El Corazón del Bosque de Hierro: Parte I
Capítulo 9
—¡No!, por favor, ¡no! —Se escuchaban gritos y alaridos, entre pasos que resonaban como el trotar de algún animal con casco, sobre una plataforma de metal, un estridente que parecía resonar en aquel peculiar bosque.
¿Cuánto tiempo llevaba Bragi Boddason corriendo por lo que parecían horas? No tenía idea. Pero en las selvas de Vanaheimr, en donde habían sido transportado para el desafío dos, el tiempo parecía perder todo sentido. El Bosque de Hierro, o Jarnskogen, lo envolvía en su ambiente oscuro y opresivo, con los árboles metálicos retorcidos extendiéndose hacia el cielo como garras de antiguos monstruos. Su agudo oído captaba cada crujido, cada murmullo del viento entre las ramas, y cada paso del monstruo que le perseguía implacablemente.
—¡Auxilio! ¡Piedad! —seguía gritando, con su laúd en la espalda, golpeando con cada brinco que daba entre las raíces de los árboles—. ¡Ayúdenme, por los dioses! ¡Solo soy un maldito bardo! ¡Un esclavo!
Con el aire impregnado a una mezcla de musgo húmedo, tierra fresca y un ligero toque metálico que le recordaba al olor del hierro recién forjado, el aliento de Bragi salía en jadeos irregulares, y su corazón latía con un ritmo frenético, casi ahogando el repiqueteo constante de enormes pasos que hacían temblar el bosque. Su complexión poco destacable y su barba casi lampiña estaban empapadas en sudor, mientras su cabello largo y castaño se pegaba a su frente y cuello. Los ojos claros de Bragi, ahora estaban nublados por el miedo y la desesperación.
A pesar de su agilidad y velocidad, Bragi sabía que aquel maldito monstruo no se cansaba ni desistía. En su vida había visto bestias como aquellas, horrores sacados de la maldita pesadilla de las leyendas que cuando era niño, solía escuchar de su padre. El bardo había confiado en su oído absoluto para mantenerse un paso adelante, pero la fatiga empezaba a cobrarle factura. Cada paso le dolía, cada respiración era un esfuerzo, y sus manos temblaban mientras apartaba lianas metálicas y raíces que serpenteaban a su alrededor.
El entorno no ofrecía consuelo alguno. La corteza fría y áspera de los árboles, que parecía cubierta por una fina capa de escarcha, le recordaba la dureza implacable de este mundo, tan cerca como los horrores que había vivido en las costas de Islandia. Emitió un chillido, cuando algo le rozó y le cortó el rostro, y se dio cuenta que había sido el efecto del caer de una de las hojas de los árboles.
Curioso, se detuvo y pateó con fuerza uno de los troncos antes de saltar hacia atrás para alejarse. Al instante, comprendió que el tronco era metálico pero flexible, vibrando y dejando caer una decena de hojas. Al chocar con el suelo, las hojas emitieron un "clink" y "clang" agudo y resonante, como pequeñas campanas golpeadas de manera irregular. El eco sutil reverberó por el entorno, creando una sensación de fría y despiadada precisión, como balas cayendo. Se tocó el rostro, vio la sangre en sus manos y se dio cuenta de que no solo los monstruos que habitaban allí eran peligrosos.
Con un rugido resonando en sus oídos, siguió corriendo. Decidió esquivar lo mínimo posible, sin confiarse. Si las hojas de los árboles al caer podían cortarlo, no quería imaginar cómo sería atravesar un matorral o caer de bruces contra las raíces de los árboles. Huyendo, Bragi se dio cuenta de que se había adentrado aún más en el oscuro y opresivo Bosque de Hierro. De repente, sus ojos captaron un tenue resplandor a lo lejos. Con precaución, se acercó y descubrió a Kizmel Treinirin, la Aeloniana de aspecto enigmático y bondadoso que había sido alabado por el dios Bragi tanto como él; lo curioso era que estaba preparando comida de manera improvisada, con una fogata extraña: la madera apilada era del mismo material que la del tronco de los árboles, pero esta derramaba un liquido aceitoso, oscuro como la brea, y sobre esta, un fuego purpurino se alzaba, creando un resplandor sutil entre las sombras que el mismo bosque había ocasionado. La sensación que le generaba, era como si estuviera algún tipo de fuego mágico, contra algo que, en teoría no debería ser posible. Los árboles eran de metal.
