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Entre la Luz y la Sombra

Capítulo 1

Niflheim, reino de la niebla eterna y el frío implacable.

Las leyendas sobre Niflheim, son oscuras y llenas de misterio. Un sondeo cercano a la muerte, donde habitan las almas perdidas y los espíritus condenados, do la luz del sol nunca llega y la oscuridad lo envuelve todo en su abrazo helado.

Sí, se dice que se trata del reino de los muertos. Pero no para aquellos que han ascendido al salón de los dioses, el Valhalla, sino los que no son dignos, considerados como penados, castigados a vagar por la eterna oscuridad de este mundo, enfrentando tormentos inimaginables por toda la eternidad.

Se cree que está habitado por criaturas de pesadilla, seres oscuros y retorcidos que acechan en las sombras y se alimentan de la desesperación de los perdidos. Hombres de Hielo, espíritus malignos que se ocultan en la niebla espesa y acechan a los viajeros desprevenidos, arrastrándolos hacia la perdición con sus garras afiladas y sus aullidos siniestros, y criaturas peores que estas.

Afirman algunos, que existen portales oscuros que conectan Niflheim con otros mundos, permitiendo que las criaturas malignas se filtren en el mundo de los vivos y siembren el caos y la destrucción, denominados con otros nombres, pero procedente del mismo mal. Se habla de que aquellos que se aventuran demasiado cerca de estos portales corren el riesgo de ser arrastrados hacia el reino de las sombras, donde sus almas serán atrapadas para siempre en la oscuridad.

Bajo el cielo cubierto por una espesa capa de niebla oscura y gélida que parecía extenderse hasta el infinito, de la que impedía la visión del sol o de alguna estrella, sumiendo el paisaje desolador en una penumbra eterna y ominosa, en el pico más alto de Niflheim, Helreikspitz, se encontraba un madero cubierto de hielo. Allí, una figura martirizada, colgaba sobre este con las manos extendidas hacia el firmamento, con el cuerpo empalado por completo para sujetarle.

La figura que yacía sobre el madero en lo alto de Helreikspitz era irreconocible, una sombra de lo que una vez fue. Su piel, pálida y casi translúcida, estaba surcada por grietas heladas, como si el frío extremo hubiera congelado cada poro de su ser. Era el roce de la muerte misma. La niebla que la envolvía en una danza, como un ritual macabro, no solo era densa, sino pegajosa al contacto con su piel, como si fuera una manta de sombras que intentaba arrastrar a los intrusos hacia lo desconocido.

La escarcha se aferraba a su cuerpo, formando un manto de hielo que parecía fusionarse con su piel en un macabro abrazo. Su boca estaba entreabierta, así que podía degustar del sabor del aire, gélido y amargo, como si estuviera impregnada de la esencia misma de ella, Hela. Y aunque no quisiera respirar para lastimarse, lo hacía. Convirtiendo cada inhalación en un acto que congelaba sus pulmones y dejaba un regusto metálico en su boca, como el presagio de una muerte lenta y dolorosa, pero nunca llegaba. ¿Cuánto tiempo había estado allí? ¿La eternidad?

Todavía recordaba la experiencia surrealista y desorientadora cuando llegó a ese lugar, después de su triste final. Divagaba por aquella niebla espesa y opresiva que envolvía todo en un celaje fantasmal, distorsionando la percepción y creando ilusiones que la confundían. Al principio creyó que solo era su imaginación ante la tormenta helada que la azotaba y por el cansancio de sus pies enterrándose en aquella nieve que la volvía errática y torpe, pero luego se dio cuenta que lo que parecieron ser bosques, comunidades, incluso personas, se trataban de sombras que se retorcían y se contorsionan en formas grotescas, alimentando su miedo y su paranoia. Lo sabía, estaba maldita desde que había hecho aquel trato con Hela.

Y ese maldito cielo, en lugar de la sensación de expansión y libertad que se podía experimentar, este se sentía claustrofóbico y asfixiante. Y no pasaba mucho tiempo observándose, cuando la niebla se alzaba y se cerraba a su alrededor como un sudario, envolviéndola en una sensación de opresión y desesperación.

Y lo peor, cada paso que daba, podía oler una mezcla nauseabunda de putrefacción. El aire estaba impregnado del hedor de la muerte y la descomposición, como si los ecos del pasado resonaran en cada esquina en aquel reino de sombras. Un mundo, que no solo traía su desesperanza y su atmosfera opresiva, sino que mantenía los sentidos alertas, como si acecharan amenazas que buscaban consumirla por completo. Sí... ella todavía recordaba su primer contacto con el infierno.

Por eso, sus ojos, brillantes y llenos de vida, ahora estaban abiertos en un eterno gesto de horror y agonía, que reflejaban el sufrimiento indescriptible que había estado experimentado. Los clavos de hielo que atravesaban su cuerpo la mantenían inmovilizada, formando un macabro contraste con su vestimenta de otra época, ahora desgarrada y manchada por la sangre congelada que emanaba de las heridas. Cada suspiro era un gemido cacofónico que era ahogado por el dolor, y cada mirada hacia el cielo en busca de redención solo revelaba el vacío helado y desolador de Niflheim.

