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8. DANIEL. Bondage.

«De todas las aberraciones sexuales, la más singular tal vez sea la castidad».

Remy de Gourmont

(1858-1915).

Daniel abre los ojos invadido por la sensación de pereza. Astartea, en lugar de dormir, está sentada al lado de él en la cama y lo observa fijo. Mientras, le frota el pecho a la altura del corazón.

—¿Qué pasa, Ángela? —Le efectúa un guiño sexy—. ¡¿Todavía tienes ganas de más?!

—¿Y tú te conformas con tan poco? —La princesa del Infierno pone cara de hallarse escandalizada—. ¡¿Es que te das por satisfecho con hacer el amor solo tres veces durante toda una noche?! ¡Qué humildes son tus expectativas!

—O igual te ibas sin despedirte, llevas puesto otra vez el mono de látex —refunfuña el muchacho, molesto, pues acostumbra a ser él quien abandona a las chicas después de darse un revolcón—. ¿Tan mal lo hemos pasado juntos?

—¡No, al contrario, ha sido estupendo! —Astartea sonríe y su belleza provoca que se le seque la garganta—. Me he vestido así para empezar el próximo juego.

     Como resulta obvio, no puede decirle que se ha puesto la ropa para hablar con su padre de que el plan para hundir a los Van de Walle ha sido un éxito rotundo. Y, menos todavía, informarle de que su progenitor es el mismísimo Diablo, la némesis de su familia.

—¿Un juego? —inquiere Daniel muy interesado.

—Sí, un juego que se basa en la confianza —le suelta la joven con desparpajo—. ¿Confías en mí?

—¿Cómo voy a confiar en ti si recién te acabo de conocer? —La pregunta lo sorprende.

—Pues entonces nada, será mejor que me vaya. —Astartea se pone de pie y avanza hacia la puerta.

—¡No, quédate! —La coge por el brazo—. ¿A qué quieres jugar?

—¿Te gusta el bondage? —Le pregunta la joven a bocajarro.

—¿El bondage? ¡Para nada! —Daniel efectúa una mueca de desagrado—. Sería incapaz de atar a una chica.

—¡Qué aburrido que eres! —se queja Astartea y le propina un golpecito en el hombro—. Lo que busca el bondage no es atar, sino conseguir sensaciones distintas. Delegas la toma de decisiones y las dejas en el otro. Así, abandonas todas las inhibiciones. —Camina hasta el sillón, coge su bolso, lo abre y saca de dentro un par de esposas electrónicas—. ¿Me dejas ponértelas y mostrarte el placer que te puedo proporcionar mientras estás inmovilizado?

—¡Paso! No me gusta que me dominen. —Daniel mueve la cabeza de izquierda a derecha—. Podrías ser una psicópata y ponértelo sencillo para que me mates. ¡Sería un idiota si me colocara en un estado de indefensión yo solito!

—¡Uy, tan grande, tan corpulento y tan miedica! —se burla Astartea—. Si quieres primero me esposas tú, así te demuestro que yo sí confío en ti.

—¿Cómo confías en mí si no me conoces de nada? —le replica Daniel: se pone de pie, se le acerca y le da un beso apasionado, que lo deja con ganas de más.

—Se aprecia a simple vista que eres buena gente, guapote. —Astartea se muerde el labio inferior y se le aproxima todavía más para lamerle el pecho y acariciarlo de forma más íntima—. ¿No me darás este pequeño gusto? ¡Dime que sí, porfa! Porque necesito que la noche sea completamente satisfactoria para mí...

—Vale, te permito que me esposes —acepta, reacio—. ¡Pero nada de azotes!

—¡Perfecto! Vuelve al lecho y acuéstate. —Daniel la obedece enseguida—. ¡Y ya está! —Le coloca las esposas y estas se cierran con un zumbido eléctrico.

—¿Contenta? —inquiere el muchacho, aún aprensivo, mientras la devora con los ojos brillantes.

—Muy contenta. —Astartea se le sienta al lado y le acaricia el pubis por encima del bóxer—. ¡Hoy te voy a dar la lección de tu vida!

—Del sexo lo conozco casi todo. —Daniel intenta besarla, pero ella le hace la cobra—. Bueno, reconozco que de bondage igual recibo más de una lección...

—¡Ah, pero mis enseñanzas serán mucho más amplias! —Astartea se pone de pie y lanza una carcajada—. Hoy aprenderás que las mujeres no somos meros objetos para satisfacer a los hombres, somos mucho más que trozos de carne. Tú las usas como si fuesen pañuelos descartables. ¿Sabes, semental? Tampoco haces el amor tan bien como te crees, te faltan unas cuantas lecciones. ¡Yo he aprendido del mejor y te lo puedo asegurar con conocimiento de causa! Ahora te daré tiempo para pensar. ¡Adiós, rubito! —Y Astartea camina hacia la puerta.

—¡Regresa, Ángela! —Daniel duda entre pensar que es una broma y que la chica está mucho más pirada de lo que él creía.

