Capitulo cuatro
Intercambio de sangre
Varel.
Varel.
Varel.
Su nombre repiqueteaba en su mente como las gotas caídas de una estalactita a una estalagmita, un suave murmullo tan agradable que podías dejarte mecer por él.
Todo pareció desvanecerse y desaparecer para existir solamente ella y él.
Nunca había visto a un hombre tan increíblemente apuesto y hermoso. En aquellos momentos hubiese agradecido que su copa aún tuviese algo de vino.
La alta y esbelta figura del príncipe, estaba ataviada con una increíble armadura azul llena de zafiros como escamas de dragón que le daban una porte majestuosa y heroica. En Senara, miles de trovadores hubieran escrito gustosos miles de canciones simplemente de la magnificencia de aquella armadura. ¿Y qué decir de su rostro de líneas angulosas y perfectas? Su piel bronceada contrarrestaba perfectamente con el color castaño oscuro de su cabello corto. ¿Y sus cejas? Maravillosamente delineadas enarcando unos extraños ojos bicolor con espesas pestañas ónice. El izquierdo era del mismo color oscuro de su cabello y el derecho era como el despejado cielo azul.
No, no como el cielo azul - se dijo sobrecogida -. Como el azul de un bloque punzante de hielo.
Aquel ojo no parecía de aquel mundo y mucho menos humano.
El azul de aquel ojo destellaba la mismísima muerte.
El instinto salvaje de algo primitivo y que deseaba ser libre.
La tela blanca de la entrada se cerró y el príncipe penetró más en el interior de la tienda.
- Te esperaba hijo - le saludó Riswan.
Él pareció no escucharle, simplemente la miraba como si en realidad no estuviese allí. Su mirada parecía traspasarla.
Qurín se aclaró la garganta y Varel se acercó a ella. Criselda, temblando aún, esperó con las manos aún sudorosas su llegada. El joven príncipe heredero se inclinó ante ella y la tomó repentinamente del brazo. Sin esperarse aquello, casi ni se dio cuenta de cómo él la alzaba sin esfuerzo y la ponía en pie. El sonido que hizo su vestido de satén blanco y verde al estirarse la avisó de que ya no estaba sentada entre cojines no así sus ojos que estaban fijos en los de Varel apenas sin pestañear.
¿Qué le estaba haciendo aquella especie de adonis salido del abismo? Su mirada le provocaba un terror visceral y aún así no podría apartar la mirada. Y ni siquiera la había saludado.
Ella se esforzó en hacerlo y sin tartamudear.
- Alteza - dijo con una voz extraña. Si no fuese porque sabía que acababa de mover los labios, creería que había hablado otra persona.
Él no le dijo nada; solo miró a su padre.
- Comencemos - le dijo sin soltarla.
- Te seguimos - contestó su padre con una sonrisa de triunfo -. Todo está listo.
Varel se giró rápidamente hacia la salida de la tienda aferrándole el brazo y haciendo que ella le siguiera. Desconcertada, Criselda le siguió a trompicones maldiciendo la ancha falda de volantes. Al salir de la tienda, el príncipe se detuvo y ella - parándose justo antes de chocarse con su espalda - intentó ver algo tras su largo cuerpo.
Los Hijos del Dragón habían formado un largo pasillo que conducía hacia la orilla del estanque del valle. Todos vestían con sus toscas armaduras de acero de guerreros. Aquellos eran simples soldados y no nobles para tener una armadura ceremonial tan increíbles como sus dignatarios reales. En cambio - al fondo de toda aquella hilera de personas -, en la orilla del valle, se podían distinguir tres figuras de resplandecientes armaduras. Desde aquella distancia, la princesa no podía verles el rostro pero los destellos naranjas como el fuego de una armadura negra le dijeron que uno de ellos era el príncipe Xeral.
Los Hijos del Dragón hincaron una rodilla al suelo y agacharon la cabeza a la vez que se llevaban la mano al corazón. Aquellos hombres y mujeres se habían postrado ante su príncipe y futuro monarca.
Criselda sintió que la mano de su futuro esposo bajaba de su brazo y que sus dedos rozaban su mano suavemente. Varel soltó un sentido suspiro mientras entrelazaba sus dedos con los suyos.
- Acabemos con esto - dijo aunque la joven no supo atinar si se lo decía a ella o a sí mismo.
Despacio y al unísono, los dos príncipes avanzaron solemnes hacia el estanque seguidos por el rey Riswan y el erudito Qurín.
A la princesa aquella procesión se le hizo eterna. La mano de Varel le quemaba y tenía que concentrarse para no perder los estribos y controlar los nervios. Aunque los dedos de su futuro esposo se entrelazaban con los suyos de un modo perfecto y delicado, ella deseaba con todas sus fuerza soltarse. No quería nada con él. Una auténtica paradoja se dijo, ya que pronto tendría que tener muchas cosas con él.
Pero es que ni siquiera se había dignado a dirigirle la palabra. Lo único que había echo era mirarla - si es que aquella mirada rabiosa y extraña se le podía considerar mirada - y cogerla de mala manera del brazo para después tomarla de la mano como si tal cosa.
Era un maldito maleducado.
Un maleducado maníaco hermosísimo.
Y estaba a punto de prometerse con él.
Por fin, recorrieron todo el camino hasta la orilla del estanque y se detuvieron frente a los tres guerreros con resplandeciente armadura. Como ya advirtiera la princesa, uno era el príncipe Xeral ataviado con la misma armadura ceremonial que portase en su castillo el día anterior pero sin las garras entre sus dedos. A los otros dos hombres aún no tenía el gusto - o la desgracia - de conocer. El que tenía frente a ella era rubio y portaba una armadura dorada con unos pendientes en forma de lágrima de ámbar. En sus hombros, descansaba una capa de piel dorada y en una de sus manos de largos dedos, llevaba una garra de turmalina amarilla. En la otra mano portaba un cuchillo con extrañas runas en la hoja con el mango de lapislázuli.
