me agarra del brazo apartándome de éste. Me gira sobre mí misma para quedar frente a él y, delante de todos, me da un beso en los labios. De reojo veo que McGonagall mueve la cabeza en desaprobación, mientras que Paolo e Ilaria sonríen. En ese beso hay tantos sentimientos impresos: dolor, angustia, necesidad, amor, miedo, pasión, que podría escribir un párrafo entero hablando de ellos. Tras ese beso plagado de sensaciones, me abraza con fuerza durante unos segundos y, una vez rompemos nuestro enlace por intervención de nuestra mentora, nos ubicamos en sendos portales. Contemplo a McGonagall, Paolo e Ilaria, mientras me balanceo sobre mis propios pies de puro nerviosismo. La señora McGonagall nos mira con una expresión indescifrable. Parece desear decirnos algo, pero a su vez ser incapaz de hacerlo. Paolo, en cambio, parece devastado e Ilaria, sin llegar al nivel de desolación de mi modista, también parece apenada. Ahora miro a Ron, quien lleva contemplándome a mí todo el rato. Pienso en que quizás estos sean los últimos instantes en los que voy a tenerlo cerca mía con seguridad, sano y salvo, y el corazón se me rompe en esquirlas... Por segunda vez en el día deseo no haberme presentado como voluntaria y no haber arrastrado a Ron hasta aquí.
Veo que el portal comienza a cambiar de color y entonces sé ya que apenas me quedan cinco segundos para enfrentarme probablemente a la peor experiencia que experimentaré alguna vez en mi corta vida. Ya no sólo me tiemblan las piernas, sino que todo mi cuerpo parece estar en constante estremecimiento.
– Weasley, Granger –nos llama McGonagall.
Ron y yo nos miramos sorprendidos, sin poder creer que se esté dirigiendo a nosotros. Acto seguido, la miramos a ella, que tiene una apenada mirada clavada en nosotros. Tal es el respeto, la pena y la seriedad que me transmite su mirada que, por un momento, veo en el fantasma de la nueva McGonagall a la antigua Minerva McGonagall, a la profesora de Encantamientos de Hogwarts que tanto idolatraba. Entonces, abre la boca y nos ordena con firmeza, determinación, en definitiva, con la voz propia de aquella profesora de Hogwarts de la que a día de hoy sólo queda un vago recuerdo:
– Manteneos con vida hasta el final.
Comprendo al instante que en sus palabras hay más de lo que explícitamente está impreso en ellas. Y no sólo en sus palabras, sino en ella misma. Es evidente que la profesora oculta muchas cosas, cosas que probablemente no llegaré a conocer nunca jamás por falta de tiempo de vida. Respiro hondo alejando de mí todas las posibles preguntas sobre la nueva McGonagall y le dedico una última mirada a nuestra mentora, que sigue sin apartar la mirada de nosotros. Es la piel arrugada de la cara de Minerva McGonagall componiendo una mueca triste, lo último que atisbo antes de que todo se haga negro ante mis ojos.
Poco dura el vacío, que rápidamente se turna en luz. Deslumbrados por el cambio tan brusco de luminosidad, mis ojos parpadean tratando de acostumbrarse a la radiante luz del astro rey. Una vez, lo consiguen miran en derredor, horrorizados.
Me hallo en una plataforma, de la que ya me informó McGonagall antes. Me recuerdo mentalmente el no salir de la plataforma hasta que me lo indiquen. El resto de los tributos también se encuentran inmóviles en sus respectivas plataformas. Todas las plataformas conforman un círculo que delimita el reducido espacio del arena. El arena apenas tendrá el tamaño de un campo de quidditch y está rodeado también por gradas en las que nos contemplan entusiasmados miles de mortífagos. En cambio, a diferencia de un campo de quidditch, el arena no es ovalado, sino circular, y las gradas tampoco están a tanta altitud, sino a una altura media. En el centro del arena, se encuentran dispuestos dentro de un extraño edificio metálico con múltiples salidas los objetos mágicos y muggles. Alrededor de dicho edificio se encuentran algunos objetos muggles más inútiles dispuestos de forma dispersa.
Analizo el arena buscando alguna salida aparente, sin llegar a encontrarla. ¿Cómo demonios se supone que vamos a salir de aquí? ¿O es que es aquí donde vamos a tener que enfrentarnos unos a otros? Ni siquiera hay escondites, ni animales para cazar, ni agua... No hay nada, salvo gradas. ¿Es así como se supone que van a ser los juegos?
