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XXIV

Traición

Esa mañana Aliona se hallaba ahorcajadas frente a un balde mientras vomitaba el desayuno. El sabor amargo en la boca y los temblores que le sacudían el cuerpo la hicieron sentir débil. Lady Mary, la doncella que ahora le servía, enviada desde Pozo oscuro por parte de su suegra, le ayudó a ponerse de pie y limpiarse. La muchacha era de baja cuna que tras el asedio del ejercito Leokeviano quedó a merced de lady Isabel Soltvedt, cuya casa logró mantener todo el esplendor y fuerza luego de la guerra del Leon y El Perro, como solían llamar al enfrentamiento del rey Callum I con el rey Igor III.

Aliona se acercó a la ventana y miró con desdén el jardín. Desde allí pudo ver a los hombres kuryanos formar y romper filas. Los sirvientes le tenían miedo, pero más temían por sus vidas y ser acusados de traidores. La piel se le erizó solo de pensar en los cadáveres en las vigas de la sala del trono. Los días parecían tan alejados, sin embargo, avanzaban a una velocidad sorprendente. Tantas cosas ocurrieron en tan poco tiempo.

Sin percatarse, su mano bajó a su vientre plano y después se dirigió al collar que Cleissy le obsequió. Ella sabía que no era un simple malestar lo que le ocurría en las mañanas; tenía dieciséis y en unas lunas alumbraría un hijo. Cerró los ojos y apretó con fuerza el amuleto de Petis, era la única cosa que le daba valor y le recordaba a su amiga. Aliona no volvió a verla luego de que el castillo fue tomado, de vez en cuando, se paseaba por la cocina y escuchaba distraídamente las conversaciones de los sirvientes para obtener noticias suyas. La extrañaba, más de lo que imaginó.

Aliona se dio cuenta muy tarde cuan necesitaba estaba de Cleissy; era asfixiante. El calor de su piel contra la suya, sus suaves besos que la dejaban sin aliento y las tiernas y torpes caricias que la estremecían. Sintió una gran vergüenza y culpa tan solo recordarlas. Era un pecado terrible y Los Antiguos la castigarían por su falta de cordura. No obstante, ella no podía evitarlo; su esposo era muy brusco en su lecho y Aliona no lo deseaba, en cambio, Cleissy era todo ternura y cariño.

Abandonó la ventana y fue hasta el tocador. Tras un pequeño retoque, seguía igual de hermosa con sus ojos verdes brillantes, una cálida mirada y un porte elegante que cautivaba a cualquiera hombre. «No es real», se dijo para sí misma. La silueta en el espejo solo era el reflejo de su cuerpo, por dentro, Aliona yacía marchita y llena de cicatrices como aquella que poseía en el brazo.

Solo Los Antiguos conocían cuántas noches lloró sin descanso. Ya nada era igual. Las pesadillas, los recuerdos y las decisiones que tomó la asechaban. «Vamos, mi reina. Solo será una vuelta y regresaremos enseguida al palacio».

Apretó los puños y retuvo las lágrimas. Hizo lo que tenía que hacer. Todo se lo debía a Rudolf, solo él se apiado de Aliona y con su ayuda tuvo la venganza que tanto anheló. Ella y su marido prevalecerían ante las tormentas.

«Es lo que merecían», se repitió una y otra vez.

¿Qué hay de Cleissy? Aliona estaba en una encrucijada. Cleissy era su amiga, y la quería, si bien ella debía elegir entre el poder y el amor; y Aliona eligió el poder.

—Mi lady, el capitán Soltvedt la espera en el jardín —informó la dama.

—Gracias por el recado, lady Mary —replicó con cortesía—. Espera aquí.

Al salir al jardín vio que su esposo jugaba con una flor. Desde el día de su llegada no habían conversado de manera adecuada. Fue tan repentino y agitado dado los sucesos recientes, que apenas iba a dormir a sus estancias.

Carraspeó un poco para llamar su atención. Él se dio la vuelta y le dio una de esas sonrisas engañosas que usaba para obtener algo. Le besó la mejilla y Aliona le devolvió el gesto con una pequeña sonrisa.

—Cada día estás más hermosa. Mirar tu rostro es una bendición — Rudolf pasó con deleite sus dedos por la piel suave de Aliona. Sus mejillas se encendieron—. Veo que todavía no te acostumbras a mis palabras de amor.

—Solo es cuestión de tiempo, mi señor esposo. Si es tu voluntad alabar mi belleza todos los días, lo aceptaré de buen grado al igual que sus deseos.

Rudolf dio unos cuantos pasos hacia ella.

