Capitulo nueve
El río de roca del desfiladero
Al final tardaron más de tres días en llegar a la costa donde se encontraba la base de la montaña en la cual se erigía, gigantescamente, el gran desfiladero que conectaba mediante un río Senara y Arakxis.
Un poco después del amanecer, una estampida de truenos estallaron sonoramente en el cielo y las nubes tormentosas dejaron caer su contenido a borbotones.
Sin poder evitar el empaparse, todos se pusieron gruesas capas de cuero y buscaron algún pueblo cercano para cobijarse hasta que arreciase la tempestad. Allí, Criselda vio con sus propios ojos las maca de la guerra. El pueblo estaba desierto y no muy lejos de las viviendas, lo que antes habrían sido tierras de cultivo, habían pasado a ser un cementerio con centenares de tumbas recientes. En el suelo aún había manchas de hollín y de sangre reseca que nadie se había molestado en limpiar.
Contempló aquellas señales y alguna que otra vivienda destrozada con lágrimas en los ojos que se mezclaron con la lluvia, que la empapaba sin contemplaciones. Cundo enterraron a sus muertos, los habitantes de aquel pueblo - igual que muchos otros -, habían ido a la capital a buscar refugio y asilo. Ahora que por fin había terminado la guerra, los habitantes regresarían para volver a comenzar.
“Al menos casi todas las viviendas seguían en pié.”
- Él hizo todo esto - dijo una voz a su lado con tono monocorde. Por un momento había olvidado que Xeral había estado a su lado todo el camino.
Sendos escalofríos le recorrieron la columna vertebral mientras el horror iba ascendiendo por su vientre hacia su corazón. Se le secó la boca al imaginar a sendas personas - mujeres y niños también - siendo atravesados por unas espadas largas y finas.
- ¿A quién te refieres? - consiguió decir temiendo y esperando escuchar su nombre.
- A Varel. Él arrasó con el pueblo.
Un gran rayo se dibujó sobre su cabeza y estalló tan fuerte como un latigazo.
Todos los animales y bártulos estaban ya a buen recaudo fuera del alcance de los elementos, cuando Varel fue al encuentro de Patrexs y Hoïen. Se habían distribuido las viviendas por grupos y todos sus súbditos se estaban calentando y secándose el agua de la lluvia. Él no. Empapado hasta los calzones, el príncipe se reunió con sus dos amigos en el cementerio.
La tierra recién removida, se estaba encharcando mucho en algunos sitios y en algunas tumbas se podía ver algún brazo, pierna o pie. Él apartó la mirada y prosiguió su camino chapoteando entre los charcos que se estaban formando a sus pies.
- ¿No podríamos esperar hasta que la lluvia fuese algo más clemente? Estoy helado y tan empapado que siento que tengo la planta de los pies tan arrugadas como una pasa - se quejó Patrexs haciendo morritos sin poder dejar de estarse quieto como si fuese un gato al que acaban de bañar.
- Precisamente por eso, este es el mejor momento. Nadie se dará cuenta de que no estamos - le dijo él. Se volvió a Hoïen - ¿Lo has cogido todo?
- Si - asintió el interpelado señalando los sacos que tenía al lado tapados con gran pedazo de piel curtida dentro de una carretilla-. Tres sacos de arroz, dos de harina, tres gallinas, un cerdo en salazón, dos sacos de avena y un saco de manzanas.
Varel asintió y les hizo una señal a sus amigos para que lo siguieran. Como Hoïen era el más fuerte, era el encargado de llevaba la carretilla mientras Patrexs, que se adelantó hacia la cabeza de la pequeña comitiva, iba adelante para guiarles hasta lo profundo del bosque. Por su parte, el príncipe vigilaba que ningún ojo estuviese puesto en ellos tres.
No tardaron mucho en salir del pueblo y adentrarse en la espesura del bosque. Allí la lluvia caía con menos fuerza ya que las frondosas ramas de los árboles detenían su caída, pero estar allí era muy peligroso en plena tormenta ya que los árboles eran grandes conductores de la electricidad y si caía un rayo cerca…
Pero a ninguno de los tres les importó correr aquel riesgo. En cada segundo del día te arriesgabas a morir por cualquier eventualidad que te pudiera ocurrir.
- ¿Estas seguro de que era por aquí? - preguntó Hoïen entre el fuerte estruendo de un relámpago y el golpeteo de la lluvia.
