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Capitulo diecinueve

Que alguien le diga a mi corazón que aún sigo aquí

Era un día maravilloso. Los ruiseñores y los estorninos cantaban sobre las ramas de los árboles, las abejas iban de flor en flor en busca de polen con el que hacer miel y Criselda paseaba bajo aquel sol abrasador, a la vez que esplendoroso, con un vestido de seda finísimo sin mangas atado al cuello. Cerró los ojos y olfateó el aire. 

Todo olía a vegetación y a flores. Jamás había visto una ciudad tan preciosa y extraordinaria como aquella - aunque tampoco tenía con qué compararlo. Al fin y al cabo solo hacía dos semanas y media que había salido al exterior durante sus quince años de vida -. Un petirrojo salió volando de la rama de un olivo y se fue hacia un altísimo ciprés. La joven princesa lo observó durante unos instantes antes de volver a ponerse en marcha.

Se había despertado muchísimo mejor y había decidido salir a pasear. Apenas le dolía ya el vientre y se sentía llena de vitalidad y energía. Puede que parte de aquella magia las tuviesen las palabras de Xeral; le había confesado que la quería. Criselda se sonrojó y sonrió como una boba. Dio una pirueta mientras tatareaba una canción popular de Senara. 

Me quiere, me quiere - se decía a sí misma sin dejar de tatarear la melodía y de dar vueltas sobre si misma. Las flores - margaritas, jacintos y crisantemos - se fundían unas con otras en un increíble arco iris multicolor y ella se detuvo para coger un crisantemo rojo y se lo colocó en el pelo.

Era tan feliz.

Volvió el rostro hacia el sol para sentir su calor y después dio otra pirueta en el jardín en el que se encontraba. Topó con algo y unos brazos la rodearon. La flor le cayó del pelo. Su corazón se detuvo en seco y se le cortó la respiración. Aquellos brazos, aquellas manos. Aquella respiración y aquel delicioso olor. Se le secó la boca. Dio un respingo y las manos la soltaron. Frente a ella estaba la deslumbrante y pálida - hasta el extremo - figura de Varel. 

La felicidad se esfumó.

Su esposo la contempló con el semblante impasible vestido únicamente con unos pantalones de listas largos y anchos bombacho. Incluso demacrado resultaba irresistible pero también infundía en sus venas la sensación acosadora del miedo. Se quedó paralizada. Con aquella vestimenta parecía más salvaje aún y también más amenazante y letal.

- Te estaba buscando - le dijo él con un tono monocorde en la voz. Por los dioses, habían retrocedido en el tiempo. Aquella mirada vacía era la misma que le dedicó el día que se conocieron.

Ella siguió en sumo silencio. ¿Qué podría decirle? Muchas cosas. Podría desahogarse y decirle cuanto le aborrecía si eran ciertas las advertencias de Xeral. Y de no ser así, quería que le contara la verdad. Pero no podía encontrar su propia voz.

- Yo… - comenzó a decir él -. ¿Podríamos sentarnos? Estoy algo cansado.

Ella atinó a asentir y Varel la guió por uno de los caminos laberínticos de la esplendorosa ciudad de Mazeks. Cuando encontraron unos exquisitos bancos de clara madera con los bordes revestidos de plata, se sentaron uno en cada extremo.

Varel se aclaró la garganta sin saber muy bien por donde empezar. ¿Cómo podía comenzar a decirle todo lo que quería explicarle? Lo que más deseaba aclararle, era el hecho desagradable que no recordaba y que Patrexs le había relatado. Aún se estremecía al recordar el relato de su mejor amigo: él había perdido la razón a causa de utiliza demasiado su habilidad natural mágica que le permitía curarse a sí mismo y, en aquel estado de locura, había exterminado al segundo basilisco negro y había intentado matar a Criselda.

- No fue a propósito amigo - matizó por enésima vez Patrexs -. No sabías lo que hacías.

- ¿Y ella lo sabe? - preguntó con temo. No me conoce - se recordó -. Y pensaba de mí lo peor hasta hace solo unos días. 

