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Juramento de Hierro: Parte I

Capítulo 10

Astri llevaba un buen rato caminando. Cada centímetro de aquel lugar la hacía querer gritar con desespero. La oscuridad comenzaba a engullirla como un manto mágico que le quitaba el aire y frenaba sus pasos. Ella sabía con exactitud dónde estaba.

Aquellos retorcidos árboles le habían ocultado el cielo antes, pero, aunque lucían aterradores, no eran lo más peligroso de ese bosque. Mantuvo las manos sobre su espada, apretándola tan fuerte que sus nudillos empezaron a palidecer. Lo peor era el olor. Su madre solía decirle que los olores eran como máquinas del tiempo, capaces de transportarte a lugares y momentos específicos con solo sentirlos, y ahora Astri comprobaba cuán cierta era esa afirmación. Aquel olor a naturaleza, con ese agrio y peculiar toque metálico, la estaba llevando años atrás, a uno de los días más aterradores de su joven existencia.

Venaheimr, Bosque de Hierro, 9 años atrás.

Astri caminaba junto a las demás reclutas, sintiéndose más pequeña de lo usual a su lado. Se encontraba en el Bosque de Hierro por primera vez, por lo que miraba a su alrededor, asombrada y aterrorizada, por los árboles de metal retorcido que se alzaban como gigantes oscuros.

«¿Qué clase de lugar es este?», pensó, sintiendo el frío de la corteza metálica al pasar la mano por un tronco.

La Mayor Agna, una mujer gruesa y con el ceño fruncido como el de un ave de rapiña, junto a La Mayor Gina, se detuvo y las miró con severidad.

—Bienvenidas a Jarnskogen —El Bosque de Hierro—, aquí en Venaheimr —anunció Agna, con severidad, sin un ápice de emoción y con ambas manos posada sobre sus espadas, mostrando una postura rígida y alerta en todo tiempo—. Como algunas saben, Vanaheimr, es un planeta distante, en su corazón se encuentra Dyrkvist Skógur, la única ciudad existente por siglos y que es reconocida por su belleza metálica.

Agna caminó hacia uno de los árboles, lo golpeó apenas, y un sonido metálico y reverberante surgió de él.

—Como pueden ver, todo en este lugar está hecho del mismo material. Se le conoce como Acero Vördurstal, el acero más duro de los universos. Sus bosques, su ciudad, y cada ser que habita en este sitio son de este material. Y este bosque no solo rodea a Dyrkvist Skógur sino que cubre a todo el planeta —explicó ella, paseando sus ojos en cada una de las reclutas, fijándose en Astri con una mirada que solo pudo interpretar como "lástima"—. Todas, sin importar sus habilidades, destrezas o edades —quitó los ojos de la pequeña—, deben someterse a las pruebas de supervivencia.

Le fue imposible a Astri levantar una ceja, y murmurar para sí misma: «¿La Mayor ha perdido la cabeza?» El cuestionamiento se debía a que, por muy valiente que fuese, por mucha fuerza que hubiese adquirido en esos años de entrenamiento, ella sabía que una niña de once años jamás sobreviviría sola en un bosque.

Al menos, eso era lo que creía, debido a que Freya le había contado historias sobre las valientes valkirias que habían muerto en aquellas pruebas. Las condiciones eran tan inhumanas que muchas se quedaban en el camino. Sintió rabia con la diosa. ¿Acaso ya no la quería? Si mujeres, hechas y derechas, eran incapaces de sobrevivir a un lugar como este, ¿cómo podría hacerlo ella con un cuerpo tan frágil, en comparación al resto? Freya confiaba demasiado en sus habilidades, y aunque no quería decepcionarla, no podía evitar juzgar su juicio.

