Capitulo veintiuno
La sombra de la princesa
Aunque no era nuevo para ella estar cruzando un pasillo lujosamente ornamentado, Criselda estaba terriblemente nerviosa. Su mano descansaba en el brazo de Varel y le temblaba ligeramente. En aquel momento no temía el contacto de su esposo sino lo que le esperaba tras la puerta de doble hoja de tres metros del final del pasillo.
La alfombra de terciopelo azul oscuro amortiguaba el sonido de sus zapatos no así el de su respiración acelerada. El joven heredero al trono miró a su esposa y reprimió las enormes ganas de acariciarle los nudillos de su temblorosa mano para intentar tranquilizarla. Sabía que sería un gran error atreverse a más, sabiendo cuanto miedo le tenía ella y el esfuerzo de esta por intentar disimularlo de un modo tan magistral.
Criselda tragó saliva mientras miraba las estatuas de bronce de dragones cada una mostrando una escena distinta. Había algunas en las que dormía, otras en las que volaba de diferentes formas y otras cazando o mostrando sus dientes amenazadoramente. La joven se percató que su acompañante estaba siguiendo con atención su mirada y sonrió mordazmente.
- Las estatuas son para impresionar - le explicó sin mirarla a los ojos -. Es para que todos sepan que tienen que tenernos miedo sean de los nuestros o extranjeros. El dragón no perdona. El dragón es implacable incluso cuando duerme.
Ella asintió y volvió a posar la mirada en la puerta que estaba casi al alcance de su mano. Varel se detuvo y ella hizo lo propio mientras tomaba aire por las fosas nasales y volvía a soltarlo por el mismo lugar.
“Calma, calma, solo es una corte como otra cualquiera. ¿Qué importa que todos sean guerreros bárbaros sanguinarios? Yo soy una dama y como tal, les mostraré todo el orgullo que puede poseer una hija de los Hombres.”
La puerta se fue abriendo hacia adentro poco a poco y ante ellos apareció la lujosa sala del trono del palacio. Toda la sala era de cristal pulido y extremadamente brillante que te reflejaba perfectamente en el suelo desnudo. En las paredes había cientos de enredaderas y musgo vivo que hacía que te sintieras como en un bello bosque encantado enmarcando las altísimas cristaleras. En el techo, increíbles lámparas de araña con infinidad de velas iluminaban la magnificencia de la sala donde todo era extrema belleza. Pero no todo era esplendor ni encanto porque a todos lados, había hombres y mujeres ricamente vestidos que los miraban impasibles.
Al fondo de la magnífica sala había una estrado con un altísimo trono de ónice blanco y platino que medía más de tres metros con la imponente figura de Riswan ataviado con ricos ropajes blancos con ribetes de oro y de diamantes esperándoles con su mandoble desenfundado en las rodillas. A la derecha del trono, había un mullido asiento en el cual estaba sentado el príncipe Xeral con su armadura negra ceremonial y sus garras de zafiro estrellado en sus callosas manos de valeroso guerrero. Su mirada anaranjada era impasible y se le heló la sangre. Tenía tantas ganas de volver a verle, pero el reencuentro no iba a ser como ella imaginaba.
Ya nada iba a ser igual.
Varel sintió el peso de las miradas de todos los miembros de la corte de Sirakxs en la nuca y eso le hacía despertar todos sus instintos salvajes. No le gustaba sentirse tan observado por nadie y mucho menos ante toda una multitud que deseaba su puesto o lo que su matrimonio iba a crear. Todo aquello le revolvía el estómago y le hacía preguntarse mil veces más por qué él. Los argumentos de Hoïen desaparecían y se quedaban reducidos a polvo ante el escrutinio de todos aquellos pares de ojos que querían beber poder y amasar fuerza con sus robustas manos. Miró a Criselda y pudo ver como ella observaba a su magnífico y bello hermano sentando en su lugar del estrado con su semblante impasible y autoritario.
Él hubiese sido el mejor de los dos para estar al lado de aquella niña que aún no era una completa mujer, pero el destino cruel lo había puesto a él allí como si todo fuese una broma o un juego de niños.