La Aeloniana, con sus grandes ojos almendrados y cabello púrpura oscuro, le sonrió con amabilidad. Bragi la recorrió con los ojos mientras se movía, y se dio cuenta de que parecía una sombra sobre el terreno, se movía sin emitir sonido alguno, y le daban un aire casi etéreo.
—¿Quieres comer? —dijo ella, ofreciéndole un plato con una sonrisa cálida, mientras el aroma de la comida se esparcía por el aire. Lo curioso era que olía bien.
Bragi todavía jadeaba por la carrera. Se acercó con lentitud con su laúd golpeando con suavidad su espalda con cada paso. Y con extrañeza, preguntó:
—¿Cómo has hecho fuego aquí? —Intentaba calmar su respiración, pero había impresión en su semblante—. En realidad... ¿Cómo hiciste todo esto?
—Tengo mis trucos —respondió Kizmel con un guiño misterioso. Pero eso no lo calmó en absoluto, y ella se dio cuenta—. Los árboles están cubiertos de metal; pero curiosamente mis garras son más afiladas —dijo, mostrando como esta era capaz de alargar uñas oscuras, como garras siniestras en cada una de sus dedos—. Al cortarlos, me di cuenta que solo es un cascarón; debajo de toda esa cubierta está el líquido que les da vida, son blandos, y dicho líquido ha sido perfecto para el fuego.
—¿Y la comida? —preguntó, sin poder creerlo todavía.
—Lagartos Metálicos, aves ferruginosas e insectos de hierro, todo son cómo los árboles, hecho con un cascarón endurecido y blandos por dentro cuando remueves la cubierta —explicó ella, mientras el colocaba una corteza metálica cóncava del mismo material de los troncos en sus manos.
El olor que percibía de esta era como frutos secos tostados y metal caliente, con una ligera nota terrosa, combinado con un leve olor a hierbas silvestres y carne asada.
Mientras Bragi se sentaba junto a la improvisada fogata, Kizmel le observó con una sonrisa serena. El calor del fuego iluminaba su rostro, realzando las características únicas de su raza, sus grandes ojos almendrados brillaban con una sabiduría que, desde que la había visto en los espejos y su presentación anterior, captaba toda su atención.
—No te preocupes —dijo Kizmel, rompiendo el silencio—. El Bosque de Hierro no es nada para alguien como yo. Los Aelonianos hemos vivido y cazado en entornos hostiles desde tiempos inmemoriales.
Bragi, a pesar del miedo que le embargaba, no pudo evitar sentirse intrigado por las palabras de aquella mujer.
—Nosotros, los Aelonianos, provenimos de los búhos, son nuestros ancestros —continuó Kizmel, mientras removía la comida sobre el fuego—. Ellos son maestros de la caza y la supervivencia. Saben moverse en silencio, acechar a sus presas y cuidar de sus crías. Siempre encuentran la manera de proporcionar alimento y protección, incluso en los lugares más oscuros y peligrosos. Tú, Bragi, me recuerdas a una de esas crías. Desamparado y perdido en este bosque, pero no te preocupes, porque yo sé cómo cuidarte.
Por algún motivo, aunque no quisiera, su desconfianza inicial parecía comenzar a disiparse ante la seguridad y calma que ella irradiaba.
—En este lugar —continuó Kizmel, levantando una pierna de un ave ferruginosa para que Bragi la viera—, no hay bestia ni peligro que no pueda enfrentar. Los búhos, al igual que yo, usamos nuestras habilidades para sobrevivir. Soy capaz de escuchar cada susurro del viento, cada crujido de las hojas metálicas, la vida misma de estas tierras. No tengo temor.
Bragi asintió con lentitud, comenzando a comprender. A su alrededor, el bosque metálico emitía sonidos que antes le parecían amenazantes, pero ahora, en presencia de Kizmel, parecían menos intimidantes.
