Capitulo treinta y uno
Regreso a Senara
No hubo tiempo para pensar, solo había tiempo para hacer el equipaje.
Dispuesto a ayudarla en todo, su esposo había ido en busca de Yenara y de un escolta de confianza para el largo viaje puesto que él no podía acompañarla. Mientras, ella buscaba en el armario todo lo necesario para el regreso sin poder asimilar aquella desgracia tan grande.
Al cabo de unos minutos de sacar ropa del armario, acudió una criada del palacio con un gran baúl cuadrado para ayudarla en su precipitada empresa. Con una efusiva muestra de agradecimiento, la princesa y la criada empacaron todo lo que pudiese necesitar en un viaje largo y en un tiempo rayando el invierno. Como en Senara hacía más frío, tenía que llevarse bastante ropa de abrigo pero en Arakxis no hacía tanto frío por lo tanto, poco tenía la princesa de ropa de abrigo. No obstante, Varel poseía capas de piel de su estancia en Senara - por la guerra - y ella las tomó y las guardó en el baúl.
Faltaban pocas cosas que guardar cuando regresó su esposo.
- He mandado a Refie a que os preparen buena cuenta de suministros para el camino.
Ella asintió y él le dio una bolsita pesada que tintineaba. Era dinero.
- Lo necesitarás - añadió cuando ella lo tomó entre sus manos.
- Gracias. ¿Quién vendrá conmigo? - preguntó.
- Fena y Hoïen.
- ¿No vendrá Yenara? - preguntó consternada. Necesitaba a la sanadora real, era la mejor de todo el reino.
- Ella no puede ir - respondió. Criselda dio dos pasos hacia él.
- ¿Por qué?
- Es la única sanadora real que tenemos, no puede abandonar el Palacio de Silex ni la capital si el rey permanece aquí. Yenara solo puede ir a pos del rey.
- Pero… pero Beresta… - se mordió el labio inferior sin poder decir la palabra funesta que le atenazaba la garganta.
- No temas, Fena es la mejor opción que tienes. Es mejor que su madre - la alentó colocando una mano sobre su hombro.
Aquel gesto tan comprensivo, tan cercano y tan humano, la ahogó y sus sentimientos estuvieron a punto de traicionarla. Quería echarse a llorar por todo. ¿Por qué tenía que ocurrir cosas espantosas una detrás de otra? Ahora no era el momento idóneo para marcharse de regreso a su tierra de origen, pero debía acudir para salvar a su futuro sobrino y a la reina. Jamás imaginó que regresaría tan pronto ni que el motivo sería tan a contrarreloj.
La criada terminó de empacar todo en el baúl y se dispuso a sacarlo del dormitorio hacia un elevador para bajarlo hasta el vestíbulo. Al ser la criada tan fuerte en su fisonomía, se marchó a cumplir la tarea en soledad mientras Criselda iba a buscar el trozo del eslabón arco iris en su joyero. Mirando a Varel de reojo, sacó el trozo enganchado en una cadena de plata y se lo pasó por el cuello mientras simulaba peinarse.
- Ya estoy lista.
Varel asintió y la tomó de la mano para guiarla hacia un elevador.
- Les esperaremos en la entrada de las cuadras - le informó -. No creo que tarden mucho en recoger sus cosas.
El viaje en elevador fue corto y largo a la vez a causa de la impaciencia de la partida y las ganas de no marcharse sin Varel. Una vez en el gran vestíbulo, Varel la guió hacia las cuadras donde estaba Refie dando instrucciones para ensillar los caballos orequs. Cuando estuvo cerca de su montura, Señor se acercó a ella para olerle la mano. La joven le acarició el cuello con cariño después de tantos días sin verle. La enterneció que la recordará y entonces le vino a la memoria que aquel caballo solo era de ella y que jamás otro jinete podría montarlo a no ser que fuese con ella encima.
- Hola - saludó al caballo. El movió la cabeza y le lamió la cara.
- Mi príncipe ¿Quién llevará el carromato? - preguntó un mozo de cuadra.
- La montura de Hoïen, Faeo.
El mozo asintió mientras ataban su baúl y las alforjas llenas de alimentos en el pequeño carromato de madera. Nerviosa por todo lo que estaba ocurriendo, Criselda no sabía donde apoyar el peso de su cuerpo ni podía quedarse quieta. Se removía sin cesar mientras los demás trabajaban en los menesteres del viaje. Al cabo de un tiempo interminable, aparecieron la pequeña Fena acompañada del gigante Hoïen. El guerrero portaba dos baúles muy grandes, uno en cada mano, mientras que ella portaba una faltriquera en las manos. Aunque los baúles no era lo único que portaba el guerrero, también llevaba una espada en la cadera, un carcaj en la otra y un arco y una hacha en la espalda.
Saludando con la cabeza a los dos príncipes, el hombre fue hacía el carromato y soltó los baúles pero las armas las conservó en su lugar. Los dos recién llegado se unieron a los príncipes y la pequeña sanadora les saludó respetuosamente.
- Estamos listos para partir - informó Hoïen a Varel.
- Sabes lo que tienes que hacer - dijo su esposo. El mejor amigo de este asintió.
- La protegeré con la vida. Llegaremos a salvo hacia el castillo del rey Iarón.
- Bien.
