11. ASTARTEA. Molestar es mi razón de ser.
«La prudencia es a menudo tan molesta como la luz de la lámpara en una alcoba».
Ludwig Börne
(1786-1837).
—¿Y bien? —La princesa del Infierno los observa de uno en uno—. ¿Nadie va a mostrarme cuál es mi trabajo?
—¡Lo siento, todo esto me supera! —reconoce Willem y se revuelve la cabellera—. Iré a contarle en persona las últimas nuevas a vuestra madre, no me animo a hacerlo por teléfono. Y tú, Ágape, te vienes conmigo junto con Spark. —Luego enfoca la vista en Astartea—. Los trillizos se encargarán de ti. Y ya que Daniel te «conoce» tan bien podéis compartir tareas. —Observa al joven con furia.
—Papá, te juro que no sabía que era la hija del Diablo —se disculpa el muchacho—. ¡De haberlo sabido jamás nos hubiésemos liado!
—¡Ay, papi, he sido un niño muy malo! —Astartea pone un tono chillón—. ¡Merezco que me ates y que me des unos azotes! —Clava la vista en Daniel con doble intención y enseguida se calla.
—Bueno, Dominatrix, será mejor que te enseñemos todo esto rapidito. —Elizabeth se pone de pie y los demás la imitan.
—¿Estás bien, Liz? —le pregunta su trilliza—. Te noto rara.
—¡Estoy perfecta! —Tranquiliza a su hermana al momento—. Dentro de lo que cabe, claro, esta situación es imposible.
—Bien. —No parece conformarla del todo la respuesta, pero se da por satisfecha—. ¡Y cuidadito con cómo te comportas! —Helen la enfoca con el índice—. Te vigilaremos al máximo, diablesa, ni siquiera parpadearemos. ¡Y como pretendas hacernos daño volarás hasta el Sahara!
—¿Sí? —Astartea utiliza su poder y se desdobla: uno de sus «yoes» aparece detrás de Helen y le propina un golpecito en el hombro—. ¿Me vigilarás a mí o a mi hermana gemela?
—¡Mierda! —La trilliza da un salto y no sabe hacia dónde mirar, mientras el perro ladra para avisarle del peligro.
—Vosotros ocupaos. —Willem se lleva la mano a la frente—. Ágape, Spark y yo nos vamos. Lo que ha pasado ahora entra en la esfera de actuación de vuestra madre, ella sabrá cómo proceder. —Y arrastra a la hija pequeña hacia la puerta.
—Se nota a las claras quién lleva los pantalones en vuestra familia —pronuncia la princesa con ironía.
—¡Vamos, diablesa! —Helen se molesta por el comentario, aunque sea cierto—. ¡Arreando que es tarde!
—Mi nombre es Astartea. —Clava la vista en la muchacha—. ¿Sabes? Técnicamente no soy una diablesa. Como os ha dicho antes mi padre, mi madre es una poderosa hechicera. —Uno de sus yoes pasa el brazo alrededor del de Daniel y este pega un brinco por la sorpresa—. ¿Me enseñarás la empresa de una buena vez, guapote?
—¡Ey, Dominatrix, quita las garras de mi hermano! —Elizabeth la golpea en los dedos y hace que lo suelte; acto seguido se coloca entre los dos—. ¡Eres igualita a tu padre! Todo lo que ve, lo toma con engaños... Y tú tranquilo, campeón, no permitiré que vuelva a enredarte —le musita en el oído.
—¿Enredarlo? —Astartea finge un gesto de asombro—. ¡Si lo pasamos genial la otra noche!
Liz la contempla con cara de escepticismo. Pero no agrega nada porque Helen se ha acercado y no desea que sepa cómo rescató al trillizo y lo liberó de las esposas.
—Empecemos, hermanos, tengo mucha tarea —los apura Helen—. Cuanto antes hagamos el recorrido, más rápido nos libramos de esta serpiente.
—¡Tu cortesía me emociona! —refunfuña Astartea y vuelve a ser solo una.
—¿Ey, bonita, qué esperabas? No eres tan ingenua como para creer que te daríamos la bienvenida con un ramo de rosas siendo quién eres. —La trilliza no se queda atrás—. Te apareces con el tío que intentó matarnos y que ha hecho todo lo posible y lo imposible para fastidiarnos la vida.
—Lo único que esperaba era que fueseis profesionales y que me recibierais como a una de las accionistas principales. —Astartea se detiene y se le pone frente por frente—. ¿Sabes por qué? Porque administro el cuarenta y nueve por ciento de las acciones de vuestras empresas te guste o no te guste.
—Bueno, dejémonos de tanta cháchara y mostrémosle todo esto lo más rápido posible. Igual si le decimos a la nena cuatro verdades viene papito a reclamárnoslo —interviene Elizabeth con ironía—. ¡Síguenos, Dominatrix!
—¡Ni que fuera vuestro perro! —refunfuña la diablesa.
—Spark siempre se comporta bien. —Liz le clava la vista—. ¡Y tú y tu padre jamás!
Y así se terminan por un rato las pullas. Porque Astartea no puede evitar sentirse impresionada al apreciar las infraestructuras y la organización, pues cada trabajador de las distintas áreas constituye una pieza de un engranaje que extiende sus tentáculos a lo largo y a lo ancho del mundo.