—Cómo ven, se les permitirá tomar un arma y un trozo de pan —La Mayor Gina, una mujer tan corpulenta como Agna y que estaba a su lado, comenzó a repartir las migajas en una canasta—. Lo demás días deberán buscar formar de alimentarse, pero... —Agna caminó hacia otro árbol, uno al que se le habían caído las hojas, y tomó una de estas. La mostró hacia ellas, y con un leve toque de su dedo índice, fue suficiente para verla derramar sangre—... deben saber que no solo tienen que cuidarse de las horribles criaturas que habitan aquí, sino que todo este lugar está diseñado para asesinar a personas tan frágiles como nosotras.

Astri apretó los labios y pensó irónicamente ¿Qué podía salir mal? Tomó su espada, pequeña y fina, como ella, cavilando en que aquello debía ser una trampa y que el pan era una burla cruel, debía ser una salvación, no un festín de una noche. Metió el pan en el bolsillo de sus ajustados pantalones de cuero, viendo la misma mirada lastimera en La Mayor Gina, mientras sentía un escalofrío recorrer su espalda. Pero con una convicción clara: «No pienso morir en este bosque», con una mezcla de determinación y temor.

Astri no sabía qué le deparaba el futuro, pero no tenía intención de averiguarlo quedándose quieta. «Vamos a ver de qué estoy hecha y si Freya ha tenido razón desde el primer día que me escogió», razonó, con una sonrisa sarcástica.

—¡Guerreras, que la sabiduría de Odín y el amor de Freya esté con ustedes! —agregó, finalmente, La Mayor Gina, sin apartar sus ojos de mí.

No obstante, no bastó que dijera aquellas palabras para que todas se pusieran en movimiento: La Mayor Agna y Gina desaparecieron entre un torbellino de viento, y las demás, rugieron y comenzaron a correr hacia diferentes direcciones. Para cuando comprendió Astri que la prueba había dado inicio se vio a sí misma sola.

Por primera vez, descubrió que el bosque era un lugar de frío intenso, un término que apenas capturaba la realidad. Intentó mirar al cielo para orientarse, pero las finas y retorcidas ramas de los árboles bloqueaban casi por completo cualquier rastro de estrellas que pudiera guiarla. La brisa helada, como agujas afiladas, le laceraba la piel. Apoyó la mano en el tronco de un árbol y, sorprendida, retrocedió impactada. ¿Cómo iba a sacar leña de árboles metálicos? Ni Agna, ni Gina, ni Freya, ni Tyr la habían preparado para algo así.

Un cosquilleo comenzó a recorrer sus pequeñas y delgadas piernas. Al mirar hacia abajo, pudo ver que las raíces del árbol que acababa de tocar, por un momento imaginó que estas podían enredarse sobre su cuerpo mágicamente, con una fuerza constrictora, asustándose y chocando contra el tronco del árbol por la impresión.

Astri gritó impactada, dándose cuenta de que ese había sido el primer sonido que había escuchado desde su llegada. Aquel lugar estaba tan envuelto en un silencio absoluto, que si se escuchaba el rugir del viento debía ser considerado como un milagro. De repente, un tintineo metálico la envolvió, seguido de una lluvia de hojas metálicas del árbol contra el que se había golpeado.

Si hubiera estado en La Tierra, habría danzado entre las raíces del árbol, alzando las manos para recibir las hojas caídas. Pero aquí, el ardor horrible de los cortes la despertó bruscamente a la realidad. En cámara lenta, vio cómo cada hoja caía, cortando su piel y ropa. El dolor de las cortadas fue tan intenso, que por un momento sintió el oxígeno abandonar su cuerpo; era como una avalancha de fuego líquido derramándose sobre la piel, y cada incisión ardiendo con un dolor agudo y punzante que se expandía y reverberaba, como si diminutas cuchillas siguieran desgarrando la carne mientras la sangre brotaba caliente y pulsante; se sintió vulnerable al extremo, con un desesperante deseo de alivio que parecía inalcanzable. Al menos ahora entendía el verdadero filo de esas hojas y su real peligro.

En ese momento, aprendió su primera lección sobre aquel bosque: no podía confiar en nada.