Desde allí, siendo el pico más alto de aquel mundo, podía oír los sonidos ominosos y perturbadores. El viento gemía y susurraba entre los árboles retorcidos, el lamento de las almas perdidas en la eterna oscuridad. El crujir de las ramas heladas mismas, parecían anunciar la llegada de criaturas acechantes, cuyos pasos silenciosos resonante en la mente con la promesa de un peligro constante e inminente. ¿Se arrepentía de estar allí pese a su sufrimiento? Tal vez no...

1894 en Dublín, Irlanda.

La tarde caía sobre Ranelagh, tiñendo los tejados de las casas de un tono dorado mientras las últimas luces del día se filtraban entre las nubes. En la cocina de la casa Scrow, un aroma reconfortante de guiso de carne y patatas llenaba el aire, mezclándose con el sonido suave de los utensilios que chocaban contra el metal y el murmullo constante de una conversación:

—Mamá, ¿cómo se sabe cuándo las papas están listas para ser cortadas?

Como siempre que iba aprender una nueva receta, Rita, la niña de cabellos rizados, cobrizos y recogidos en un moño suelto, con ojos intensos y curiosos, comenzaba con una ronda de preguntas, intentando saber y aprender de todo.

—Bueno, hija, primero debes lavarlas cuidadosamente para quitarles la suciedad —respondió, pero sabiendo que no había mejor forma de enseñar que mostrándolo, así que enjuagó una—. Luego, las pelas con un cuchillo afilado y las cortas en trozos del mismo tamaño para que se cocinen uniformemente. —Bridget corto un trozo fino de esta, y los ojos de Rita se abrieron como si hubiera descubierto algo maravilloso.

—¿Y qué pasa si corto las verduras en trozos grandes?

—Si las cortas muy grandes, tardarán más en cocinarse y podrían quedar crudas por dentro. Es importante que todas las verduras estén cortadas en trozos pequeños para que se cocinen adecuadamente —le contestó, viendo como su hija asentía ante su lógica.

—Entiendo, mamá. ¿Y cuánto tiempo las dejamos cocinando?

Bridget suspiró, le indicó que observara las verduras que se cocinaban sobre uno de los calderos, dentro de un enorme fogón del que crispaba el fuego sobre la leña, emitiendo calor. Rita corrió detrás de su madre, para escuchar lo que tenía que decir, con los ojos bien abiertos cuando Bridget abrió la tapa del caldero.

—Depende del tipo de verdura y del tamaño de los trozos. Por ejemplo, las zanahorias y las papas tardan más en cocinarse que los guisantes. Pero siempre es mejor revisarlas con un punzante para asegurarnos de que estén tiernas. —respondió, viendo como tomaba un instrumento filoso y alargado, para sacar un pedazo de zanahoria.

—¿Puedo probar?

—Por supuesto, querida. Pero ten cuidado, ¡están calientes!...

—¡Ay! ¡Están muy calientes! —chilló Rita, enrojecida mientras soplaba después de quemarse la lengua un poco—. Pero están deliciosas.

—¡Ay Rita!, debes aprender a oir antes de hacer algo —la resprendió un poco al ver que se había quemado. Bridget suspiró, y le indicó que le siguiera nuevamente el mesón donde estaban el resto de las papas sin pelar—. Bien, tu pelarás estas, ten con cuidado, ¿entiendes? —Hubo una advertencia en su mirada. Rita asintió un poco intimidada, pero se relajó al ver a su madre sonreírle con calidez, mientras le mostraba cómo sostener el cuchillo correctamente.

—Sí, mamá, lo entiendo —Rita asintió con determinación, tomando el cuchillo con torpeza, pero intentando no temblar demasiado, concentrada, en hacer perfecta su tarea.

Bridget la miró por un momento. Aunque no sonriera, su gesto expresaba orgullo sobre esa niña. De alguna manera, podía reconocer que no solo era inteligente, sino que tenía talento con las manos en general. Entendía la razón por la que su esposo pasaba horas en su despacho con ella, enseñándole las cosas que él hacía o en que trabajaba, montones de inventos con el que Rita parecía apreciar tanto, como lo estaba haciendo en la cocina. Por eso, no le fue una sorpresa ver que peló todas las papas de forma perfecta, con una sola explicación, pese a su corta edad.

—Muy bien. Ahora, una vez que las patatas estén peladas, córtalas en trozos uniformes, como te he enseñado. —Bridget ahora si sonrió, al ver que no parecía intimidada en lo absoluto.

Ella recordaba que, a su edad, no podía hacer absolutamente nada, y cuando lo hacía, no solo se llevaba cortaduras, piquetes con la aguja, sino un porrazo de su madre por hacerlo mal. Por supuesto, ella era incapaz de hacerle eso a su hija, no quería ser como su madre, pero estaba encantada de que fuera tan habilidosa, más de lo que ella podría ser laguna vez.