- Claro que sí - dijo completamente ofendido el guerrero de cabello dorado -, no me insultes.
Hoïen dejó escapar un fuerte resoplido mientras seguía empujando la caretilla.
Estuvieron caminando alrededor de una media hora hasta que encontraron el pequeño campamento secreto. Diminutas casas hechas de ramas y follaje, se camuflaban con la vegetación y solo un ojo muy experto hubiese detectado que allí había gente escondida. Patrexs hizo la señal - tres silbidos largos y dos cortos - y dos niños salieron de entre un matojo con una cinta de hojas en la frente y las caras pintadas de verde y negro.
- Sois vosotros - dijeron con una sonrisa. Patrexs les revolvió el pelo y Hoïen se limitó a gruñirles cuando pasó por su lado arrastrando la carretilla llena de provisiones.
Pero con Varel fue distinto.
Los dos niños se arrojaron a sus brazos y el príncipe cayó al suelo y con ello la capucha que mantenía seca su cabeza. La lluvia le empapó el cabello y el flequillo se le pegó en la frente por completo. Pero sonrió de oreja a oreja ante el entusiasmo de los niños supervivientes del pueblo. Los estrechó en sus brazos y dejó que los niños le dieran miles de besos y se le enganchasen en las piernas cuando el se puso en pié para encaminarse hacia el campamento secreto. Adoraba a los niños.
Cuando el ejército de su padre se había abierto paso hacia la capital de Senara y habían arrasado pueblos enteros, él y sus dos amigos se habían quedado al margen. Ninguno de ellos quería matar a ningún inocente, pues era muy distinto matar a un soldado como ellos en campo abierto que a un hombre que solo defendía a su familia y sus pertenencias. Tampoco era capaz de matar ancianos, mujeres y niños.
Cuando los Hijos del Dragón arrasaron con el pueblo, él logró poner a salvo a mucha gente y a los supervivientes heridos y los ayudó a llegar al bosque para esconderse. Y ahora había regresado a darles a todos ellos la buena nueva y algo para poder comer durante unos días hasta que regresaran a su antiguo hogar.
Al oír la señal, algunas mujeres, ancianos y niños habían salido de sus casas de hojas y les dieron la bienvenida con sonrisas cansadas. Aunque allí estaban a salvo, la vida en el bosque era muy dura y más cuando todos los hombres que habían podido salvarse estaban heridos y tenían que ser las mujeres mismas quienes buscasen el alimento.
Por eso el alivio de sus rostros al ver lo poco que él les había podido llevar, le llenó el corazón de júbilo y se sintió bien por poder ayudar a aquellas desdichadas gentes.
- Sois muy amable alteza - le dijo una de las mujeres. Porque todos sabían quien era él, quienes eran ellos tres.
- Es lo menos que puedo hacer estando en vuestro pueblo de paso.
- ¿De paso? - preguntó ella con el rostro lleno de esperanza.
- La guerra a terminado y cuando la lluvia arrecie, nos marcharemos para regresar a Arakxis.
La mujer se echó a llorar tapándose la boca con las manos sin saber si sonreír, saltar o desmayarse.
- Bondadoso dioses: mil gracias - dijo al cielo juntando las manos y sonriendo con infinita alegría -. ¿Pero cómo puede ser? - le preguntó a él afeándose a su brazo.
- Vuestra princesa es mi esposa ahora - explicó él -. Hemos sellado la paz con nuestra unión.
La mujer asintió y fue corriendo a decirles a todos los presentes que, por fin, había acabado la gran guerra. Muchos lloraron, los niños rieron y saltaron mientras que los ancianos asentían con sonrisas desdentadas.
No tardaron mucho en marcharse del campamento del bosque - aunque les insistieron en que se quedaran para celebrarlo - y cuando llegaron al pueblo, Varel se sentía tremendamente fatigado y congelado. Se despidió de sus amigos y se encaminó a la vivienda que le habían asignado para él y Criselda. Era una pequeña casa de madera que se encontraba en el centro del pueblo no muy lejos a la más “lujosa” que compartían su padre y su hermano menor.
Cuando abrió la puerta, el calor de un buen fuego le hizo relajar la expresión al igual que el olor a sopa caliente hizo que su estómago protestara. Se quitó la capa empapada y las botas embarradas que chorreaban más que la ropa con movimientos torpes.