—Así que come —le instó Kizmel, ofreciéndole otro trozo de carne asada—. Fortalécete y no temas. Mientras estés conmigo, estarás a salvo. La sabiduría de los búhos nos enseña que siempre hay una forma de sobrevivir, de proteger y de alimentar a los más vulnerables. Yo he aprendido bien esas lecciones. Y aunque este bosque puede parecer un enemigo implacable, para mí es solo un reto más. Un lugar donde puedo usar mis habilidades para mantenernos a salvo.
Bragi tomó el alimento, pero no comió. Todavía no confiaba.
—Gracias —dijo, apenas audible, pero con sinceridad en su voz.
Bragi echó un vistazo hacia atrás, dándose cuenta de que el rugido de la bestia que lo perseguía había desaparecido.
—¿Por qué me ayudas? —inquirió mientras tomaba un trozo de comida, pero sin comerlo aún.
—Mi propósito en estos juegos no es ganar —respondió Kizmel, mientras comía—. Mi objetivo es ayudar, como lo estoy haciendo ahora.
Bragi observó cómo Kizmel comenzó a comer, y fue allí cuando decidió probar la comida él mismo. La desconfianza seguía presente, pero la calidez en los gestos de Kizmel lo tranquilizaba ligeramente. Y fue su hambre quien venció finalmente su desconfianza. Al probar la carne, sintió una mezcla de sabores que le resultaron extrañamente reconfortantes, un recordatorio de que incluso en los lugares más inhóspitos, aún había placeres.
—¿Por qué no quieres ganar? —preguntó Bragi, intrigado por la filosofía de Kizmel.
—Aunque podría ganar, de nada serviría si al final fuese el error más grande de los nueve universos —explicó Kizmel con una serenidad que contrastaba con el entorno.
—¿Y cómo podrías saber eso? —Inquirió, todavía sin entender sus referencias.
Kizmel solo le sonrió sin responderle.
Lo que Bragi había estado viviendo hasta entonces, solo le hizo pensar en su propia vida. Era cierto que había enfrentado muchos desafíos, pero ninguno como El Bosque de Hierro.
El primer desafío, las presentaciones artísticas, fue un terreno familiar. Su habilidad para cautivar con sus relatos y melodías lo destacó entre los competidores, una ironía y una sátira que hablaba sobre sus propias desgracias y los oídos sordos de los dioses. Pero fue el segundo desafío, Jarnskogen, lo que le recordaba su inutilidad física. La habilidad de Bragi era adaptarse y usar su elocuencia en un entorno social, pero no destacó nunca en las luchas, al menos que fuera correr. No obstante, siempre anheló algo más profundo: encontrar un propósito que trascendiera la mera fama o la habilidad artística.
Bragi se encontraba sentado bajo un árbol, afinando su laúd, cuando Kizmel se acercó en la periferia mirando sobre la densidad de la oscuridad cómo si esta fuera el día para ella. Lo más extraño era que no solo compartía descendencia con los búhos, sino también sus características. La vio girar su cabeza de una manera antinatural, replicando el movimiento de un búho.
El sonido de sus músculos y huesos crujían de forma perturbadora, como si sus articulaciones se estuvieran desmoronando bajo una presión invisible. Era grotesco de ver, su cuello se alargaba y sus orejas puntiagudas temblaban ligeramente. Sin saberlo, Bragi dejó de moverse, por la sensación de repulsión y horror. La cabeza giraba casi por completo y despertaba un profundo malestar en el alma.
Cuando dejó de hacer aquello, la visualizó como lo hizo la primera vez: una mujer serena, exótica, y con aquel rostro compasivo
—¿Podrías contarme tu historia? ¿Cómo fue que Odín te encontró y te eligió?
—Cómo todo un bardo, ¿no? —sonrió ella—. ¿Contarás canciones sobre mí? —Bragi hizo un ademán, como si no le molestara la idea—. Mi historia no es muy diferente de las de muchos de mi raza, pero con sus propios matices. Nací en los antiguos bosques de Aelon, un lugar donde la luz y la sombra bailan eternamente. Mi familia me enseñó a venerar la naturaleza, a respetar la vida y a encontrar sabiduría en la quietud de la noche.