Había mucho en juego en todo aquello y se sentía incapaz de asimilarlo todo, de sobrellevar su deber por completo. La situación estaba comenzando a saturarle y empezaba a arrepentirse de haber regresado al palacio. ¿Pero qué otra cosa podría haber hecho? La guerra había terminado gracias a aquel matrimonio y ya no tenía otra opción sino la de regresar a su hogar maldito. ¿A dónde ir de todos modos? Su esposa necesitaba un hogar, ella no era ninguna princesa guerrera - o una valerosa aventurera -, era una dulce y señorial princesa provinente de Senara y tendría que mimarla y acunarla entre los algodones y comodidades que solo un palacio podía ofrecerle.
- Acercaos - dijo el rey cuando las puertas se cerraron.
Los dos se miraron y Criselda comenzó a sentir la ansiedad que provocaban los nervios descontrolados. Caminaron juntos - muy juntos - ante todas aquellas miradas incesantes y cuando llegaron al estrado, los dos se hincaron de rodillas y agacharon la cabeza mostrando sus respetos al rey de Arakxis.
- Ponte en pie hijo mío - dijo el monarca tocando el hombro de Varel con el filo de su mandoble desenfundado.
Él obedeció y solo quedó en aquella posición la princesa. Criselda sintió entonces el frío metal del mandoble en su piel desnuda y todo sus nervios se evaporaron para dejar simplemente una cáscara llena de orgullo y nobleza principesca. Aquel era su mundo - se recordó -, había nacido para presidir una corte fuese de la raza que fuese. Ella había sido criada como una princesa o incluso como a una reina.
- Ponte en pie; Criselda hija de los Hombres.
Ella se puso en pie y fijó su mirada decidida en los ojos violetas del poderoso rey de los Hijos del Dragón. Él le aguantó la mirada antes de enfundar su mandoble y ponerse levantarse elegantemente y de forma amenazadora, como el felino que se alza cautelosamente delante de un enemigo. La tomó por los hombros y la puso cara a cara ante la corte allí reunida para presentarla oficialmente.
- Nobles guerreros, he aquí la princesa que se nos prometió hace más de dos mil años. He aquí la princesa de los hombres que unirá nuestros deseos: Criselda de Senara, ahora también princesa de Arakxis y vuestra futura reina.
Todos los presentes se postraron ante ella a la vez y la joven correspondió a su gesto con una inclinación de cabeza antes de decir lo que le correspondía.
- Yo, Criselda, princesa de Arakxis; prometo fidelidad a los Hijos del Dragón así como al rey y a todo su pueblo - y se postró de nuevo ante Riswan juntamente con toda su corte.
El rey asintió y se sentó en su trono mientras Varel la tomaba de la mano para incorporarla y la sentaba en una de las dos butacas que acababan de colocarse a la derecha del trono. Los dos se sentaron y así se formalizó completamente el matrimonio de los dos.
Oficialmente, ya era la princesa de aquella tierra.
La cena fue una contienda de presentaciones y más presentaciones juntamente con juramentos de fidelidad a la futura reina y palabras agradecidas de ella y el príncipe heredero. Criselda sentía que se mareaba ante aquella cantidad de nombre así que decidió ir más tarde a visitar a Qurín - quizás al día siguiente temprano -, para que la ayudase en aprenderse todos esos nombres y rangos en los próximos días.
La música de gaitas y liras sonaba por todo el salón en el cual habían colocado grandes y largas mesas para que todos cenasen juntos.
Criselda estaba sentada a la derecha de Varel y en la suya había uno de los generales del ejército de su nuevo rey - aunque siempre sería fiel a su anterior monarca y hermano -. El hombre en cuestión se llamaba Boltrakx y era el más anciano y brutal del ejercito real. El hombre no dejaba de gritar y beber de un modo muy desagradable y poco educado, así que se pegó más a Varel que estaba en absoluto silencio casi sin comer ni beber un ápice. Se le notaba tan incómodo como a ella y eso la alivió en cierto modo.
No era la única que quería retirarse de allí cuanto antes.