En un principio no la vio. Se pasó los dedos por su cabello castaño y apartó los mechones mojados de su frente. Después se quitó toda la ropa y la colgó en la cuerda cercana del fuego donde se estaba secando la de su esposa. Se sentó cerca del fuego del hogar acercando una silla y colocó las manos al hogar para desentumecer los dedos antes de comerse un buen plato de sopa.
Fue entonces cuando la vio.
Criselda estaba sentada en la cama de paja del cuarto contiguo en completa penumbra. Su esposa estaba vestida con un simple camisón de lana color beige mirándole con odio. Su corazón se resintió con aquella mirada pero se la aguantó mientas sentía que su estómago se revolvía y que su hambre se desvanecía.
Sin apartar su mirada verde de la suya bicolor, la joven se levantó de la cama y cerró la puerta. Varel se pasó todo lo que quedaba de día mirando fijamente aquella puerta.
La lluvia paró a la tarde del día siguiente.
El sol de la tarde salió de entre las nubes tímidamente y la comitiva se puso en marcha. El rey Riswan estaba que se lo llevaban los seres del inframundo por el contratiempo que les había retrasado, mientras que a ella se la llevaba otra cosa. Estaba peinándose el cabello en la pequeña y única habitación de la casa que no había tenido que compartir con su esposo. Después de que Xeral le dijese que Varel había sido el responsable de la destrucción de aquel pueblo, era incapaz de mirarle a la cara y si le miraba, solo podía hacerlo con odio.
Aunque no tendría porque haberse sorprendido ante aquella revelación, ella ya sabía que él había participado en las luchas y que había matado a muchos de los suyos. Pero saberlo así, viendo el horror de aquel pueblo fantasma, sintió que se le partía algo dentro aunque no sabía el qué. Ella se había refugiado en aquella habitación y había dormido allí sola sin saber nada de lo que hacía su marido, pues él solo pasaba allí las noches frente al fuego. Agradeció en su fuero interno que la dejase sola.
Dejó el cepillo y miró el eslabón roto de una de las cadenas que les había unido en matrimonio. No sabía por qué había guardado aquello y porque era incapaz de tirarlo lejos o dejarlo simplemente allí, solamente era incapaz de hacerlo. Se levantó de la cama y se guardó el eslabón color arco iris en uno de los bolsillos ocultos de su túnica antes de salir y partir a lomos de Señor.
Viajaron durante la noche para recuperar el tiempo perdido y solo pararon a descansar a mediodía para comer y echar una pequeña siesta. Ella no durmió y Varel tampoco. Simplemente se quedaron cerca, no así juntos, mirando cada uno un punto de la cercana costa.
Era la primera vez que Criselda veía el mar y ni toda la belleza de aquella agua cristalina podía apaciguar todos los sentimientos de rencor que estaba experimentando. Pero tenía a Xeral. Su nuevo hermano estaba siempre a su lado compartiendo con ella vivencias hermosas y bellos sueños por cumplir. Se sentía tan bien al lado de él que no había ni un momento del día en que no lamentase y desease haberse casado con él y no con Varel.
Por fin, dos días después, llegaron al límite de la costa rocosa de Senara y a la montaña donde les esperaba el río de roca del desfiladero. Aquel río de pura agua cristalina, tenía ese nombre por fluir en un lugar imposible: sobre un desfiladero de piedra. Nadie sabía de donde salía aquella cantidad de agua que caía desfiladero abajo en cascada sobre el mar salado. Aquella vía que comunicaba las dos partes de Nasak solo la transitaban los Hijos del Dragón con sus grandes barcos de madera y acero. Los Hombres solían utilizar el puente de madera que ellos mismos habían construidos siglos atrás con buena madera de cedro en el sur y que habían llamado Puente Unión.
Sin ningún tipo de concesiones para sus gentes, Riswan ordenó seguir con la marcha hasta llegar al río donde les esperaba su buque de doscientos remos y dos mástiles. Los Hijos del Dragón no rechistaron por la dureza de aquella marcha pesada, pero ella se sentía desfallecer mientras Señor caminaba a paso lento siguiendo a Luie, el caballo orequs negro del príncipe Xeral. Éste la miró con preocupación cuando ella se inclinó demasiado hacia adelante.