De repente, se oye un pitido agudo que nos hace llevarnos las manos a los oídos a todos los presentes. Nos miramos todos desconcertados, sin saber si ese pitido significa que ya debemos empezar a luchar entre nosotros. Sin embargo, pronto caigo en la cuenta de que el pitido procede de un altavoz o algún objeto similar. En cuestión de segundos, a forma de confirmación, la voz de Hitam Sihir comienza a hablar a través de dicho instrumento:
– Bienvenidos, tributos –se ríe disimuladamente–. Estáis apenas a minutos de honrar la Primera Edición de los Juegos de Sangre. Espero que para vosotros estar aquí sea un orgullo tan grande como para nosotros el de celebrarlos. Bien, sin más demora, os voy a explicar cómo va a funcionar ésto exactamente... En primer lugar, tendrá lugar una cuenta regresiva durante sesenta segundos. Cuando sólo queden diez segundos, comenzarán a sonar unos redobles que serán los que indicarán, cuando lleguen a su fin, que han comenzado definitivamente los juegos y que ya podéis saliros de esas plataformas.
Me giro a mi izquierda y a mi derecha buscando a Ron y a Malfoy con la mirada. Grande es la sorpresa que me llevo cuando me doy cuenta de que ninguno de los dos está a mi lado. Los busco y los encuentro muy lejos de mí. Ron está casi formando un ángulo de ciento ochenta grados conmigo y Malfoy está cinco plataformas a mi derecha. Ni Ron ni Draco parecen estar pendiente de mí, así que decido prestar atención nuevamente a Hitam Sihir.
– En segundo lugar, como habréis observado, los objetos se hallan dispuesto en esa zona central a la que a mí me gusta llamar la Cornucopia. Podéis tomar todo lo que queráis de allí, pero obviamente tendréis que competir con el resto de los tributos para conseguirlos, pues los objetos son muy limitados. Sin embargo, son los objetos de alrededor de la Cornucopia los verdaderamente importantes, pues son trasladores. Los trasladores son los objetos que os van a permitir salir de aquí. Sólo hay veintiún traslador y cada uno está capacitado para llevar a una única persona, así que antes de que acabe el día, tres de vosotros estaréis fuera de la competición –o lo que es lo mismo, muertos, digo mentalmente.
Me estremezco ante mi propio pensamiento. Busco a Ron y a Draco impacientemente con la mirada, para tratar de decirles que no se atrevan a intentar hacerse con una varita, sino que cojan un traslador y se marchen tan rápido como puedan. Finalmente, consigo enganchar mi mirada a la del Slytherin. Le suplico con la mirada y él parece entender a qué me estoy refiriéndome. Él se encoge de hombros, tratando de restarle importancia. Comprendo entonces que le da igual, que piensa hacerlo. El miedo toma poder de mi pecho y veo que Malfoy se estremece. Recuerdo entonces la presencia del anillo y, aprovechándome de esto, trato de infundirle todo el miedo y la preocupación que siento por ellos. Él vuelve a cabecear, dándome a entender que le da igual que esté preocupada por ellos. Ahora cabecea en dirección a los trasladores y gesticula tratando de pedirme de algún modo que en cuanto pase la cuenta regresiva coja un traslador y me marche. Disimuladamente, le hago un gesto vulgar con mi dedo corazón. Él, lejos de parecer ofendido, sonríe torcidamente y vuelve a gesticular insistiendo en que coja un traslador. Aparto mi mirada de él para no tener que seguir soportando sus insistencias.
– ...el arena es todo lo que está más allá de estas gradas –oigo decir a Hitam Sihir–. Es limitado, pero lo suficientemente grande para que podáis ocultaros los unos de los otros. También hay comida y agua suficiente para vivir meses, sólo tenéis que saber encontrarlas. Sin embargo, no todo es bueno: también habrá obstáculos a los que tendréis que enfrentaros para sobrevivir –dice felizmente el mortífago. Casi lo puedo ver sonreír a través del altavoz–. En cuarto y último lugar, necesitáis saber que el sonido de un cañonazo significa la muerte de un tributo y que cada noche en el cielo proyectaremos los nombres de los tributos caídos para tenerlos presentes siempre en nuestras mentes. Dicho esto, no me queda más que desearos suerte y desearos unos felices juegos –ahora el público comienza a aplaudir.