Cuando la lluvia de hojas cesó, su cuerpo temblaba sin control. Hiperventilaba, asustada al ver su cuerpo ensangrentado y el escozor caliente que la invadía. Con cautela, se apartó del árbol y dio unos pasos hacia adelante, volviendo la vista solo para observar las motas de sangre esparcidas entre las hojas caídas. Tomó una bocanada de aire y se dio cuenta de que estaba llorando. Con determinación, rasgó la manga derecha de su vestuario y, con un esfuerzo sobrehumano, comenzó a limpiarse, soportando el dolor adicional que le causaba la tela rozando cada corte.

No quería admitirlo, pero la galerna que tenía en su mente por la sangre que le manchaba y el sentido de supervivencia despierto, le recordaban aquella primera prueba de su fortaleza y determinación, que se fusionaban con la sensación de traición y desolación que experimentó en su niñez. En ese lugar, como en su pasado, no podía dejar su vida a su suerte. Era una dura lección sobre la crueldad del destino y la realidad de enfrentar desafíos sin preparación.

Dio unos pasos más, dispuesta a continuar su camino, cuando le pareció descubrir que había mucha oscuridad. ¿Sería de noche?, se preguntó. Indistintamente si lo fuera, sus ojos debían haberse adaptado. Se volvió a mirar los brazos, y vio en cada área afectada, signos de enrojecimiento e inflamación, en conjunto de una erupción cutánea que variaba desde manchas pequeñas y planas hasta protuberancias elevadas y escamosas.

Entonces, concienció un prurito intenso e incesante. Se tocó por inercia, y sintió la piel caliente y tensa, como si estuviera estirada. Comenzó a sentirse terriblemente mal, cansancio, falta de aire y el corazón corriendo un maratón. Pensó que aquel sería su fin, que tendría que caminar sin descanso durante el tiempo que su cuerpo lo soportase, y que pasada esa semana Freya encontraría su cuerpo inerte siendo devorado por alguna criatura.

O peor, que fuera rechazada por las fieras debido a que su propia alergia al acero se considerada como una enfermedad, una contagiosa y venenosa. Toda esperanza estaba perdida. Allí aprendió una segunda lección: Aquel bosque... no, aquel planeta, estaba diseñado para asesinarla. Sucumbió a la inconciencia.

Cuando despertaba, lo primero que sintió fue el aire denso y metálico, con un sabor a hierro oxidado que se adhería a su lengua. Abrió los ojos con lentitud, y observó que, el lugar en el que se encontraba, tenía paredes intrincadas, compuestas de formaciones de metal pulido y filosas estalactitas de acero, que reflejaban débilmente la luz de una antorcha en el fondo, el cual creaba un caleidoscopio de brillos fríos y siniestros que la cegaronn por un momento.

Se frotó el rostro con incomodidad, intentó sentarse, pero se dio cuenta que el suelo era irregular y resbaladizo, cubierto por una fina capa de escarcha metálica que parecía arena. El silencio que debería estar, era suplantado de vez en cuando por el sonido de gotas de agua goteando, y que rompía el silencio opresivo. El frío seguía siendo penetrante, como si cada molécula de aire estuviera diseñada para absorber el calor de su cuerpo, dejándola con una sensación de soledad absoluta.

Allí se dio cuenta de que estaba en una cueva. Era pequeña, pero podría ser el lugar perfecto para pasar la noche. Tenía ese aspecto que caracterizaba al resto del bosque, metálico y extraño, y aunque sabía que podría morir de frío, no le importó.

Observó que la cueva no era totalmente oscura, una tenue luz natural entraba por el hoyo que servía como entrada, y allí divisó una pequeña fogata extinta, un poco más allá de sus pies descalzos. Moratones y arañazos cruzaban sus brazos y piernas, tal vez producto de la caída al desmayarse.

¿Cómo había llegado allí? Hasta donde recordaba, debía seguir en el mismo lugar donde La Mayor Agna y Gina la habían dejado. Se sentía tan inútil por no haber sobrevivido ni a los primeros minutos del inicio de la prueba. ¿Cómo podría superarla en una semana? Intentó ponerse de pie nuevamente, pero el dolor fue tan fuerte que casi volvió a desmayarse.

