IX
Malboria
Suaves golpecitos se escucharon en la puerta. Aliona la abrió despacio tras echar un vistazo al visitante y dejó hueco para que Konstantin entrara. Todavía estaba oscuro y la luz de la lámpara apenas iluminaba el cuartico que usaba Aliona. Cleissy decidió reunirse allí el mismo día que Callum partió. Por la mañana Konstantin cortó las cuerdas de los caballos con el fin de que escaparan al bosque y retrasar unas horas más el viaje de Norfolk y trazar un plan.
Él le tendió una bolsa maloliente y Cleissy revisó su contenido, dentro había un uniforme militar, un tricornio y un par de botas.
—No me agrada este plan —opinó Aliona mientras observaba sospechosamente a Konstantin—. Corre un gran peligro. ¿Qué haré cuando lady Evina mande en su búsqueda?
—Nada, porque no encontraras nada —replicó Cleissy dejando la ropa sobre la cama de una plaza—. Seguirás tu rutina como de costumbre. Lady abuela buscará por los alrededores primero, eso nos dará más tiempo.
El plan de escape era sencillo y eficaz. Cleissy fue quien lo planeó y Kosntantin pulió los detalles al tiempo que Aliona escuchaba. Por supuesto, el primer paso fue efectuado: crear una distracción para retrasar la partida del comandante Norfolk. El segundo era un poco más complicado; como Ser Esteban continuaba recuperando, otro Ser ocupó su puesto. Sin embargo, no había cosa que el oro no comprara, de modo que pagó a una criada con joyas para que la disfrazara y sacara del cuarto mientras el caballero pensaba acostaban a la princesa junto a la dama de esta.
—¿Y si el rey la descubre? —inquirió con preocupación la muchacha.
—Para eso es el disfraz, Aliona.
La princesa le indicó a Konstantin que saliera y él esperó afuera hasta que estuvo lista.
—Volveré tan rápido como encuentre a esa mujer —dijo Cleissy mientras examinaba su figura masculina en el espejo de mano de Aliona—. Kosntantin estará conmigo.
—Rezare para que vuelvas a mi lado —su dama corrió abrazarla, fue un gesto cortó, pero profundo. Cleissy sintió el aroma de su cabello y tuvo una agradable sensación que le recorrió la columna. Entretanto, Aliona, hundió su cara en el cuello de Cleissy y para sorpresa de la princesa hizo una pequeña caricia con la punta de la nariz, como la muestra de cariño de un amante y luego le besó la mejilla—. Cuídese, por favor.
Una vez que salieron al patio, advirtieron en los destellos tenues que emanaban detrás de las siluetas oscuras de las montañas, la débil figura de la luna era desplazada y las ultimas estrellas se perdieron mientras avanzaban. Las copas de los árboles se movieron con el susurro del viento y un escalofrió le zumbó en el cuerpo. Cleissy giró en dirección al bosque. Ella advirtió un par de ojos observándola desde la penumbra y evocó el beso que le dio la sombra en su dormitorio. Tenía la impresión que él la seguía de cerca.
—Subamos por mis cosas —le dijo—. Algunos soldados están despiertos y debes mezclarte entre ellos. Pero antes, quiero mostrarte algo.
Ambos se dirigieron a la perrera y, tras abrir la verja, Konstantin se adentró a la fría penumbra, para luego regresar con una manta de terciopelo blanco envuelta. Al observarla mejor, Cleissy se dio cuenta que se trataba del zorro. Ella lo cargó y mimó un rato, sin embargo, no podían permanecer mucho tiempo ahí. Él le dijo que estaba bien escondido en una de las jaulas del fondo.
Konstantin compartía dormitorio con el recién nombrado caballero e hijo bastardo de Norfolk. Ser Draven se calzaba las botas para el momento en que entraron, su armadura plateaba centelló en los rayos débiles de las velas consumidas, una espada con grabado descansaba en su cama.
—Desperté y no te vi en tu cama, muchacho. ¿Dónde estabas? —preguntó.
—No podía dormir y me encontré a John —hizo un movimiento de cabeza al umbral, donde Cleissy esperaba cabizbaja—. ¿Encontraron todos los caballos?
—Sí —replicó, desconfiado—. Me pregunto quién cortó las sogas. Baja a desayunar con tu amigo, a Lord Norfolk no le gusta que lo hagan esperar, más en un asunto tan delicado como los Herejes.
—Terminare de recoger mis cosas y enseguida bajamos —dijo Konstantin.
Ser Draven hizo un movimiento de afirmación y luego de pasar por la puerta, se detuvo. Cleissy contuvo el aliento y el caballero le dio otra ojeada.
