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Capitulo veintitres

El maravilloso instante del amor

Cayó al suelo de rodillas con su cuerpo pegado al suyo. Era tan suave en comparación con la aspereza de sus manos encallecidas por el acero, que aquellas simples caricias le hacían estremecer de deleite y gozo. Su boca aún exploraba la de Criselda mientras ella se aferraba con fuerza a su cuello con los dos brazos. ¿Aquello estaba ocurriendo o lo estaba soñando? Que importaba si era una cosa u otra, lo que importaba era que la tenía entre sus brazos y no iba a soltarla aquella noche.

Sería suya.

Varel bajó sus grandes manos abiertas y comenzó a acariciarle las caderas y la base de la espalda muy cerca de su trasero. Aquello la estaba llenando de una ansiedad que nunca antes había llegado a unos límites tan altos. Sus propias manos deseaban también acariciar y explorar aquella cuadrada espalda y su glúteos. Se sonrojó más al pensarlo mientras respiraba fuertemente por la nariz.

Él se separó de ella rompiendo el beso apoyando su frente sobre la de Criselda, respirando entrecortadamente subiendo sus manos hasta sus axilas. La alzó a la vez que se incorporaba del suelo y ella dejó dócilmente que la cargara en volandas. Le dio un beso muy cerca de su corazón y sintió que se aceleraba más de lo que ya estaba. Lo sentía latir casi hasta en la garganta. Sería la primera vez después de cuatro años que volvería a hacer el amor - desde la muerte de Kirla - y esta vez lo haría con la madre de sus hijos: con su esposa por derecho propio. 

“Pero no es simplemente eso, yo la amo. La amo más de lo que nunca amé a la pobre Kirla”.

Criselda se sintió volar mientras los poderosos brazos de Varel la cargaban sin dificultad y caminaba de regreso al dormitorio. Con la cara sobre su pecho desnudo, podía sentir los latidos de su corazón y estaba tan increíblemente acelerado como el suyo y - nuevamente - latían al unísono. Cuando le había besado  - con increíble osadía por su parte - en el pecho, su corazón y el de él se habían acelerado a la vez. Era algo increíble y mágico.

“Es por el ritual. Realmente nos convertimos en uno solo”.

El recorrido hasta el dormitorio pareció durar más que todas las semanas que habían tardado hasta llegar a Sirakxs y la impaciencia, comenzaba a consumir a Varel mientras el palpitante y placentero dolor de su miembro masculino lo atormentaba y le pedía el disfrute y el placer del alivio. La depositó sobre la cama delicadamente y ella lo atrajo para besarle tímidamente sin soltarle el cuello. Él volvió a fundirse en su boca mientras le acariciaba el cuello con la mano izquierda y se apoyaba con la otra contra el colchón para no aplastarla con su peso.

Criselda soltó a Varel cuando necesitó respirar y él la miró con unos ojos turbios por la lujuria y una sonrisa rebosante de veneración. Ella le contempló fascinada mientras su esposo agachaba la cabeza para posar su lengua contra la tersa piel inmaculada de su cuello. La joven princesa gimió entrecerrando los parpados ante lo gratificante de aquellas caricias tan sensuales. La punta de su lengua paseaba muy despacio por su piel y escalofríos placenteros recorrían su espina dorsal. Entreabrió los labios para poder soltar el aire que retenía en sus pulmones producto de las intensas sensaciones que Varel obraba con sus caricias.

El príncipe llegó hasta la molesta tela del camisón rojo de Criselda y se apartó de ella de mala gana para tomarla por los brazos e incorporarla. Miró sus profundidades jade completamente oscuras por el deseo y sus mejillas ruborizadas por su alterada circulación sanguínea. Le deseaba con la misma intensidad que él la deseaba a ella y eso le produjo un dolor sordo en el corazón. No quería pensar qué querría significar aquel gran paso adelante en su matrimonio. Tenía que disfrutar de aquel maravilloso momento en el cual podría derramar sobre Criselda todo el amor y adoración que le inundaba el pecho. 

Aunque no se lo dijese con palabras, podría confesarle sus sentimientos con hechos y comenzaría por quitarle el camisón.

- Alza los brazos - le pidió y ella obedeció sin dejar de mirarle a los ojos.