Busco una vez más a Ron con la mirada y finalmente lo consigo. Él me dedica una sonrisa con la que trata de convencerme de que todo va a ir bien, aunque ambos en el fondo sabemos que en realidad nada va bien ya, que nada ha ido bien desde que el momento en el que pusimos un pie en esta dichosa plataforma. Se oye nuevamente un pitido en el altavoz que hace que se rompa el vínculo entre nuestras miradas y, poco después, se pueda apreciar a Hitam Sihir carraspeando. Entonces, éste, a voz de grita, exclama:
– ¡Que empiece la Primera Edición de los Juegos de Sangre!
Tan pronto como dejan de oírse sus palabras, el lugar se sume en un silencio absoluto. Cierro los ojos, intentando dejar la mente en blanco por unos segundos. Sin embargo, cuando me quiero dar cuenta, ya han comenzado a sonar esos estridentes golpes que indican que sólo me quedan diez segundos.
Diez... ¿Qué demonios voy a hacer cuando acabe la cuenta regresiva?
Nueve... ¿Debería ignorar a Draco e intentar coger algún objeto?
Ocho... ¿O debería seguir su consejo y coger un traslador para marcharme lo antes posible?
Siete... No, no. No puedo dejar a Ron y a Malfoy solos, ante el peligro.
Seis... ¡Pero tengo miedo de la forma en la que puedan reaccionar ambos cuando me vean!
Cinco... ¡Agh, demonios!¿Por qué es tan difícil tomar una decisión?
Cuatro... ¡Si ya sabía yo que debería haberlo pensado antes?
Tres... ¿Cómo pueden quedar sólo tres segundos?
Dos... ¡Aún no he tomado una sola decisión sobre lo que debería hacer!
Uno... ¡Ya sé! Correré. Correr, haga lo que haga, siempre es una buena idea.
Suena un bocinazo y, entonces, sin premeditación alguna, empiezo a correr como una posesa en dirección a la Cornucopia. Pienso en lo enfadado que van a estar Ron y sobre todo Draco cuando se den cuenta de lo que estoy haciendo. Sin embargo, me da igual lo que opinen. He de ayudarles. No pueden pretender que coja un traslador, me marche y los deje solos ante el peligro. Eso no puedo ni podré hacerlo jamás. Dejo de pensar en ello y, sin dejar de correr, centro mis cinco sentidos más un sexto que tengo un tanto deteriorado y que es la intuición, en lo que me rodea pues sólo así podré atravesar la zona de los trasladores. En esta zona, hay un aluvión de tributos que han decidido tomar la vía fácil: marcharse usando un traslador sin siquiera acercarse a la Cornucopia. Esquivo a dos tributos que se están peleando cerca de mí por un traslador y paso de largo, con la vista fija en la zona central, donde ya está Ron tomando algún que otro objeto. Ninguno de los objetos que ha tomado es la varita. Comprendo entonces que es porque Draco aún no ha llegado hasta la Cornucopia para ayudarle. Decido entonces ir a toda velocidad hasta allí para suplir el lugar del Slytherin. Estoy a punto de llegar, cuando alguien me hace un placaje que provoca que me caiga en el suelo. Le doy un codazo a ciegas al tributo que me ha derribado, pero sus reflejos son bastante más buenos que mi efectividad en el golpeo, así que consigue detenerme justo a tiempo para no darle en la cara. Trato de escabullirme sin siquiera girarme para ver quién es, pero una vez más consigue detenerme. El tributo desconocido me gira para que le vea la cara y me sorprendo al descubrir que, lejos de ser un desconocido, es Draco Malfoy el tributo que me ha derribado. Le fulmino con la mirada y él me mira serio y enfadado, muy enfadado.
– ¡A LOS TRASLADORES! ¡YA! –lo dice en un tono tan exigente, tan duro, tan inflexible, que podría decir incluso que me da miedo.
– Pero... yo quiero... –comienzo a decir, cuando veo que un tributo de Mahautokoro cuyo nombre no recuerdo se acerca amenazadoramente hacia nosotros mientras empuña un cuchillo–. ¡Cuidado! –grito a pleno pulmón.
