1. ÁGAPE. El patito feo.
«No importa si naces en un patio de patos, siempre y cuando salgas del huevo de un cisne».
Hans Christian Andersen
(1805-1875).
Mis hermanos, mi mascota y yo nos recostamos sobre el césped de Pembroke Manor, la mansión que la bisabuela le regaló a mi madre —Danielle— junto con el título de duquesa. ¿El motivo? Practicar con los poderes... Y, en mi caso, envidiar los dones de los demás, porque yo no tengo ninguno.
—¡Adelante, pequeñaja! —me anima Daniel, entusiasmado, ignora cuánto odio que me llame así porque nunca se lo confieso—. ¡Inténtalo, tú también puedes! —Observo la nube con tanta energía mental que debería estallar como una pompa de jabón, pero nada sucede.
Él ha utilizado unos nubarrones negros —que ha situado justo encima de nuestras cabezas— para darle forma a una pareja en medio de un beso apasionado. No me extraña porque lleva obsesionado con el sexo desde la pubertad.
—Seguro que cuando Satanás venga a matarnos se distraerá al contemplar tus dibujitos. Y, así, venceremos la batalla. —Helen pone el tono y el gesto de marimandona que tanto detesto.
Pero Daniel, en lugar de enfadarse, le replica:
—¿Así te parece mejor?
Y mediante una rotación de la muñeca provoca que el cúmulo nimbo descargue el agua con fuerza encima de la criticona.
—¡Demonios! —Helen, empapada, enfoca el índice en la nube y provoca que esta se vierta encima de nuestro hermano, con lo cual los dos nos quedamos empapados porque nos hallamos codo con codo—. ¡Lo siento, pequeñaja, eres un daño colateral! No deberías aproximarte tanto a este tramposo.
Daniel se quita la camiseta mojada y deja a la vista su perfecta tableta de chocolate.
—¡Me parecía raro que todavía no mostraras los músculos! —Liz lanza una carcajada.
—¡Toca, soy una roca! —Le pone el bíceps debajo de la nariz y hace que este sobresalga todavía más—. ¡Ey, Helen, la peque no te ha hecho nada, no es justo que la dejes como un perro mojado! —Daniel me escurre unas hebras de cabello que, por la cantidad de líquido, dan la impresión de que me he tirado poco antes de cabeza al océano.
Spark —mi Jack Russell terrier— al escuchar la palabra «perro» se pone a ladrar para sumarse al juego. Corre en círculos alrededor de nosotros con la lengua afuera y el escándalo ahora resulta épico. Mientras, yo no comparto su alegría, pues me siento miserable.
—¡Ay, hermanita! Si te quedas así te resfriarás. —Liz, protectora, efectúa movimientos circulares con los brazos y luego me señala.
Un viento cálido, que parece provenir del Sahara, me rodea y me seca enseguida la ropa.
—Gracias. —Envidio cómo controla los elementos y su infinita inteligencia.
¿Por qué no admitir la verdad? Soy solo un patito feo en mi familia de cisnes. Y no es porque los trillizos me lleven un par de cabezas y parezcan unos dioses nórdicos al agitar sus melenas rubias y al deslumbrar a los demás con los ojos azules, sino porque tienen poderes y son superdotados. Y muy valientes. Cuando eran bebés trajeron a mamá desde la muerte y también fueron capaces de abrir los portales del tiempo para viajar a la época de los vikingos y ganarse el respeto de ellos. Así obtuvieron su apodo, «Hijos del Viento». Aunque, lo peor de todo, es que los tres tienen memoria fotográfica y jamás olvidan mis metidas de pata, siempre me las recuerdan.
—¿Y si vamos... —empieza a preguntar Daniel.
—No creo que hoy sea el momento —le responde Liz como si supiera de qué habla.
—Yo también paso, he quedado para estudiar con Bjørn —añade Helen y niega con la cabeza.
Mientras, yo sigo sin enterarme de nada. Odio esta costumbre de dejar las ideas incompletas en el aire y de que entre ellos las capten al vuelo o de que uno empiece las frases y los otros se las completen. Este vínculo especial que los une por haber compartido el útero de la madre de alquiler hace que me sienta excluida. Para consolarme me recuerdo que yo sí fui engendrada de la manera tradicional cuando nuestros padres estaban en el Antiguo Egipto y crecí en el vientre de Danielle.
Disimulo el enfado y les pregunto:
—¿Ir adónde?
—¡A la discoteca cercana! ¿A dónde va a ser? —me contesta Helen como si fuese obvio.
—Yo iré sí o sí —nos aclara Daniel—. Puedes venir conmigo, pequeñaja.
—No cuentes con él, Ágape. Te dejará tirada en cuanto se le cruce la primera chica guapa. Y, como siempre, pasarás el momento incómodo porque mamá se despedirá de Daniel en la puerta y le dirá: «¿Llevas preservativos, cielo? ¡Recuerda usarlos!» Igual te vuelve a dar la charla también a ti. —Elizabeth imita a su madre y los tres estallan en carcajadas, a las que yo también me sumo.
—Prometo que hoy no habrá ninguna batallita sexual, prefiero salir con vosotras para analizar qué se cuece por ahí. —Pone el rostro de angelito que consigue que mis hermanas se sumen a sus descabelladas propuestas.
Y una mirada especial cuyo sentido no capto, pero que ellas enseguida comprenden.
—¡Vale, iré! —acepta Helen en tanto se sopla un mechón de pelo que le ha caído en la frente cerca de los ojos—. Pero me reúno con vosotros allí. Invito a Bjørn y salgo desde su casa.
—Entonces iré —se apunta Liz—. Seguro que si Ágape nos acompaña, Thomas también viene. ¿Estás contenta, pequeñaja? —Y me contempla con una sonrisa de oreja a oreja.
Como es lógico, pongo una expresión de fastidio. Me molesta que en las últimas fechas Thomas haya pasado de contemplarme como un perrillo sin dueño a perseguirme sin descanso para que acepte salir con él. No le importa que es unos cuantos meses menor que yo. Ni que su madre —Cleopatra— sea casi una hermana para la mía. ¡Si hasta estoy convencida de que liarme con él sería incesto!
De improviso, dejamos de hablar porque un niño pequeño corre hacia la ruta convencional y no hay cerca un mayor para detenerlo. Vemos, con horror, que por ella transitan los vehículos sobre las cuatro ruedas a gran velocidad. Si fuese una de las modernas autopistas para coches voladores no nos preocuparíamos.
—¡Manos! —grita Daniel.
Nos ponemos de pie. Liz y Helen se las dan y los tres forman con ellas una cadena. Enseguida el cielo se vuelve negro y la brisa nos enreda las cabelleras. Un torbellino baja justo delante del pequeño, pero esto no detiene su carrera. Avanza entre risas, que apenas escuchamos desde lejos, y se aproxima más y más a los autos.
—Si pudiéramos hacer un tubo enorme de los de mamá lo detendríamos. ¿Por qué no tenemos sus superpoderes? —se queja Helen y suelta un chasquido con la lengua.
—Si pudiésemos hacerlo lo mataríamos —le replica Liz, no en vano es la científica de la familia.
—¡Es imposible llegar hasta él a tiempo, está demasiado lejos! —se lamenta Daniel, frustrado.
Pero una bola peluda corre a toda velocidad por la verde campiña en su dirección. Y cuando llega hasta el crío lo tira al suelo y se le pone encima, para distraerlo y para darnos tiempo a rescatarlo.
—¡Mi perro es un héroe! —Aúllo, aliviada.
Y me embarga la felicidad, aunque Spark ponga en evidencia que soy la única inútil de la familia.
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