Una sirvienta le colocó un plato con un jugoso codillo de cerdo y ella lo miró entusiasmada. Si evitaba mirar a los otros comensales, era capaz de comer sin que las nauseas la invadieran. De nuevo se percataba de su opuesta educación y costumbres - solo los príncipes, Riswan y algunas mujeres, parecían comer sin dejar entrever el contenido de su boca y sin mascullar en el proceso produciendo un sonido perturbador y asqueroso- y eso le recordaba a las últimas palabras que le dedicara su tío Reyar antes de partir del castillo y que jamás olvidaría.
Ahora que había llegado a destino, tendría que enviarles una misiva a su familia. Necesitaba decirles que estaba bien y, más aún, que ellos respondiesen con las nuevas del la otra parte del continente - sobretodo del avance del embarazo de Beresta -. No hacía ni un mes que se había marchado pero le parecían años y no simples semanas de agotadora travesía incesante en la cual había vivido más cosas que en sus dieciséis años de vida.
Masticó la carne tierna con ligeros toques de grasa - de aceite y de sus propios jugos - del codillo y decidió hablar con Varel para evadirse un poco. No se percató de ello, puede que no quisiese hacerlo, pero siempre le buscaba a él para distraerse desde el incidente del barco.
- Me gustaría escribir a mi familia - le dijo. Su madre siempre le había inculcado que había que pedir permiso al hombre para hacer las cosas cuando una estaba unida en matrimonio.
- Me parece bien - contestó él desganadamente revolviendo su comida con el tenedor de plata.
- ¿Entonces puedo hacerlo? - quiso asegurarse ella. A fin de cuentas no le había dado su consentimiento simplemente le había dado su conformidad en que le parecía buena idea.
- Por supuesto. Puedes hacer lo que quieras - y prosiguió revolviendo el contenido de su plato metódicamente hacia adelante, al lado, al otro lado y atrás para luego volver a empezar.
Ella nos las tenía todas consigo.
- ¿Todo lo que quiera?
Él la miró soltado el tenedor sobre el plato sin hacer ruido.
- Bueno todo todo no. Nadie puede hacerlo todo, pero en esos temas personales y domésticos; todos los aquí presentes hacen lo que les parece oportuno sin pedirle permiso a nadie.
- ¿Las mujeres no les piden permiso a sus esposos para nada?
- No tienen porqué. Aquí cada uno es libre en ese aspecto. El matrimonio es un lazo de confianza y amor, no de imposición y ataduras. Unos esposos deben consultarse cosas al igual que explicarse sus problemas o temores para buscar soluciones, ¿pero imponer? ¿Pedir autorizaciones para escribir simplemente una carta? No soy quien para obligarte a hacer y a deshacer a mi antojo.
Si era cierto. No la había obligado a nada a no ser que su seguridad he integración estuviesen en juego. Ni siquiera la había obligado a cumplir con su deber de mujer y esposa. No la había forzado a mantener ninguna relación íntima en todo aquel tiempo. Miró su plato de comida y lo apartó ligeramente. Se le había muerto el apetito. De nuevo se sentía confusa y muy mal. Nuevamente, Varel le mostraba una faceta noble de sí mismo y eso la llenaba de un desconcierto tal, que la aturdía seriamente. Cuando él se mostraba así, de una forma tan desnuda y letalmente sincera, hacía que le doliese el pecho y que desease tocarle el brazo y pegarse a su cuerpo.
Los dos pasaron el resto de la velada en silencio y ni siquiera prestó demasiada atención al postre - brochetas de frutas con chocolate fundido -. Sabía que mucho no podría quedarle a la velada y deseaba retirarse a los aposentos que ocuparía con su esposo. Una vez allí, sabía que él no la molestaría y ella podría escribir la carta a su familia en paz y con tranquilidad.
Pero no esperaba que Xeral se presentase ante ella acompañada de una apuesta joven con un rostro más atractivo y femenino que el suyo propio. Era esbelta y alta aunque no tanto como los hombres de su raza. Tenía el cabello largo hasta el nacimiento de la espalda de un color rubio pajizo suelto en infinidad de ondas. Sus ojos rasgados y maquillados tenuemente, eran de un verde muy claro y sus labios eran grandes y carnosos.