Malfoy se gira lo suficientemente rápido para darle una patada al tributo que se acercaba hacia nosotros, hacer que éste se caiga y evitar que el puñal le atraviese la espalda. El cuchillo, en la trayectoria descrita hasta alcanzar el suelo, se encuentra con el brazo de Malfoy, al cual araña de tal forma que raja la chaqueta gris que lleva y la piel que se esconde debajo. Contemplo horrorizada caer la reluciente sangre roja de su brazo. Malfoy, que ni siquiera parece inmutarse por el dolor, toma el puñal que está tirado en el suelo antes de que el otro tributo pueda cogerlo y, sin pensárselo, lo hunde en el pecho de éste repetidas veces hasta que el tributo expira. Si bien antes me había horrorizado ver caer la sangre del brazo de Malfoy, no hay sentimiento que pueda describir lo que siento ahora que acaban de arrebatarle la vida a una persona ante mis ojos. Sin embargo, a pesar del horror que ha despertado en mí lo que ha hecho Draco, no siento compasión alguna por el tributo muerto, pues él mismo venía con intenciones de matarnos a ambos.
Draco, en cuanto está seguro de que el tributo está muerto del todo, le extrae el cuchillo del pecho y, sin molestarse en limpiar la sangre, se lo guarda.
– Puede que me haga falta –comenta hablando consigo mismo. Cuando es consciente de que sigo allí, los ojos parecen salírsele de las órbitas–: ¡¿QUÉ DEMONIOS HACES TÚ TODAVÍA AQUÍ?! ¡A LOS TRASLADORES YA, JODER! –vuelve a decirme en el mismo tono de seriedad y exigencia. Luego se calma y me dice–: ¡Y no me hagas perder más el tiempo, Granger! ¡Weasley necesita mi ayuda!
Se levanta y, acto seguido, me levanta a mí. Tan pronto como estamos de pie, Draco sale corriendo en ayuda de Ron y yo, resignada, me giro hacia los trasladores. Corro a toda velocidad y, por el camino, al ver a un tributo corriendo hacia la Cornucopia, me doy cuenta de que si quiero sobrevivir, necesito coger algo antes de tomar el traslador hacia el verdadero arena. Todo lo accesible que hay a la altura a la que me hallo, pues Malfoy me tiene prohibido acercarme a la Corncuopia, son varias mochilas de diferentes colores. Desconozco qué contendrán, pero intuyo que será algo mejor que ir de vacío. Decido correr hasta la que hay más cerca de mí que es de color naranja. Cuando llego hasta el lugar en el que se halla la mochila, tomo un asa y tiro de éste para atraerla hacia mí y marcharme, cuando noto que alguien está tirando de la mochila desde el otro asa.
Es Rachel, la chica de Mahautokoro que sané un día en el centro de entrenamientos. Nada más reconocerme, me mira suplicante y, aunque me da pena y me encantaría poder darle la mochila, sé que no voy a tener más opciones de hacerme con otra, así que sigo tirando de la mochila con todas mis fuerzas. Sin embargo, a pesar de mi esfuerzo físico, ella resulta tener más fuerza que yo. Mis fuerzas están a punto de extinguirse y ella a punto de conseguir la maleta, cuando sin motivo aparente, escupe un torrente considerable de sangre por la boca que me salpica la ropa, y cae inerte en el suelo. Veo entonces en su pecho clavada una flecha que certeramente le ha atravesado el cuello. Levanto los ojos, me giro sobre mí misma y contemplo horrorizada la sonrisa de suficiencia de la inocente Gabrielle Delacoeur en la distancia. ¿De dónde demonios se saca esa puntería? ¿Desde cuándo es buena con el arco? Antes de que pueda siquiera plantearme esas preguntas mentales, ya ha lanzado otra flecha en mi dirección. Milagrosamente, mis reflejos han evitado que me alcance el estómago, interponiendo de forma instintiva la mochila entre yo y la flecha. Gabrielle, frustrada, rebusca torpemente en su carcaj más flechas y yo aprovecho este momento para salir corriendo hasta los trasladores. Sin meditación alguna, tomo el primer traslador con el que me topo por el camino, que presenta la forma de una bufanda. Me pregunto si eso tendrá algo que ver con el arena o si, en realidad, no es más que un objeto muggle inútil.
Nada más tocar el traslador, siento unas ligeras náuseas y un fuerte tirón por algún lugar detrás del ombligo. Durante unas milésimas de segundo, el todo me presenta una gama infinita de colores y unas milésimas de segundo más tarde, ese todo da paso a la nada, una nada infinitamente blanca. Blanco, es todo lo que se puede ver a mi alrededor.
