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Capitulo siete

Cadenas rotas

No hubo banquete. ¿Para qué perder el tiempo en ello? Lo más importante, el matrimonio, ya se había realizado y todos estaban cansados y había que dormir y descansar para partir antes del mediodía del día siguiente. Ya habría tiempo para un gran banquete cuando volviesen al palacio en el acantilado de sílex de Sirakxs. 

Ahora tenían un gran camino que recorrer para volver a casa.

Casa…

Varel separó sus labios de los de Criselda y la tomó de la mano. Los presentes comenzaron a tirarles arroz sobre sus cabezas deseándoles salud, bienestar, felicidad y fertilidad. Su esposa parecía contener la respiración y él contenía algo que posiblemente fuese impotencia.

Caminaron aceptando los buenos deseos de todos, aceptando apretones de manos y golpes cariñosos mientras las cadenas que los unían se mecían en un vaivén lento por sus movimientos. Criselda se esforzó en dejar la mente en blanco y decir que si a todo. Sus ojos no podían dejar de mirar la tienda azul como si fuese una polilla que no puede dejar de observar la brillante llama de una vela. No quería seguir avanzando, pero sus pies se movían solos junto con los de su esposo. He igualmente ¿adónde podría ir encadenada de cuello y mano a Varel?

Ninguno de los dos supo como se habían acabado las felicitaciones y buenos deseos y como habían entrado en la austera tienda. Unas buenas brasas brillaban en el fuego de tierra y Varel lo contempló con un fuerte pitido en los oídos. Miró a Criselda y vio que su esposa miraba la punta de sus pies. Bueno, sería más exacto decir que miraba el final de su falda ya que sus pies estaban ocultos en aquella cantidad de tela con volantes.

Gracias a las lámparas de aceite que había en los hierros que sostenían la tienda, pudo apreciar la fina película de sudor que se estaba formando en la frente de ella. Tragó saliva sabiendo cual era el papel que tocaba representar ahora.

La joven recién casada sentía el corazón en un puño y el alma en la planta de los pies. Tenía un profundo miedo de lo que fuese a suceder ahora. Le habían contado múltiples historias sobre las noches de bodas, lo bello que era o lo horrible que podía ser según la experiencia de la interlocutora y ella tenía el presentimiento de que la suya se encontraba en el grupo de las horribles. Tengo miedo madre - pensó haciendo un gran esfuerzo por no llorar ni cerrar los ojos con fuerza -. Gea ten piedad de mí.

- Es hora de romper las cadenas - dijo Varel.

Ella se asustó cuando habló, lo sintió en cada célula de su ser y se sintió despreciable y dolido. Parecía que su esposa le había juzgado sin conocerlo aún. ¿Y qué esperaba? Él había matado a muchos de los suyos y encima la había tratado como si no existiera. ¿Y ella? - se dijo lleno de amargura -. Ella me a tratado como si fuese un monstruo despiadado.

Varel  cogió la mano de ella y la colocó sobre el grillete que tenía en la muñeca. Criselda le miró con un brillo de terror en los ojos. ¿Qué se supone que debía hacer?

- Quítamelo - dijo él con voz seca. Fue una orden. Eso pareció medio despertarla.

Obedeció con las manos temblorosas. El grillete cayó al suelo con un golpe sordo y Varel se sacó los guanteletes en forma de garras y los dejó a un lado cercano del lecho de pieles. Ella lo miró como si fuese un nido de serpientes venenosas. Dioses ¿tan cerca estaban de allí?

- Ahora el del cuello. - Ella volvió a obedecer y alzó las manos con un tintineo de cadenas que se le metió en los tímpanos. Trincling, tricling. 

Ahora fue su turno.

Sin vacilar y con una rapidez asombrosa, el príncipe le quitó las cadenas y estas cayeron de forma estrepitosa contra el suelo. La miró intensamente a los ojos pero sin amor alguno. Tampoco sin pizca de compasión.

- Este sonido  - dijo a media voz refiriéndose al de las cadenas al caer - significa el inicio de la culminación de la unión. 

Ella dejó escapar un jadeo.

Varel dio un paso sin importarle que las cadenas estuviesen a sus pies. Mirando sus propios movimientos, el joven le acarició los nudillos para luego subir sus dedos por su brazo hasta su hombro. Una vez allí arriba, acarició el escote de su vestido de novia y sintió un cosquilleo en el estómago. No pudo evitar temblar de algo más que de miedo. Los dedos de él se movieron ahora por su cuello y su otra mano voló hacia su mejilla.

