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Capítulo 1


Para Kirill el agua fría en sus manos no se sentía desagradable. El sonido del agua fluyendo entre los platos quedaba opacada por la voz melodiosa que sonaba desde la habitación contigua, formando una peculiar armonía en toda la casa.

La silueta alta y delgada de Kirill estaba sola en la cocina, al contrario de como era años atrás: cuando era raro que alguien estuviera solo en cualquiera de las habitaciones.

Se secó las manos y dejó el viejo trapo colgado del asa de un cajón, pero cuando iba a salir de la cocina se detuvo en seco para no chocar con Anatoli, quien llevaba dos tazones vacíos en la mano.

—¿Cómo estás? —la voz de Kirill era suave al igual que su sonrisa mientras se aseguraba de tener las manos secas antes de tocarle la frente y mejillas al chico pelirrojo de una estatura considerablemente menor que la suya.

—Mejor —asintió con una sonrisa tenue, aunque sus ojos verdes oscurecidos por las ojeras aún delataban que no estaba bien del todo.

—Sigue descansando, ¿sí? —le sonrió una vez más antes de tomar los platos que el chico llevaba en la mano.

—No es que vaya a hacer mucho más —rio el más bajo.

—Anatoli —los dos se giraron al escuchar la voz de Milan por el pasillo. Era casi de la misma altura que Kirill, con el cabello rubio dorado y unos ojos azules intensos; verlo andar por el pasillo cada mañana era la verdadera representación del amanecer para ellos—. Toma.

Le entregó un frasco transparente del característico marrón de los botes de medicina. Anatoli le agradeció y entonces el rubio le hizo la misma pregunta que Kirill.

—Dame, yo los lavo —ahora fue Milan quien le quitó los platos a Kirill—, aún tengo que lavar el mío así que aprovecho.

Kirill se fue hacia el fondo del pasillo, Milan a la cocina, y Anatoli al cuarto que quedaba justo enfrente de esta.

La avena pegada a los tazones se desprendió fácilmente incluso con el agua fría, Milan tenía experiencia deshaciéndose de todo rastro de las hojuelas insípidas. Después de todo, la avena simple era de sus desayunos más típicos.

A pesar del sabor insípido, la definición de vacío para el paladar, era lo que tenían que comer casi a diario. En verano desayunaban las hojuelas de avena secas con azúcar, un alimento dulce y agradable. Pero en los meses más fríos, la hervían convirtiéndola en una pasta generalmente insípida, pues no gastaban el azúcar limitado que tenían en endulzar todos sus desayunos. Milan a veces lo convertía en un desayuno salado con carnes frías y alguna verdura hervida. Pero de nuevo, no tenían mucho para desperdiciar.

En los primeros años, la puerta del Bloque E se abría tres veces al día y llegaba una pila de bandejas con comida, una para cada uno. Pero desde que Kirill cumplió los quince, de eso ya hacía doce años, una de las habitaciones, la primera del lado derecho del pasillo, fue acondicionada para ser una cocina. Ahora una vez a la semana la puerta se abría para dejar sacos y cajas de comida, ahora era su tarea el preparar esos alimentos.

La avena era algo casi reglamentario, de ahí en fuera las raciones variaban según la generosidad de su proveedor: carne, harina, azúcar, miel, frutas, verduras...

Su trabajo era ingeniárselas para hacer durar la comida toda la semana y que esta fuera un tanto presentable. Actualmente ese solía ser el trabajo de Milan, él era quien más tiempo pasaba en la cocina, aunque todos los demás solían colaborar de alguna u otra manera.

El Bloque E era el quinto y más nuevo sector del Centro Penitenciario Volga 5, se trataba de una sección distinta al resto de la prisión, una donde los internos rara vez superaban los diez años al momento de su ingreso, y no porque se tratara de un reformatorio juvenil o infantil. Los presos del Bloque E entraban sin condena alguna mas que el hecho de ser huérfanos y haber captado la atención de quienes lo mantenían.

Se había creado con el fin de estudiar y experimentar con humanos. Ahí se llevaron a cabo varios experimentos científicos así como de interés social, pero en el último momento se decidió que los sujetos de experimentación no serían los reclusos de la propia prisión, sino que surtirían sus conejillos de indias a su gusto. No se conformarían con la basura humana tras los barrotes, sino que se encargarían de traer seres que captaran su interés, humanos aún sin corromper, niños a quienes nadie extrañaría.