—¿Te he visto en algún lugar?
—No —se apresuró en contestar Kostantin, que se echaba la espada al cinturón—. Era un ayudante de cocina en el palacio, lo cogieron robando y lady Evina, quien se encontraba por esos lados, lo envió aquí para que reformara sus malas mañas.
Ser Draven volvió a asentir con la cabeza y se marchó por fin.
Desayunaron rebanadas de queso y hogazas de pan dulce.
Unas horas más tarde, Cleissy se acomodaba en una carreta acompañada de otros soldados. Una espada le fue dada, y, aunque no tuviera idea de cómo usarla, Cleissy se sintió emocionada al tocar la hoja con sus dedos.
Durante el camino solo se detuvieron en la orilla de algún río para reponer el agua. Los hombres de Norfolk eran un montón, desde altos y bajos, enclenques y fornidos, jóvenes y viejos; gracias a esto ninguno de ellos le prestó atención a su pequeño cuerpo, aunque su postura desgarbada ayudó a que su disfraz de hombre fuera más creíble.
La peor parte del viaje fue durante los periodos que la princesa debía ir al baño. Usaba el bosque, lejos del grupo, sin que notaran su ausencia por mucho rato. La cosa empeoró en una de sus salidas tan pronto notó que sus enaguas se encontraban húmedas. Cleissy profirió un chillido de temor. Konstantin se lanzó hacia ella, pero la muchacha lo apartó a empujones.
—¡Vete! ¡No me mires!
—¿Qué ocurre? —preguntó, alarmado, y dio un vistazo y vio que Cleissy observaba sus dedos manchados de sangres—. ¿Te lastimaste?
—No, es solo —comenzó a decir con voz temblorosa antes de ser interrumpida.
—¿Qué pasa allí? —inquirió Lionel, el escudero de Ser Draven, que al parecer merodeaba por ahí.
—Nada —dijo Konstantin—. Vuelve con tu señor. Solo fue el sonido de un zorro —una vez se hubo marchado, el soldado volvió hablarle—. Cleissy sal de ahí. Tenemos que volver.
—No puedo, Konstantin. Mi... —la cara se le calentó de vergüenza—. Mi sangre bajó.
Hubo un silencio.
—¿Tu sangre? —inquirió y Cleissy pudo imaginar que tenía el ceño fruncido dado el tono de su voz—. Mira, yo no entiendo nada de esas cosas que ustedes las mujeres hablan. Con la única mujer que he convivido fue mi madre y nunca mencionó algo así, tampoco me he acostado con una para que me hable de cómo son sus cuerpos, de modo que no comprendo que quieres decir con que tu sangre bajó.
Ella sacudió la cabeza; Konstantin hacía más difícil todo aquello.
—Solo tráeme unos trapos limpios o pieles. Eso bastara.
Escuchó el crujido de las ramas hasta desvanecerse. Al poco rato él regreso y le tendió un trozo de piel de oveja, que ella colocó en sus ropas intimas después de lavarse con algo de néctar de las flores y así evitar el olor.
Viajaron por otros dos días. Pese a los calambres en su vientre y el mal humor, Cleissy despertaba animada mientras la penumbra se ceñía. Observaba las estrellas, la luna, disfrutaba del ruido de las aves nocturnas y el estrépito estallido de las cuencas fluviales. Ella permanecía sentada en el pasto, que le picaba en la piel y contemplaba la venida del sol pálido desde el horizonte.
En sus ratos libres, mientras se sentaban al lado de una fogata y no estaban ocupados escuchando historias de borrachos, Konstantin le enseñaba a leer los mapas o la brújula. Cleissy escuchaba atenta y fascinada. Por supuesto, algo como eso no era tema de enseñanza para una dama, pero Cleissy estaba tan acostumbrada a las rutinas del palacio, que oír a qué lado la manecilla debía girar para no perderse o en qué dirección quedaba Leokev, le parecieron maravillosas.
«Con que esto es ser libre».
Tras una semana de viaje arribaron al mediodía a una gran ciudad y Konstantin le murmuró despacio que era Malboria. La carretera pavimentada estaba repleta de comerciantes, todos con camisas remangadas y puestos con lonas pesadas. Los edificios de ladrillos poseían enormes letreros de metal con el nombre de los establecimientos en grandes letras doradas.
La carreta se detuvo en medio de una plaza: los niños corrían de un lado a otro, pateaban balones o lanzaban peonzas. Las niñas, con los pies descalzos, iban detrás de los chicos para quitarles el balón. Las mujeres lavaban la ropa en la fuente y un poco más allá había un grupo de personas apostando en mesas chuecas. Norfolk pasó al frente.