A él le estaba gustando el tacto de su piel. Era suave, tierna e impoluta de todo mal. Era un piel pura que jamás había sido tocada por nadie. Estaba dispuesto a ir despacio: él también tenía miedo. Después de acariciarle de aquel modo para calmarla un poco y calmarse él, le quitó el velo y la corona de su cabello corto castaño claro. Su cabello liso caía en mechones sin que las puntas llegaran a rozarle los hombros por centímetros. Era la primera vez que veía a alguien de la nobleza con el cabello corto y no largo.

Criselda contuvo el aliento cuando su velo cayó y su esposo la rodeó y se colocó a su espalda. Apretó los puños mientras él le desabrochaba los botones de perlas del vestido. Cuando lo hubo hecho, sus manos volvieron a posarse sobre su piel blanca y le recorrió los brazos de nuevo para bajarle las mangas de encaje. Sin hacer nada, el vestido cayó de su cuerpo por su propio peso quedando en ropa interior y con los zapatos. Varel la tomó de la cintura con algo de brusquedad - ¿producida por los nervios? - y la sacó totalmente del precioso y odiado vestido blanco. Los zapatos también quedaron atrás.

El príncipe heredero, apartó el vestido a un lado y a sabiendas que su esposa sería incapaz - ahora mismo - de desvestirse ella sola, más le sería entonces desvestirlo a él. Por eso se desabrochó los ganchos de su larga túnica negra con los dos dragones azules gemelos enroscados alrededor de su cuerpo él mismo, se sacó la túnica y dejó su pecho de músculos definidos y bien formados al descubierto. Ella lo contempló con las mejillas tan sonrosadas que parecía febril.

Y puede que lo estuviese.

Sentía un frío inmenso estando solamente con sus pantaloncitos de lana y su corsé a pesar de estar tan cerca de las calientes brasas. Quería abrazarse el cuerpo con los brazos, pero estos se negaron siquiera a moverse. Porque sus brazos querían otra cosa muy distinta. Sus manos querían acariciar aquella piel bronceada que lamía a su esposo. Sus dedos querían sentir cada una de las líneas de sus musculoso pecho. ¿Cómo podía ser su cuerpo tan irracional? Ella estaba tan asustada que hasta le costaba tragar saliva. Pero algo dentro de ella la instaba a abrazarse contra él y dejar que la meciera y la poseyera, por fin, del modo que él quisiera.

No, no, no, no.

Varel volvió a acariciar su cuello con la punta de los dedos para deleitarse de aquella suavidad. Por muy raro que aquello pudiese parecer, estaba comenzando a desearla. Un pequeño fuego estaba avivándose poco a poco con cada roce. Se acercó a la joven y puso su cara a la altura de la de ella para besarla. Criselda tenía los labios muy rojos y entreabiertos y se apoderó de él el hambre de un beso. Así que la beso de forma contenida, esperando la reacción de ella que no se hizo de rogar.

La joven entreabrió los labios para moverlos contra los del príncipe y sintió su sabor agridulce y salado. Su parte irracional se sintió satisfecha y llena de alas que parecían querer remontar el vuelo a un extraño país desconocido. Pero su parte racional se asustó y se encogió cuando las manos de él acariciaron su espalda y desataron el lazo del corsé. Sus grandes manos se introdujeron por el interior de la prenda y movió los dedos de modo que las cintas del corsé se soltaron y le quitó lo único que la mantenía mínimamente vestida de cintura para arriba.

Sus pechos redondos y bien formados, quedaron al descubierto y su rostro se sonrojó más aún. Comenzó a darle vueltas la cabeza ante el calor y el frío que recorrían su cuerpo de un modo que no tenía ningún sentido. Varel la empujó contra el lecho de pieles y ella sintió la suavidad de las cálidas pieles en la desnudez de su espalda. 

Él le acaeció el rostro mientras se recostaba contra su curvilíneo cuerpo y contempló como los ojos verdes de Criselda se llenaban de lágrimas y como estas se deslizaban de un modo doloroso por su rostro. Algo se resquebrajó dentro de él cuando todo su cuerpo comenzó a temblar y a hipar seguido de fuertes espasmos. Se apartó de ella herido y todo él se tornó de hielo. Pensó…, por un momento pensó que quizás… pero no. ¿Y por qué debería ella desearlo o desearla él? No se conocían y ni siquiera se agradaban. No tenía por qué hacer el amor con ella y mucho menos hacer una burda imitación de un acto pasional por el simple hecho de cumplir con la consumación.

Con un ágil movimiento felino, Varel se puso en pié con un remolino oscuro consumiéndole el alma. La miró con dureza y esta vez no se sintió mal por ello, todo lo contrario: se sintió mal por haber querido ser bueno.