Varel pasó los dedos por sus sensuales y bien definidas caderas hasta el filo de su camisón. Tiró de la tela hacia arriba y la tela roja de satén recorrió el cuerpo de su esposa dejando a su paso su piel desnuda. Sintió como ella se estremecía cuando la prenda salió por su cabeza y él la dejaba a un lado. Se pasó la lengua por los labios resecos mientras acariciaba uno de sus cortos mechones de cabello castaño.

Su pecho subía y baja mientras la mirada bicolor de su esposo la repasaba de arriba abajo sin apenas pestañear. De pronto sintió vergüenza y miedo. ¿Y si no le gustaba su cuerpo desnudo? Pero pronto aquella idea estúpida abandonó su mente. La mirada de Varel no perdió el brillo y tampoco aquel tono de color tan hambriento y salvajemente excitante. Él la deseaba al igual que ella y poco más importaba. Criselda extendió sus dos manos ansiosas y temblorosas hasta el pecho de él y comenzó a explorar su bronceada piel con una ligerísima capa de sudor provocada por el calor y la humedad del ambiente y por la fogosidad y lujuria del momento.

El estómago parecía bailarle lleno de eso que solían llamar “mariposas” cuando sus manos llegaron a la cinturilla de sus calzones de ligero lino. Fijó su mirada en el bulto prominente que destacaba entre sus piernas y se le secó la boca cuando él colocó sus propias manos sobre las suyas y las depositó sobre su parte masculina. Jadeó al notar aquella dureza contra sus dedos juntamente con la textura de la tela de sus calzones beige.

Varel dejó que ella palpase su deseo mientras le recorría un escalofrío por todo el cuerpo. Le molestaba terriblemente aquella tela y movió las manos de su inexperta esposa para despojarse de los calzones. Una vez se los quitó con tirones inclementes, la contempló y sonrió ante su rostro completamente del color de la grana. Sus ojos verdes contemplaban aquella parte tan distinta entre un hombre y una mujer y supo lo que estaría pasando por su cabeza.

Era enorme se dijo la inexperta princesa mientras la curiosidad iba tomando el control de su cuerpo. Quería tocarlo, sentirlo entre sus dedos pero sobretodo, quería sentirlo dentro de ella como tantas veces le habían explicado las damas de la corte que hacían los hombres en el acto carnal.

- ¿Sabes qué hacen un hombre y una mujer? - le preguntó Varel recostándose sobre ella y acariciándole la cadera hasta el muslo. Se estremeció y se pasó la lengua por la comisura de su labio superior.

- Si, sé un poco - respondió.

- Averigüemos que es un poco.

Varel tomó sus labios y volvió a besarla mientras sus manos acariciaban su cuerpo y ella se abandonaba a que él hiciese lo que gustase.

Las sensaciones eran maravillosas, algo que solo se podía llegar a comprender una vez se había experimentado el acto de hacer el amor. Porque eso es lo que le estaba haciendo su esposo, lo supo sin necesidad de haber tenido una experiencia anterior. No podría ser otra cosa. La delicadeza y la ternura de sus caricias eran una clara muestra de cariño - por no querer reconocerlo y llamarlo amor -.

Criselda quiso corresponderle del mismo modo.

Mientras Varel tomaba todo lo que quería y deseaba de la parte superior de su cuerpo, ella le acariciaba el cabello castaño sedoso y limpio mientras reaccionaba receptivamente a las caricias de él con gemidos y jadeos. Sintió que su feminidad se humedecía y como la recorría cada vez más un calor abrasador que nacía de su propio cuerpo muy concretamente de su parte intima.

Varel fue descendiendo desde sus pechos como dulces melocotones hacia su vientre plano y paso sus manos por sus prominentes caderas mientras ella se removía inquieta bajo su tacto. El príncipe lamió su ombligo cosa que hizo que Criselda contuviese la respiración y bajó hasta su palpitante punto de placer. Sintió como sus dedos largos y masculinos separaban sus pliegues y el contacto caliente y húmedo de su lengua. Una corriente de placer puro, le recorrió el estómago hasta llegar al cerebro y no pudo evitar gemir con fuerza.