Al escuchar pasos acercándose, se puso alerta. Desenfundó su espada y la mantuvo en alto, esperando la llegada de quienquiera que fuese.

Entonces, un muchacho entró en la cueva. Parecía joven y no muy alto, con una sonrisa de alegría cruzando su rostro. Pero no era un joven normal. Su figura humanoide, compuesta de un metal oscuro, le recordó al hierro que forjaba Clod en la aldea. Sus ojos, de un azul eléctrico, emitían un tenue resplandor interno. No tenía cabello; su cabeza larga y lisa parecía un enorme huevo de gallina. Astri se quedó sin aliento mientras lo observaba, y pronto el desconocido pareció sentirse incómodo bajo su mirada.

—Me alegra, me alegra verte despierta—dijo él mientras dejaba caer unas hojas y plantas al suelo. Por más fría que pareciese su piel, su voz era cálida y confortable—. He encontrado algunas cosas, cosas que pueden ayudarte con las heridas.

Se dio cuenta de dos cosas en aquel primer encuentro: Lo primero, era que tenía un timbre metálico y resonante, como si su voz estuviera acompañada de un eco profundo y reverberante. Tenía una cadencia rítmica y pausada, similar al sonido del metal al ser golpeado o trabajado. Además, incorporaba chasquidos y vibraciones que imitaban los sonidos naturales del metal, dándole un aspecto único y distintivo. Sonaban como: «K-ching», «clang», «thrum», y «dong». Lo segundo, era que repetía ciertas palabras que enfatizaban sus ideas, reflejando un patrón más ritualista en su habla.

—¿Qué eres tú? —dijo la niña sin pensarlo—. Pareces humano en cierto modo, pero no lo eres.

El muchacho se sentó en el frío suelo frente a ella. Su sonrisa metálica no desapareció en ningún momento y sus ojos estaban fijos sobre ella. Se dio cuenta de que ella era una niña muy curiosa, y él sabía que con los niños se debía de ser paciente.

—Mi nombre es Dag —K-ching—, Dag es mi nombre —clang—, y no —thrum—, no soy humano —dong; comenzó a explicar con calma—. Soy de una especie —K-ching—, especie llamada Ferrum —clang—, y somos originales —thrum—, originales de este planeta, Vanaheimr —dong—. Solemos vivir en Dyrkvist Skógur K-ching, pero otros como yo —clang—, solemos vivir aquí en el Bosque de Hierro —thrum—, sí solemos vivir —dong.

Astri le fue imposible sonreír al oírlo hablar. No solo le pareció gracioso, sino que también sintió una curiosa fascinación por el peculiar timbre de su voz, casi hipnótica. La manera en que enfatizaba ciertas palabras con un ritmo tan particular despertó en ella un sentido de admiración, como si estuviera escuchando un canto ancestral que conectaba con lo más profundo de su ser.

—Nunca había escuchado hablar sobre ustedes—la niña frunció el ceño con desconfianza, al pensárselo bien.

—Así es mejor, mejor para nosotros —Seguido del particular «K-ching», «clang», «thrum», y «dong». Le guiñó uno de sus brillantes ojos y agregó—: No queremos intrusos, no queremos interrupciones.

—¿Soy yo una intrusa? —Se cuestionó la niña al oírlo, escandalizada.

—En Bosque de Hierro siempre habrá espacio, siempre habrá lugar para una valkiria —No obstante, respondió.

Dag se acercó con cautela. Y no fue hasta que recibió la aprobación de Astri, que comenzó a aplicarle en los pies una serie de hojas metálicas cubiertas con una sustancia viscosa y líquida. Cada aplicación era tan desagradable que la niña no podía evitar hacer muecas. La textura de las hojas y el frío de los líquidos le resultaban repulsivos; nunca había soportado bien las cosas húmedas o resbaladizas, lo que incluía a los reptiles entre sus fobias; le habían causado un desagrado particular.