- ¿Estáis bien Criselda? - le preguntó. Ella que estaba medio adormecida, parpadeó para enfocar la vista.
- ¿Qué? - dijo desorientada y apretándose con los dedos las sienes. Le dolía muchísimo la cabeza, justamente en el centro.
- No tenéis buen semblante - le repitió Xeral sin cambiar su tono de voz. Ella se esforzó en sonreír.
- Solo estoy un poco cansada, nada más. - Y falta de sueño - se dijo para sí.
- ¿Estáis segura? Si queréis puedo llamar a Yenara.
- No, no - se apresuró a decir ella y enfatizó su negación con la mano -. Estoy bien de verdad.
Xeral no le insistió más pero Criselda supo que él no la había creído.
El camino que ascendía por la gigantesca montaña de piedra gris era muy empinado, resbaladizo y estaba costando bastante conseguir que los grandes carros avanzasen sin percances. Su esposo parecía estar muy preocupado por ellos he iba de acá para allá dando ordenes para que ninguno se revolcase contra el suelo.
- ¡Vosotros moveos más para allá! - gritaba en aquel momento mientras cuatro caballos tiraban al unísono del carro más cercano a ella.
Entonces él se giró y sus miradas se encontraron después de dos días en los cuales se habían evitado.
Él estaba de perfil y solo pudo verle su ojos castaño y vio en él algo que la desconcertó. Descubrió en aquel momento que Varel ya no la miraba con rabia ni con odio, algo había cambiado en su mirada que la hacía temblar de un modo distinto. ¿Era pesar lo que reflejaba aquel iris tan castaño o era sufrimiento? ¿Por qué ahora la miraba así? Le hacía sentir mal, como si los papeles hubiesen cambiado y ella fuese la mala.
No quería que la mirase y mucho menos así. Prefería mil veces ver el reflejo del odio en sus ojos que no aquello.
Criselda golpeó los flacos de Señor para que el animal avanzase más deprisa y escapar de la cercanía de su esposo. Pero el animal resbaló ante el brusco cambio de ritmo y perdió pie y ella aunque, se aferró fuertemente a las riendas, cayó del lomo canela de Señor hacia el suelo. El caballo relinchó y ella gritó mientras caía y sentía que su brazo derecho hacia un sonido extraño y un terrible dolor se extendía de su codo hasta su hombro.
- ¡Criselda! - exclamó Xeral mientras un sonido de cascos se acercaban a ella a gran velocidad.
Unas manos enguantadas en cuero negro la incorporaron y ella ya tenía preparadas las palabras que le diría a Xeral, pero el que la aferraba con cuidado no era Xeral. El rostro de Varel la miraba de un modo extrañamente intenso y con el rostro inexpresivo pero completamente tenso. Había sido Xeral quien había gritado su nombre, pero quien había acudido en su auxilio había sido su esposo.
- ¿¡Qué pasa ahora?! - exigió saber la vigorosa voz de Riswan -. ¡Vosotros; no os paréis si no queréis que los carros vayan cuesta abajo y vosotros con ellos! - les gritó a los encargados de guiar los carros que obedecieron sin rechistar.
- Se a caído del caballo - dijo Varel alzándola en volandas sin ningún esfuerzo. Fue tan repentino que se aferró a su capa con la mano sana mientras soltaba un jadeo de sorpresa -. Tiene que verla la sanadora.
- No hay tiempo. Que espere hasta llegar al embarcadero del río de piedra - y dicho esto dio media vuelta y volvió a la cabeza de su ejercito.
Varel apretó la mandíbula mientras fulminaba la espalda de su padre con aquella mirada suya llena de odio. Hay algo pendiente entre ellos - se dijo sin apartar su mirada jade de la cara del heredero al trono.
- ¿Qué vas a hacer hermano? - quiso saber Xeral desde la grupa de Luie. Varel le miró de reojo y dibujó una sonrisa torcida que haría que el más fiero guerrero se echara para atrás y huyera estrepitosamente lejos de él. Y eso hizo Xeral: retroceder un paso.
- No es de tu incumbencia hermano - y con ella en brazos, cogió las riendas de Señor y se acercó a Nem. Puso a Criselda en la grupa de su espléndido caballo plateado y ató las riendas de Señor a Nem. Después él subió tras ella y la rodeó con sus brazos para tomar las riendas.