Aquel placer no tenía nombre.

Aquel placer era sublime.

Su esposo estuvo entre sus piernas lamiendo despacio durante largo tiempo primero despacio y luego más deprisa hasta que sintió como toda ella se aceleraba y el placer subía y subía; hasta que explotó en mil pedazos y gritó con fuerza sintiendo la liberación de la contención del placer. El corazón continuaba latiendo con fuerza al igual que Varel continuó con aquella placentera tortura. Pero esta vez no solo la complacía y la exploraba con su lengua. Sus dedos juguetearon con la entrada de su sexo y notó uno en su interior. 

Volvió a jadear y eso estaba acabando con su autocontrol. 

Varel metió en su interior un dedo intentando dilatarla para prepararla. Se moría de ganas de hundirse en ella y olvidar, sentir solamente que existían ellos dos en aquellas cuatro paredes. Solamente ellos dos. Las caderas de ella empezaron a moverse al compás de sus movimientos y metió otro dedo. Por los dioses, estaba completamente húmeda y apartó la lengua mientras paladeaba su sabor dulce. Sin dejar de mover sus dedos, besó el interior de sus muslos.

- Ah - jadeó ella como música celestial.

Quería más.

Necesitaba que ella gimiese y gritase más y más fuerte. Deseaba ser el producto de todos aquellos sonidos que le llegaban al alma como un bálsamo curativo. Movió la lengua sobre sus muslos al compás de sus movimientos y cuando sintió que su dulce esposa estaba a punto de alcanzar el placer, apartó los dedos y se hundió en ella lentamente. 

Criselda gritó al sentir el dolor y la plenitud.

Abrió los ojos mientras las lágrimas se derramaban por sus mejillas. No era ninguna sorpresa para ella que la primera vez una mujer sentía dolor, pero no pensó que sería tanto. Pero lo era a pesar de las ganas que tenía por aliviar la lujuria de su cuerpo.

- ¿Te duele? - le preguntó Varel pecho contra pecho. La miraba con mucha preocupación y eso le hizo un nudo en el corazón. En verdad se preocupaba por ella, no era ninguna ilusión.

Y pensar que había dudado de él. Si en verdad deseara lastimarla, no le importaría inflingirle dolor y no se interesaría en detenerse.

No podría perdonárselo.

- Si - dijo.

- Si quieres que paremos en algún momento… no quiero lastimarte.

- ¡No! - exclamó ella aferrándose a sus brazos -. No quiero que te detengas.

Él sonrió con dulzura y le dio un beso en la punta de su nariz.

- Iré despacio - susurró y comenzó a moverse.

Al principio dolía terriblemente, pero poco a poco su cuerpo fue acostumbrándose a la invasión del miembro de su esposo y todo su cuerpo empezó a relajarse gracias a sus palabras tan delicadas y tiernas que le susurraba al oído.

- Así - le alentó él con la voz muy ronca - relájate y siénteme. 

Y tanto que lo sentía. 

Lo sentía en cada fibra de su ser, en cada envite mientras ella le clavaba las uñas en los brazos. Él jadeaba de un modo sensual y salvaje y pronto ella olvidó el dolor y se perdió en aquellos sonidos mientras volvía a experimentar placer y gozo.  Sus caderas fueron respondiendo a los movimientos pélvicos de Varel y comenzaron una danza lenta y agónica que no quería terminar jamás.  

- Enrosca las piernas en mis caderas - le pidió con un gruñido.

Se lo había pedido no se lo había ordenado. Dioses ¿cuándo había comenzado a dejar de darle ordenes? No lograba recordar la última vez que le había ordenado algo.

Incrementó el ritmo y con ello, aumentaron las sensaciones al igual que el calor y el sudor de sus cuerpos. Se sentía ingrávida, ida y a punto de tocar algo más lejano que el propio cielo.

- Lleguemos juntos al paraíso - le dijo él.

- Si - murmuró ella.

Y voló con él al paraíso del placer donde gritó su nombre y él susurró el suyo como si fuese una plegaria a Gea. Varel se desplomó sobre ella mientras sus piernas - flácidas -  caía pesadamente de sus caderas hasta la cama. Se sentía agotada y dolorida pero muy muy satisfecha y saciada. Aquel más de su interior se había calmado y se había escondido en algún lugar profundo de su ser.