- Por supuesto - repuso él tranquilizadoramente -. Yenara habló con ella y aunque le explicó lo mínimo, le recalcó que tu ataque fue una locura transitoria producida por el golpe tremendo que sufriste.

- Me partió el cuello Patrexs; debería estar muerto.

- Pero estas aquí y eso es lo único que importa.

Él no estaba tan seguro de eso y para quedarse más tranquilo, había decidido ir en busca de su joven esposa y parlamentar con ella para aclarar las cosas.

Pero, ahora que la tenía delante, no sabía como empezar.

La miró de reojo.

Criselda vestía con un ligerísimo vestido de seda negro sin mangas que se le sujetaba por el cuello por un broche de oro con  brillantes. En las muñecas portaba sendas pulseras de oro blanco y unos pendientes de esmeraldas. Y yo voy medio desnudo - se recriminó. Parecía un bárbaro incivilizado y eso le hizo saber que ya había empezado con mal pié.

Criselda se miraba las manos esperando a que él se decidiese a hablar. A fin de cuentas, había sido su esposo quien había ido en su búsqueda para conversar. Pero desde que se habían sentado en aquel bonito banco, no había dicho ni una simple palabra. ¿A qué esperaba? Aquella espera la estaba poniendo cada vez más nerviosa y su cuerpo comenzó a pedirle a gritos que huyese de allí.

- Criselda yo… - dijo él de repente y ella pegó un bote y se le subió el corazón a la garganta. No se esperaba que hablara y la había pillado por sorpresa. Ella alzó el rostro y le miró con cierta reticencia. Varel se aclaró la garganta -. Yo quería hablar de lo que ocurrió en la tierra de los trolls.

Ella tragó saliva espantada.

Él apretó los puños y se mordió el labio inferior.

- Veras… - titubeó -. Maldita sea - dijo por lo bajo mientras se pasaba una mano por el pelo.

Criselda frunció el ceño. ¿A qué venía todo aquel titubeo? ¿Es que estaba pensando qué mentira nueva contarle ahora? La primera fue jurarme que me protegería - se dijo -. Y ahora quiere mentirme de nuevo.

Varel tomó aire para coger la fuerza necesaria para sincerarse.

- No recuerdo muy bien lo ocurrido  - dijo finalmente sintiendo el corazón en la boca -. Cuando me he despertado, no sabía ni donde estaba. Patrexs me a contado que… que yo… - se le secó la boca y tragó saliva pesadamente -. Que te hice daño.

Se hizo el silencio mientras los pájaros seguían cantándole a la mañana y los insectos continuaban comiendo o trasportando polen de un lado para otro. El príncipe esperó su reacción sin atreverse a mirarla. ¿Qué le diría ella? Pero pasaron los segundos y luego los minutos sin que ella dijese nada. Entonces la miró. Criselda le devolvió la mirada. Aquella mirada le encogió el corazón ¿Por qué estaba tan silenciosa?

“Dime algo.”

- ¿No me dices nada? - preguntó el con cautela.

- ¿Qué esperas que te diga? - respondió ella por fin.  

Carraspeó para aclararse la voz.

- No lo sé - confesó.

- Entonces será que no tengo nada que decirte y tú en cambio sí.

Eso lo dejó completamente trastornado y lleno de remordimientos. Sí; era él el que tenía que hablar pero quería que ella le respondiese de otro modo y no con evasivas. 

- No quería lastimarte - dijo a media voz avergonzado. 

- ¿Cómo lo sabes? - le atacó ella cruelmente -. Tu mismo afirmas que no lo recuerdas demasiado bien.

- Estas siendo muy cruel conmigo - le recriminó sin poder evitarlo.

Ella frunció el ceño y se volvió hacia él.

- ¿Cruel? - dijo con los dientes apretados -. ¿Yo? ¿Qué sabrás tú lo que es la crueldad? ¡Yo sí lo sé! Ser cruel es lastimar a alguien a quien as jurado proteger. Eso es crueldad.

Varel se puso blanco y dejó de sentir su corazón. No, ¿qué había hecho?

- Criselda… - la llamó en un susurró agónico. 