Bragi asintió, escuchando con atención. Tenía una voz cargada de emoción.
—Desde joven, me destaqué en la música y en la talla de madera, creaba melodías y esculturas que reflejaban nuestra devoción por los búhos, nuestros guías espirituales. Ay, mis padres estaban orgullosos de mí, y... mi hermana, por los dioses, me idolatraba, quería ser mejor que yo. Pero la guerra entre clanes Aelonianos trajo dolor y pérdida. Perdí a mi hermana menor en un conflicto, y en mi desesperación, me convertí en una guerrera para proteger a los míos.
Hizo una pausa, sus ojos reflejaban la tristeza de esos recuerdos:
—Fue entonces cuando Odín me encontró. Me eligió para participar en los juegos. Si ganara y me convirtiera en diosa, buscaría el camino de la venganza. Mi hermana no se merecía lo que mi propia gente le dio.
»En nuestro mundo, cada pueblo representa una raza entre nosotros y reflejamos a nuestros ancestros. Mi pueblo, los Aelonianos del Bosque Plateado, provenimos del búho real, somos majestuosos y protectores; somos pacíficos por naturaleza, dedicados a la sabiduría y la música, y solo nos defendemos cuando es absolutamente necesario.
»Al noreste, encontrarías a los habitantes del Valle de las Sombras, similares a los búhos nivales, cuyas plumas blancas brillan en la oscuridad. Son conocidos por su pureza de espíritu y su lealtad inquebrantable a sus tradiciones. Y aunque reservados, son aliados fuertes y protectores de la paz.
»Sin embargo, la amenaza más grande proviene de los habitantes del Cañón de los Susurros, son ancestros del búho cornudo. Son la raza más violenta y devastadora, siempre en busca de más poder para gobernar y someter a todos los demás. Sus líderes son despiadados, utilizan su fuerza y ferocidad para expandir su dominio, sin importar el costo. Sus ataques son rápidos y brutales, y su deseo de conquista parece insaciable.
»Mi pueblo solo se defendía de ellos, tratando de mantener la paz y proteger nuestro hogar. Pero las tensiones han aumentado, y la guerra se ha convertido en una lucha constante por la supervivencia. Los búhos cornudos desean imponer su voluntad sobre todos, gobernar con puño de hierro y extinguir cualquier forma de resistencia. Nosotros, por otro lado, anhelamos un mundo donde la sabiduría y la armonía prevalezcan, donde cada raza pueda vivir en paz y libertad.
»Es una batalla que va más allá de la mera supervivencia; es una lucha por el alma de nuestro mundo. Cada canto nocturno, cada melodía que resuena en los bosques, es un recordatorio de lo que estamos protegiendo: la esperanza de un futuro donde todos podamos coexistir sin miedo ni opresión. Y por eso, Bragi Boddason, no podría convertirme en diosa, mis motivaciones serían completamente egoístas y hay cosas en juego más grande que mis problemas o la de todo un planeta.
Kizmel y Bragi se miraban fijamente. El hombre había entendido que, en verdad, Kizmel era, tal vez, la competidora con el corazón más noble y justo.
—Mi vida también ha estado llena de desafíos. Nací en Islandia, un pueblo bastante frío en mi mundo, al igual que tú, el arte de la música y la poesía de mi madre fue un manjar que degusté como ningún niño podría hacerlo. Mi padre desapareció un día, sin dejar rastro, era pescador, mi madre compuso una canción sobre él que, no me di cuenta hasta años después. Le preguntaba por él, y siempre me había contado su historia: El Marinero Soñador. A raíz de la muerte de mi madre por culpa de mercenarios escandinavos, se me fue condenado a la esclavitud.
Los ojos de Bragi brillaban con una mezcla de tristeza y determinación.
—Acepté participar en los Juegos de Asgard para escribir más historias y hablar con los héroes del Valhalla, oírlos, así como lo hice contigo y cantar sobre sus hazañas, darlas a conocer y que puedan ser recordados por la eternidad. Es simplemente amor al arte.
