3. SATANÁS. El camino de la tentación.
«En el bosque de amor, soy cazador furtivo; te acecho entre dormidos y tupidos follajes».
Ramón López-Velarde
(1888-1921).
La explosión de ácido sulfúrico es tan ruidosa y el hedor tan penetrante que hiere como la espada más afilada, pues Satanás se materializa al costado de la discoteca Blue Mountain. Por eso no es de extrañar que el borracho que se halla tirado al lado del contenedor de basura pegue un brinco que casi lo impulsa a ponerse de pie.
—¡¿Qué cojones pasa?! —Aun en medio del desconcierto sujeta con fuerza la botella de whisky.
—Solo es un sueño. —El demonio utiliza un tono irónico mientras le posa la mano sobre la cabeza—. Duérmete y luego continúa haciendo méritos para venirte conmigo al Infierno. —El hombre cae desmayado sobre el suelo—. Ahora que no me molestas me podré concentrar. —Suena satisfecho de sí mismo—. Pondré de inmediato en funcionamiento mi parabólica.
Cierra los ojos e intenta percibir a su hija. Enseguida siente que no está demasiado lejos, pero por fortuna no en el sitio de donde sale la estridente música. No le agrada la idea de esconderle sus próximos pasos, aunque tampoco desea que se tome las acciones que emprenderá como sinónimo de desconfianza hacia sus aptitudes. Porque sí está seguro de que conseguirá seducir a Daniel y que se postre a sus pies. «Si ambos desplegamos nuestros poderes de manera simultánea venceremos a nuestros enemigos al mismo tiempo en dos frentes. Y, así, nuestra labor terminará más pronto», medita mientras sonríe con maldad.
—¡Ahora a actuar! —exclama con decisión.
Desde que perdió a su esposa por culpa de los entrometidos ángeles siente que no es el mismo diablillo descarriado de antes. Prefiere quedarse en el palacio y aleccionar a Astartea o ver películas u obras de teatro con ella. O, también, leer un número descomunal de libros antes que compartir una juerga por todo lo alto con sus acólitos. No es que se haya ablandado, sino que le falta su emperatriz para que las experiencias valgan más al ser compartidas. «¡No te pongas melancólico justo ahora!», se regaña. «Enfócate en el objetivo: seducir a la hija de tu némesis».
Hay tres para elegir, pero la decisión resulta sencilla porque la trilliza malhumorada de la bruja Danielle ama al vikingo con el que comparte amistad desde que eran niños y otra es demasiado joven. Solo le queda como opción Elizabeth, la rebelde a la que le atrae el lado oscuro. «Esto también es un indicio de lo bajo de forma y de lo perezoso que estoy», lanza un suspiro. «En mis buenos siglos hubiese hecho caer a la que está enamorada, aunque el esfuerzo fuese más arduo. Tal vez Astartea tenga razón y me hago viejo», reconoce molesto.
Acto seguido entra en la sala y se siente mejor al apreciar que todas las mujeres lo observan con interés. Él las ignora y ve cómo la trilliza baila con un individuo que tiene aspecto de pirata. Mientras, su hermana pequeña —«la quejica» según Astartea— la observa desde la barra con cara de resignación.
«No está nada mal», piensa mientras la tasa como si fuese una yegua de carrera a la que está a punto de comprar. «Es más guapa y más sensual que la madre, no será ningún esfuerzo revolcarme con ella en la cama».
Enfoca el dedo índice en Ágape y le provoca unas ganas insoportables de ir al baño. «Estará allí por una hora como mínimo», esboza una sonrisa pícara.
A continuación analiza al sujeto con el que danza la otra muchacha, gira la muñeca y este se aparta de ella y se disculpa:
—Lo siento, tengo que volver a casa. —Y se escapa como si lo persiguiera un perro del Infierno, sin importarle que la deja sola en el medio de la pista.
Satanás mueve el meñique. La música cambia por otra más lenta y más romántica.
—¿Te das cuenta de que los hombres ya no tienen modales? —Sujeta a Elizabeth de la mano y la atrae hasta que los cuerpos se tocan—. ¡¿Cómo alguien puede abandonar a una belleza como tú?!
La joven lo analiza con desparpajo y sin cortarse un pelo. Se aprecia a simple vista que le gusta.
—No todo el mundo tiene tu misma educación, ¡gracias por rescatarme! —La entonación es burlona y le coquetea con descaro, no se separa ni un milímetro de él.
—Él se lo pierde y yo gano. —Le guiña un ojo y sonríe.
No finge, hace bastante que no se divierte tanto. Le resulta curioso que sea la hija de su némesis quien le quite la sensación de tedio generalizado que suele embargarlo.
—¿Has venido sola? —Sabe la respuesta, pero cree que se trata de un tema adecuado para progresar.
—Si lo que insinúas es que nos vayamos juntos ahora, deberemos dejarlo para otro día porque he venido con mi hermanita. —Elizabeth pone gesto de pena.
—O sea que en otro momento te gustaría irte conmigo. —Provocativo, le da un beso en la mejilla.
La chica —en lugar de recular— le busca los labios. Surge una conexión inmediata y el Diablo se siente como si se hubiese parado justo encima de un volcán en erupción. O igual que si se deshelara después de haber estado congelado durante eones.
Se echa hacia atrás y exclama:
—¡Wow, sí que vas rápido!
—¿Para qué esperar? —Elizabeth se alza de hombros—. Un beso es el mejor detector de la compatibilidad sexual. Resulta evidente que entre nosotros existe mucha química.
—¿Por qué no pones a tu hermana en un taxi y nos vamos juntos? —Se siente muy estimulado y no desea esperar.
—Los demás nos dejaron tiradas y soy la única que queda. Si no vuelvo con ella mis padres se enfadarían —le explica resignada.
—¿Y no se enfadarían también si te vieran besar a un perfecto desconocido? —Sin querer le ha salido su vena paternal y las palabras han sonado a recriminación.
—Los padres no tienen por qué saberlo todo de los hijos. —Vuelve a alzarse de hombros.
—Tú no me conoces. Piensa, ¿y si soy un psicópata? —la reprende como si fuese Astartea—. Deberías ser más prudente. Quizá no sería una mala idea que le contaras todo a tus padres.
—¿Tú le confiesas todo a los tuyos? —le replica Liz sin amilanarse.
La parte humana de Satanás había nacido en la época de la fundación de la ciudad de Atenas, resulta difícil que pueda hablar con los suyos. Llevan más de dos mil años muertos.
—No todo. —Le sonríe, la trilliza lo divierte y hace que su tarea sea muy agradable.
—Ahí viene la pequeñaja. —Suelta un suspiro de resignación.
—Entonces te dejo, belleza. —La besa con ganas y al finalizar le da un pequeño mordisco en el labio inferior—. Pronto nos veremos. ¡Es una promesa!
Elizabeth le hace adiós con la mano, como si lamentase su partida. «Si supieses quién soy de verdad correrías a la máxima velocidad en sentido contrario», piensa el Diablo. Y contiene la tentación de soltar una carcajada.
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