Dag trabajaba con una habilidad y precisión que indicaban una experiencia vasta en el tratamiento de heridas con estos métodos inusuales. Las hojas metálicas tenían bordes afilados que, al tocar su piel, provocaban una sensación de ardor, como si la estuvieran cauterizando ligeramente.

Se miró horrorizada cuando sintió el olor a quemado, con una comezón persistente, pero decidió mantenerse firme y no mostrar su incomodidad. El aroma que emanaba de los ungüentos era completamente inédito para ella: una mezcla mágica de dulzura y acidez que casi la tentaba a probarlo.

—Arde —chilló con los dientes apretados y el rostro arrugado, al sentir que la quemaban.

—Los Ferrum somos seres, seres de Acero Vördurstal —agregó—. Con cortes como estos, cortes superficiales y profundos, usamos esta sustancia, sustancia capaz de quemar el acero, el acero de nuestro cuerpo y curarnos. —«K-ching», «clang», «thrum», y «dong».

—¡Pero yo no soy un Ferrum! —respondió asustada.

—Pero hasta donde sé —clang—, sé que una quemadura sirve para cerrar una herida, heridas que usted tiene, señorita—thrum—, contestó como si nada —dong—.

Astri iba a replicar, pero su estómago rugió. Este bramido provocó una risa contagiosa en Dag, cuya carcajada resonó en la cueva con una cualidad metálica que hacía eco de su propia naturaleza.

—También te traje un poco, un poco de comida —informó mientras se sacudía las manos y rebuscaba algo en una bolsita de tela gruesa. Dag sacó unas extrañas frutas de color azul y se las extendió—. Es blucian una fruta que saber bien, que saben mejor de lo que aparentan.

—¿Estás seguro de que son comestibles? —dudó Astri alzando una ceja.

—Si quieres sobrevivir en este lugar, en este lugar tendrás que aprender muchas cosas —«K-ching», «clang», «thrum», y «dong»—. Blucian es una fruta que viene del acero, una fruta que no posee acero.

Astri se quedó observándolo. La vida la había enseñado a ser desconfiada por naturaleza, pero había algo en aquel chico que bloqueaba aquella alarma. Tal vez sí existía la gente buena en el mundo después de todo.

—¿Por qué estás siendo tan amable conmigo? —preguntó la niña.

—¿Amable? ¿No es amable la gente del lugar de donde vienes? —se sorprendió Dag, con su «K-ching», «clang», «thrum», y «dong».

—Hay gente amable, o eso me gusta pensar, pero están tan bien escondidos de la gente mala que nunca he logrado conocerlos.

Desde ese momento, Dag le enseñó a Astri todo lo que debía saber sobre el Bosque de Hierro. La ayudó a sobrevivir al hambre y al frío, y la colmó de buena y grata compañía. Se enteró de que, en el Bosque de Hierro, lo único que podía cortar el Acero Vördurstal, el material de los árboles y de los Ferrum, era otro Acero Vördurstal más afilado; aunque habían escuchado que había cosas más filosas que el Acero Vördurstal.

También, aprendió sobre los Ferrum. Conoció que tenía una magia ancestral que les permitía manipular el metal a su alrededor y comunicarse con la naturaleza metálica del bosque. Tenían una longevidad considerable, viviendo varios siglos, e incluso milenios, dependiendo de las circunstancias, como el desgaste físico, el uso de magia, o conflictos con otros seres. Dag, por su parte, en apariencia humana, daba la impresión de tener una edad que parecía estar en la franja de los veintitantos o treinta años, pero le aseguró que tenía doscientos años. Allí aprendió que su calidad como especie, en cuanto a su apariencia, era una capacidad para integrarse y relacionarse con otros seres de manera más accesible, aunque su existencia real abarcaba mucho más tiempo. Eran seres tan faltos de relaciones sociales como los humanos.