Pero ella no le escuchó.

- Crueldad es golpear a alguien indefenso, crueldad es intentar matar a alguien desarmado y en el suelo. ¡Aquí el único que es cruel eres tú! - espetó con los ojos llenos de lágrimas furiosas -. Tú fuiste el que intentó matarme así que no me hables de crueldad.

Se puso en pié y se dirigió a grandes zancadas hacia el camino por el que había llegado allí.

- Te agradecería que no me buscaras más. Ya es demasiado difícil para mí estar cerca de ti ahora. Te tengo miedo - le confesó mirándole a los ojos -. Tengo miedo de que me hagas daño de nuevo. Déjame en paz, por favor - imploró en un murmullo ahogado. 

Criselda dio media vuelta y se marchó corriendo dejándole solo. Las lágrimas caían por sus mejillas y lo único que deseaba era que Xeral la consolara. Pero no estaba. Había partido en dirección al castillo antes del amanecer en una discreta avanzadilla para informar a la corte del palacio de Sriakxs de los últimos acontecimientos. Y ella había tenido que quedarse atrás con un esposo al cual temía y a la vez - irracionalmente - deseaba.

Varel se derrumbó más en el banco y miró los setos que conformaban la pared del laberinto que había frente a él. Un colibrí aleteó cerca de una gran campanilla blanca e introdujo su pico para beber el dulce néctar de la flor. Se lo quedó mirando sin dar crédito a lo que acababa de suceder. Se sentía destrozado he inmensamente vulnerable. ¿Por qué había tenido que acabar así aquella conversación? Él había deseado arrastrarse si hacía falta y pedirle perdón mil veces por haber hecho lo que hizo.

“Yo no quería hacerte daño. Ni si quiera lo recuerdo. Mi yo racional no lo haría jamás.”

Y ese era el verdadero problema: que no lo recordaba en absoluto. Golpeó con rabia el banco con el puño derecho y sintió como la madera se astillaba bajo sus nudillos. Por todas las almas malditas del inframundo ¿por qué tenía que pasarle todo a él y a la vez? Cada vez que daba un pasito en la relación turbulenta con su esposa, sucedía algo que les alejaba tres pasos. No avanzaba, esa era la realidad.

Su relación estaba condenada al fracaso.

Pero la amaba. ¿Qué debía hacer con ese amor que le carcomía hasta las entrañas? Para que negarse la absurda e irreal realidad, lo que a él le dolía más que otra cosa era haber incumplido su promesa de  protegerla. 

“Si solo hubiese podido confesarle que la amaba. Si me hubiese permitido abrazarla y besar cada palmo de su piel, hubiese sabido que no miento, que la amo por encima de todo.”

Le hubiese jurado de nuevo que la protegería hasta de él mismo.

Pero Criselda le tenía miedo, se lo había confesado y la herida supurante que le había abierto sin piedad, sería incapaz de cerrarse.

 El cielo comenzaba a oscurecer mientras miraba por la ventana de la altísima torre. Todos los libros estaban esparcidos por doquier y tenía un dolor de cabeza terrible. Llevaba dos noches en vela inmerso en sus investigaciones y sentía que le iba a estallar la cabeza. 

Ya no podía más.

Unos suaves golpes tocaron a la puerta y él torció el gesto hasta clavar su mirada negra en la madera de roble.

- Adelante - dijo.

Lo primero que vio cuando la puerta se fue abriendo, fue una bandeja con un humeante guiso y una taza increíblemente cargara de café. Pero lo mejor de todo era la visión de la mujer que portaba dicha bandeja.

- Hola amor mío - le dijo Yenara con su dulce voz y una sonrisa en los labios -. He pensado que ya estarías terriblemente cansado y he decidido traerte algo para comer.

- Siempre piensas en mí - dijo él en tono sugerente mientras se apartaba de la ventana y se acercaba a su esposa.

Yenara soltó la bandeja sobre la mesa apartando unos gruesos volúmenes de relatos de dragones. Qurín la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí para besarla. Ella se prestó dócilmente a que él tuviese todas las facilidades para hacerlo. Sus labios se unieron y se besaron apasionadamente pero muy lentamente, profundizando en la boca del otro sin dejar ningún recoveco sin explorar. 