—¡No puedo, guapote! —La muchacha coloca la mano en el picaporte—. Mi madre me ha enviado un mensaje para que vaya a verla y no deseo fallarle. ¡Luz, apágate! —Abandona la habitación y lo deja solo y a oscuras.

—¡No te vayas, Ángela! —al apreciar que lo ignora acto seguido grita—: ¡Que alguien me ayude!

     Daniel recuerda que el cuarto se ubica en una zona apartada y que, aunque se desgañite, nadie lo escuchará.

—¡¿Cómo he podido ser tan imbécil?! —Le da patadas a la cama, por fortuna le ha dejado las piernas libres—. La pequeñaja me advirtió una y otra vez de que está tía no le gustaba y no le hice caso. ¡Qué idiota he sido, Ángela está como una puta cabra!

     Las horas pasan, pero al hallarse a oscuras no puede calcular con exactitud el transcurso del tiempo. No deja de intentar zafarse —golpea la cama, retuerce el cabecero, trata de romper las cadenas—, pero resulta infructuoso porque tanto el lecho como las esposas son de una aleación de titanio irrompible.

     Por momentos se duerme, agotado, y luego despierta inquieto. Calcula que lleva un día de vanos intentos y se le ocurre una idea. «¿Y si consigo llegar con el pie a la zona de la muñeca derecha y activar el móvil que tengo implantado debajo de la piel? ¡Por qué se me habrá ocurrido apagarlo antes de acostarme con esa sádica!»

     Claro que de conseguirlo descarta llamar a sus padres, resultaría humillante que lo descubriesen así. Ni a Helen, se burlaría de él por toda la eternidad y lo regañaría con sus aires de mandona. Solo puede contar con Liz, la versión femenina de sí mismo y quien siempre termina en situaciones extrañas cuando sale con hombres. «Aunque antes de seguir divagando debo conseguir lo más difícil: activar el móvil».

     Se siente reanimado pese al hambre que le hace crujir las tripas. Fuerza las caderas y estira las piernas hacia atrás. Tantea con el dedo gordo del pie la mano derecha y le da la impresión de que palpa todas las zonas y cada pequeño recoveco, excepto el diminuto punto que activa el teléfono.

—¡No te rindas! —exclama y patea, frustrado, el cabecero: el pie rebota, y, sin saber muy bien cómo, enciende el móvil de debajo de la piel—. ¡Telefonea a Liz!

     Instantes más tarde escucha la voz de su trilliza:

—¿Diga?

—¡Hermanita, por favor, ven al motel que está frente al pub del otro día! —Aúlla, frenético—. ¡Habitación número uno!

—Empezábamos a preocuparnos. ¿Estás bien? —le pregunta Elizabeth enseguida—. Mamá iba a pedirle a Anthony que te buscase y...

—¡No, por favor, que no lo haga! —Daniel le suplica, horrorizado—. Tú ven ahora mismo con algo que sirva para abrir esposas electrónicas. Y tráeme ropa limpia.

—¡¿Esposas electrónicas?! —Se asombra su trilliza.

—¡Vente ahora mismo y te lo cuento! —con tono de súplica, añade—: ¡Por favor, no demores!

      Los minutos se le vuelven a hacer eternos, quizá porque al saber que la ayuda viene en camino se ralentizan más. Sin embargo, se tranquiliza cuando oye el pitido que abre la puerta.

—¡Dios mío, hermanito! —chilla Elizabeth y enciende la luz—. ¡Qué mal huele aquí!

—Podía ser peor, solo he hecho pis —se disculpa con voz avergonzada.

—No me lo puedo creer, ¡estás esposado al cabecero de la cama! —Liz abre la boca con desmesura—. ¡¿Esto te lo ha hecho la tía del látex?!

—Sí, me ha inmovilizado y se ha ido sin mirar atrás —le responde Daniel, avergonzado.

—Atontado, ¡¿cómo se te ocurre dejarte esposar por una extraña con pinta de dominatrix?! ¡Has estado desaparecido durante más de dos días! —Elizabeth lo rezonga, todavía en shock—. Al final va a ser que la pequeñaja tenía razón. Decía que no se fiaba ni un pelo de esa chica e insistía en que te buscásemos porque nuestros enemigos son muy peligrosos.

—¡Es la última vez que no le hago caso a Ágape en algo! —Por la entonación resulta evidente que habla en serio—. Y que conste que antes de esposarme pasamos la noche juntos haciendo el amor, por eso me cogió con las defensas bajas...

—Recuerda que mamá le hizo algo similar a papi al poco tiempo de conocerlo, debías estar prevenido. —Liz lo rezonga mientras se le aproxima y estudia las esposas para determinar cómo puede abrirlas—. Tranquilo, hermanito, esto es pan comido.

     La trilliza saca un artefacto del bolso y lo pega al dispositivo que tranca las esposas.

—Descarga en uno, dos...

—¿La electricidad no me freirá? —la interrumpe Daniel, aprensivo.

—No te asustes, solo sentirás cosquillas —y prosigue como si el joven no la hubiera detenido—: Tres, ¡ahora!

     Se escucha un sonido similar al de un rayo —aunque mucho más débil— y las esposas caen sobre el lecho.