—Ser Draven —dijo con voz grave—, permanece en la ciudad. Toma los hombres que quieras y vigila aquí y en la periferia. Yo marcharé más al oeste, hacia los inexplorados bosques, con suerte podre dar caza a algunos Herejes.
—Como ordene, comandante.
Cleissy, quien estaba en las filas del frente, le pareció ver un brillo extraño en los ojos de Norfolk al tiempo que miraba a su hijo. Del mismo modo, Ser Draven tenía una expresión lastimera, no obstante, dio la vuelta y se alejó del comandante. Konstantin la tomó del brazo y enseguida comenzaron a seguir al caballero.
Ser Draven ideó un plan de vigilancia dividido por patrullas y turnos. En algunas ocasiones la princesa y Konstantin buscaron a lady Ronnetta por la mañana, otra por las tardes y, a veces, por las noches en las tabernas, pero nadie parecía conocerla. Malboria era enorme y sus calles eran un laberinto en el que Cleissy y Konstantin debían zambullirse cada día.
Cleissy se preguntó si Callum habría regresado a la capital o si todavía continuaba por esos lados.
Una mañana decidieron ir a una taberna a buscar que comer. Ella se moría de hambre y no creía soportar unas cuantas horas sin engullir algo que no fuera tiras secas de carne o pan.
Tomaron asiento en una de las mesas del fondo y Konstantin fue a pedir algo parecido al estatus de Cleissy. Sabía que su amigo poseía más que unas monedas de bronce, cosa que no era suficiente, así que se dijo que apenas regresaran a la capital le daría alguna de sus joyas; eso compensaría los gastos. Él volvió, colocó la espada a un lado y dio una ojeada por el lugar.
La taberna era pequeña y se ubicaba entre dos grandes edificios, por tanto, la luz no era muy acogedora. Las mesas estaban algo desgastadas, las ventanas empañadas y decaídas, de la pared colgaba una cabeza de ciervo, con la mirada vacía tras su último aliento de vida. La campanilla en la puerta chirriaba con cada cliente que entraba.
Los ojos de Cleissy sorprendieron a Konstantin mirándola con una pequeña sonrisa en sus pálidos labios. Ella notó que había crecido en los últimos cinco años luego de su partida. Su cabello lacio estaba recortado; en su mejilla izquierda vislumbró una cicatriz diminuta; también pudo apreciar un poco de vello oscuro en la línea de su mandíbula, su nariz era recta y le daba un toque de sofisticación, aun siendo de baja cuna.
«Se ha vuelto todo un hombre», pensó.
En su niñez Konstantin trabajaba en la cocina junto a su madre. Cuando Cleissy se escapaba de sus nodrizas, solían ir a las orillas de los bosques, jugaban a las escondidas o se burlaban de los vestidos y trajes extravagantes de los extranjeros, en otras ocasiones escalaban los árboles y se raspaban las rodillas, comportamiento que las nodrizas desaprobaba y que no tardaba en decirle a la reina. Pero luego Cleissy recordó ese fatídico día.
Ella observó la mano izquierda de él, marcada por decenas de cicatrices. Konstantin nunca se mostró avergonzado de ellas y Cleissy imaginó que era un recordatorio de su error.
Corría el año 1000, en ese entonces. Cleissy tenía diez y Konstantin doce.
Gritos, sangre, el crujido de huesos rotos, el ruido sordo del martillo...
La madre de Konstantin estaba enferma, su enfermedad se agravó con los años. Lady abuela le permitió continuar viviendo en los barracones mientras su hijo trabajará en el palacio. Desesperado por comprar medicinas y de ese modo mejorar su salud, Konstantin robó un objeto preciado del rey Vikram, regalo que había sido traído por uno de los embajadores leokevianos: un telescopio de latón con diamantes de rubíes.
Su padre y su hermano habían ido a un viaje de caza con Callum White, su madre y lady abuela visitaban a una vieja amiga de la cada Blackwood. Cleissy quedó a cargo de la gobernanta y el capitán de la guardia real. Konstantin fue descubierto a las pocas horas y Rudolf quiso darle una muestra de generosidad, así que le preguntó si deseaba unos cuantos golpes o perder la mano. Konstantin accedió a la paliza sin saber lo que le esperaba. Enfrente a toda la servidumbre el capitán golpeó su mano con un martillo. Parte de sus huesos y carne salieron despedidos por el pasto y para culminar clavó la mano herida en un árbol del patio. Fue un milagro que recuperara la movilidad.