Nunca se cansaría de ella. ¿ Y cómo hacerlo? Yenara era más que su hermana pequeña y más que su esposa. Era su alma gemela, su otra mitad y su vida entera. Sin ella, simplemente sería un simple ser vivo más en el mundo sin metas y sin sentimientos.

Cuando se separaron, los dos estaban acalorados y en sus venas ardía el deseo. Pero tendrían que dejarlo para más tarde. Tenían toda la noche para hacer el amor.

- ¿Has encontrado algo? - le preguntó ella dándole un pequeño beso juguetona. Él le mordió el labio antes de soltarla a regañadientes.

- Nada, solo leyendas y fábulas. Él único libro real de dragones que existe, es el que hay en la biblioteca de palacio.

Ella asintió con las mejillas arreboladas y un brillante ardor en sus ojos grises iguales a los suyos a pesar de no ser negros. Qurín la contempló hambriento de lujuria pero se contentó con sentarse y paladear el guiso. Estaba muerto de dos hambres distintas y estaba dispuesto a saciar una de ellas ahora.

- Es increíble que se haya recuperado tan pronto - comentó su esposa.

- El príncipe está lleno de sorpresas - dijo después de tragar. 

Y no solo eso; Varel era muy fuerte. Todo su cuerpo era increíblemente resistente por su extremada genética. Era más dragón que Gratén.

- ¿Cómo le has encontrado? - le preguntó. Yenara se encogió de hombros.

- No sabría qué decirte. Físicamente está mucho mejor. Las escamas le han desaparecido del rostro y el tono de su piel está perdiendo progresivamente el tono enfermizo. Pero…

- ¿Pero qué? 

- No sé, estaba muy extraño. Alicaído sería la expresión más correcta para describirle.

- Supongo que será porque ya tiene constancia de lo que ocurrió con Criselda.

Yenara se pasó el cabello por el hombro para peinárselo distraídamente. Era una costumbre que había tenido desde pequeña cuando algo la preocupaba.

- Seguramente, pero hay algo más.

- ¿A qué te refieres?

Ella dudó unos momentos mirándole a los ojos.

- Cuando le he examinado esta tarde he visto algo que antes no estaba, algo que no tendría que estar. - Frunció el ceño -. Él nunca a tenido cicatrices y ahora tiene una.

Qurín dejó la cuchara en el plato. Todo su interés estaba en las palabras de su esposa.

- ¿Dónde?

- En su palma derecha. Es la marca que le hizo Criselda en el intercambio de sangre.

- Eso no es posible - murmuró el erudito incrédulo -. La cicatriz se borró.

- Pero está; ahora está y juro por Gea que antes no la tenía.

Qurín tomó su taza humeante de café fuerte y negro, y bebió un buen sorbo. El líquido amargo le despejó la mente y le aclaró las ideas al instante. Aquello era una droga benigna que en su raza producía un estímulo mayor que a otros seres mortales.

- ¿Qué crees que quiere decir? - preguntó él.

- ¿Biológicamente? No lo sé.

- ¿Entonces es cosa de Urano y Gea?

- Es lo más probable. No tiene explicación lógica.

Qurín se terminó la taza de café y se levantó. Estaba agotado y no tenía más ganas de pensar en dragones ni en el príncipe. Solo quería poder volver a ser un simple hombre y no el erudito de todo un reino. Tomó la mano de su esposa y la atrajo de nuevo hacia él. Hundió la nariz en su cabello y aspiró su aroma a flores. Aquello era un bálsamo paradisíaco para todo su ser.

- Vamos a nuestra alcoba. Quiero perderme en tu interior amor mío, y olvidarme de todo por una sola noche. Mañana será un nuevo día.

- Qurín - le llamó ella mientras le tomaba el rostro con las manos.

Se besaron y todo tomó un nuevo color, una nueva densidad y un nuevo mundo. 

No hizo falta salir de allí.