Pero, de lo que sí le pidió que se cuidara y fue enfático, fue de la presencia de los Drakbjörn, la criatura con el acero más reforzado y afilado que habitaba en Vanaheimr.

Y, a pesar de todas las maravillas de las que habló, fue el día cuatro cuando las cosas se complicaron.

Un fuerte rugido se escuchó fuera de la cueva despertando a ambos.

Dag se puso rígido de inmediato, y esa reacción no hizo más que alertar a Astri. La presencia que se acercaba no parecía nada amigable. Podía sentirlo.

La niña, como pudo, se acercó un poco para ver qué era, y de inmediato sintió cómo su respiración se detuvo. Jamás había visto una criatura tan gigantesca y bestial. Aunque algunos rasgos le recordaban a un oso, su apariencia también evocaba a los dragones que había leído en sus libros de criaturas fantásticas. Gruesas escamas cubrían su cuerpo, dándole un aspecto metálico y frío, mientras que sus garras eran afiladas como cuchillos y su boca estaba repleta de dientes tan largos como espadas.

—¡Aléjate! ¡Aléjate de la entrada! —ordenó Dag en voz baja.

—¿Qué es esa criatura?

—Es un Drakbjörn—respondió con voz temblorosa—. Es la criatura más temida por mi especie, son criaturas salvajes, criaturas bestiales, criaturas carnívoras.

—¿Cómo se pueden matar si poseen el Acero Vördurstal más fuerte y reforzado? —Astri sonaba decidida.

—Solo la gema Vana logra debilitarlos lo suficiente, su gema Vana puede darnos la oportunidad de vencerlos —explicó Dag—. Es la única fuente, fuente capaz de romper el vínculo de acero que nos protege. Si está allá afuera es porque sabe que nosotros estamos aquí. Si está allá afuera es porque no tenemos mucho tiempo antes de que ataque.

—¿Dónde podemos encontrar esa gema Vana? —preguntó ansiosa, al darse cuenta que había omitido detalles importantes.

—La gema Vana habita en nuestro interior, en el interior de que cada criatura —respondió con tristeza—. Funciona como un corazón para los de mi especie, como un corazón para todos en Venaheimr. Es la gema que nos vincula con el Bosque de Hierro, es la gema que nos permite sentir las vibraciones y ecos del entorno, es la gema que nos conecta con los árboles y las plantas metálicas que nos rodean, es la gema con la que podemos oír los ecos de las voces antiguas. Sin ella, no podríamos captar esos signos ni sincronizarnos con la naturaleza metálica del bosque. Sin ella no podríamos vivir.

Astri entendió a dónde iba todo esto y no quería escuchar más. Dag era su amigo, y los amigos se cubrían la espalda. No permitiría que él se sacrificara por ella. Debían salir de la cueva antes de convertirse en un blanco fácil para la bestia que los acechaba.

Dag se acercó al borde de la salida y le hizo una señal para que lo siguiera. Astri, obediente como siempre, se unió a él con pasos temblorosos, y su respiración se detuvo al ver a la bestia más de cerca. Un solo mordisco del Drakbjörn sería suficiente para acabar con ella.

La mano fría de Dag se aferró a su muñeca y la arrastró con determinación. Todo parecía ir bien; los Drakbjörn no eran muy inteligentes y actuaban por instinto, lo que facilitaba la escapatoria. Ya casi habían logrado escapar, estaban a unos pasos de la victoria, cuando la naturaleza les jugó una mala pasada.

Sin querer, Astri se tropezó con la raíz de un árbol, y eso hizo que el golpe reverberaba por todo el lugar. Era como si los árboles estuvieran aliados con las bestias. Astri cayó al suelo y soltó un gruñido de dolor cuando su hombro impactó contra el suelo. El Drakbjörn gruñó en su dirección, ya los había visto.