Los mozos acercaron los caballos ensillados a Fena y Criselda a la vez que Hoïen comprobaba las correas que unían su caballo con el carromato y subió a su orequs color chocolate con la crin negra. La jovencísima Sanadora montó su yegua color castaño oscuro por adelante y negro por atrás con la ayuda de Refie y a ella la ayudó Varel.
- ¡Abrid las puertas! - gritó un guerrero mientras cuatro hombres tiraban de las anillas de las dos gigantescas puertas.
- Ten cuidado - le pidió su esposo -. Haz todo lo que te diga Hoïen.
- Si - respondió ella.
Los dos se quedaron mirando fijamente. Ella deseaba decirle tantas cosas, pero sobretodo que se había enamorado de él y no quería perderle. A su vez le pareció que Varel también deseaba decirle algo, tal vez que la seguía amando a pesar de todo. O puede que desease besarla tanto como lo deseaba ella. Siguiendo el deseo de su propio cuerpo, Criselda se inclinó hacia adelante para estar a la misma altura de Varel. Observó sus profundos ojos bicolor que le acreditaban el rango y la responsabilidad de marcado del dragón, elegido de los dioses de la creación.
Pero no dijo nada y tampoco la besó.
Solo se miraron contenido todo lo que escondían en el fondo de su corazón. Sabiendo que era inútil, la princesa se enderezó sobre el lomo de Señor y cogió las riendas. Miró nuevamente a su esposo antes de decirle:
- Quiero que sepas que nada pasó entre Xeral y yo. No pude porque para mí, tu eres lo más importante.
Temiendo su respuesta o su reacción, Criselda picó espuelas y se adelantó para salir la primera del palacio. Se colocó la capucha de su ligera capa otoñal de algodón y esperó a sus dos compañeros de viaje sabiendo que hasta el verano no estaría de regreso.
El sonido del péndulo del gran reloj era lo único que podía escucharse en la habitación. Ya no sabía que mas hacer mientras vigilaba el sueño de su esposa.
Beresta dormía con el rostro hundido y demacrado iluminado el rostro por el fuego de la chimenea y el de un par de candelabros. El rey se levantó y se acercó a la ventana con ansiedad. Fuera nevaba a pesar de no estar aún en invierno, señal de mal augurio en todo el continente de Nasak. Iarón contempló el camino real minuciosamente esperando ver alguna señal, alguna sombra que indicase que su hermana se acercaba. Hacía más de un mes que le había enviado aquel urgente mensaje para que acudiese en su auxilio.
Allí nada se podía hacer por su esposa sino rezar a la misericordiosa Gea. Las hemorragias eran diarias a pesar de estar en cama y los galenos se sorprendían al verla aún con vida y con el bebé dentro de sus entrañas.
Beresta había perdido mucho peso a pesar de comer con algo de abundancia. Él sabía que no tenía hambre y que comía por la vida de su hijo que estaba en riesgo.
- No moriré sin que él haya nacido -le decía hasta la saciedad.
- No morirás mi amor, los dos os salvareis - le respondía siempre él. Entonces ella le miraba con una sonrisa triste y cerraba los ojos. Pero él lo decía muy enserio, no pensaba dejar que ninguno de los dos muriese. Su reina y su heredero eran su vida entera, los dos seres que más amaba en aquel mundo a pesar de amar también a sus demás familiares y a todo su reino.
Pero era un hombre a pesar de ser soberano, y ese hombre solo quería que ella se recuperase. Pero Criselda no llegaba y el miedo le atenazaba el corazón sin piedad a cada segundo del día que pasaba una y otra vez. Día tras día.
Se apartó de la ventana y se sentó en una butaca cercana al lecho. Recostó la espalda suspirando y se frotó la frente. Se sentía muy fatigado y somnoliento pero no se atrevía casi ni a dormir. ¿Y si ocurría el desastre y su esposa moría mientras él dormí? No, no podía dormirse sin despedirse de ella; sin decirle que la amaba con toda su alma, ser y corazón.
Cerró momentáneamente los ojos y cuando los abrió vio que las agujas del reloj marcaban las cinco. Se levantó disparado de su asiento. ¡Había dormido dos horas! Se acercó a la reina y colocó su rostro sobre al de ella para escuchar su respiración pausada. Cuando se cercioró de que simplemente dormía, volvió el monarca a asomarse a la ventana. La nieve había cesado pero su rastro estaba en el suelo de un modo inamovible sin fundirse.
Escrutó las sombras de la noche sin ver nada pero decidió quedarse allí para no volver a dormirse. Iarón continuó mirando hacia el camino real sin poder evitar dar alguna que otra cabezada hasta que le pareció ver que algo se acercaba en la lejanía. La somnolencia del joven rey se evaporó y pegó el rostro en el vidrio para intentar ver mejor. Con el corazón latiéndole en la garganta con una fuerza arrolladora, Iarón fue testigo de cómo las sombras se acercaban rápidamente por el camino real. Sin duda tendría que ser un caballo por la velocidad.
Al cabo de unos minutos, fue capaz de distinguir la silueta de tres grandes animales equinos y de un pequeño carromato. No había duda entonces pues, ¿quién iba a acercarse a esas horas si no era su querida hermana pequeña? ¡Era ella estaba seguro!
Con una reciente alegría en su alma herida, Iarón fue rápidamente hacia la puerta de su dormitorio y salió corriendo al pasillo para apresurarse hacia la entrada del castillo y darle la bienvenida a su hermana y a la persona que salvaría a su esposa y a su hijo.
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