—¿Así está bien, mamá? —Rita levantó un trozo de patata cortada para que su madre lo evaluara.

—Sí, cariño, así está perfecto. Ahora, sigue con las zanahorias y las cebollas. Recuerda mantener un ritmo constante y prestar atención a los detalles. —Si algo sabía Bridget, es que animar a su hija por cada buena cosa que podía hacer, la llevaría a hacer el resto mucho mejor.

—Vale, mamá, lo haré. —Rita sonrió, agradecida por la paciencia y el apoyo de su madre en cada paso del camino.

Bridget asintió, viendo como con manos ágiles, su hija, cortaba las verduras, sin saber que absorbía el aprendizaje de los secretos culinarios transmitidos de generación en generación. Se levantó para revisar el caldero sobre el fogón, cuando de repente, un estruendo resonó en la casa. Bridget se sobresaltó, dejando caer el cucharón en la olla con un tintineo metálico, mientras Rita abría los ojos con sorpresa y una risa maliciosa escapaba de sus labios. Vio a la niña dejarlo todo para correr por los pasillos de la casa hasta llegar a la sala.

Bridget la siguió, y vio a su esposo William, cubierto de harina de pies a cabeza en la entrada. La escena era tan cómica como inesperada: William, con su atuendo habitual de camisa y pantalones oscuros, parecía más un muñeco de nieve que un respetable ingeniero civil. Rita no pudo contener las carcajadas mientras observaba a su padre, cuya expresión entre sorprendida y molesta solo aumentaba la hilaridad de la situación.

Le fue imposible a Bridget se colocarse una mano sobre la boca, tratando de contener su sorpresa y su risa, mientras William, aunque visiblemente molesto por su apariencia, no podía evitar sentir un atisbo de admiración por el ingenio de su hija.

—Rita, cariño, ¿cómo lograste hacer esto? —preguntó entre risas mientras intentaba sacudirse la harina.

Rita, con su ingenio característico y una determinación inquebrantable, había ideado una trampa ingeniosa que desafiaba las leyes de la gravedad y el equilibrio. La trampa consistía en una serie de elementos cuidadosamente ensamblados: una cuerda tensa unida al pomo de la puerta principal, un balde lleno de harina colocado estratégicamente en lo alto de la puerta y un sistema de poleas y contrapesos entre las paredes. Cuando alguien abriera la puerta, la cuerda se tensaría, desencadenando una reacción en cadena que hacía que el balde se balanceara sobre el marco de la puerta y vertiera su contenido sobre el intruso desprevenido.

Cada componente de la trampa había sido meticulosamente calculado y ajustado por Rita quien había pasado horas perfeccionando cada detalle para asegurar su eficacia. Desde el ángulo de inclinación del balde hasta la resistencia de la cuerda, todo había sido diseñado con precisión para garantizar que la trampa funcionara sin problemas.

El resultado era una hazaña de ingeniería casera, una obra maestra de astucia y creatividad que dejaba boquiabiertos a todos los que tenían la suerte —o la desgracia— de presenciar su efecto. Y mientras su padre intentaba sacudirse la harina y su madre se esforzaba por contener la risa, Rita observaba con orgullo su hazaña, sabiendo que había demostrado una vez más su habilidad para superar cualquier desafío con ingenio y determinación.

Bridget se cuestionó si reprender a Rita o no, pero dejando escapar un suspiro, no pudo evitar lanzar una mirada acusadora a su marido.

—¿No te parece que estás enseñándole demasiado a esta niña? —murmuró con un deje de reproche en su voz.

William, con una sonrisa traviesa, se acercó a Rita y le dio un beso en la mejilla antes de dirigirse a su esposa:

—Querida, mi problema se resuelve con un baño, pero los problemas del intelecto cuando no se posee, crea un futuro devastador. Creo que el ingenio no tiene género y mi hija es la prueba de ello. Dejemos que Rita explore su creatividad y talento, ¿eh? —respondió con una chispa de orgullo en los ojos.

Bridget, solo suspiró. ¿Cómo podía debatirle eso? William iba a besarla, pero lo detuvo.

—Primero vete a ducharte —dijo con una mezcla de ternura y regaño en su tono—. Y tú, joven dama, vuelve a la cocina. Hablaremos más tarde sobre el comportamiento apropiado de una señorita —añadió con un gesto de autoridad maternal.

Con un asentimiento de cabeza, Rita regresó a la cocina, dejando atrás la escena de caos y risas. Aunque sabía que su madre tendría mucho que decirle más tarde, no podía evitar sentir una sensación de satisfacción por haber causado tal alboroto con su ingeniosa travesura. Y mientras el aroma del guiso continuaba llenando la casa, Rita sabía que, aunque su camino estaba lleno de desafíos, también estaba repleto de posibilidades y aventuras por descubrir. Pero no todo lo que inicia bien, debe terminar de la misma manera.