Astri contuvo la respiración cuando miró las fauces de la criatura. Para ella, se trataba de una visión tan aterrado como las criaturas que desatarían el Ragnarök. Aquella boca horrenda, se abría en una mueca que parecía devorar no solo la luz, sino también cualquier esperanza de supervivencia. Se movían con una lentitud cruel, como si estuvieran disfrutando del terror que causaban. Cada diente, largo y puntiagudo, reflejaba una luz siniestra, lanzando destellos que parecían anticipar el dolor inminente. Estaba segura, aquello estaba diseñada para desgarrar y triturar, y la mera visión de esos colmillos imponentes hizo que el corazón de Astri se acelerara.

Un rugido ensordecedor de gruñidos y bramidos, retumbó en el aire, sacudiendo el suelo bajo los pies de Astri. Un sonido que parecía partir el aire en dos. Vio las fauces iluminarse, como una fogata incandescente. Sabía lo que significa. Era el aliento ardiente de la bestia de la que Dag tanto le habló y que quemaba todo a su paso.

Astri sintió el frío miedo recorrer su columna vertebral, el tipo de terror que bloquea la mente y deja a la persona paralizada, casi como ese día en el que perdió a su madre. Y otra vez, la sensación de inminente aniquilación se apoderó de ella, aunque cada fibra de su ser gritaba por huir.

—¡Cuidado, cuidado niña! —Oyó gritar finalmente a Dag, mientras se abalanzaba contra ella para apartarla, justo cuando la bestia soltó su aliento infernal.

Astri sintió el calor a su costado, dándose cuenta de la bestialidad de su poder al ver como incineraba todo a su paso, pese a tener el metal más duro. Miró a Dag aterrada, y le pareció divisar algo en sus ojos, una mezcla entre decepción, asombro y algo inquietante que le oprimió el pecho.

—Suerte, pequeña, tú necesitas suerte para sobrevivir —Le dijo Dag.

Por un momento, Astri pensó que Dag la abandonaría, pero hizo algo que nunca habría imaginado: Le arrebató la espada y, apretando los puños, vio cómo su espada pareció cubrirse de Acero Vördurstal, y con ello corrió hacia el monstruo.

Astri gritó su nombre con desesperación, pero Dag no se detuvo. Frente a sus ojos, se libró una batalla desesperada: Dag se lanzó contra el Drakbjörn con una valentía que desafiaba la realidad. Cada movimiento era una danza de coraje y precisión, su cuerpo se movía con agilidad mientras esquivaba las garras metálicas que cortaban el aire con una fuerza devastadora. Sus ojos, llenos de determinación, brillaban de un azul intenso, con una mezcla de valentía y tristeza, como si supiera algo que ella no.

Con un movimiento o dos, Astri vio como aquella espada pequeña, en comparación con la bestia colosal, se hundió en la dura piel del Drakbjörn. Y con un grito de esfuerzo, Dag empujó la hoja con todas sus fuerzas, buscando un punto débil en la impenetrable armadura metálica de la criatura. Sin embargo, la espada se partió en pedazos, los fragmentos volaron en todas direcciones, y Dag cayó hacia atrás, tambaleándose por la fuerza del impacto.

A pesar de la rotura del arma, Dag no se rindió. Con una habilidad desesperada, sacó un cuchillo corto de su cinturón y, con un movimiento de una de sus manos, mientras que con la otra mantenía el filo del cuchillo sobre el suelo, y palabras susurrantes, el cuchillo pareció absorber le mineral del suelo, transformándose en otra espada.

Y esquivando una llamarada de fuego, continuó el combate. Se lanzó a los pies del Drakbjörn, esquivando una y otra vez los zarpazos que rasgaban el aire a su alrededor. Con esfuerzo sobrehumano, una serie de golpes certeros y esquivas ingeniosas iniciaron, haciendo a la bestia rugir y lanzar llamaradas de fuego, que hicieron a Astri esconderse entre el tronco de un árbol.

Pero su curiosidad era mayor, estaba preocupado por su amigo, así que asomó su cabeza, viendo que, pese al cansancio, Dag se mantenía firme, esquivando las llamas y contraatacando con una furia que parecía desafiarla a ella, quien había visto numerosos combates entre sus compañeras valkirias.