- Apóyate contra mí pecho- le dijo él con aquel tono de voz que no permitía réplica. Ella obedeció más que nada porque así estaría más cómoda y no sentiría tanto en su dolorido brazo el vaivén de los movimientos de la montura plateada.
Varel llevó a su caballo hasta donde estaban sus dos inseparables compañeros y les ordenó a los dos encargarse de los carruajes a la vez que les entregaba las riendas de su montura. El silencioso guerrero de ojos rojos se limitó a asentir pero Patrexs - que se hizo cargo de Señor - se interesó por ella y le dedicó una sonrisa de ánimo. Ella le correspondió el gesto pero con eso no se le quitaría el dolor que le recorría el brazo.
Cuando los dos guerreros se fueron hacia los carros, Varel clavó los talones y puso a Nem a un galope lento pero demasiado rápido para aquel terreno pedregoso.
- ¿Pero que haces? - dijo ella horrorizada mientras el caballo ascendía por aquel terreno escarpado.
- Te duele el brazo - dijo él concisamente -. Cuanto más pronto lleguemos al río más pronto podré curarte.
El corazón traidor de ella comenzó a latir frenéticamente y el sonrojo se extendió por todo su rostro mientras él le sujetaba de tal modo que no se balancease demasiado el brazo lastimado. ¿Por qué? ¿Por qué a veces era bueno y otra veces era un bárbaro sin corazón? ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado?
Ojalá el hermano mayor hubiese sido Xeral. Con él todo hubiese sido más sencillo.
No se mataron de milagro y él dio gracias a Urano desde su fuero interno por haber llegado a destinación sanos y salvos. Habían ascendido rápidamente hasta llegar al desfiladero a una velocidad temeraria y peligrosa pero Varel no podía dejar que el brazo de ella estuviese tanto tiempo sin ser atendido. Podría no ser nada, pero si se había roto o astillado un hueso, era preferible vendar lo más pronto posible para que la herida no pasase a mayores. No sería la primera vez que veía como un mísera herida se complicaba estrepitosamente y con amargas consecuencias.
El príncipe notó como su esposa tenía los ojos cerrados para no ver el triste final que ella creía que les esperaba. Lo cierto es que cualquiera que no fuese él hubiese caído montaña abajo despeñándose contra las afiladas rocas. Pero Varel era el mejor jinete de todo Arakxis y Nem la mejor montura de todos los tiempos, a fin y a la postre, tenía sangre de unicornio en sus venas.
Cuando por fin llegaron al embarcadero de la orilla del río de piedra, Varel frenó a Nem con un tirón seco de las riendas y bajó del caballo de un salto para luego bajar a su asustada esposa que estaba completamente encogida. Criselda con el semblante blanco y tenso por el dolor, no dijo ni una palabra cuando él la dejó en uno de los escalones del embarcadero y se marchó al lado de su montura para rebuscar en sus alforjas.
Al haber vivido una guerra a gran escala, estaba habituado a llevar remedios y vendajes por lo que pudiese ocurrirles a los que le acompañaban ya que él no necesitaba nada de eso. Nem soltó un relincho y le acarició uno de sus cuartos traseros distraídamente mientras sacaba un saquillo de arpillera donde tenía lo necesario para unos primeros auxilios. Cuando se volvió hacia su joven esposa, vio que se sujetaba cuidadosamente el brazo herido con la mirada verde jade clavada en el suelo completamente reacia a mirarle.
Él ignoró el pinchazo de su corazón y el recuerdo de los dos días anteriores - en el que Criselda se había aislado completamente de él - y fue a su lado. Se agachó y soltó el saquillo a un lado mientras alargaba las manos para cogerle el brazo derecho. Criselda se resistió apartándose bruscamente.
- ¿Qué pretendes? ¿Acabar conmigo? ¡Casi nos matamos por llegar aquí tan deprisa! - dijo ella atropelladamente y bastante histérica.
Él se aguantó las ganas de fulminarla con la mirada y dejarla allí sola con su brazo lastimado. No le costaría nada subir al barco y abandonarla a su suerte y que aguantase hasta que llegase Yenara.
Pero no lo hizo.