—Pero hay algo más —La mirada que en ese momento Kizmel le dio, pareció atravesarle, como si mirara su propia alma—. Tú sigues buscando a tu padre, un hombre del que todos hablaban pero que nunca conociste realmente. Tu motivación va más allá del arte; es una búsqueda personal, un deseo de conectar con tus raíces.
»Llevas todo esto en tu memoria. Te lamentas porque has considerado que, tal vez, con su muerte, ni las valquirias lo buscaron para ir al Valhalla, ni Freyja lo había llevado al Folkvangr, o tan siquiera Hela al inframundo. Lo crees condenado luego de su muerte, a ser una mera alma atada a su propia tumba, viendo los siglos pasar, viendo el lugar en el que pereció cambiar hasta ser irreconocible. Dentro, muy escondido para todos, cargas odio y desdén hacia los dioses que ignoraron tu destino; a pesar que, incluso, al haber escrito tanto sobre ellos como en tu presentación en el primer desafío, a pesar de haberlos engrandecido y usado incluso como inspiración en tus sátira e ironías, ellos siguen sin respuesta a ti.
Kizmel, no dijo aquello como si buscara minimizarlo, al contrario, fue compasiva, salvándolo de las garras de las mentiras. E incluso, lo miró con ternura y comprensión:
—Es una razón noble, Bragi, de verdad. Pero, siendo acertada contigo, debes aprender y a aceptar que algunas historias no necesitan ser contadas. A veces, lo que buscamos está en la aceptación de lo que no podemos cambiar.
Bragi frunció el ceño, sintiendo una creciente desconfianza y una ira que había mantenido encerrada desde que habían iniciado los juegos.
—¿¡Por qué dices eso!? ¿¡Acaso sabes algo que yo no!? ¿¡Qué sabes de mí!? —rugió como una bestia, y en un segundo, él se había transformado en el monstruo del Bosque de Hierro.
Kizmel asintió. Sus ojos misericordiosos veían a un niño moribundo, intentando ser un hombre, con un dolor sobre las pérdidas que no había podido dejar. Lamentaba incluso tener que decir lo que era obvio, pero tenía que hacerlo:
—Sé que buscas a tu padre, pero también sé que nunca podrás verlo, ni ganar los juegos. El futuro tiene muchos trazos, pero en ninguno veo que tú ganes.
Bragi se levantó abruptamente, sintiéndose herido. Sus ojos, ante el fuego purpurino, mostraban unas lágrimas que parecían desbordarse. Sí, le había dado una estocada final a ese niño.
—¿¡Cómo puedes estar tan segura!? ¡No tienes derecho a decidir mi destino! —gritó, indignado de lo que aquella mujer le profería. Ella se acalló.
Se levantó, dispuesto a no tolerar más la osadía de aquella mujer.
Sí, estaba agradecido por su cortesía, pero no por ello debía aceptar su destino solo porque ella lo dijera. Una galerna era su mente; entre la ira, la inseguridad y la verdad con que aquella parecía hablar. Ni siquiera parecía inmutarse con sus reacciones. Aún así, no podía creer lo que acababa de escuchar. No tenía lógica. ¿Cómo podía Kizmel, una desconocida, afirmar con tanta certeza que nunca ganaría los juegos? ¿Qué derecho tenía ella de hablar sobre su padre y su destino? ¿Qué sabía ella de su dolor, de sus sacrificios, de su lucha constante por encontrar respuestas?
Bragi recordó las noches interminables en Islandia, cuando el viento helado se colaba por las grietas de la cabaña y su madre cantaba para calmar su llanto. Las canciones sobre su padre, el marinero soñador, siempre llenas de esperanza y tristeza, lo habían acompañado durante toda su vida. Había jurado que algún día descubriría la verdad sobre su desaparición y que cantaría sus propias canciones sobre él, inmortalizándolo en la memoria de todos. Ahora, esas promesas parecían vacías.
Se sentía pequeño, insignificante, como si todos sus esfuerzos hubieran sido en vano. ¿Era realmente así? ¿Estaba condenado a fracasar, a ser un simple bardo sin gloria ni propósito?