—No podría esperar menos. Tu lealtad solo debe estar conmigo, Aliona.

La muchacha vio en sus ojos azules una mirada siniestra que la asustó.

—Mi lealtad está solo con usted.

—Bien. No quisiera recordarte las cosas que ocurrieron hace cinco años. Estabas descalza y mugrienta por las calles. ¡Cielos! Apestabas como los cerdos. Perdóname, querida, yo...

—No tiene que disculparte, esposo. Sin tu ayuda no estaría aquí.

—Y espero que no lo olvides, querida Aliona. Me fastidia los ineptos que no pueden recordar ni su propio nombre o lugar.

Aliona tragó saliva. Las piernas les temblaban. Los recuerdos se repetían en su cabeza, una y otra vez, como una secuencia interminable. «Rudolfme salvó», eso era la único que importaba.

—No lo olvidaré.

Los dedos largos y ásperos de él acariciaron con deseo la comisura de los labios de Aliona. Ella se estremeció.

—No eres nadie sin mí —agregó Rudolf—. Recuérdalo bien.

Aliona asintió con la cabeza. Sus ojos picaron y no sabía por qué, algo parecido a la agonía recorrió su garganta y en el pecho el corazón le dio la impresión de que no latía. Todo se sintió distinto y de repente tenía la necesidad de estar envuelta en los brazos de su madre.

Rudolf adoptó una expresión seria.

—Con tantas cosas pasando alrededor no hemos tenido tiempo de discutir nuestros planes. Nunca me informaste si fuiste al dormitorio de la princesa como te ordené.

—Si lo hice, esposo.

—¿Y la complaciste tal como te dije y enseñé?

—Sí.

—¿Se sintió satisfecha?

—Mucho más que satisfecha.

—Debo admitir que me sorprendió que lady Cleissy tuviera tales gustos y preferencias —dijo, repugnado—. Seguirte de cerca mientras estuvimos en las Ciudades Costeras sin duda nos trajo grandes recompensas. Supongo que en medio del éxtasis te contó algo de utilidad.

—Así lo hizo, esposo.

La doncella se sintió más nerviosa que de costumbre. ¡Claro que había un montón de información que le serviría a Rudolf! Aliona le contó todo sin perderse ningún detalle: le habló de que Cleissy no era de sangre real y que gracias a eso descubrió que era una Hereje.

—Necesitamos ganarnos la confianza de Dorian y quizás lo que oíste puede salvarnos el cuello en casos de sospechas. Debes decirle todo esto. Hazlo por mí, amor.

Ella asintió con la cabeza. Tenía que hacerlo, no había otra opción si quería sobrevivir a los leones.

Rudolf puso una mirada rara. El hombre parecía pensar qué beneficios podría traerle aquella valiosa información, era la oportunidad perfecta para ganarse la confianza del nuevo rey y poner en marcha sus ambiciosos planes. En las últimas lunas, trató de socavar algún detalle a Ronnetta, pero la mujer era una toda una temeraria, no le tenía miedo ni a él ni a sus amenazas. Fue una de las tantas cualidades que le atrajo de ella a pesar de ser una Hereje; poseía carácter. Ahora lo entendía todo.

—Me has servido bien todos estos años. Sabía que mantenerte al lado de la princesa resultaría beneficioso. Después de todo, fuiste una buena espía.

El hombre tomó con delicadeza el mentón de Aliona y lo levantó un poco. Sus ojos la escudriñaron. El pulgar le acarició el labio inferior.

—Estos días fueron muyand cansados. Me gustaría relajarme un poco —dijo muy cerca de la cara de Aliona.

—Me encantaría saciar sus deseos, mi señor esposo, sin embargo, en mi vientre yace su hijo y mantener intimidad no resultaría beneficioso para el niño.

Los ojos de él centellearon ávidos.

—¿Estás segura?

—Lo estoy.

—No te tocaré, mas hay otras formas en las que puedes complacerme —sus ojos bajaron de nuevo a la boca y Aliona lo entendió.

Estaba al tanto de que su esposo no frecuentaba burdeles, ni siquiera les echaba miradas a las sirvientas, lo cual era un alivio para Aliona. Desde que descubrió la existencia de la niña bastarda y de que su madre era aquella mujer que la hirió, de belleza sin igual, ella no permitiría que su estirpe ni su nombre fueran mancillados por aquellos monstruos por naturaleza.

«No dejaré que sus pequeñas y malditas manos toquen a mi pequeño. Podría maldecirlo o embrujarlo». Ya pensaría que hacer con la niña, tal vez venderla a un burdel sería lo más adecuado.

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