- Buenas noches alteza - la saludó la mujer.
- Buenas noches hermano, hermana - los saludó Xeral con un retintín en la voz. A Criselda se le oprimió el corazón.
- Buenas noches - dijo Varel poniéndose en pie y colocando las dos manos sobre sus hombros desnudos. Las manos de él estaban calientes y le apretó ligeramente los hombros. Aquel gesto la reconfortó un poco. No se sintió sola.
- Buenas noches - dijo ella finalmente. Se sorprendió que le saliese un tono de voz tan normal y neutral.
- Me gustaría presentaros a mi prometida - continuó el joven príncipe con su cabello negro trenzado y anudado con cintas de cuero.
El horror y el espanto se instalaron en el pequeño pecho de la joven princesa y sintió un pesado nudo en la garganta y en el estómago.
- ¿Prometida? - murmuró casi sin aliento.
No podía ser verdad, habría escuchado mal. Si hacía poco le había confesado que la quería a ella ¿cómo es que ahora estaba prometido? ¿Por qué?
Varel aumentó un poco la ligera presión y se le oprimió más el corazón. Deseó refugiarse en Varel, al menos sabía que él la podría dañar en cualquier momento de estado emocional transitorio o locuras pasajeras producidas por lo que fuera. Pero de Xeral no se esperaba absolutamente nada.
- Lo decidimos justamente ayer y tenía muchas ganas de daros la noticia a ambos. Ella es Corwën hija del duque Kilono.
Corwën hizo un ligera reverencia con grandísima elegancia.
- Es un placer príncipe Varel, princesa Criselda - habló ella con una voz dulce y delicada.
Sintió que el tiempo se detenía, que todo quedaba sumido en una letanía eterna. Era incapaz de pensar o si quiera recordar lo que dijo en aquellos instantes. Posiblemente sonriese de aquel modo encantador que le había enseñado su madre Teran y que correspondiese a aquellas palabras con un “también mío” y volviese a sonreírle encantadoramente, fingiendo como si su corazón no se hubiese partido en mil pedazos. A fin de cuentas solo sería unos momentos, pronto ellos seguramente se marcharían y ella podría dejar de fingir y de sonreír de aquel modo tan artificial y falso que cada vez le costaba más.
Y así fue.
Cuando quiso darse cuenta, Xeral y la preciosa Corwën se alejaban y únicamente quedaban las manos de Varel sobre sus hombros dándole un calor que era incapaz de instalarse dentro de su pecho. Inconscientemente, alzó la mano derecha y la colocó sobre la suya que se alzó de su hombro y se entrelazó con la de ella.
La cena se le hizo interminable pero sabía que a su esposa se le había hecho más larga todavía. Cuando fue prudente retirarse, Varel se alzó cuan largo era y se disculpó ante su padre con el pretexto del fatigoso viaje para escabullirse del salón con Criselda. Ella no habló, simplemente le hizo una escueta reverencia a Riswan y se fue tras él a grandes zancadas.
Los pasillos de aquella parte del castillo estaban desiertos y la condujo por otros pasillos lujosamente ornamentados hacia otro elevador en el ala oeste del palacio. En aquella parte de la estructura rocosa, hacía mucha humedad y en las piedras resbalaba una ligera capa de agua salina procedente de las grandes olas del mar que chocaban contra el palacio. Cuando iba a accionar una de las palancas del ascensor para accionar el mecanismo de funcionamiento, ella alzó los ojos y observó con mucha cautela el elevador.
- ¿Tenemos que volver a utilizarlo? - preguntó con una voz tremendamente triste y sin vida. Aquello le caló muy hondo en el corazón y se le partió el alma llenándolo de amargura.
Por que le dolía. Porque le daba rabia que le agradase tanto su hermano y le temiese a él. En aquel momento, odiaba profundamente a Xeral por aquella sucia treta que se había sacado del sombrero - o de su cerebro retorcido - simplemente para lastimarla. ¿Por qué lo has hecho? - se preguntó -. ¿Por qué quieres herirla?
¿Qué le había hecho ella para que desease hacerla sufrir?