Con el paso de los años los experimentos y pruebas se redujeron, al igual que el número de internos, que a pesar de renovarse cada cierto tiempo, después de los primeros cinco años, el flujo de nuevos llegados se redujo hasta el punto de detenerse. Kirill vio llegar al último grupo de nuevos internos cuando tenía trece años, desde entonces el número dejó de aumentar.

En su mayor esplendor, si es que podía llamársele así, el Bloque E-1 llegó a tener a 32 niños conviviendo en sus estrechos pasillos y reducidas habitaciones.

Kirill y Milan llegaron en la primera carga de internos, cuando aún estaba en construcción el futuro edificio que sería el Bloque E. El primer día del experimento tenían a alrededor de cien niños en el patio de la prisión principal, para cuando la construcción concluyó, después de unos meses, se llevaron a las 14 niñas sobrevivientes al Bloque E-2, y a los 12 niños al Bloque E-1.

De forma irregular llegaban nuevos niños al bloque, y suponían que lo mismo sucedía con las niñas; no habían vuelto a ver a ninguna de ellas desde el momento en que los separaron.

Aunque los experimentos eran cada vez menores, llegó un momento en el que se detuvieron por completo, eso fue cuando Kirill tenía alrededor de dieciocho años, y poco después de que les llegara el comunicado de que todas las niñas del Bloque E-2 habían muerto.

Los pocos hombres que quedaban en el E-1 asumieron que ya se habían cansado, que fuera cual fuera el propósito que tuvieran todos los experimentos había sido un fracaso, pero no iban a soltarlos sin más después de haberlos tenido recluidos casi toda su vida. Su destino ya no era otro que morir entre esas paredes para que así se llevaran con ellos todo rastro de la existencia de un programa de experimentación.

Todos lo habían asumido, hasta los más pequeños entendieron que estaban en una condena de tipo cadena perpetua, al igual que sus compañeros criminales del Bloque C, aunque a diferencia de ellos, los muchachos del E-1 nunca habían cometido ningún asesinato, traición o crimen de tal magnitud.

Pero eso no los hacía renunciar a la vida que aún les quedaba. Por eso seguían viviendo en el edificio, por eso se cuidaban los unos a los otros, por eso Milan preparaba comida todos los días, por eso habían hecho de aquella celda gigante en forma de habitaciones, lo más parecido que tendrían a un hogar.

¿Por qué no los mataban para terminar de una vez por todas esa espera?

Claro que se lo habían preguntado, pero cuando habían transcurrido ya dos meses desde la muerte de todas las niñas y el cese de los experimentos, y aún no los habían envenenado como hicieron con varios el primer día, cortado el suministro de agua y comida, o asesinado con un disparo a la cabeza; fue que llegaron a la conclusión de que sus vidas no eran lo suficientemente importantes para los carceleros (uno de los tantos apodos de los niños para los encargados del Bloque E y sus trabajadores), como para necesitar eliminarlos desesperadamente.

Ahora Kirill, el mayor del grupo, tenía 27 años, y los menores del grupo, Artyom y Anatoli Shevchenko, el único par de gemelos supervivientes, tenían 20 años. Todos los terrores que habían pasado de niños ya eran sólo recuerdos con los que habían aprendido a lidiar hasta el grado de ya no temerles en absoluto en varios casos. Ya no conocían la vida fuera de la prisión, y ya no le tenían miedo a su propio hogar.

Milan dejó los tazones sobre un trapo para que se secaran mientras escuchaba la guitarra de Artyom justo al otro lado del pasillo. Era una mañana tranquila, incluso para tratarse de ellos.

Los acordes eran suaves y armoniosos, inundaban el lugar acompañados por la voz del mismo chico, como era costumbre.

Milan salió de la cocina y caminó por el pasillo en dirección al cuarto de Kirill, pasó delante de la sala y del cuarto de Marcel, pero la habitación de Yurchenko estaba vacía, por eso no lo dudó y se fue a la penúltima habitación del lado izquierdo, justo antes de llegar al baño.

El chico estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la cama y las piernas estiradas. Sus ojos azules se perdían en la ventana sin cortinas que permanecía abierta siempre que el clima lo permitiera.

—Aquí de nuevo —dijo Milan antes de sentarse al lado de él, quedando los dos solos en el suelo de la habitación.

—Sí, aquí de nuevo... Los cuartos de la izquierda tienen mejor luz que el resto.