La batalla parecía estar en equilibrio. Dag había logrado infligir algunos cortes superficiales a la bestia, y el Drakbjörn, aunque aún formidable, mostraba signos de fatiga. No podía mentir, la resistencia y valentía de Dag habían logrado darle a Astri un respiro, una breve esperanza de que la victoria podría ser posible.

En un momento fatídico, el Drakbjörn, en una explosión de furia salvaje, embistió con una fuerza imparable. Sus garras encontraron a Dag, arrojándolo por el aire con devastación. Dag aterrizó con pesadez en el suelo y su cuerpo se contorsionó por el impacto. Con dificultad, se levantó, su respiración era errática y su cuerpo estaba cubierto de heridas y sangre. Una de color azul.

Entonces lo vio: El Drakbjörn, con un rugido que parecía resonar desde los abismos de la tierra, corrió con fuerza. Dag, quien parecía rendido, se levantó una vez más, con una mirada fija en la bestia con una mezcla de desafío y aceptación. Levantó sus manos en un gesto final de resistencia, pero la realidad era ineludible.

Entonces, con un movimiento final y brutal, el Drakbjörn abrió sus enormes fauces y se lanzó sobre Dag. Astri vio cómo la boca de la criatura se cerraba alrededor de él, devorándolo en un instante cruel. La visión de Dag siendo tragado por la bestia fue una imagen que se grabó en la mente de Astri, una escena de horror que combinaba su valentía y su desesperación en una grotesca despedida.

Y lo que fue peor, en su último instante, le regaló a Astri una triste sonrisa, una aceptación silenciosa de su destino. La escena quedó marcada por el rugido triunfante del Drakbjörn y el dolor desgarrador de Astri, testigo de la épica, pero trágica batalla que había presenciado.

Astri gritó, lloró y pataleó con una desesperación tan intensa que solo le recordó su propia impotencia por no poder proteger a sus seres amados, tal cual como aquella vez.

Pero, así como en ese momento, un calor la invadió y con ello una fuerza que no sabía de donde surgía. Logró no solo ponerse en pie, sino correr hacia la bestia con la determinación de su último aliento. La mataría. Sin embargo, cuando se acercó a la altura de las fauces de la criatura, la escena frente a ella era una mezcla de horror y triunfo: el Drakbjörn, que había estado inmóvil y que creyó que solo degustaba de su amigo, se desplomaba con lentitud; su gigantesco cuerpo cayó al suelo con un estruendo ensordecedor.

Allí, Astri observó un detalle revelador: justo en el paladar superior de la bestia, entre las hendiduras de su boca, estaba incrustada la gema Vana, un resplandor metálico que ahora se apagaba lentamente. Era la misma gema que Dag había clavado con su espada antes de sucumbir a la furia del Drakbjörn. Había sido un héroe.

Dag había tenido razón. La destrucción de la gema Vana en el interior del Drakbjörn había acabado con el monstruo de hierro. Astri seguía viva, pero había perdido a otra persona querida. Frustrada y llena de dolor, comenzó a golpear el cuerpo inerte del Drakbjörn con una furia descontrolada, hasta que sus propias manos estaban doloridas y sangrantes.

Esa semana superó la prueba, murieron doce hermanas valkirias de las veinticuatros que estaban, y Astri había sido quien había asesinado la mayor cantidad de Drakbjörn durante los días posteriores.

Pero ese día, entre golpe y golpe, juró que, si sobrevivía, jamás volvería a poner un pie en ese maldito lugar. Sin embargo, el destino tiene una forma curiosa de jugar con los planes de uno, como un planeta que siempre devuelve a sus viajeros a su punto de partida. No importaba cuánto intentara escapar del olor a muerte y la oscuridad del bosque; al final, el ciclo siempre parecía devolverla a los lugares que intentaba dejar atrás. 

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