Me froto los ojos, creyendo que aún sigo en el traslador, pero esa sensación nauseabunda tan característica de los trasladores ya m e ha abandonado. Todo es blanco: suelo blanco, montañas blancas, cielos blanqueados por las nubes y aguas blancas por los grandes bloques de hielo que las cubren. Todo es blanco... y frío, terriblemente frío, y desolador, muy desolador.
¿Dónde estoy?¿Es ésto la Antártida o el Polo Norte o algo así?
Me paso la bufanda alrededor del cuello, me cuelgo la mochila tras la espalda y comienzo a caminar por el infinito terreno de color blanco que se extiende ante mis ojos. Miro varias veces al suelo en busca de algún indicio que me permita saber si soy el único tributo que ha llegado a este lugar tan frío y extraño. Sigo caminando con la cabeza gacha durante un rato siguiendo mi búsqueda hasta que caigo en la cuenta de que las pisadas jamás quedan impresas en este suelo helado. Miro mis propios pies para confirmar que, en efecto, las pisadas no se dibujan en este suelo de hielo. De todas formas, decido seguir caminando. Estoy en ello, cuando de repente, un frío viento que procede del norte empieza a soplar con fuerza. Ante las condiciones climáticas adversas, mi cuerpo estremeciéndose. Mis prendas son cálidas, pero intuyo que no lo suficiente como para aguantar en este lugar demasiado tiempo. Empiezo a andar más rápido para intentar entrar en calor. Mi paso se ve motivado también por la idea de alcanzar lo antes posible las espectrales montañas que apenas se vislumbran en el horizonte y a las que hasta ahora no les había prestado demasiada atención. Tal vez allí haya algún tipo de refugio para mí...
Me giro sobre mí misma, recordando que ni siquiera me he detenido en echar un vistazo al resto de los terrenos. A mis espaldas, se despliega un mar azulísimo cuyo final se pierde en un línea que se difumina con el aún más azul cielo. A mi derecha y a mi izquierda, en cambio, se extiende un infinito campo de hielo, que, como la extensión helada que se halla frente a mí, confluye en numerosas plataformas de hielo y montañas rocosas recubiertas de nieve. Los campos de hielo, conforme se van aproximando a las montañas y a las plataformas, comienzan a ser más escarpados. No obstante, en puntos muy concretos de dichos terrenos helados, aparecen elevaciones que podrían servirme de escondite temporalmente.
Ante esta nueva perspectiva, ahora ya en lugar de andar, comienzo a correr en dicha dirección, sin importarme que mis pies se hundan repetidamente en la nieve y se resbalen en las porciones de terreno en las que hay hielo. Estoy corriendo al menos media hora y noto como mi temperatura corporal ha subido considerablemente, lo cual es de agradecer con el frío que hace. Tras otra media hora de carrera, me detengo para descansar unos segundos y recobrar el aliento. Hincho mis pulmones con el aire helado que está disuelto en la atmósfera que rodea esta zona glacial y casi siento que los alvéolos pulmonares se me congelan cuando el oxígeno pasa a mis vías respiratorias. ¿Cómo demonios puede hacer tanto frío? Me aferro con fuerza a mi chaqueta y a la bufanda. Siguen sin ser suficientes... Recuerdo entonces la maleta que tengo colgada en mi espalda. ¿Habrá en ella algo con lo que pueda darme calor? Quizás un jersey o unos guantes... Cualquiera de esas dos cosas sería de agradecer. Decido correr hasta una de esas elevaciones y ocultarme tras ella para analizar el contenido de la maleta tranquilamente. Lo primero con lo que me encuentro nada más abrirla es con un gran saco de dormir de color negro, que definitivamente va a serme muy útil. Además del saco de dormir, hay un par de barritas energéticas, una cantimplora vacía, tres gasas esterilizadas y una cuerda de un metro de largo. No está mal, pero no hay nada en el interior que sirva para abrigarme, por lo que debo seguir corriendo en busca de un lugar más resguardado. Quizás allí pueda apañarme el saco de dormir de alguna forma para entrar en calor.