—¡Tengo que ir al servicio! —Daniel corre hasta el baño.

—¡De paso date una ducha! —le ordena Elizabeth imitando la voz de mando de Helen—. ¡Hueles a demonios!

—¡Gracias, hermanita, yo también te quiero!

     La muchacha recoge la ropa de su hermano, que se halla tirada por toda la habitación.

—¡Sí que has tenido una noche movidita con la muy cabrona! —susurra, y, en voz muy alta, le avisa—: Te he dejado colgadas tus prendas limpias en el pestillo.

—¡Gracias, Liz! —El sonido del agua al correr tapa un poco la voz de Daniel.

     Elizabeth hace un atado con la ropa de cama y la deja en un rincón, con lo cual el mal olor disminuye. También abre la ventana para ventilar y el aire cálido enseguida renueva el oxígeno. Luego desliza los dedos sobre un teclado que le sale desde la muñeca y que tiene la misma textura de un holograma.

—Vuelvo a sentirme humano. —Daniel entra en el dormitorio, luce el pelo húmedo y está vestido—. Ahora averigüemos la información que dejó aquí esa tía loca. Voy a encontrarla, ¡nunca sufrí una humillación tan grande!

—Acabo de hackear los datos del hotel. —Liz le señala la pantalla de aire—. Mostró un documento a nombre de Ángela de Dios, pero es falso. He buscado y solo hay una señora nonagenaria con ese nombre y no se parece en nada a Dominatrix.

—Puede ser ella. Quizá luego de sacarse la foto se ha hecho una terapia celular de rejuvenecimiento como las de papá —le replica Daniel con gesto de asco al imaginar que se ha acostado con una mujer tan mayor—. Ahora cualquier persona puede lucir mucho más joven si a ese tratamiento le suma los antioxidantes y una cirugía estética de última generación.

—Podría ser, pero no es el caso. Una nonagenaria no deja de ser una nonagenaria así como así. —Elizabeth mueve la cabeza de izquierda a derecha—. Esta Ángela de Dios es socia de Las arrugas son hermosas  y hace diez años la detuvieron por romper los cristales de una clínica de rejuvenecimiento.

—No sé yo...

     La trilliza mueve la mano y desde la muñeca se proyecta la foto de una anciana.

—¿Te acostaste con ella? —Señala a la mujer de pelo rubio y de ojos celestes.

—Podría utilizar lentillas y teñirse el pelo. —Duda Daniel, asqueado—. Igual se hizo la fotografía y después cambió de opinión en cuanto a los tratamientos.

—No, hermanito, tienes que reconocer que Dominatrix te la ha jugado bien. —Elizabeth lo coge de la mano—. Aunque sea la primera vez que te ocurre, debes aceptar que esta tía no solo te tomó el pelo, sino que no deseaba mantener ningún contacto posterior contigo. Traía malas intenciones desde el principio porque cambió la reservación de la habitación de una noche a una semana y dio la orden de que nadie los importunase. ¡Mira aquí! —Y, en efecto, Daniel puede leer lo que su hermana afirma—. ¡Hasta activó la luz de no molestar en la puerta para que los robots de limpieza no pudiesen dar aviso! —e intentó amortiguar la crudeza de los comentarios anteriores al agregar—: Vamos a comer algo, estarás muerto de hambre.

     Salen de la habitación y al principio el sol deslumbra a Daniel, que se lleva la palma a la cara para taparse los ojos, porque le cuesta mantenerlos abiertos. Avanzan hacia la cafetería cercana y cuando se sientan enseguida un robot camarero se aproxima a ellos.

—¿Qué desean? —les pregunta, solícito.

—Cuatro botellas de agua y dos cafés con leche con dos de azúcar —le pide Liz.

     La máquina se levanta la tapa del pecho y observan cómo las dos tazas se llenan con el líquido. Y cómo cae dentro de ellas el azúcar moreno.

—¿Y para comer? —inquiere el robot mientras se los entrega.

—Un omelette  para cada uno, por favor —le solicita Daniel.

—Y agrega, también, un desayuno inglés completo para cada uno —añade Elizabeth en tanto lanza un suspiro—. Los dos estamos muy hambrientos.

     Al instante llegan dos bandejas voladoras y se posan frente a ellos sobre la mesa.

—Te debo un favor muy, muy grande, hermanita. —Daniel clava la vista en ella, emocionado—. Y si te callas lo que me ha pasado te deberé todavía más.

—Tranquilo, tu secreto está a salvo conmigo —pronuncia Elizabeth enseguida y luego sonríe en dirección al ocupante de la mesa próxima—. Como recompensa solo prométeme que cuando el guapo que está al lado se acerque no lo espantarás como hace Helen y le permitirás que se siente con nosotros.

—¡Prometido! —exclama y se gira para contemplar al hombre con curiosidad.

     Poco después este camina hasta ellos y le dice a Daniel con coquetería:

—Te he estado observando y me pareces muy atractivo. ¿Podría invitarte a salir?

—¡Acepta, hermanito! —Liz le palmea la mano y sonríe—. Seguro que la cita con él te sale mucho mejor que con Dominatrix.




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