Pronto comenzaron a comer deprisa y tiempo más tarde se encontraban devuelta en la carretera. Atravesaban una calle solitaria con el objetivo de acortar su trayecto y de súbito un pequeño cuerpo atropelló a Konstantin. Cleissy se acercó a él, que parecía medio aturdido, enseguida que se recompuso del ataque, tocó su casaca.
—¡Robó mi dinero! —exclamó.
Konstantin no dudo un segundo en perseguir al ladrón. A Cleissy le costó seguirle el paso, su amigo se movía y deslizaba de una forma impresionante. Ella, en cambio, batallaba con que el tricornio no saliera despedido con la brisa ni que la espada se le cayera. Al final, ingresaron en una carretera sin salida. Konstantin soltó improperios y Cleissy tiró un gritico al escucharlo maldecir. El ratero rio travieso desde la cúspide de unas sucias tejas y se percató de que se trataba de una niña vestida de niño. Konstantin, decidido a no perder su dinero, trepó la casa y la carrera continuó.
La pequeña ladronzuela se escabulló al otro lado de una casa después de evadir puestos de comida y el mercado.
Konstantin tocó la puerta y del otro lado ella escuchó pasos acelerados. Una mujer de baja estatura y de aspecto rechoncho abrió, su cara palideció al ver el uniforme militar.
—Buenos días, mi lady —Konstantin saludó con un movimiento de cabeza—. Por orden de su majestad, el rey Callum I, de la casa Barlovento, será dictado el siguiente reglamento; aquellos con sospechas de herejía o encubrimiento de estos traidores, serán cometidos a un juicio donde se discutirá su inocencia o culpabilidad. —Konstantin enrolló el pergamino mientras observa el pálido rostro de la mujer—. En caso de que esconda un Hereje aquí no me dejara más opción que llevarla a la fuerza.
—¡Aquí no hay ningún Hereje! —se defendió la aludida.
—Entonces no se molestará si revisamos la casa.
La movió a un lado y marcharon dentro. El salón era espacioso, con muebles organizados en forma cuadrada y cuadros con enmarcados dorados. La escalera blanca que conducía al segundo piso se disponía en la izquierda, con peldaños de madera pulida.
—¿Dónde está su marido? —inquirió él en dirección a la mujer.
—Soy viuda.
—¿Vive alguien más con usted, mi lady?
—No. Una vieja amiga y su hija están de visita durante la temporada, pero salieron al mercado. Hoy llevaremos caldo a la iglesia, los huérfanos son cada vez más.
Kosntantin asintió y le ordenó que saliera al jardín.
Ya en el segundo piso, ambos se dirigieron al pasillo de la izquierda con varias puertas entreabiertas.
—Esto servirá para comprar pasteles —dijo una voz dulce.
—Tu madre se enfadará después que descubra que anduviste robando de nuevo — replicó otra voz.
Konstantin contó hasta tres con los dedos y en un parpadeo nos encontrábamos en un dormitorio único. La niña abrió los ojos e intentó huir. Cleissy le bloqueó el camino y en medio de la disputa su tricornio cayó hacia atrás y su cabellera pelirroja quedó libre.
Todos se quedaron quietos. Encima de la cama había un extraño animal, parecido a un chimpancé, solo que cubierto de pelo sedoso y negro y grandes orejas de conejo. La princesa se dio cuenta de que trataba de esconder la bolsa de dinero debajo de la almohada. Konstantin se percató de ello y se la arrebató de la mano negra mientras forcejeaban.
—¡Vete de aquí, mono estúpido! —chilló Konstantin.
La bestia lo soltó y se subió encima de un armario.
—¡No soy ningún mono, humano! —proclamó—. Soy un Puka.
Cleissy soltó a la niña y abrió la boca. Konstantin estaba igual de descolocado que ella. ¡Aquel extraño animal acababa de hablarles!
—¿Eso...? —Cleissy lo apuntó con el dedo.
Al Puka le brillaron los ojos y desde el armario observó a la princesa. Konstantin hizo un lado a la niña y se colocó frente a Cleissy.
—Pertenezco a la noche y a los bosques —dijo— y reconozco cuando tengo en frente la esencia de Ocur.
El extraño momento se vio interrumpido con el estrepito sonido de pasos. La chiquilla se puso a gritar y al instante una hermosa mujer interrumpió en la estancia.
—¿Quiénes son ustedes? —la niña corrió a los brazos de la recién llegada, que estudió la cara y pequeño cuerpo de la chica—. ¿Te encuentras bien, Alvis?