Con los labios temblando y los pies congelados, salgo corriendo en dirección a las montañas una vez más. Me consuelo pensando que cada vez es menor la distancia que me separa de la cordillera montañosa, aunque también es cierto que cada vez me cuesta más trabajo avanzar. Cada vez mis pies resbalan con más frecuencia con el hielo del suelo, cada vez hace más frío, cada vez el suelo presenta un mayor desnivel y cada vez la caminata es más exhaustiva... Además, no puedo quitarme de la cabeza el hecho de que no he visualizado a ni un solo tributo todavía. Decido no darle más vueltas y seguir corriendo. Sigo mi travesía durante otra media hora galopando tan rápido como mis pies me permiten. Tras esa media hora, decido hacer otra parada para darle un pequeño bocado a la barrita energética, pues el frío está agotando todas mis energías. Progresivamente mis extremidades se han ido adormeciendo hasta tal punto que ya ni siquiera me creo capaz de controlar mi paso. Me agacho un poco para que el desnivel del terreno me oculte y saco de la mochila una de las barritas energéticas. Le doy un pequeño bocado, que me sabe a poco, y, haciendo un esfuerzo sobrehumano en contra de la voluntad de mi estómago, guardo la barrita energética en la mochila. Vuelvo a colgarme la mochila y miro al frente, cuando algo cambia.
A unos cien metros de donde estoy, atisbo algo, una sombra, una figura... la mitad del cuerpo de un tributo agazapado tras una de esas elevaciones. Está de espaldas a mí, por lo que me permito quedarme mirándolo fijamente, mas no consigo ver nada más allá de la media silueta de una persona; no consigo distinguir de quién se trata. Mantengo la fija clavada, cuando veo que se gira en mi dirección. Rápidamente me agacho tratando de ocultarme tras el desnivel del terreno, aunque lo más seguro es que el tributo me haya visto. En silencio, oigo sus pasos en la nieve, alejándose de mí. Al cabo de unos minutos, vuelvo a levantar la cabeza y ya no está. ¿A dónde ha ido? Ignorando esta pregunta mental, aprovecho de la ausencia del tributo para retroceder unos metros hasta una posición más segura. Agachada, espero una nueva aparición. Después de unos diez minutos de espera, me parece oír sus pasos en el hielo otra vez. Asomo levemente la cabeza y casi me caigo de bruces cuando consigo distinguir al tributo, que monta guardia con la ayuda de unos prismáticos...
Su pelo color fuego es inconfundible en aquella masa de color blanco: las llamas del cabello de Ron ponen en llamas el hielo que lo rodea. Me dejo entrever y él, en cuanto es consciente de mi presencia, tira los prismáticos y comienza a acercarse hacia mí corriendo. Cuando finalmente nos encontramos, él me abraza con tanto ímpetu que acaba levantando mis pies del suelo. De repente, la gélida atmósfera del lugar en el que nos encontramos parece caldearse bajo el fuego de nuestros cuerpos entrelazados. Cuando mis pies vuelven a tocar el suelo, él me atrae hacia sí y me da un precipitado y angustioso beso en los labios que no llego a disfrutar demasiado. Me aparto de él y lo miro a los ojos, tratando de leer en ellos qué es aquello que le atormenta después de habernos encontrado en aquel lugar, mas no soy capaz de ver nada. Lo estrecho contra mí y le digo, acurrucada en su pecho:
– ¡Menos mal que te encuentro, pensé que era la única persona a la que el traslador la había traído a este maldito lugar!
– Ya ves que no –y sonríe.
– ¡Me alegro tanto de saber que estás bien!
– Yo también –me susurra al oído.
Me aprieto contra su pecho, a la vez que cierro los ojos para disfrutar de la confortable sensación de tenerlo aquí a mi lado, a salvo. Sin embargo, poco me durará dicha sensación, pues tan pronto como recuerdo la ausencia de Malfoy, dejo de sentirme cómoda. Al recordar que estuvieron juntos en la Cornucopia tratando de conseguir una varita, decido preguntarle por el paradero de Draco, sin preocuparme siquiera de que pueda molestarle que pregunte por él en su presencia.
– ¿Y Malfoy?
– Ya aparecerá... La última vez que lo vi, estaba vivo –responde secamente.
–¿Habéis conseguido la varita?
Con los ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre su pecho, aguardo su respuesta durante varios segundos. Estoy a punto de recordarle mi pregunta, cuando de repente suelta una mano de mis caderas. A partir de ese momento, comienzan a tener lugar numerosos fenómenos a tal velocidad y de una forma tan inconexa que a mi cerebro no le da tiempo de ir asimilándolos conforme van teniendo lugar.