En efecto, la infancia de Rita fue una feliz. Aprendió con rapidez los quehaceres de un hogar, pero también la responsabilidad del cuidado y la salud —su madre no solo era una buena cocinera y ama de casa, sino que tenía nociones básicas de enfermería—. Al mismo tiempo, aprendió los desafíos del ingenio con aprendizajes directo de su padre. Aunque la infancia se vuelve un efímero momento de extrañeza, un pequeño brote de una flor que comienza abrirse.

Rita estudió en el St. Tiernan's Community School una institución educativa mixta ubicada estratégicamente entre Dundrum y Sandyford, a unos 6 kilómetros al sureste de Ranelagh, en Dublín, Irlanda; lo que proporcionaba acceso a estudiantes de diferentes áreas residenciales cercanas. Contaba con varios edificios que albergaban aulas, laboratorios, instalaciones deportivas y administrativas. Además, no solo poseía áreas verdes, patios, sino un campo deportivo para los chicos.

Rita estaba en el patio del colegio en aquella tarde veraniega de 1909, con las mejillas enrojecidas. Un lugar, donde el olor a tiza y libros recién impresos se entrelazaba con el fresco aroma de la hierba recién cortada que bordeaba el perímetro del patio. Por donde se caminase, se escuchaba el suave murmullo de voces adolescentes y risas juguetonas resonando en el aire, mezclándose con el sonido rítmico de los pasos que se entremezclaban en el pavimento de piedra desgastado. A lo lejos, el verde intenso de los árboles frondosos se elevaba majestuoso, ofreciendo un telón de fondo sereno y natural. Y una brisa suave acariciaba su piel, y sus cabellos ondulados que caían como una cascada sobre sus hombros en tonos cobrizos, brillando bajo el sol como hilos de cobre líquido.

Tenía dieciséis años. Sus ojos verdes, intensos y vivaces, reflejaban una mezcla de ternura, agudeza y aquella inteligencia deslumbrante que iluminaba su rostro juvenil y que desde su infancia no había perdido. Vestía un vestido esmeralda oscuro que se agitaba graciosamente con cada paso, y una camiseta de manga larga de época que añadía un toque de elegancia y sofisticación a su atuendo; destacando entre la multitud con aquella belleza natural, radiante y con una presencia que era como un rayo de luz en medio de la rutina escolar, atrayendo miradas curiosas y admirativas mientras se movía con gracia y confianza por donde pasara.

Caminaba entre las sombras del suelo hacia el bosque, con su mirada fija hacia la exuberante vegetación que tenía enfrente. Tenía una sonrisa cómplice, acompañada de un picor nervioso en las palmas de sus manos. Pero su tranquila caminata fue interrumpida cuando una voz familiar la llamó desde atrás:

—¡Rita! ¡Espera!

Se volvió a ella. Vio a Orla, su mejor amiga, con su cabello dorado ondeando al viento y sus ojos azules llenos de preocupación. Se extrañó un poco y emitió una sonrisa forzada que no lograba ocultar su nerviosismo.

—¿Qué sucede, Orla? ¿Por qué estás tan agitada? —preguntó Rita, intentando entenderla.

Orla tomó aire antes de responder. Parecía más angustiada y nerviosa de lo usual.

—Rita, no deberías ir al encuentro con Henry. No es seguro. Mira que una dama como tú y un chico como él, siento tan jóvenes podrían hacer cualquier locura...

Rita frunció el ceño, confundida por la advertencia de su amiga.

—¿Por qué no sería seguro? ¿Acaso no confías en mí, Orla?

—¡No, claro que confío en ti, Rita! — Orla negó con la cabeza rápidamente—. Pero... pero simplemente no quiero que te hagan daño.

—¿Henry?... Él no es como los demás chicos, Orla.

Rita se mordió el labio inferior, considerando las palabras de su amiga, pero se cruzó de brazos negada a que le hicieran cambiar de opinión. Entonces, con un gesto repentino, extendió su mano hacia Orla, mostrando el anillo que llevaba puesto.

—Dime qué ves, Orla —preguntó Rita. La chica se fijó en su mano—. ¿Ves este anillo, Orla? —su amiga asintió, ante su voz suave pero firme—. Parece común y corriente, ¿verdad?

Orla asintió, examinando en ese momento el anillo con curiosidad.

—Pero si miras de cerca —continuó Rita, girando su mano para revelar el pequeño aguijón en la base del anillo—, verás que esconde algo más. Este aguijón contiene una capsula que, en su interior, posee una toxina paralizante, producida por criaturas marinas que pueden ser letales en las condiciones adecuadas.

Los ojos de Orla se abrieron con asombro mientras escuchaba atentamente las explicaciones de Rita.

—¿Una toxina paralizante? ¿Por qué llevas algo así, Rita? —se escandalizó Orla, sin poder creer que usara algo tan peligroso.

Rita le dio una mirada significativa:

—Es mi plan de contingencia, Orla. Mi padre y yo lo diseñamos para mi madre y para mí —explicó—. Si Henry intenta sobrepasarse, recibirá los efectos de esta toxina. No dejaré que nadie me haga daño.