- No te preocupes que no te tocaré - le aseguró -. Sé que no te gusto pero tú tampoco me gustas a mí - dijo de modo hiriente y conciso. Los sollozos de ella parecieron aumentar y se tapó su desnudez con las manos.  

“Le doy asco”.

Martilleándole la furia por las entrañas, pegó un fuerte pisotón con la suela de su bota contra las cadenas del suelo. El sonido que produjeron al romperse fue como el lamento de un niño herido. Criselda se encogió en el lecho  con la cara escondida mientras Varel se marchaba tal cual al exterior y al frío de las noches de verano de Senara.

Algo en ella se había roto y ya no pudo contener las lágrimas. 

Toda su fortaleza y todas sus enseñanzas para controlar las emociones, se partieron en mil pedazos y fue incapaz de reprimir todos los sentimientos que la consumían. El miedo y el deseo habían empezado a luchar encarnecidamente dentro de su pecho hasta que su alma no pudo soportarlo más y todo se derrumbó.

En aquellos angustiosos momentos, necesitó a su hermano mayor. Iarón siempre había sido su protector y cuando había acudido desconsolada a sus brazos, él la había abrazado fuertemente mientras le susurraba cosas bonitas al oído. Pero su hermano no estaba allí, lo único que tenía de él eran las palabras que le dijera aquella mañana tan infinitamente lejana:

- Eres demasiado parecida a madre Criselda. No es bueno que guardes tus sentimientos tan hondo en tu pecho. Llegará el momento que todo lo que lleves dentro te destrozará y será muy difícil que vuelvas a ser lo que una vez fuiste.

Tenia razón y lo acababa de comprender a base de una dura prueba. Después de lo sucedido aquella noche, no podría volver a ser la de antes. Había creído que podría soportarlo todo si centraba su mente en que lo hacía por su pueblo. Ignorante hasta la médula, había creído que sería fácil para ella contener sus emociones y dejarse llevar de forma estoica por las circunstancias. Pero la extraña pasión y el visceral miedo que despertaba su esposo en ella, eran demasiado intenso y chocante a la vez.

No se veía capaz de soportarlo.

Pero sus besos…

Sus labios eran tan tiernos y agradables que la llevaban a tierras extrañas y fértiles. Un lugar salvaje y excitante que le ponía el estómago patas arriba con miles de cosquillas. Sintió que él intentó ser dulce con ella pero Criselda no pudo corresponderle. Ni siquiera se propuso hacerlo. Solo deseó una y otra vez que todo terminara para poder esperar el amanecer. Pero Varel se apartó y se marchó mirándola con una rabia y un odio tal, que temblaba sin parar solo de recordarlo. Le había herido y ofendido al rechazarlo de aquel modo tan obvio. Pero es que no podía, no podía hacerlo.

Así no.

Ella siempre había deseado casarse por amor como cualquier jovencita y había soñado en su noche de bodas de un modo romántico y lleno de color rosa. Todo esto le había venido demasiado grande. A fin de cuentas solo soy una muchacha de quince años - se dijo. Solo era una niña asustada lejos de su hogar y casada con un despiadado bárbaro de extraños ojos con el cual, aún no había mantenido ni una corta conversación. 

No sabía nada de él por muy esposo suyo que fuese. No le conocía en absoluto.

Con lágrimas aún en sus ojos hinchados, se incorporó en el lecho y se puso como buenamente pudo el corsé. Mientras ataba las cintas a su espalda, clavó la mirada en las cadenas destrozadas del suelo. Se las quedó mirando sin pestañear mientras la mucosidad le bajaba por la nariz. Se limpió la nariz con el dorso de la mano izquierda y la venda de lino se humedeció por su fluido nasal. Alargó las manos hacia las cadenas y, sin saber por qué, cogió uno de los eslabones rotos.

El frío de la noche le hacía tiritar pero no le importó. Sin más preámbulos, al salir de su detestada tienda, se dirigió en busca de Nem su caballo de raza orequs que solo se criaban en Arakxis. Aquellos caballos eran muy fieles y fuertes y solo portaban a un único jinete toda su vida. En cuanto su gran caballo plateado lo vio y percibió su estado de ánimo, le lamió la cara y le acarició la mejilla con su morro. Varel le acarició el cuello antes de subirse a pelo en la poderosa grupa de su descomunal montura.

- Llévame al infinito - le dijo a su fiel compañero. Sin hacer sonido alguno, su fiel Nem cabalgó por el valle y se alejó del campamento tan veloz como un rayo. 

La luna en cuarto creciente y las estrellas, brillaban en el cielo de un color tan negro como el de su corazón. El viento, tan helado para su cuerpo bronceado acostumbrado al calor del sol, le azotaba el pecho desnudo y le provocaba sendos latigazos tenues que él ignoró con la mente concentrada en ganar velocidad por los bosques.