Las palabras de Kizmel habían golpeado directamente en sus inseguridades más profundas. La desilusión y la furia se mezclaban en su pecho, formando un nudo que le dificultaba respirar. Había aceptado participar en los Juegos de Asgard con la esperanza de encontrar su lugar en el mundo, de demostrar su valía, de encontrar las respuestas que tanto anhelaba. Pero ahora, todo parecía desmoronarse ante sus ojos. Ella había abierto una herida que nunca había sanado del todo, una herida que sangraba con el peso de la verdad.
Y como si no fuera peor, decidido a irse, Kizmel lo detuvo una vez más. El mismo tono sincero y sereno de siempre, que ahora le llenaba de rabia:
—Bragi, ¿no es acaso la belleza de la vida encontrada en los momentos imperfectos? Las canciones que tocan el corazón no siempre son las más pulidas, sino aquellas que transmiten verdad y emoción. Tu miedo al olvido es comprensible, pero tal vez, al dejar de luchar contra tus propias imperfecciones, encontrarás la libertad para crear desde un lugar de completa autenticidad.
Sin decir más, Bragi se alejó. Prefería mil veces enfrentar a las criaturas monstruosas del bosque a quedarse muerto en aquel lugar, ante las palabras de una mujer que parecían quebrarlo. Ella, seguramente, solo quería verlo débil, quería doblegarlo como lo había hecho. Tal vez, ese había sido siempre su propósito con él. Una fachada para poder ganar los juegos de Asgard. Lo que sabía de él, Odín, había sido el responsable de hacérselo saber y no una maldita adivinación.
En el momento en el que llegaron a Jarnskogen, fueron recibidos por una instrucción sencilla por parte de Heimdall, El Guardian de los dioses: "Atraviesen El Bosque de Hierro y sobrevivan". Luego, delante de ellos apareció un cristal. Tenía el tamaño de una nuez, con una forma irregular que recordaba a las preciosas gemas talladas, pero con un toque natural y orgánico. Su superficie era lisa y pulida; emitía un brillo suave y perlado.
Rita se dio cuenta que cambiaba sutilmente dependiendo del ángulo de la luz. Iba desde el azul profundo hasta el verde esmeralda, pasando por tonos dorados y plateados. Pero, lo más curioso era que en su interior, observaba finas vetas de luz que parecían moverse lentamente, como si estuvieran vivas. No había que ser muy listo para darse cuenta que se trataba de la mismísima magia activa de Heimdall.
"Mis cristales son artefactos mágicos creados por mí, el Guardián de Bifröst y dios de la vigilancia, para resonar con las vibraciones del lenguaje y traducirlas de forma instantánea para el oyente. Funcionan de manera similar a la Gema del Artista de Bragi, pero sentirán esta tan natural como alguien nativo de su mundo. Los cristales se activarán automáticamente cuando un participante intente comunicarse con otro de ustedes", había explicado Heimdall.
Lo siguiente que sucedió fue tan simple cómo sus indicaciones: el cristal se adentró en su pecho, como la Gema del Artista lo había hecho, y con ello, se suponía que solo debían caminar en línea recta. ¿Cuántos kilómetros tenía aquel bosque? Rita no podía saberlo con seguridad.
Sin embargo, no tenía prisas para atravesarlo. Caminaba de un tronco a otro, escondiéndose y conteniendo la respiración por momentos para visualizar el trayecto que tomaba. No podía negarlo, El Bosque de Hierro parecía surgido de un cuento: con árboles que desafiaban las leyes de la naturaleza; los troncos altos y retorcidos se alzaban imponentes hacia el cielo con un color oscuro y profundo, semejante al hierro forjado en las llamas de un poderoso herrero. Las ramas se entrelazaban en un dosel denso y sombrío que apenas dejaba pasar la luz del sol.