—¿Y por qué no te mudas aquí definitivamente? —la pregunta del rubio iba sin mala intención, con genuina curiosidad mientras miraba el escritorio delante de ellos y los libros que se apilaban en la gran estantería.

Pero Kirill sólo negó lentamente con la cabeza.

—Es de Nibi.

—Claro —asintió Sharich con tristeza así como respeto en su voz.

—Ya va a pasar un año desde que se fue —pero fue Yurchenko quien sacó el tema.

—Sí, en mayo —asintió él antes de mirar a través de la puerta cómo había otra habitación vacía en diagonal desde su punto de vista. Esta tenía las cortinas cerradas dándole un poco más de penumbra, pero aún así se podía ver la litera ahora abandonada—. Y en octubre serán ocho años desde que Micah y Rhett...

Kirill asintió ahora mirando también al mismo lado que su compañero.

—Sólo se nos adelantaron —repitió aquello que tanto solían decir. Una verdad genérica pues todo humano tiene el destino de perecer, pero muy concreta para ellos, cuyo único destino era morir eventualmente.

Ya habían pasado años desde la última vez que alguno se preguntó quién sería el siguiente. No lo sabían, y aunque era inminente que alguno de ellos sería el siguiente en morir, no sabían cuándo ni quién, así que lo mejor que hacían era simplemente ignorar aquel pensamiento, así como el único temor que quedaba entre los chicos del Bloque E-1: ¿Quién sería el último en morir? ¿Quién tendría que aguantar la penúltima pérdida en soledad y rezar porque su momento no tardara mucho en llegar?

Los muros de esa cárcel eran suficientemente gruesos y las ventanas muy pequeñas como para permitirles ahogarse en aquellos pensamientos, por eso habían dominado la habilidad de no darle importancia.

—Anatoli está bien, ¿no? —preguntó Kirill finalmente mirando a Milan, quien asintió pretendiendo tranquilizarlo.

—Es sólo un resfriado. Anoche cenó bien y hoy desayunó normal así que eso ya es buena señal. Además encontré un frasco más de medicina en la bodega así que eso le ayudará a quitarse de una vez por todas las flemas y la tos.

—De todas formas volveremos a hacer sopa hoy, ¿sí? —aunque la respuesta del rubio lo tranquilizó, aquel instinto de protección y preocupación seguía activo en Kirill.

Milan asintió y le pasó un brazo por la espalda al castaño.

Para ese momento ya sólo quedaban siete chicos en el bloque, llevaban años sobreviviendo cuidándose entre ellos, de ahí la evidente y razonable preocupación de Kirill por el estado del chico.

Anatoli no estaba cantando, al contrario de lo que era común, la tos con la que llevaba cuatro días lidiando le impedían hacerlo. Pero Artyom estaba cubriéndolo.

Las canciones que habían aprendido gracias a las repeticiones de la radio eran las que tanto se escuchaban entre los muros en voces de sus habitantes.

Incluso Aleksei, quien tenía igualmente una voz privilegiada pero menos gracia y expresividad que los gemelos, estaba acompañando el canto de Artyom en voz baja desde la última habitación del lado derecho del pasillo.

Una habitación que algún día había sido su prisión individual, pero que ahora utilizaba para pintar en sus paredes. Claro que la pintura era escasa también, pero aprovechaba los botes de pintura que se encontraban de vez en cuando en el sótano, así como invertía su tiempo en fabricar tintes con las sobras de la cocina.

La sección E-1 contaba con dos pisos. El piso superior era donde estaban los cuartos de los niños, las doce habitaciones repartidas a ambos lados de un pasillo, todo pintado de blanco, pero manchado con el tiempo. Ya fueran las humedades del techo, los rayones de lápices de cuando eran niños, las marcas en la pared que seguían el crecimiento de los chicos, o las pinturas realmente bellas de Aleksei.

El piso inferior era un sótano, un almacén. No se les permitió el paso a este hasta después de unos años, pero Khünbish lo había descubierto mucho antes. Lo usaron clandestinamente por mucho tiempo hasta que un día Rhett fue encontrado ahí por un carcelero que entró a dejar unos botes de pintura, y simplemente lo ignoró. Ahí fue cuando asumieron que no tenían prohibido el paso.