Orla se quedó sin palabras ante la determinación de su amiga. La miró con admiración, sabiendo que Rita era mucho más que una simple chica de quince años.

—Rita... eres increíble —murmuró Orla, con los ojos llenos de asombro y aprecio, mientras se lanzaba sobre ella para abrazarla.

Rita sonrió con gratitud y le devolvió el abrazo con ternura.

—Gracias, Orla. Pero no te preocupes, sé cómo cuidarme. Y, además, sé que Henry no me haría daño. Es diferente a los demás chicos.

—Sí tú lo consideras de esa forma es porque seguramente debe serlo. Pero entiéndeme, soy tu amiga y no quiero que nada malo te pase.

Rita la volvió abrazar, y la miró directo a sus ojos:

—Tranquila, todo marchará bien.

Orla le sonrió, y con ese gesto, Rita la abandonó de inmediato para correr hacia el bosque. Lo que ella no le había confesado a su amiga, es que llevaba viéndose con Henry desde hacía un año. Era un chico gentil y considerado, con una naturaleza comprensiva que lo hacía querido por todos aquellos que lo conocían. Poseía un carácter amable y afectuoso, y siempre estaba dispuesto a escuchar y ofrecer apoyo a quienes lo necesitaban. Al menos, así lo veía Rita. Pero, lo que más admiraba de él era que, aunque su posición social le brindaba ciertos privilegios, él era consciente de las injusticias del mundo y se esforzaba por hacer la diferencia a su manera, a través de su arte y su compasión por los demás.

Por eso, aquella caminata por el bosque, le hacía admirar este con una perspectiva de ensueño: la luz del sol filtrándose a través de las hojas de los árboles, creando un mosaico de sombras y destellos dorados que danzaban sobre el suelo cubierto de hojas caídas. El aire impregnado con el aroma fresco y vigorizante de la vegetación, mezclado con el dulce perfume de las flores silvestres que salpicaban en el paisaje. Y el suave murmullo del viento entre las ramas y el canto de los pájaros que añadían una melodía suave, como si la naturaleza misma estuviera celebrando la llegada de Rita a ese lugar que parecía encantado.

—¡Henry!

El chico estaba de espalda y se volvió a aquella voz de inmediato. Sus ojos se encontraron, con una mezcla de sorpresa y asombro, no porque no supieran que iban a verse, sino por la admiración del corazón ante la persona de la que se está enamorada.

Rita, se acercó con pasos lentos para no perderse detalle de su aspecto distinguido y refinado, con una elegancia natural que reflejaba su crianza en una familia de clase alta. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás con un estilo pulcro, y al igual que ella, sus ojos azules brillaban con inteligencia y encanto.

—Toma —le dijo, deteniendo los pasos de Rita al extender un papel de una de sus manos, como solía hacer.

Rita miró el papel, sonrió, y lo tomó de inmediato para leerlo, pero apenas leyó el primer párrafo, se lo entregó, diciendo:

—Léemelo, me gustaría esta vez escucharlo de ti mismo.

Henry abrió los ojos, sin poder creer que le pidiera aquello. Se dio cuenta en aquella mirada verdosa que no estaba jugando, en verdad deseaba escucharle. Tomó aire para avalentarse, y agarrando el papel, empezó a recitar, con una voz que, si bien inició forzada al principio —haciendo que Rita dejara escapar una risita y que Henry carraspeara para empezar de nuevo, avergonzado—, al pasar al segundo párrafo, dejó fluir su calma y su corazón sincero:

"Bajo la sombra de estos robles ancestrales,

donde el viento susurra nuestros secretos en el atardecer,

allí te encuentro, mi dulce amor, mi Rita,

entre el canto de las hojas y del ruiseñor.

Tus cabellos, hechizantes como el oro al sol,

tus ojos, luceros que guían mi corazón,

en cada paso, en cada mirada, en cada verso,

hallarás mi amor, sincero y eterno.

Que la naturaleza misma sean testigos de nuestra unión,

que el río cante melodías de nuestra pasión,

pues en tus brazos, mi hogar y mi destino hallé,

en cada latido, en cada aliento, en cada atardecer.

Que el tiempo se detenga en este instante sagrado,

que nuestras almas se entrelacen en el abrazo,

pues contigo, mi amada, hallé mi paraíso,

en la eternidad de nuestro amor, mi dulce hechizo.

Bajo la sombra de este roble, aquí te espero,

con juramentos de amor y promesas de eternidad,

pues en ti, mi Rita, encontré mi verdadera dicha,

en tu corazón, mi hogar y mi eterna compañía."

Rita solo pensaba en que era increíble que alguien como él, con un padre militar, mostrara una sensibilidad artística que lo distinguía de otros chicos y de su misma posición social. Era eso, y aquel porte seguro y tranquilo, con aquella aparente calma que escondía un espíritu creativo y apasionado, lo que hacía admirarle y lo que lo convertía en un poeta de corazón. Su amor por las palabras se reflejaba en sus escritos líricos y profundos, incluso aunque ella no alcanzara su posición social. ¿Tan valiente era?