El tintineo de un metal que cae al suelo resuena estruendosamente detrás de mí. En ese misma misma milésima de segundo, todo el peso del cuerpo de Ron cae sobre mí. A pesar de que trato de evitar nuestra caída sujetándolo por los hombros, finalmente caemos y yo quedo aplastada contra el frío suelo de hielo bajo el peso de su cuerpo. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, aparto el cuerpo de Ron del mío con tanto cuidado como soy capaz y abro los ojos súbitamente para tratar de hacer una recomposición de qué es exactamente lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo y lo que va a ocurrir.
{Nota de la autora: Esta parte de la historia la escribí mientras escuchaba dos canciones que en, lo personal, me encantan y que os recomiendo encarecidamente que escuchéis mientras léeis este fragmento. Las canciones de las que os hablo son Hymn For The Missing de Red, por un lado, y por el otro, Be Still de The Fray.}
Noto que las vías respiratorias se me taponan, que la sangre de mis vasos sanguíneos se coagula, que mi corazón se colapsa, que las conexiones sinápticas de mis neuronas dejan de transmitir el impulso eléctrico, cuando veo el charco de sangre que tiñe la blanca nieve junto al cuerpo del hombre que amo. Las extremidades se me adormecen y tengo la sensación de que voy a caer, mas ya estoy en el suelo. El suelo tiembla, se convulsiona, del mismo modo que lo hace mi pecho. El oxígeno me asfixia y las lágrimas que mis glándulas lacrimales ahora mismo son incapaces de liberar me ahogan. Mi corazón grita en silencio, agonizando, reclamando su propia muerte y toda mi alma se enfrasca entorno al puñal que perfora a un corazón que me pertenece más a mí que a su propio dueño. El hielo de mi alrededor de repente parece cálido en comparación con el frío que desgarra mis entrañas. Es como si todo el hielo del mundo se hubiera insertado en mi corazón. Frío, es todo lo que puedo sentir. Un frío que entumece cada una de los poros de mi piel, cada una de las células de mi cuerpo, cada uno de mis órganos y tejidos... El frío más frío de todos los fríos cuantos existen.
Repto hasta su cuerpo en busca de calor, pero en sus células ya apenas queda un resquicio de vida que trato de mantener despierto infructuosamente acurrucándome contra él para cederle calor. Mantengo las esperanzas de que va a sobrevivir hasta que veo el lugar en el que el puñal está hundido. Está incrustado desde su espalda hasta el centro de su ser, hasta el mismísimo corazón. Extraigo el puñal como buenamente puedo y lo tiro a un lado. Analizo la herida en un intento de curarlo, pero sé que ya no tiene remedio, que no hay nada que pueda hacer... Él boquea con los ojos cerrados en busca de un aire que ya no entra en sus pulmones, que ya no llega su corazón. Auspicio entonces que le quedan pocos minutos para expirar, probablemente los mismos minutos que me quedan a mí para despedirme de esta vida. Me gustaría decirle tantas cosas de que se marchara, mas soy incapaz de hacerlo. Mis cuerdas vocales han dejado de funcionar y mis pulmones tampoco parecen dispuestos a proporcionarme el aire que me hace falta para producir la voz. Ya que no puedo hablar, decido abrazarlo con fuerza, mientras trato de mantenerlo en la vida, dándole mi calor vital. Sin embargo, mis esfuerzos resultan infructuosos pues apenas queda energía térmica en mis tejidos para darle. Estoy sumamente fría; soy como un cadáver en vida... ¿Qué calor voy a poder a darle yo? Rota, destruida, contemplo al amor de mi vida corrompiéndose por dentro y agonizando por fuera. Lo veo mecerse en los brazos de la muerte, arrullado por una trágica nana cantada por la vida, que se despide de él cadentemente. La vida se le escapa a través de aquella perforación de su pecho con cada segundo que pasa y estoy pensando en ello cuando exhala. Se apaga, como una estrella que ha consumido ya todo el hidrógeno y helio de su núcleo.
Su color, su luz, su gracia, su calidez, su naturaleza, su alma, su existencia... Todo ello parece haberse desaparecido de golpe. Su propia esencia se ha esfumado, para siempre.