Al final del pasillo se encontraba una reja que los separaba de la pesada puerta de acero, la salida de la sección E-1 al resto del bloque, los primeros años se mantenía cerrada (o no se atrevían a abrirla), para que el reparto de comida se diera sin entrar en contacto con ellos, lo mismo para evitar su huida. Pero ahora permanecía siempre abierta, ya toda la zona era suya. En esa extensión del pasillo se encontraba otra puerta metálica mucho menos pesada, esta llevaba a unas escaleras que conducían al patio del Bloque E, uno relativamente pequeño, con altos muros, dos mesas de piedra y suelo de tierra. Antes se les programaban salidas aleatorias, ahora podían salir cuando quisieran.

Por esas escaleras se encontraba la puerta que llevaba al sótano, pero la entrada ilegal que Khünbish encontró primero estaba en el cuarto de los hermanos Becke: Micah y Rhett.

La luz del sótano parpadeó cuando Dragan la encendió. Tanto el foco del pasillo principal como el del sótano parpadeaban mucho al encender debido a la mala instalación eléctrica del edificio. Era aún más evidente en el pasillo, donde a veces el cable pelado que caía junto a la bombilla incandescente soltaba chispas cuando el ambiente era lo suficientemente seco.

El sótano no era un lugar caótico como años atrás. Entre todos se habían ocupado de ordenarlo y hacer de este un almacén de todo lo que necesitaran. La estantería de medicinas había sido obra de todos, quienes guardaban los frascos de medicamento que se les recetaban, una vez habían terminado los tratamientos. De ahí sacó Milan el bote de medicina para la tos que le dio a Anatoli. Aunque la falta de atención por parte de los carceleros había hecho que en los últimos años cada vez escasearan más los medicamentos y el resto de objetos que hurtaban cada vez que salían de su celda.

Con la reciente llegada de la primavera, bajaban cada vez más al sótano, pues este era un lugar muy frío, insoportable durante los meses de invierno.

—Aquí está —dijo Marcel al levantarse de una esquina, sosteniendo una lata de pintura.

Dragan sólo le sonrió y esperó a que el chico fuera hasta las escaleras, abriera la puerta permitiendo la entrada de luz, y entonces volver a apagar el foco para salir también.

Subieron hasta el piso de la "casa" y entonces Marcel alzó la voz.

—¡Oigan, ¿se quieren pintar las uñas!? —la guitarra de Artyom se detuvo para poder escucharle mejor la voz.

Todos terminaron en la habitación de Marcel, sentados en el suelo alrededor del bote de pintura negro y del azul que había estado usando Aleksei.

—Yo ya las tengo bastante pintadas pero si quieren les ayudo —dijo Aleksei al ver sus manos manchadas de pintura.

Y entonces comenzaron. Kirill fue el primero junto a Dragan.

Su mundo era esa prisión. Y aunque conocieran cosas del exterior por la radio, libros y revistas, después de veinte años encerrados y casi diez completamente abandonados, en busca de algo que los mantuviera ocupados, sobre todo Marcel y Anatoli se habían encargado de hacer pequeños rituales de belleza como forma de entretenimiento.

En las revistas veían a mujeres con las uñas y párpados pintados, a hombres con trajes y corbatas; a niñas con faldas y niños con pantalones cortos. Y sin una sociedad que les sugiriera qué usar, ellos lo interpretaban todo a su gusto. A Marcel le había cautivado la idea de ponerse color en las uñas, Aleksei experimentaba todo tipo de peinados, Dragan adoraba la idea de usar traje a diario, Kirill solía maquillarse, Milan había convertido prendas viejas en faldas de distintos largos...

Aunque nadie además de sus compañeros fuera a verlos, ese no era un motivo suficientemente pesado como para que les impidiera arreglarse. Después de todo su vida se daba entre esas paredes.

Era simplemente una rutina, un hábito, un instinto. Y casi veinte años recluidos también había hecho que cumplieran las exigencias de otros instintos.

De nuevo, no tenían una sociedad que los reprimiera o a la que imitar, ellos eran su propia y única sociedad. Por eso en ningún momento se cuestionaron el hecho de enamorarse entre ellos.

Las novelas que tenían hablaban de romances entre un hombre y una mujer, pero ellos no veían a una mujer desde los siete años, ¿cómo se podían enamorar de una? Muchos habían tenido novios, como lo eran ahora Dragan y Marcel, o como lo habían sido Kirill y Khünbish, a quien Yurchenko llamaba Nibi, hasta el día de su muerte.