- Si no quieres… pero hay mucho trecho hasta mis habitaciones. Bueno… las nuestras - añadió clavando la mirada a las antorchas de vivo fuego de las paredes.
- ¿Cuánto trecho?
- Dos pisos.
- ¿Son muchos escalones?
- Bastantes.
Criselda bajó la mirada hacia sus manos unidas en el regazo.
- Escaleras pues - decretó él y ella asintió con un poco de alivio.
Sin tocarla, aunque se moría por hacerlo, la sacó de aquel pasillo y la llevó hasta el pasillo central donde se encontraba la inmensa escalera de caracol que subía a todos los pisos del palacio de Sirakxs.
- Ves fijándote en el recorrido - le dijo simplemente porque no deseaba aquel silencio que más que una bendición eran como dardos envenenados inclementes -. Este lugar es muy grande y puedes perderte fácilmente, aunque cualquier sirviente u residente estará encantado de ayudarte en la tarea de guiarte.
- No te preocupes - murmuró ella aferrándose a la barandilla-. Si hay algo que tengo, es buen sentido de la orientación y buena memoria.
Y ya no le quedó más que decir.
Subieron los peldaños de la escalera en aquel tortuoso silencio sin cruzarse con nadie. Era ya muy tarde y ningún noble - que eran los inquilinos de los pisos superiores desde el séptimo al noveno piso - solía pasar por allí nunca si no es que los elevadores no estaban operativos por revisiones o por reparaciones. Sus aposentos estaban en el último piso - el noveno - por ser un miembro de la familia real. Ellos tenían sus habitaciones exclusivamente en el piso más alto del palacio mientras que los restantes miembros de la corte, estaban repartidos entre el séptimo y el octavo dependiendo de su rango o de los favores ofrecidos a su rey.
Miró por encima del hombro y vio como Criselda estaba muy atrás y visiblemente agotada. Varel suspiró contrariado por su tozudez por no querer coger el elevador y bajó los escalones hasta ponerse a su altura. Aún quedaban dos piso por subir y ella no estaba en condiciones para hacerlo. La cogió en volandas y ella chilló sobresaltada aforrándose a su cuello como si fuese una sanguijuela.
- Bájame - suplicó más que ordenó o exigió.
- No puedes con tu alma querida mía, y no quiero tener que subir para luego tener que bajar a recogerte- le dijo él subiendo de nuevo los escalones como si no la llevase a cuestas.
Lo cierto es que no pesaba mucho - ¿unos sesenta y cinco kilos tal vez? - y no le costaba ningún esfuerzo seguir un buen ritmo de ascenso. La muchacha no protestó y colocó su cabeza sobre su pecho para ponerse más cómoda. Varel dibujó una sonrisa triste en sus labios. Ojalá siempre pudiese ser así de fácil y cómplice.
“Si no fuese por mi hermano, puede que nosotros nos hubiésemos compenetrado bien.”
- ¿Sabes una cosa? Hoy es mi decimosexto cumpleaños - susurró su esposa con aquel tono de voz tan apagado y muerto.
- ¿De veras?
- Si.
- Felicidades - le dijo de un modo un tanto incómodo y avergonzado por no haberse preocupado en interesarse por aquel detalle.
¿A qué día estaban? Pensó unos momentos hasta que recordó que era el día trescientos cuarenta y cinco del año. Así que había nacido en verano. Lógicamente estúpido - se dijo - se puede notar perfectamente la estación. Él había nacido en invierno y en el último día del año: el cuatrocientos trece.
- Yo nací el último día del año - le explicó.
- En Senara es signo de buena fortuna.
Varel llegó al ultimo extremo de la larga escalera y se internó por el suntuoso pasillo de paneles de platino y oro blanco con esculturas de dragones y cuadros de ricos paisajes enmarcados en reluciente plata con filigranas. No tubo que recorrer mucho trecho hasta llegar a la gran puerta de madera de roble que daba a sus habitaciones privadas que ahora tendría el gusto y la desgracia de compartir con la joven que tenía en los brazos y de la cual estaba enamorado.
Cuando bajó a Criselda y la posó en el suelo murmuró:
- ¿De veras? Aquí es un signo de desgracia.
Y abrió la puerta.
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