La lectura del poema de Henry dejó a Rita sin aliento, con el corazón palpitando con fuerza en su pecho.

Con una mezcla de emoción y valor se acercó lentamente hacia él, con la mirada fija en sus ojos azules llenos de desconcierto. Sin mediar palabra, envolvió sus brazos alrededor de su cuello, sintiendo la calidez de su cuerpo junto al suyo, y lo abrazó con una intensidad que reflejaba la profundidad de sus sentimientos.

Henry, sorprendido por el gesto repentino pero bienvenido de Rita, correspondió al abrazo con ternura y devoción. Sus brazos la rodearon con firmeza, como si temiera que desapareciera si la soltaba. Entre ellos, había un silencio cómplice, cargado de emociones y promesas no dichas.

Pero el momento de intimidad no se detuvo allí. Rita, embriagada por la intensidad del momento y el amor que sentía por Henry, se atrevió a dar un paso más. Levantó la cabeza y capturó sus labios en un beso torpe pero apasionado, errático pero sincero, dejando que sus emociones hablasen por sí mismas en ese momento de conexión profunda.

Pese a que tenían un año viéndose, compartiendo momentos, Henry regalándole una rosa, una poesía y su tiempo; ella su mera presencia y aceptación, nunca habían tenido una cercanía más que susurros, palabras, abrazos, agarrados de manos y alguna caricia, pero en ese instante quiso dar aquel paso atrevido e impropio de una dama según las costumbres.

Henry se quedó atónito por un instante, sorprendido por la audacia de Rita, pero profundamente conmovido por su valentía y su sinceridad. Sus mejillas ardían bajo el peso de la emoción mientras se miraban el uno al otro, perdidos en un mar de sentimientos compartidos.

Rita rompió el silencio:

—Gracias por ser tan especial, Henry. Te prometo que estaré contigo siempre.

Henry, con los ojos brillando de emoción, la abrazó con más fuerza, deseando aferrarse a ese momento para siempre. Sin embargo, Rita lo interrumpió suavemente, recordándole sus responsabilidades:

—Debo regresar a casa, mis padres me esperan con ansias hoy.

—No te preocupes. Te prometo que esta semana hablaré con mis padres y con los tuyos. Estoy seguro de que aceptarán nuestro compromiso.

—Lo sé —contestó Rita, con una amplia sonrisa.

Con un último abrazo cargado de promesas, Rita se separó de él y corrió de vuelta al colegio, con el corazón henchido de amor y esperanza por el futuro que les esperaba juntos.

La tarde caía sobre la tranquila casa de los Scrow cuando Rita cruzó el umbral. La invadió una extrañeza e intriga, por el cambio en la decoración que iba desde el vestíbulo hasta la sala. Había telas de lino fino oliváceas que ondeaban suavemente con la brisa que entraba de las ventanas, y flores blancas adornaban cada rincón. Confundida, Rita avanzó hacia la sala, donde encontró a sus padres junto a un hombre desconocido, de cabellera oscura, cuya mirada oscura y penetrante la hizo estremecer.

—Rita, querida, qué alegría verte —exclamó Bridget con una sonrisa forzada mientras se levantaba para recibir a su hija.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Rita, observando a su madre, su padre y al hombre desconocido con una mezcla de confusión y recelo.

—Rita, permíteme presentarte a Conrad Winchester —intervino William, señalando al hombre de cabello oscuro.

—Es un placer conocerte, señorita Rita Scrow Berrow —dijo este con una voz áspera, profunda, con una pequeña sutileza que la heló por completo.

Rita asintió, pero su mente estaba llena de preguntas. ¿Qué estaba haciendo ese hombre en su casa y por qué sus padres parecían tan nerviosos?

—Es un placer, señor Winchester —contestó finalmente con cortesía.

Antes de que pudiera formular alguna otra pregunta, Bridget tomó la palabra, con una voz temblorosa que revelaba su ansiedad.

—Rita, hemos tomado una decisión importante —comenzó, y el silencio tenso llenó la habitación—. Hemos arreglado tu compromiso matrimonial con Alexander Winchester, el hijo de Conrad. Te casarás con él y te mudarás a Nueva Zelanda. ¿No es perfecto?

Las palabras de su madre golpearon a Rita como un puñetazo en el estómago. ¿Casarse con un hombre que ni siquiera conocía y mudarse al otro lado del mundo? Era una idea completamente descabellada, pero antes de que pudiera protestar, William continuó:

—Alexander es un buen partido, Rita. Su familia es respetada en Nueva Zelanda, poseen granjas ovejeras dedicadas a la producción de lana, importar carne de cordero, leche y ventas de ovejas. Es una de las familias más dedicadas y tendrás una vida cómoda y segura allí —dijo, tratando de convencer a su hija—. Además, el famoso País de la Nube Blanca, ha adquirido mucho valor para la mayoría de los ingleses e irlandeses, serás la envidia en la sociedad, y subirás el escalafón perfecto para una vida dichosa.