Varel se recostó a su lado y la contempló. Se le llenó el corazón de felicidad al verla tan radiante y le acarició con amor la mandíbula. Ella le devolvió la mirada y le sonrió con un poco de timidez. Él le correspondió del mismo modo.

- Espero no haberte hecho demasiado daño.

Ella negó con la cabeza.

- Es algo normal, el dolor quiero decir.

- Lo sé, eso tengo entendido.

Criselda alzó una de sus manos y le acarició los abdominales mientras los contemplaba. Le encantaba el contacto con su cuerpo musculoso y poderoso.  Varel extendió los brazos y la abrazó. Ella se fundió con él y aspiró su aroma a sudor y sal mientras cerraba los ojos. Se sentía en paz y supo que él también. Ahora se sentía completa, como si la pieza fundamental de su interior hubiese vuelto después de haberla perdido. En aquel momento solo existían ellos dos y los actos que acababan de sellar su matrimonio.

Ahora eran uno solo ser.

En aquel momento de suma felicidad, Criselda no se percató del conflicto que dentro de poco tendría con su corazón.

Aún era noche cerrada cuando Varel abrió los ojos. 

¡Hacía un calor sofocante!

Quiso moverse para poder refrescarse un poco cuando notó que no estaba solo. Miró a su esposa dormida placidamente sobre su pecho con una capa de sudor pero con el rostro en serena paz. Sus cuerpos estaban desnudos y enroscados con las ropas de cama revueltas a sus pies. Varel apartó el flequillo de la frente de Criselda y ella frunció un poco los labios para luego quedarse nuevamente inmóvil salvo su corazón y su pecho subiendo y bajando.

El príncipe la contempló masajeándole la espalda muy ligeramente sin poder creer aún lo que habían compartido. Habían hecho el acto carnal - el amor - y había sido increíblemente satisfactorio después de tanto tiempo. De nuevo la esperanza inundó su corazón para alentarle. Si ella se le había ofrecido, eso quería decir que ya no le temía: que volvía a confiar en él. Apoyó su cabeza sobre la de ella y cerró los ojos sin poder evitar sonreír. ¡No se lo podía creer! Si todo era un sueño, rezó para no despertar jamás y quedarse así para siempre junto a ella.

Junto a su amor.

El cielo empezó a clarear, cambiando de color poco a poco y supo que debía levantarse. Contempló a Criselda unos instantes antes de apartarla con cuidado de no despertarla y se levantó para lavarse. Se quitó el sudor con la ayuda de una toalla y del agua de la palangana. Ahora se sintió un tanto mejor aunque prefería estar sudoroso y al lado de su princesa.

Pero debía ir a entrenar. 

Debía volver a su rutina.

Varel fue al armario y escogió unos pantalones de cuero y un chaleco de algodón con cintas que se ataban en el pecho. Se vistió con rapidez y se colocó sus cómodas y viejas botas. Se marchó sin mirar atrás y se dirigió al elevador más cercano con ganas de regresar a su dormitorio para poder despertar a Criselda con dulces besos y caricias y volver a hacerle el amor. Pero lo podría hacer después, debía esperar y hacerlo más tarde. Lo primero era entrenar para no quedarse rezagado y hacerse más poderoso aún: jamás debería volver a permitir que ningún rival volviera  a malherirle tanto como para que su magia le volviese a afectar tanto a su cordura.

Cuando se subió a la plataforma de madera, bajó la palanca hasta marcar el numero tres y esperó bien tieso a que esta comenzara a moverse hacia abajo. 

El elevador fue descendiendo lentamente mientras él se atusaba el pelo en un intento vano por peinárselo. Recordó lo que una vez le dijo su madre.

- Déjate el pelo hijo.

- Pero mamá lo tengo despeinado - replicó él.

- Por eso mismo. No sabes lo guapo que estas con el pelo completamente en estado salvaje.

En aquel momento él lo dudó, pero luego se percató de que las mujeres se sonrojaban más y que lo miraban con deseo. Y sabía que a Criselda le ocurría lo mismo.