Sin mirarla él tampoco a los ojos, se contempló la palma de sus manos enguantadas antes de decir:
- Solo pretendo mirarte el brazo y atenderlo como es debido. He presenciado muchas caídas y las consecuencias nefastas de éstas por no auxiliar a un herido de forma rápida y diligente.
- ¿Y tu reúnes todo esos requisitos? - le preguntó ella sarcásticamente pero con dureza. Desde que habían llegado al pueblo el día de la tormenta que lo trataba con cautela y con rencor. Ya no parecía tenerle miedo, solo parecía odiarlo profundamente.
- No sé si reúno los “requisitos” que tú consideres que deba tener o no para mirarte el brazo, pero soy tu esposo y haré lo que me plazca a lo que a ti se refiere. Y ahora, si no quieres que te haga daño, enséñamelo de una maldita vez- amenazó claramente.
Ella se asustó por su tono duro de voz - lo supo por el brillo de terror que apareció en sus ojos - y extendió el brazo derecho. La manga de su túnica negra se había rasgado y llenado de polvo. Él le desabrochó la tunica y le sacó el brazo con cuidado aunque no pudo evitar producirle cierto grado de dolor, por lo que Criselda dejó escapar un siseo. Se sacó de la bota su cuchillo oculto, más afilado incluso que sus katanas, y le cortó la manga antes de guardarlo de nuevo.
La unión del codo estaba en un ángulo un poco extraño y se le notaba el hueso de un modo poco natural. Se le había salido el hueso del codo por el golpe y también se estaba formando un gran hematoma desde el hombro hasta el codo. Soltó la respiración por la nariz muy aliviado. No era la primera vez que colocaba un hueso salido nuevamente a su lugar. Cuando alzó su mirada bicolor vio que ella le miraba fijamente de forma muy recelosa. Bueno - se dijo - al menos ahora te está mirando.
- ¿Qué? - dijo apretando los dientes.
- Se te a salido el hueso del codo - le explicó él.
- ¿Y eso es malo o bueno? -. Él lo meditó un momento.
- Supongo que está en un termino medio. Lo único que debo hacer es recolocar el hueso en su sitio, aplicar un ungüento y vendarlo para que no lo muevas por unos días.
Si hubiese podido ponerse verde, Criselda se hubiese puesto tan verde cómo el lodo. Su cara de horror parecía un poema.
- ¿Recolocar?
- Lo he hecho otras veces, será solo un momento.
Ella se puso más horrorizada todavía y pasó del hipotético verde al blanco más impoluto. El rojo de sus labios se hizo más intenso.
- No hagas nada - le suplicó temblorosa -. Déjalo como está.
Él la miró seriamente.
- Si lo dejo así, el brazo te quedará deforme he inutilizado para siempre. ¿Es eso preferible a un dolor momentáneo? -. Ella dudó unos instantes mordiéndose el labio inferior.
- No pero…
Varel aprovechó aquellos momentos de duda para colocar el hueso de Criselda en su legítimo lugar. Ella soltó un fuerte grito que se le metió en el tímpano y comenzó a sollozar mientras cogía el aire a grandes bocanadas. Él sacó el tarro de barro que contenía un ungüento naranja contra el dolor y le aplicó con suma delicadeza una gran capa antes de vendárselo sin apretar demasiado el vendaje. Después le puso el brazo de nuevo dentro de la manga ancha de la túnica y le abrochó los ganchos. En el poco tiempo que transcurrió en hacer todo eso, ella dejó de sollozar y su respiración se normalizó un poco.
- Ahora sería mejor que no movieses el brazo bajo ningún concepto. - Rebuscó en su saquillo y extrajo un pañuelo de seda que le ató al cuello y luego pasó el brazo para que lo mantuviese sujeto, quieto y en alto -. Ya está. - Le sonrió sin proponérselo. Le salió de forma espontánea y le limpió las mejillas húmedas -. ¿Te hecho daño?
Con los ojos muy abiertos y brillantes, Criselda negó con la cabeza y él volvió a tomarla entre sus brazos. Era muy liviana y por mucho que le produjese un extraño dolor en el pecho, le gustaba tenerla así entre sus brazos. Le recordó a lo que experimentó cuando empezó a enamorarse de Kirla.
Por favor otra vez no - suplicó.
- Voy a llevarte a mi camarote para que descanses - le dijo. Ella no le contestó.
Silbó y Nem le siguió con paso noble por la ancha pasarela que conducía al barco.
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