Rita, aturdida por la noticia, sintió cómo la indignación ardía en su interior. No podía aceptar un destino que le habían impuesto sin su consentimiento, especialmente cuando su corazón ya pertenecía a otro.

—No puedo hacer esto —murmuró Rita, su voz temblorosa pero firme—. Estoy enamorada de Henry Bellgrand. No puedo casarme con alguien a quien ni siquiera conozco.

El rostro de sus padres se contrajo en confusión y sorpresa, mientras Conrad permanecía impasible, observándola con ojos fríos y calculadores.

—¿Bellgrand? ¿Hablas del hijo del Coronel Pheneas Bellgrand? —preguntó Bridget, desconcertada.

Rita asintió con firmeza, sus ojos verdes brillaban con sinceridad, pero también había miedo.

—Sí, madre. Henry y yo nos amamos, y no puedo casarme con nadie más —declaró, enfrentando la mirada escéptica de sus padres—. Por la posición social no deben preocuparse porque él pertenece a la alta sociedad que tanto estiman.

Tragó grueso. Hubo no solo un momento silencioso e incómodo, sino que las miradas desconcertadas entre ellos estaban presentes. Pero, la de William en especial, pasó de desconcierto y confusión, a una de horror y cólera.

—¡Una dama pierde su valor cuando permite que la deshonren! —exclamó, con aquella voz llena de indignación y rabia.

Bridget se llevó una mano al pecho, afectada por las palabras de su esposo. Conrad, abrió los ojos sorprendido, y aunque no mencionó nada, su mirada fría se clavó sobre la jovencita como si se tratara de una prostituta. Rita, estaba tan estupefacta como todos ellos ¿Cómo podía su padre pensar en eso siquiera? ¿Acaso no la conocía?

Rita luchaba por contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse.

—Padre, madre, por favor, entiéndanme —suplicó Rita, su voz quebrada por la angustia—. No ha pasado nada entre Henry y yo. Nos amamos sinceramente, y no puedo imaginar mi vida sin él. Pero no tiene nada que ver con lo que ustedes creen, yo...

Pero sus palabras cayeron en oídos sordos. Y Conrad, sin dejarla acabar, aprovechó la oportunidad:

—Mi oferta de su matrimonio sigue en pie, señorita Rita. En Nueva Zelanda, no hay bellezas tan propias como la suya. Alexander espera ansioso su llegada —dijo, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos helados, y que no hizo más que aumentar la desesperación de Rita.

—Lo acepto —dijo William con una voz rígida y una mirada furiosa, dirigida primero hacia Rita y luego hacia Conrad—. Este matrimonio será una bendición para mi familia, y de inmediato me disculpo por lo que implica que mi hija pudiera estar en condiciones en la que su familia pueda ser sometida a vergüenza y escarnio público.

—¡William! ¡No digas eso! Si Rita dice que no lo ha hecho, no tenemos por qué dudar de ella —añadió Bridget, intentando aminorar el problema que se estaba gestando por conclusiones apresuradas.

—Deshonrada o no, la propuesta sigue en pie. Confío en su prudencia, en todo caso, para evitar el escarnio público y la vergüenza a nuestra familia, si existiera la posibilidad de que no llegara pura al lecho nupcial

Rita, devastada y desconsolada, se apartó de la sala y corrió hacia la habitación de su hermana. Se sintió como si su mundo se hubiera desmoronado a su alrededor, como si la tierra se hubiera abierto bajo sus pies y la engullera en un abismo de desesperación. La noticia de su compromiso con un completo desconocido, la implacable aceptación de su padre ante la propuesta de matrimonio y la desconfianza sobre su virginidad para el matrimonio, la dejaron aturdida y desolada. El dolor y la incredulidad se entrelazaban en su pecho, creando un nudo apretado que le dificultaba respirar.

Había soñado con un futuro junto a Henry, con compartir su amor y construir una vida juntos, pero ahora todo eso parecía desvanecerse como humo en el viento. La sensación de haber sido traicionada por aquellos que más deberían protegerla la invadió con una amargura insoportable. ¿Cómo podían sus propios padres desestimar sus sentimientos y decidir su destino sin siquiera escucharla? La angustia y el miedo la abrumaban, dejándola temblando y sin aliento. En ese momento, se sentía más sola y vulnerable que nunca, como si estuviera a merced de fuerzas que estaban más allá de su control. Y mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, una sensación de impotencia y desesperación la inundaba por completo, haciéndola preguntarse si alguna vez podría recuperar la esperanza y encontrar la fuerza para luchar por su verdadero amor.