La plataforma se detuvo cuando él menos lo esperó y perdió un poco el equilibrio cuando paró en seco. El viaje se le había hecho tan corto que había estado a punto de caer como un primerizo. Menos mal que estaba solo y nadie lo había presenciado. Salió de la plataforma y se encaminó hasta el puesto de armas pasando por delante de la herrería. Allí ya estaba el herrero con sus aprendices dándole al martillo y al yunque. 

- Buenos días - saludó él. 

Los aprendices alzaron la cabeza y se pusieron tan nerviosos que no atinaron a moverse y uno de ellos hizo una torpe reverencia. El herrero en cambio, no dejó estar su martillo y no miró al príncipe. Varel sonrió con afecto al viejo herrero. El hombre - al cual llamaban Acero porque era tan duro y tan fuerte como ese metal -, tenía más de ciento setenta años y aún estaba en completas facultades para desempeñar su trabajo. Era un maestro armero excepcional y era el mejor fabricante en todo el reino. En su juventud había sido muy alto, pero ahora era bajo a causa de la edad y tenía las manos callosas y rugosas al igual que su rostro perlado de cicatrices y muy moreno de tanto estar tras una fragua. 

- Me alegro de volver a verte maestro herrero - le dijo respetuosamente el príncipe.

Acero siguió a lo suyo.

- Tenéis buen aspecto príncipe.

- Tú también Acero. No has cambiado nada.

- En cambio vos habéis cambiado y mucho - dijo soltando por fin el martillo y contempló la punta de lanza que había estado moldeando. Sonrió y asintió ante su trabajo -. ¿Vais a la armería?

- Si.

- Una pérdida de tiempo. Traedme la espada.

Uno de los aprendices se apresuró hasta un rincón donde había una espada envuelta en tela. El joven aprendiz se la entregó a su maestro y Acero apartó la basta tela para dejar al descubierto el mango y la vaina de una espléndida katana. El mango era de plata y aguamarina y la vaina era de cuero azul muy oscuro con filamentos de oro blanco. Acero la desenfundó y le mostró una hoja con doble filo muy bien afilada y moldeada.

- Sujetadla -le ordenó el anciano.

Varel la tomó en sus manos y no notó apenas peso. Era increíble lo ligera que era.

- ¿Qué os parece? Es esplendida ¿cierto? - dijo el herrero con conmensurable orgullo.

- Magnifica - atinó a decir él completamente fascinado por aquella arma.

- Me he enterado que perdisteis una de vuestras katanas - comentó Acero.

- En realidad dos: una me la rompió un basilisco negro y la otra se perdió en el combate.

- Estupendo entonces. Esta espada es para vos.

Él lo contempló asombrado.

- ¿De veras?

- ¿Y por qué no? Esta espada no podría pertenecer a otro que no fueseis vos.

Acero le entregó la vaina y Varel guardó la hoja en su funda.

- ¿Tiene nombre?

- Si; Zingora.

Varel se estremeció, aquel era el nombre del Dragón azul que les dio la vida.

- El protector - murmuró. Todos sabían qué significaba Zingora en la antigua lengua de los dragones.

- Si, perfecta para vos.

El joven hizo una reverencia aferrando fuertemente la katana en sus manos.

- Gracias maestro.

- Id a probarla - fue su respuesta antes de volver a coger su martillo y golpear la siguiente punta de lanza.

Varel se marchó con paso veloz pasando de largo la armería para ir al campo de entrenamiento. El cielo poseía ya un tono anaranjado y caminó en busca de un lugar despejado para probar su nueva espada. Estaba ansioso por ver qué podía hacer con un arma tan espléndidamente liviana y letal como aquella.

Con aquella espada podría proteger con mayor eficacia todo lo que quería y amaba.

Con esa katana no volvería a perder la cabeza.

- Buenos días hermano, veo que eres tan madrugador como antaño. Vaya ¿qué tenemos aquí? Tienes una espada nueva ¿te apetece un combate?

Por su izquierda, Xeral le miraba con diversión en cuclillas con el pecho sudoroso al descubierto, vestido simplemente con unos pantalones de cuero y unos guantes del mismo material sin dedos.

- Tranquilo hermano, no será a muerte - y su sonrisa se ensanchó.  

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