9. SATANÁS. No puedo dejar de pensar en ti.
«A todo lo desconocido se lo tiene como maravilloso».
Publio Cornelio Tácito
(55-120).
—¡Quasimodo! Ven aquí un momento. —Pese a que hace alrededor de dos décadas le borró la giba que lo hacía parecer al jorobado de Notre Dame, muchas veces se le olvida y lo llama por el antiguo apodo—. ¡Sheldon, apúrate! Ayúdame a poner en orden estos documentos.
Acomodar el Archivo del Mal de los últimos dos mil años solo es una simple excusa para dejar de pensar en los cálidos labios de Elizabeth. Le resulta curioso que, pese a su desparpajo, todavía esconda en ellos tanta inocencia. «Estoy tan corrompido que, a mi lado y por comparación, Jezabel sería angelical» reflexiona con una sonrisa.
—Dime, Satanás, ¿qué te sucede en realidad? —El demonio lo coge del brazo, lo guía hasta el sofá, y, con confianza, se sienta también en él—. Te conozco y sé que algo te ronda por la cabeza. ¿Qué es lo que te preocupa?
—¡Ay, amigo, qué listo eres! —Lanza un audible suspiro—. Me preocupa la venganza. Desde hace veinte años planeamos cómo vencer a la bruja Danielle y elaboramos complicadas elucubraciones para que Mary regrese al Infierno. ¡Y como un idiota voy y beso a la hija de mi enemiga y no me olvido de sus besos!
—La atracción es tan potente como la fuerza de gravedad. —Sheldon se sorprende porque admitir debilidades no es propio del Diablo—. Quizá deberías seguir los consejos que nos das de ordinario y enfrentarte de nuevo al problema. Busca a Liz y comprueba si sientes lo mismo.
—¡Tienes razón, amigo mío, qué sabio te has vuelto! —Agradecido, le palmea la espalda—. Puede que todo sean imaginaciones mías. Me haré el encontradizo y seguro que hablar con ella me devuelve la tranquilidad. La imaginación a veces nos juega malas pasadas... ¿Sabes dónde encontrarla?
—Según los seguimientos que le he hecho en los últimos tiempos a esta hora y este día suele correr por el bosque de Pembroke Manor —y luego agrega—: Haz lo que tengas que hacer para quitártela de la mente u olvídate de la venganza. Solo hay dos caminos.
Sheldon aprecia cómo su interlocutor se pone de pie como si fuese a correr para ir hacia la joven. Esto le permite comprobar que antes se ha equivocado: la atracción le ha pillado a su exjefe con la extraordinaria fuerza de los agujeros negros del Universo, que consumen todo lo que hay en torno a ellos. Ni siquiera lo vio así cuando comenzó su relación con Mary Walsh.
De hecho, lo que el demonio ignora es que si Satanás hubiera tenido corazón palpitaría a doscientas revoluciones por minuto al anticipar que pronto se encontraría con Elizabeth. La perspectiva de volver a ver a la causante de sus desvelos le nubla cualquier otra consideración. «Cuando estemos juntos otra vez me daré cuenta de que es como las demás y me olvidaré de ella», se dice mientras se desmaterializa y se vuelve a materializar en el bosque de hayas, de alerces y de robles que hay cerca de la antigua mansión. Los perfumes de las rosas, de las amapolas, de las espuelas de caballero, de las violetas y de la gramilla no ocultan la fragancia de Elizabeth, aunque también sean embriagadores. Y el mero hecho de olfatearla igual que un perro de caza ya lo pone a mil.
Se concentra y la percibe a unos quinientos metros. Recién ahí se percata de que no es apropiado ejercitarse con traje. De modo que, en un parpadeo, mueve el dedo meñique y lo sustituye por un chándal negro de gimnasia. Y, así enfundado, empieza a trotar hacia la muchacha.
«¡No dejes que tu polla te guíe como si fuera una brújula!», intenta calmarse. «Recuerda la revancha y todo lo que te ha hecho su madre». Mientras, infla el pecho como hacen los corredores, aunque para él no signifique ningún esfuerzo porque ni siquiera respira. «Recuerda que debes dar ejemplo. No puedes exigirle a Astartea que sea dura y fuerte y luego comportarte como un adolescente que recién ha salido de la pubertad. ¡No te olvides de que tienes miles de años!»
Pero no funciona. Está tan caliente como si estuviese sobre la superficie de la arena del desierto del Sahara a pleno mediodía. Y siente que entra en combustión espontánea cuando se hallan a solo cinco metros y ella se detiene para observarlo con un brillo en la mirada azul.
—¡Qué sorpresa! —exclama la trilliza con auténtico deleite—. ¿Vives cerca de aquí? —le pregunta en tanto se le aproxima como si lo conociese de toda la vida.
—Sí, en esa dirección. —Satanás señala hacia el norte mientras considera que ahora tendrá que comprar o apropiarse de una residencia cerca de la de su enemiga—. ¿Y tú qué haces por aquí? ¡Cuánta casualidad!
—Esa casa vieja es de mi madre —le indica, y, sin mediar más palabras, le da un beso tan apasionado que lo dejaría sin respiración si fuese humano—. Pensaba que jamás te volvería a ver.
—¡Claro que nos hubiéramos visto de nuevo si no nos hubiésemos encontrado por accidente! —Y esto sí que no es mentira—. Tenía planeado ir cada noche a la discoteca hasta que nos encontráramos. He pensado mucho en ti.
—Sé que nuestro encuentro fue breve, pero te confieso que yo también. —Le pasa los brazos alrededor del cuello—. Seguro que es porque no pudimos concretar nuestros deseos porque estaba mi hermanita.
—¿Sabes que en estos casos de fuerte atracción no vale de nada hacerlo con otra persona? —No puede evitar un conato de celos al recordar el informe en el que constaba que Elizabeth se había enrollado con un maleante que había robado una moto Harley Davidson y que, sin duda, sería carne del Infierno—. Solo se sacan las ganas si te acuestas con la persona que despertó el deseo.
—¿Me dices esto para convencerme de llevarme a la cama? —Se muerde el labio inferior con picardía y lanza una carcajada—. No pierdas el tiempo convenciéndome, ya estoy convencida. —Le da un mordisquito en el lóbulo de la oreja—. Aunque reconozco que, además de guapo, eres bastante creído.
—¿Y eso te molesta, belleza? —Le da un beso tan erótico que los deja a los dos temblando y le acaricia los senos con tantas ganas que se olvida de la venganza—. Porque lo que yo creo es que esta experiencia es mágica. No todos los días se encuentra esta química. —Y en esto tampoco la engaña.
La recuesta contra el grueso y escamoso tronco de un roble. Y, sin más preámbulos, le quita la chaqueta y la blusa blanca. Luego recorre con los labios la suave piel que poco antes ha tocado por encima de la ropa.
—¡Eres maravilloso! ¿Acaso tienes planeado hacerme el amor contra este árbol y de pie? —La trilliza, emocionada, emite un suspiro—. ¿Será un «aquí te pillo y aquí te mato»?
—¡Por supuesto! —afirma el Diablo sin dudar—. Hoy no seré tan caballeroso como para dejarte escapar.
Y durante horas dan rienda suelta a la atracción que los consume a ambos...
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