Algunos habían tenido novio por instinto, por buscar cariño y ser correspondidos por algún compañero, otros por el deseo que les despertaba el cuerpo y alma de otro hombre, y otros, como Artyom o Milan, habían descubierto que definitivamente no era otro varón quien les saciaba el deseo y afecto que necesitaban. Quizá porque nadie lo haría, quizá porque el elegido no estaba en el sector E-1, o quizá porque estaba en manos de una mujer hacerlo, pero eso nunca lo podrían saber.

Esos detalles, esas piezas tan extrañas pero perfectamente sintonizadas, eran lo que creaban su mundo reducido a los cien metros cuadrados donde habitaban.

Marcel dejó la mano de Dragan sobre el suelo tras haber terminado de pintar sus uñas con la pintura negra que realmente estaba destinada a pintar metal, de ahí que les gustara tanto para sus uñas pues el color no se perdía fácilmente. En ese momento escucharon la puerta de metal abrirse.

Kirill frunció el ceño y Milan, quien era el siguiente en la fila, chasqueó la lengua con fastidio.

Los siete se levantaron del suelo y se asomaron al pasillo, como llevaban esos diecisiete años haciendo. Al principio era con miedo y curiosidad, ahora todos salían a la vez estuvieran donde estuvieran y miraban fríamente a quien estuviera invadiendo su hogar.

Y entre los propios carceleros era un tema recurrente lo incómodo que era ver cómo los apuñalaban con la mirada.

—Anatoli Sergeyevich Shevchenko, número seis.

Ni el propio Anatoli dio un paso adelante, aunque sabía que lo acabaría haciendo tarde o temprano. Artyom lo cogió de la muñeca y Kirill habló.

—¿Para qué se lo llevan?

—Tratamiento médico —respondió el enviado, evitando el contacto visual. A esas alturas ya ni se atrevían a decirles que no era de su incumbencia o negarse a responder, tras veinte años encerrados ahora los extraños y desprotegidos eran aquellos que entraban al Bloque E.

Artyom lo soltó y Anatoli caminó hasta el perchero donde cogió su suéter de lana y se lo puso para salir detrás del hombre uniformado.

Hizo el común gesto de dejar cerrada la reja cada vez que uno de ellos salía. Siempre estaba abierta, por eso la cerraban al irse, así la tendrían que abrir al volver.

El silencio duró varios minutos en el pasillo, se quedaron en el mismo lugar hasta que finalmente se recompusieron lentamente.

—Ya era hora, un frasco de jarabe de abuela no le iba a servir de mucho —dijo Milan.

—Aún así se tomaron su tiempo —dijo Artyom con aún más molestia que los demás.

—Bueno, seguimos al rato, ¿sí? A Anatoli le gusta pintarles las uñas así que mejor lo esperamos —Marcel entró a su cuarto y tapó la lata de pintura mientras Artyom se iba a su habitación al igual que los demás.

Bajaron al sótano para dejar la lata y al volver se detuvieron en el primer cuarto del lado izquierdo, donde ahora sólo estaba Artyom mirando por la ventana.

La ciudad más cercana se alzaba sobre una colina, en una disposición perfecta y cruel que les permitía verla a todas horas, fantaseando con lo que sucedía en sus calles.

—Artyom —el pelirrojo se giró al escuchar la voz de Marcel—, vamos a estar en la sala, ¿quieres venir?

Él asintió y se levantó aún sin verse del todo recuperado. Nadie lo estaba. Cada vez que alguien salía de su hogar y se iba a otra parte del bloque, todos permanecían con la angustia, con el ambiente denso que empapaba las paredes y no se dispersaba hasta que ese mismo chico volviera y abriera la reja.

—Hoy hay partido, ¿no? —dijo Shevchenko al tomar asiento en la sala. Se trataba de otro cuarto deshabitado, habían hecho sofás con los colchones y cojines, colocaron una mesa en el centro y otra en una esquina, donde estaba la radio que encendían casi cada tarde.

—Es cierto —asintió Dragan mientras Marcel se levantaba para encender el aparato.

—Son los cuartos de final y le toca a Yugoslavia —rio Marcel con malicia fingida mientras miraba especialmente a Dragan.

—¡Yugoslavia juega el domingo contra Gales! —escucharon la voz de Milan desde la otra habitación.

—¿Y entonces hoy qué? —Marcel se volteó confundido.