Al abrir la puerta del cuarto de su hermana menor, Cirila, la cerró con un portazo, asustando a la niña, mientras se arrodilla en el suelo, junto a la cama, para echarse a llorar sobre el colchón. Cirila la miró un momento, asustada, pero sabiendo que su hermana no se sentía bien. La pequeña niña de tan solo seis años era como ver una imagen de Rita en su infancia, pero con los ojos azules de su madre:

—¿Qué pasa, Rita? —preguntó Cirila, sorprendida por el repentino arribo de su hermana mayor—. ¿Por qué estás llorando?

Rita alzó la cara, se acomodó un poco y la abrazó.

—Discúlpame que entrara así a tu habitación, pero es que he estado picando cebollas en la cocina y me han hecho llorar —respondió, mintiéndole. Era muy pequeña para entenderlo, pero lamentaba que ella también sufriera en el futuro lo que le estaba pasando.

—A mí me pasa lo mismo cuando las corto —respondió la niña, correspondiendo a su abrazo...

Niflheim, reino de la niebla eterna y el frío implacable.

Rita, congelada hasta los huesos, clavada en aquel madero helado, con aquella expresión agonizante, recordaba el momento que lo cambió todo. Un destino que la llevó a ese infierno y que ahora pagaba, con misericordia.

Resultaba que, al estar en el pico más alto, era una prueba ferviente de la benevolencia de Hela, pues debajo de aquel monte, las condiciones eran más frías, aterradoras y que llevaban las almas al límite de sus lamentos. ¿Por qué aquella diosa se había compadecido de ella?

—Rita Scrow...

Un susurro se deslizó entre la niebla oscura y espesa, como una sombra. Rita, sintió la presencia de alguien acercándose. Entonces, una figura se materializó ante ella, emergiendo de la niebla con una gracia ominosa y un aura de poder indiscutible. Poseía una belleza etérea y siniestra, con largos cabellos oscuros que caían en cascada sobre sus hombros; llevaba ojos profundos y oscuros que parecían reflejar la oscuridad del mismísimo inframundo, con una piel pálida como la luna que contrastaba con el color oscuro de su vestimenta. Era Hela, la diosa de la muerte, cuyos ojos oscuros y penetrantes parecían leer los pensamientos más oscuros de Rita.

—Te he estado observando, mortal, y veo en ti una fuerza y ​​una determinación que pocos poseen.

Rita, con dificultad, alzó la mirada sorprendida por la presencia de la diosa ante ella, como una figura gigantesca y ella una simple hormiga. Aunque su cuerpo estaba marchito, frío y su alma se sentía aprisionada por el dolor y la desesperación, una chispa de curiosidad brilló en sus ojos verdes:

—¿Por qué está aquí? —preguntó Rita, con voz carrasposa y reseca, casi se podían oír los cristales de hielo en su interior romperse por ese gesto.

Hela sonrió, una mueca que enviaba escalofríos por la columna vertebral de Rita:

—He venido a ofrecerte una oportunidad, Rita Scrow —dijo Hela, con una mirada intensa—. Una oportunidad para redimirte y demostrar tu valía en los Juegos de Asgard.

Rita frunció el ceño, confundida por las palabras de la diosa:

—¿Juegos de Asgard? ¿Qué son esos? —preguntó, su mente girando con nuevas preguntas y posibilidades.

Hela se acercó a ella, envolviéndola en una oscuridad reconfortante y aterradora al mismo tiempo.

—Los Juegos de Asgard son una prueba de fuerza, ​​astucia y resistencia —explicó Hela—. Solo los más valientes y poderosos pueden participar, y solo el más fuerte sobrevive. Te he elegido a ti, Rita Scrow, porque veo en ti un potencial excepcional. Tu conexión con la muerte te hace única, te hace fuerte. Una chica con un destino tan prometedor como para tener la galantería de entrar por las puertas de Valhalla, condenada a una vida de sufrimientos y horrores, que la trajeron directo a Niflheim; yo creo que es motivo suficiente para ser la indicada. ¿Aceptarás el desafío y demostrarás tu valía ante los dioses?

Rita contempló la oferta de Hela. No pudo evitar pensar en Henry, sus padres, y su propia vida desgraciada en Nueva Zelanda. ¿Había una forma de redimirse? ¿Realmente existía esa posibilidad?

—¿Qué sucederá si yo gano? —preguntó, zumbando su mente con posibilidades y consecuencias.

—Serás más grande que los dioses —respondió Hela, mostrándole los dientes en una sonrisa siniestra. Si algo se sabía, es que la ambición de los mortales era alta.

Rita la miró directamente a sus ojos. Nadie se atrevería a ver a la diosa de la muerte como ella lo había hecho, pero esa posibilidad que estimaba era demasiado buena para ser cierta y necesitaba comprobarlo. Pero a través de la negrura de aquellos ojos, se vio a sí misma llevando una vida feliz con Henry, con montones de hijos y una familia próspera y feliz en Irlanda.

—Aceptaré tu oferta, Hela —dijo Rita, con firmeza a pesar del miedo que la envolvía—. Demostraré mi valía en los Juegos de Asgard y encontraré mi camino. No... lo forjaré yo misma. 

Nota del autor: 

Aquí les dejo una representación física de Rita Scrow

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