Varel se miró por enésima vez la pala de su mano derecha. Estaba marcada cuando antes no lo había estado. Miró el cielo estrellado sentado en el tejado de ladrillo azul de la torre en la que se alojaba. La ciudad seguía siendo hermosa en la semioscuridad. Miles de antorchas iluminaban los intrincados caminos al igual que las puertas de las altísimas torres de mármol.

La noche era fresca y deliciosa después de un día caluroso de verano, pero dentro de su corazón hacía un frío que no podría ni rivalizar con el invierno. Apartó la mirada del paisaje y volvió a contemplar la marca de su palma. La línea era profunda e irregular y recordaba perfectamente cuando Criselda se la hizo en el ritual. En aquel entonces había desaparecido como cualquier otra herida producida en su cuerpo. Pero ahora había aparecido de la nada marcándolo como a cualquier mortal más.

Los dioses le habían mandado un mensaje, estaba seguro. Solo ellos podrían devolverle esa marca que ya no existía. Y sabía perfectamente lo que quería decir aquello. Está es tu pareja, esta es la mujer que está destinada a estar contigo y por ello te damos una prueba de ello: el vinculo que lo demuestra y lo hace real.

Pero estaban equivocados.

Puede que Criselda pudiese engendrar en su vientre la nueva raza de dragones que todos esperaban y anhelaban, pero en su corazón jamás habría un lugar para él. Hubo un efímero momento en que ella le consideró algo importante, pero aquel tintineante sentimiento se había perdido en un mar de miedo y dolor y ya sería incapaz de recuperarlo.

Varel contempló el tentador vacío y deseó deslizarse hacia abajo y dejarlo todo atrás. Puede que fuese uno de los mejor guerreros de su raza, pero interiormente era vulnerable. Su alma era débil y hacía mucho que había sido herida de muerte y ahora Criselda acababa de exterminarlo por completo. 

Un ligero movimiento lo distrajo y se asomó más hacia el borde. Alguien estaba subiendo por la cuerda que él había utilizado para llegar al tejado y no era otro que Hoïen. Su silencioso y leal compañero de armas, se encaramó al tejado en un santiamén y con facilidad pasmosa, se sentó con soltura a su lado.

- ¿Qué haces aquí arriba? - le preguntó mientras cruzaba los brazos.

- Pensar; sentir - respondió Varel.

Hoïen le miró de reojo y fijó sus ojos rubí hacia el horizonte.

- No es bueno pensar tanto, te dañas el alma.

- Mi alma ya está dañada sin que yo tenga que hacer nada.

El alto guerrero soltó un suspiro sin dejar de mirar al horizonte, sin parpadear.

- ¿Por qué no dejas de hacerte más daño Varel? Déjalo estar.   

¿Qué lo dejase estar? ¿Qué no se hiciese más daño? ¿Y eso como se hacía? ¿Cómo, por Urano, podría lograrlo? Ojalá pudiese dejar de sentir.

- No sé como hacerlo. Mi madre solía decirme que solo sabía autodestruirme.

- En eso tenía mucha razón - dijo el inesperado hablador Hoïen -. Eres muy sensible, te afectan demasiado las cosas.

- Sé que eso me hace débil y que ese es mi gran defecto.

- En eso te equivocas - le contradijo -. Puede que sea cierto que tu capacidad de sentir intensamente sea una debilidad, pero no es un defecto. Esa es tu naturaleza, así es tu corazón y eso te hace ser quien eres.

- ¿Y de qué me sirve saber quien soy cuando este dolor me asfixia sin control? - dijo con la voz temblorosa -. ¿De qué me sirve todo ese sufrimiento?

- Eso es lo que nos hace ser humanos. Comprender el sufrimiento y el amor es lo que nos hace ser más que animales.

Una lágrima cristalina y pura se derramó de su ojo azul.

- Hoïen - murmuró - necesito que hagas algo por mí.

- Lo que necesites, mi príncipe, ahí estaré siempre para complacerte y ayudarte.

Varel sonrió con tristeza antes de decir:

- Dile a mi corazón que aún sigo aquí.

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