—Hoy jugamos contra Checoslovaquia —respondió Kirill mientras entraba a la sala.

—¡Aleksei, ¿no vienes?! —ahora fue Artyom quien alzó la voz, recibiendo la respuesta de que en un momento llegaría.

Kirill se sentó en el sofá mientras que Marcel se sentaba en el suelo recargándose en las piernas de Dragan.

—¿Y si pasamos? —preguntó Aleksei mientras se estiraba en el sofá ignorando las alineaciones que ya se estaban comenzando a anunciar.

—Ya vamos a la Eurocopa —dijo Kirill.

—Imagínate que Yugoslavia pierda y no juegue en su propio país —rio Marcel con picardía alzando la cabeza para ver a Dragan.

—Imposible, van a meter mano para que juegue —negó Kirill y Dragan sólo hizo un gesto de resignación.

—¿Y los demás partidos cuáles son?

—Alemania contra España y Países Bajos contra Bélgica.

—¿Alemania Federal o del Este? —preguntó Marcel mirando a Kirill justo en el momento en el que Milan llegó y le extendió un tazón de cerámica a varios de ellos.

—Ay, Marcel, Alemania del Este no clasifica nunca —le dijo Milan con un suspiro.

—Yo no les pierdo esperanza. ¡Y tampoco le pierdo esperanza a la URSS para que gane el mundial!

—¿Cuándo fue la última vez que clasificamos? —rio Aleksei.

—En el mundial de México de hace cinco años —respondió Milan—. Y perdimos en los octavos de final.

Dragan no evitó reír por recordar cómo fue ese mundial que siguieron en esa misma sala.

—Marcel odia a Alemania Federal desde esos octavos.

—Por eso le voy a Alemania del Este —dijo el chico mientras comía las cáscaras de papa fritas con sal que había llevado Milan en los tazones.

El año pasado se averió la televisión que habían estado usando por los pasados doce años, por eso se habían vuelto a acostumbrar a la radio. Aunque tampoco es que su televisión permitiera ver una gran variedad de canales. Habían visto varios torneos deportivos en ella, al igual que un par de películas viejas y programas infantiles que veían cuando eran más pequeños.

Marcel pasaba mucho tiempo tratando de reparar la televisión, lo llevaba haciendo desde que no pudieron ver el mundial del año pasado, y se empezaron a conformar con escuchar los partidos en la radio. Hasta entonces esta sólo había servido para escuchar los noticieros y música, si es que conseguían sintonizarla bien.

Después del partido, Artyom volvió a su habitación al igual que Aleksei.

Shevchenko se quedó mirando a la ciudad mientras se rascaba los bordes de las uñas que habían quedado manchados, aunque debido a la interrupción sólo le dejaron pintadas las de tres dedos.

Escuchaba a Kirill y Milan hablar con Dragan y Marcel. No reían como era común escuchar a esas horas de la tarde, pero tampoco parecía ser una conversación pesimista. Seguramente seguirían comentando las estadísticas del campeonato, o de sus expectativas sobre el concierto del Coro del Ejército Rojo que se retransmitiría aquella noche según lo programado.

Tarareaba mientras una mezcla de miedo, angustia, tristeza y esperanza se mezclaban en su garganta impidiéndole cantar más alto.

Aquella canción que solía cantar con Anatoli mientras miraban por la ventana, aquella que se repetía casi a diario gracias a la inevitable e inexplicable nostalgia de los gemelos hacia el exterior; esa estaba sonando en su mente, y ahora no podía cantarla en alto por temor de que su voz se quebrara y lo hiciera llorar.

A más de uno lo había hecho llorar la voz de Anatoli cantar con tanta delicadeza esas palabras que cada quien interpretaba y sentía a su manera, aunque siempre relacionándolo con el sentimiento que el chico transmitía al cantar.

—Este mundo no fue hecho por nosotros...

Artyom consiguió alzar un poco la voz, aunque inevitablemente arrancándole una lágrima.

Le encantaba mirar por la ventana, adoraba ver el sol brillar sobre el campo que los separaba de la pequeña ciudad. Pero siempre que pasaba horas ahí, cantando e imaginando la vida en la ciudad cuyo nombre ni siquiera sabía, Anatoli estaba en algún otro rincón de la habitación cantando, escribiendo, o al menos sabía que estaba en alguna otra recámara charlando con alguien más. Pero saber que ahora él no estaba ahí lo llenaba de angustia.