Las poderosas patas de su caballo, retumbaban en el suelo verde de forma amortiguada. Varel se aferró a la crin de Nem mientras clavaba las piernas en sus flacos para no caerse. Cada vez iban más deprisa y todo el paisaje se hizo un borrón oscuro y lechoso en su retina. Solo quería correr y correr para hacer desaparecer toda la amargura que no le dejaba vivir. Podría haberle rogado a Urano y a Gea clemencia y compasión para su afligida alma, pero sabía que orar a los dioses era un perdida de tiempo. Había rogado tantísimas veces que ya sabía que todo era en vano.

Los dioses solo actuaban en su propio beneficio o en el beneficio que ellos creían que era el correcto para todas las razas del mundo. 

Por eso solo le quedaba su fiel montura. 

Nem hacía que en su mente solo estuviese el hecho de esquivar ramas, piedras y recodos para poder seguir avanzando. Pero esta vez se distrajo al sentir un picor en la palma de su mano derecha, en la cual debería estar la marca del corte del ritual que no estaba por ser quien era. Se miró la palma con extrañeza y no vio la rama del árbol.

Varel cayó al suelo de forma estrepitosa y dolorosa cuando la rama impactó en su tórax. Cayó de lado sobre un lecho de flores de color indistinguible por la oscuridad y se colocó boca arriba soltando una gran bocanada de aire.

Al ver Nem que su jinete no iba consigo, se acercó a él y agachó la cabeza para tocarle la cara. Varel, haciendo una mueca de consternación, le acarició el morro antes de dejar caer el brazo sobre la yerba. Cuando su mano tocó el suelo, el ligerísimo dolor que había sentido, ya había desparecido. No se movió de allí hasta que los primeros rayos de sol iluminaron su lecho improvisado.

Las flores eran violetas.

Iarón estaba apoyado contra la balaustrada del balcón de su alcoba.

No podía dormir pensando en su hermana.

Ya hacía horas que había pasado la medianoche.

Su esposa Beresta dormía satisfecha después de haber hecho el amor y se había quedado dormida en un santiamén, pero él era incapaz de conciliar el sueño. Pensar que Criselda tendría que yacer con alguien que no conocía y mucho menos amaba, le carcomía las entrañas. ¿Pero; qué otra cosa podría haber hecho? Primero era rey antes que hermano y por ello no tuvo otra opción que entregarla.

Y por ello jamás podría perdonarse.

El rey se removió en la balaustrada para taparse mejor con su batín de terciopelo. Aquella noche era bastante más fresca de lo normal para ser verano y no era cuestión de pillar ningún catarro. Solo me faltaría eso - se dijo. 

Un cambio en los sonidos de la noche llamó su atención despierta. 

Entre las sombras del jardín, vio una figura menuda y encapuchada que se dirigía de vuelta a los muros del castillo por el camino que llevaba al templo sagrado dedicado a Gea. Iarón achinó los ojos para ver mejor quien podría ser aquella enigmática figura y de pronto la reconoció.

Se levantó de la balaustrada y sin hacer ruido, salió de su alcoba hacia el pasillo. Dos soldados hacían guardia y le hicieron una reverencia cuando el salió por la puerta pero les ignoró caminando a buen paso. En el primer recodo, giró a la derecha y después a la izquierda donde bajó por unas escaleras para recorrer otro pasillo y girar de nuevo a la derecha. En la lejanía vio al ser encapuchado.

- Buenas noches madre - le dijo a la figura encapuchada que tenía la mano en el tirador de la puerta del dormitorio de Teran.

La mujer se dio la vuelta muy despacio y lo miró con el rostro impasible de siempre con la capucha sobre sus hombros.

- Buenas noches hijo mío - le contestó sin abrir la puerta pero sin apartar la mano del tirador.

- ¿De donde venís a estas horas? - le preguntó.

- Del templo de la Madre Tierra - le respondió ella sin tapujos. No solía ser una mujer dada a los rodeos.

- ¿Habéis ido a rezar? -. Ella asintió con la cabeza.

- He ido a pedir por tu hermana.

Él asintió también.

- ¿Y tú? - inquirió ella -. ¿Por qué no estas en el lecho con tu esposa?

Ahora había llegado su turno de ser interrogado.

- No podía dormir.

- Ya nada podemos hacer por Criselda hijo. Lo único que podemos hacer es rogarle a los dioses para aliviar nuestra inquietud y nuestro espíritu y ni así, podremos hacer nada. 

Y dicho esto, abrió la puerta de su alcoba y entró en ella dejándole solo con aquellas ciertas palabras flotando en el aire.

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