Ella asintió.
La desconocida enderezó el cuerpo y levantó el pecho, dispuesta a enfrentar a Konstantin.
—¡A ese maldito no le basto con perseguirme durante días por las calles! —su voz destiló rabia—. Ahora manda a sus soldados tras de mí y mi hija. ¡Díganle al capitán Soltvedt que no tengo idea de dónde está la chica!
—¿El capitán está aquí? —preguntó Cleissy, consternada.
La mujer dio la vuelta. Su cara fue sacudida por el desconcierto y sus ojos se aguaron. A continuación, entreabrió los labios y soltó los hombros de Alvis.
—No deberías estar aquí, muchacha —pasó el dorso de su brazo por los ojos—. El rey nos matara a todos si se entera.
La habitación se quedó en un silencio prolongado, agonizante, casi desolador. Por un breve instante su rostro le resultó conocido a Cleissy, pero los recuerdos se desdibujaban en su cabeza. Entonces, desde el piso de abajo, se alcanzó a escuchar que la puerta se abría bruscamente al tiempo que los gritos de la señora de la casa atronaban por todo el lugar. «¡Salga de mi casa!, ¡Malhechor!, ¿Con que derecho se atreve a entrar aquí!», era una de las pocas oraciones que Cleissy comprendió.
—¡Ronnetta! —bramó la voz profunda de Rudolf. Lady Ronnetta palideció.
—Esperen aquí —dijo—. No salgan hasta que yo regrese.
Cerró la puerta y un rato después ella discernió el ruido de voces.
—No imaginé que fueras tan descarado para seguirme hasta aquí —espetó lady Ronnetta.
—Mírate, no has cambiado desde que decidiste abandonarme. Con ese carácter retador como tus compañeros Herejes —hubo unos pasos—, pero no tengo ánimos para este juego. Dime donde está la princesa, por la buenas. No querrás que la mujer de ahí atrás termine con una daga en el pecho en caso de que pierda la paciencia, ¿o sí?
—Ya te lo dije, Rudolf. No sé dónde está la chica.
—No mientas. Alguien me informó que vendría hacia a ti.
La sangre de Cleissy se heló. Konstantin la miró, como si esperara alguna expresión en su cara, sin embargo, ella perdió toda noción. Un zumbido le recorrió los oídos y su vista se tornó borrosa. No sabía por dónde empezar a pensar, si por el hecho de que parecía ser que lady Ronnetta era una Hereje, que el capitán la conociera o que alguien la delató con él.
—Esto no luce nada bien —opinó el Puka—. Cada vez que viene ese hombre solo causa problemas.
Konstantin lucía nervioso.
—Hay que salir de aquí —caminó a una ventana cercana y dio un vistazo—. Tenemos que volver con Ser Draven. Ponte el tricornio en la cabeza, saldremos por la ventana.
—¿Qué hay de lady Ronnetta? —Cleissy contempló la puerta—. Puede hacerle daño.
—No es mi problema, Cleissy —Konstantin la agarró del brazo—. Lo único que me importa es que tú estés a salvo.
Al otro lado de la puerta lady Ronnetta y Rudolf discutían. Un jarrón cayó y Cleissy se asustó, luego oyó el jadeó de una mujer. «Por los dioses, la matara».
—Márchate —le dijo la muchacha a su amigo—. Rudolf no me puede hacer daño, pero a ti sí.
—Cleissy, espera...
Se encaminó con decisión al umbral, sus dedos agarraron con firmeza la cerradura y abrió la puerta y la cerró de golpe. Cleissy alzó la vista y vio que el capitán sostenía del cuello a la amiga de lady Ronnetta mientras que esta última trataba de impedir que se derramara sangre.
—Estoy aquí.
El capitán la observó enojado. Dejó libre el cuello de la mujer y, cuanto más se acercaba a ella, Cleissy notó sus ojos aterradores. Él no iba vestido de caballero, en su lugar había un capuchón de viaje y debajo de este, una sencilla ropa de alcurnia. Rudolf recorrió de pies a cabeza su atuendo.
—Pero ¿qué tenemos aquí? —su boca se curvó en una sonrisa presuntuosa hacia lady Ronnetta—. Nuestra querida princesa, Cleissy Barlovento.
Rudolf sujetó a Cleissy del brazo y la arrastró por el pasillo. Pasaron al lado de lady Ronnetta y él murmuró: «Volveré». La tensión era palpable entre ellos dos. Se dedicaron miradas de profundo odio, luego ella y el capitán bajaron las escaleras.
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