Cuando su cuerpo se pegaba a la corteza de los árboles, percibía la sensación fría y áspera; ese efecto hacía que, por instantes, se recordara a sí misma clavada sobre el madero, congelándose por la eternidad. Una tortura. Por eso, debía detenerse, tragar en seco y respirar para poder continuar. Nunca esperó que su sufrimiento en Niflheim se convertiría en fantasmas y sombras de los cuales también debía sobrevivir. ¿Temía? No exactamente, pero tampoco era tonta como para subestimar el lugar en el que se encontraba.
Y lo supo porque desde que había comenzado su travesía, cuando sus ojos recorrían el suelo plomizo, notó una serie de huellas profundas. Al agacharse para examinarlas más de cerca, observó que las marcas tenían una forma inusual: parecían una combinación de garras de oso, pero más prominente, como si se tratara de algo más. Las huellas eran enormes para ser el de un simple oso, sabía que eran lo suficientemente grandes como para imaginar su tamaño y pensar que podía devorar a un hombre entero si lo quisiera. Rita evaluó la profundidad y la separación de las huellas, y dedujo también que la criatura debía tener un peso que le confería una fuerza sobrehumana.
A su vez, encontró marcas en los troncos de los árboles metálicos, lo que reafirmaba su teoría. Las garras de la criatura habían rasgado la corteza con fuerza, dejando profundas hendiduras que brillaban a la luz tenue que se filtraba a través del dosel. La madera metálica, al ser cortada, entendió dos cosas: no se podía pretender usar la fuerza común ante esta bestia, y, que el acero de los árboles era una fachada defensiva, una capa, porque el interior era tan blando como su propia carne.
Halló, además, restos de animales parcialmente devorados. No pudo evitar examinarlos, y con ello, volvió a confirmar su teoría: Todo ser vivo que habitaba en ese planeta le cubría la misma defensa metálica, pero por dentro, eran simplemente carne; y otra cosa más, el mismo metal de este planeta era lo suficientemente duro como para perforar aquel metal extraño. No obstante, sus heridas y marcas de mordeduras, indicaban que habían sido atacados por una criatura con dientes afilados como espadas.
Antes de llegar en el sitio que se mantenía, encontró una criatura prominente como un elefante, pero con la apariencia que asemejaba a un jabalí, mezclado algún tipo de reptil; una criatura que, sin duda, jamás había visto y que en la tierra no habitaría jamás. Estaba atrapada en lo que, para ella, era una trampa de cazador. Era primitiva, hecha de cuerdas y palos de metal, pero lo suficientemente fuerte como para asesinar a una criatura cuando su mecanismo se cerraba, como una trampa de oso según su óptica, con protuberancias afiladas capaz de mutilar y desmembrar en un segundo.
Todo eso lo tenía presente mientras seguía recorriendo el bosque. Pero, en un punto se detuvo cuando sus ojos fueron inundados con una luz tan resplandeciente que la encegueció. Parpadeó varias veces, y con cada gesto, luces brillantes destellaban a su alrededor, cambiando de color y forma, como si la realidad misma se retorciera bajo su mirada. Sonidos estridentes resonaron en sus oídos, una cacofonía que desafiaba su concentración y amenazaba con desorientarla por completo. Olores nauseabundos se entrelazaron en el aire, envolviéndola en una neblina de sensaciones discordantes. Un hedor penetrante, una mezcla repulsiva de podredumbre y putrefacción; agrio y rancio, como carne en descomposición.
Rita se sintió abrumada. Pero, pese a su infortunio, sonrió. Ella sabía que Niflheim, era mucho peor para probar a cualquier mortal. Sin embargo, aunque estaba entrenada para resistir condiciones extremas, la intensidad de los estímulos la ponía a prueba en cada paso que daba. Esta vez, su humanidad temporal le jugaba en contra.
Intentó mantener la concentración, pero era difícil. Los destellos de luz distorsionaban su percepción del espacio, haciendo que le resultara difícil distinguir entre el norte y el sur, el este y el oeste. Los sonidos estridentes no la ayudaban pensar con claridad, y el olor impedía que el oxígeno llegara a su cerebro como era debido, por lo que los mareos no dudaron en aparecer. Intentó seguir avanzando, pero en un punto, sucumbió. ¿Tan pronto se acabaría el juego para ella?
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