¿A dónde van a parar las esencias de aquellos que se despiden de la vida? ¿A dónde van a parar las almas puras como las suyas? ¿Se funden en algún lugar en el que todas las almas viven en armonía o se pierden para siempre?
No, una alma como la suya no puede perderse para siempre. En cambio, sí se ha marchado para siempre de la vida. La vida, de repente, no parece ser algo suficiente por lo que luchar. Mi alma está desgarrada y mi corazón está astillado. Cada molécula de oxígeno que se filtra por mis pulmones duele, porque es una molécula más que no ha llegado a sus vías respiratorias, una molécula más que ha impedido mantenerlo aquí, a mi lado. ¿Cómo voy a vivir si el simple hecho de respirar me atormenta? ¿Qué sentido tiene que siga luchando por mantenerme con vida cuando una parte de mí ya ha muerto y se ha ido con él?
El cielo comienza a oscurecerse y una fina nieve empieza a depositarse sobre nuestros cuerpos inertes. El trágico adiós, la abrumadora frigidez, el inexorable paso de los segundos, el escaseo de aire, el lacerante crepúsculo... todo parece una conjunción creada por la propia muerte. La muerte me invita a acurrucarme en sus brazos, a marcharme con ella, y decido hacerlo. No siento que pertenezca más a este mundo. Quiero marcharme, despedirme, y así lo haré. Dejaré que la muerte me lleve mientras me consumo al lado del hombre que amo; dejaré que el frío y el dolor me consuman... Pero antes, antes he de hacer algo.
Me consta que Ron no se ha suicidado, puesto que el cuchillo se lo han clavado tras la espalda, lo cual no deja más opción que la de que alguien lo haya matado. Y yo he de matar a ese alguien. Ahora sólo me queda averiguar quién fue para hacérselo pagar con su propia sangre. Le doy un beso en los labios a Ron y me incorporo. Busco al asesino haciendo un barrido visual de la zona y localizo al individuo de inmediato. En el fondo, antes de que mi mirada lo encontrara, yo ya sabía que era él el culpable.
Cojo el puñal manchado de la sangre de Ron y lo empuño con fuerza, mientras miro desafiante al asesino. Él conoce perfectamente mis intenciones y me resulta extraño cuando el culpable, en vez de huir para salvar su vida, se mantiene frente a mí mirándome con la misma presunción de siempre. Su mirada pasa de mí al cadáver de Ron y de éste a mí una vez tras otra, sin borrar vez alguna esa expresión de altanería. Desde la distancia, lo taladro con la mirada, deseando que fuera el puñal que sostengo en la mano el que realmente taladrara su corazón. Corazón por corazón, vida por vida, ¿acaso no es justo?
No, no lo es. Nunca una muerte es justa, y mucho menos la de Ron... Por ello, he de vengar su muerte; por ello, no me importa romper mis principios y mancharme las manos de sangre y es que ya en realidad no me importa nada, salvo que el hombre con el que me imaginaba toda una vida se ha ido... para siempre.
Con una sonrisa inhumanamente siniestra en el rostro, asgo con fuerza el puñal y camino lentamente hacia el asesino. Me muevo por impulsos, por el dolor, sin ser realmente del todo consciente qué es lo que estoy haciendo. Sólo puedo pensar en Ron y en la parte de mí que ya se ha ido con él... Pensar en él me produce tanto daño que hace que proyecte mi parte menos humana y que deje ver así la parte de mí que es más impulsiva, sangrienta y animal. Llego hasta él en cuestión de segundo, pues estaba a muy poca distancia de Ron y de mí. Cuando estoy apenas a unos centímetros de él, me detengo frente a él y dejo reposar la punta del puñal sobre el vientre del asesino sin hundirlo definitivamente en su piel. El traidor, lejos de contraatacar, se queda quieto y espera a que hunda el puñal en alguna parte de su estómago, mas no lo hago aún. Clavo mis ojos lluviosos en los suyos color tormenta, mientras anuncio en un hilo de voz:
– No voy a clavarte el puñal en el estómago como esperas... Pienso clavártelo en el corazón para que sepas qué es exactamente lo que se siente cuando te arrancan el corazón de la misma manera que lo has arrancado tú a mí –muevo el puñal hasta su pecho y sonrío oscuramente, mientras confieso en un tono de voz sombrío–: Te quiero muerto, Draco Malfoy.
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