Nadie sabía lo que podía pasar cada vez que los sacaban de su hogar, ellos no conocían nada al otro lado de los muros. Y era esa incertidumbre la que lo ahogaba.

Así fue hasta que se levantó corriendo al escuchar la puerta de metal abrirse. Artyom llegó primero que nadie al pasillo, aunque apenas pasaron unos instantes antes de que todos los demás lo acompañaran, recibiendo a Anatoli con una mirada cálida y opuesta a la que tenían cuando se fue.

Él abrió la reja y les sonrió de vuelta, comprobando que la puerta de metal ahora estaba bien cerrada y nadie más lo iba a acompañar.

—Ya volví —dijo con una de sus sonrisas capaces de iluminar la casa entera.

Verlo llegar con esa actitud tranquila y genuina fue un alivio para todos. Aunque Kirill siempre tenía sus sospechas desde que Khünbish murió. Todos sabían que él iba a estar dispuesto a desvelarse con tal de asegurarse de que Anatoli estaba realmente bien.

Aunque los gemelos habían sido criados por sus compañeros mayores, y al haber crecido en aquella sociedad fundamentada por niños que sólo se tenían los unos a los otros, habían aprendido que lo mejor siempre era ser sincero, que valía más preocupar a sus compañeros cuando uno se sentía mal o algo le sucedía, a ocultarlo y ver a los demás ahogarse en angustia cuando la situación se agravara.

—Ve a la sala, te caliento un poco de comida, ¿sí? —le dijo Milan.

Se sentaron en la sala como solían hacer, y al poco tiempo Sharich le llevó un plato a Anatoli del caldo que había preparado después del partido, durante todas esas horas de espera.

—Pon el concierto, ya va a empezar —dijo Aleksei y Marcel inmediatamente le dio la razón y encendió la radio intentando sintonizar la emisora.

—Ay Anatoli —suspiró Kirill mirándolo con un poco de lástima.

—¿Qué pasó?

—Perdimos —dijo con resignación, a pesar de que no fueran realmente aficionados a ninguno de esos deportes, seguir las competencias era una actividad que todos disfrutaban y les servía de entretenimiento.

—¡Es cierto, hoy había partido! —los ojos verdes del chico se abrieron al recordarlo. Dejó la cuchara en la mesa y se giró para ver mejor las caras de sus compañeros— ¿Perdimos?

—Sí, dos a cero contra Checoslovaquia —dijo Aleksei con la misma resignación viendo la cara de decepción de Anatoli—. Ya sólo nos queda ver qué pasa mañana, la cosa queda entre Gales y Yugoslavia.

Milan volvió a la sala y se sentó en la alfombra junto a los gemelos, donde la charla siguió tranquila mientras Anatoli se comía el caldo. Pero fue su mirada ausente por segundos junto a una mueca de preocupación lo que le llamó la atención a Kirill especialmente.

—Anatoli, ¿pasó algo?

Artyom se lo quedó viendo con más seriedad, pero apenas pasaron unos segundos antes de que él respondiera.

—Hay gente nueva.

El concierto de fondo pareció callarse de repente. Su atención se centró sólo en él.

—¿Cómo que gente nueva? ¿Carceleros? —preguntó Dragan inclinándose un poco para fijarse bien la expresión de Anatoli, quien asintió aún con la preocupación en su mirada.

—Sólo vi tres. Creo que son doctores o investigadores... Dos eran extranjeros, y la otra era una mujer.

Las miradas de Aleksei y Kirill se cruzaron por instantes, con la misma preocupación.

—¿Pero qué te hicieron? —Milan lo tomó del hombro, haciéndolo girarse un poco para verlo mejor, como si a simple vista pudiera detectar algo.

—Nada fuera de lo normal. El bloque sigue igual que la última vez que salí, me llevaron a la clínica y me revisaron. Me sacaron muestras de sangre, de orina, de saliva, me volvieron a medir, a pesar y... la misma rutina de siempre.

—¿Te pusieron una vía? —preguntó ahora Kirill. Por cada segundo que pasaba, su imaginación dibujaba un escenario cada vez peor.

Artyom cogió el brazo de su hermano y le levantó la manga hasta ver un trozo de cinta y algodón pegados a su piel, al mismo tiempo que él mismo asentía.

—¿Leíste el frasco?

—Sí, decía "suero fisiológico", y no me inyectaron nada además de eso. Me dieron estas pastillas y ya. Me tuvieron ahí hasta que llegaron los resultados de los análisis —dijo mientras le extendía la caja de medicina a Milan.