Cuando arriban al sector legal, Elizabeth se despide:
—Ahora viene lo aburrido. Me voy, tengo clases en facultad —y a Daniel le pregunta—: ¿Te ves capaz de que entre tú y Helen lidien con este bicho?
—¡Ey, que estoy aquí! —chilla Astartea y se pone las manos en las caderas.
—Yo no puedo quedarme, me perdería el parcial. ¡Lo siento, hermanito! En esta oportunidad tendrás que apechugar tú solito con tus metidas de pata —se burla Helen.
—No os preocupéis, id a clase, me las apañaré con esta fiera. —Aunque el tono de voz de Daniel indica justo lo contrario, que no se halla demasiado convencido.
Al dejarlos las chicas, Astartea lo vuelve a coger del brazo, y, con voz sensual, pronuncia:
—¡Al fin solos, guapote! ¿Y si primero nos encerramos en cualquier sala y nos divertimos un rato?
—Yo que tú no me tomaría tantas confianzas, demonio. —Daniel, cortante, se desprende de las manos de la chica—. Estoy obligado a mostrarte todo esto, pero hasta aquí llego. —Levanta los brazos y señala alrededor—. Lo que compartimos la otra noche jamás se repetirá. ¡Nunca volveré a pasar por una humillación como esa!
—¡Qué rencoroso eres, guapito de cara! —Se molesta la joven—. Tampoco fue para tanto, eres muy exagerado.
—¡¿Qué no fue para tanto?! —Daniel se le acerca e intenta dominarla con su físico—. ¡Estuve dos malditos días atado a la cama sin comer, sin beber y sin ir al baño!
—¡¿Y me culpas por ser tan torpe como para no saber quitarte unas simples esposas de bondage?! —le replica Astartea—. ¡Si resulta de lo más sencillo burlar el dispositivo! Me acusas como si te hubiese inmovilizado con esposas policiales.
—O sea que pagaste una semana del motel para favorecer a los propietarios y no porque pensaras que yo iba a estar todavía allí... Mira, fiera, me da igual lo que hagas o lo que digas, eres la hija de Satanás —recalca el trillizo y pone énfasis sobre todo en las cuatro últimas palabras—. Nada puede cambiar este hecho, tu origen es demoníaco y actúas en consecuencia, es tu naturaleza. ¡De tal palo, tal astilla! No es posible que yo te enseñe una pizca de moralidad cuando procedes del mismísimo Infierno y la maldad es lo tuyo.
—¡¿Enseñarme moralidad justo tú, que te tiras a todo lo que se mueve?! —Astartea levanta mucho los párpados por el asombro—. ¿Acaso no sabes que en los corrillos de mujeres de facultad te llaman Billy the Kid? Porque dicen que donde pones el ojo, pones la bala. —La joven efectúa un gesto obsceno.
—Mira, diablesa, me da igual. —Daniel corta el aire con la mano para indicar que nada de lo que diga le importa—. Estoy contigo para enseñarte la empresa y esto es lo que haré... Aquí es donde se resuelven los conflictos con los proveedores y con los clientes. —Abre la puerta y la invita a que pase—. Este equipo es más efectivo desde que comencé a colaborar con él. —Le muestra con orgullo la red de pequeñas oficinas en las que desempeñan su función unas quince abogadas.
Debido al ruido que producen al entrar, las ocupantes levantan las cabezas. Cuando ven que es Daniel se transforman: algunas hasta se acomodan las cabelleras y se retocan el maquillaje delante de pequeños espejos. Y, sin saber muy bien por qué, Astartea se molesta.
—¡Hola, Daniel! —Lo saluda una rubia exuberante, que parece salida de una pasarela de moda—. Me alegro de que estés aquí, te extrañábamos. A esta hora siempre contamos contigo. —Clava la vista en él como si fuera un suculento manjar, lo que provoca que a la princesa se le revuelvan las tripas—. Justo necesitaba comentarte un nuevo caso que nos acaba de llegar. —Le pone la mano en la espalda.
—¡Ey, bonita! —Sin darse cuenta Astartea imita las palabras y el tono brusco de Helen—. ¡Se mira, pero no se toca! —Le propina un golpe en el brazo a la otra mujer y esta lo suelta.
—Lo siento, Daniel, no sabía que tenías pareja. —La desilusión se le lee en el rostro; un suspiro resignado recorre la estancia.
—No somos novios ni nunca lo seremos, no entiendo por qué se toma estas atribuciones fuera de lugar. Estoy soltero y no tengo ningún compromiso —le aclara el trillizo enseguida, y, desafiante, coge a la letrada rubia por la cintura y la aprieta contra el cuerpo—. Le muestro la compañía porque representa el cuarenta y nueve por ciento de las acciones, pero como mujer me resulta indiferente... Por favor, Carrie, vamos a tu oficina y me lo muestras —cuando aprecia que la princesa avanza con ellos, añade—: Tú espérame aquí. Cuando termine regreso.
Y, por primera vez en su vida, Astartea siente remordimientos. Recién ahí, comprende que la maravillosa madrugada que pasaron juntos nunca se repetirá...
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