—¿Y te dijeron algo de los resultados?

—Sólo que estaba bien, que fue un resfriado y ya —dijo encogiéndose de hombros.

Las respuestas de Anatoli no los alarmaban más, pero tampoco los tranquilizaban en realidad.

Habían pasado once años desde que el Doctor Belko, uno de los que habían estado a su cargo desde casi el primer momento, se había ido. Fue entonces cuando dejó de haber un límite, cuando los experimentos sobrepasaron las pautas de lo moral y de lo humano. Así estuvieron alrededor de dos años, esa fue la época donde más muertes hubo desde la separación por géneros. En esos dos años el número de niños se redujo a menos de la mitad, y fue también cuando todas las niñas murieron.

Después de la muerte de las niñas todo se detuvo. Los estudios experimentales eran mínimos a comparación del caos de aquella época. Durante esos nueve años de calma no habían llegado nuevos científicos ni doctores, sólo cambiaban a los carceleros pero nada apuntaba a que se tratara de una manera de mejorar el rendimiento.

La idea de que tres médicos nuevos se hubieran involucrado en el chequeo rutinario de Anatoli sólo les causaba más y más pensamientos de angustia.

¿Aquella tregua de nueve años habría terminado? ¿Volverían a traer más gente? ¿Retomarían los experimentos con la misma intensidad de antes?

Todos se preguntaron eso por el resto de tiempo que permanecieron en la sala. Y todos se fueron a la cama con la angustia recién sembrada.

—Buenas noches —Dragan cumplió con su rutina de ser el encargado de apagar la luz defectuosa del pasillo mientras daba las buenas noches. Era el último en acostarse, ya fuera en su cuarto o en el de Marcel, como fue la ocasión.

—¿Seguro que estás cómodo? —preguntó Anatoli moviéndose un poco más hacia la pared y acomodando la manta para cubrir a Kirill también.

—Sí, tú no te preocupes. Acuéstate cómodo —le respondió en voz baja volviendo a acomodar la cobija para así envolver únicamente a Anatoli.

—Pero si no tienes almohada —rio Anatoli al ver cómo Yurchenko pretendía dormirse sobre su brazo.

—Voy por la mía —rio el mayor teniendo el gesto de levantarse, pero antes de lograrlo, Artyom le estrechó un cojín desde la litera de arriba—. Gracias.

Kirill se dormiría con Anatoli para vigilarlo por la noche, si es que conseguía dormirse en vez de desvelarse preocupado por su compañero. De hecho su plan era simplemente quedarse sentado junto a su cama y pasar la noche mirando por la ventana las luces de la torre de vigilancia del Bloque B y escuchando el ladrido de los perros junto a los insectos de la noche. Pero Anatoli siempre lo obligaba a acostarse compartiendo el colchón como si fuera simplemente una pijamada y no una noche de vigilancia.

El chico estaba bien, sólo era un resfriado, pero después de saber que le habían dado medicamento no podía evitar sentirse intranquilo. No confiaban en nada de fuera de su sección, y los tratamientos y científicos eran en lo que menos podían confiar.

Anatoli no tardó en quedarse dormido mientras Kirill le acariciaba la cabeza, recordando cómo hace años dormía con ellos para cuidarlos o para que se sintieran seguros y no lloraran por las noches.

Kirill, Milan, Nibi y varios que ya no estaban, habían criado a esos niños: a los gemelos, a Marcel y a otros tantos que también se habían adelantado. Los habían criado mientras ellos también se criaban solos.

Entre sueños Anatoli se abrazó al castaño quien le acarició la cabeza y le dejó un beso en el pelo antes de quedarse con la mejilla sobre el cabello suave, lacio y anaranjado del chico.

Su mente comenzaba a quedarse en blanco, aunque una parte de su subconsciente rezaba porque, justo como suponían, a Anatoli no le pasara nada; mientras que la otra parte seguía enredándose en todas las paranoias que nacían a raíz de la noticia de había gente nueva. De que había tres extraños que pretendían irrumpir en su mundo.




NOTA

Aquí está el primer capítulo. Espero que les haya gustado.

Me encantaría conocer sus opiniones, sus comentarios, pensamientos... 

Gracias por leer, esta es mi primera historia original publicada y agradecería su apoyo.

AtsukoAnpan

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