Al lado de éste y frente a Varel, había el hombre más alto que había visto en su vida vistiendo una armadura roja como el aterrador color de sus ojos. Sus pequeños pendientes eran negros de ónice. También llevaba una capa de piel escarlata y una única garra de turmalina roja, pues como su compañero, en la otra mano portaba un cuchillo idéntico pero con el mango de jade.
Sin soltarle la mano, Varel se arrodilló en el suelo y ella no tuvo más remedio que imitarle quedando uno frente al otro. El hombre de la armadura dorada se puso tras ella y el de la armadura roja tras él. Xeral se quedó donde estaba y Riswan, junto con Qurín, se colocaron uno a cada lado del príncipe. Una gran solemnidad secundada con una gran silencio se hizo en el lugar.
Todas las miradas estaban clavadas en ellos dos.
Acababa de comenzar el ritual ceremonial del intercambio de sangre.
Sin decir una palabra, el guerrero altísimo de la armadura roja cogió el chuchillo por la hoja y colocó el mango en el hombro de Varel. Éste alzó la mano que no tenía entrelazada con la suya - la izquierda - y cogió el cuchillo. Sin mirarla, expuso la palma de su pequeña mano de mujer y acercó el filo acero a su carne. Un efímero latigazo de dolor le hizo fruncir mínimamente el ceño mientras la sangre empezó a fluir del recto y poco profundo corte.
Varel soltó el cuchillo sobre la mullida yerba verde de la orilla del lago y se inclinó hacia su palma sangrante. Sus labios calientes le rozaron la piel y su lengua lamió la sangre con cuidado, como si no quisiera lastimarla. Aquel gesto hizo que se sonrojase sin saber por qué. En un principio, creyó que le desagradaría que él tocase de aquel modo tan íntimo su piel, pero descubrió que le recorría una extraña sensación entre agradable y placentera.
Su prometido se apartó de ella demasiado pronto para su gusto - por mucho que le costara reconocer - y sintió que era su turno. Notó el ligero contacto y peso del mango lapislázuli del cuchillo en el hombro y alzó la mano derecha para cogerlo. Una vez en sus manos sintió que todo los nervios se desvanecían, concentrada en el ritual. Miró al príncipe a los ojos y vio en ellos un brillo frío e intenso.
Con la mano manando sangre, expuso la aún inmaculada e intacta de Varel y sin pensárselo ni una vez, le cortó la palma. El corte fue más profundo de lo que pretendía, pero él ni se movió ni pestañeó. Soltó el cuchillo a un lado y se inclinó hacia la palma extendida que esperaba el contacto de sus labios. El tacto de su piel era áspero pero no le molestó en absoluto todo lo contrario, le gustó. Sin timidez y sin titubear, sacó su lengua y procedió a lamer la gran cantidad de sangre que su corte había provocado. Ahora si que percibió una leve reacción en Varel.
Un estremecimiento.
El corazón se le aceleró.
El sabor de su sangre era deliciosamente fuerte y salado.
Se apartó de él sintiendo los labios pegajosos y clavó su mirada verde jade en sus ojos bicolor. Volvieron a entrelazar sus manos heridas y un cosquilleo le recorrió todo el cuerpo cuando su sangre se mezclo con la suya. Notó el latir de su propio corazón en la palma al igual que el de Varel. Sus corazones parecían uno solo. La joven cerró los ojos cuando el príncipe fue acercándose a ella despacio para juntar sus frentes.
Seguía reinando el silencio y la solemnidad en el ritual.
Pasaron unos minutos antes de que se separasen y él soltase, al fin, su mano. Cuando lo hizo, los Hijos del Dragón estallaron en vítores y en aplausos. El guerrero de la armadura dorada la ayudó a ponerse en pie y cuando miró en dirección a Varel, vio que este se marchaba con el desconocido de la armadura roja.
Ahora que ya no tenían las manos unidas, la sintió helada. Los Hijos del Dragón comenzaron a dispersarse y a continuar con sus quehaceres. Aún quedaba preparar la boda de aquella noche. Dirigió su mirada hacia el rey, su hijo y el erudito. Los tres hablaban en voz baja entre ellos.
- Venid conmigo princesa - le dijo el apuesto hombre rubio -. Tenéis que vendaros la herida y comer algo.
- Perdonad señor, pero no sé vuestro nombre - le dijo ella mientras le seguía de vuelta a las tiendas.
Él le dedicó una esplendorosa sonrisa.
- Perdonad mi descortesía princesa. Me llamo Patrexs y soy compañero de armas de vuestro prometido.
- Es un placer - respondió ella sujetándose la mano herida he intentando no mancharse el vestido.
Ahora el camino de regreso al centro del campamento se le hizo inmensamente corto y sintió que los Hijos del Dragón ya la miraban de un modo menos curioso y hostil. Ahora era prácticamente una de ellos y cuando estuviese casada con su príncipe, ella pasaría a ser formalmente su princesa.
El guerrero Patrexs, la guió hasta la tienda azul de Varel he hizo a un lado la tela de la entrada para hacerla pasar. El interior de la tienda era muy austero y eso le hizo saber que Varel no era muy proclive a los lujos. Solo había un diván, una mesa con una silla, unos expositores con tres espadas largas y finas con vainas diferentes, dos baúles de madera, una alfombra y un lecho de pieles con cojines al lado de un fuego lleno de brasas.
Criselda recorrió la tienda con la mirada y se dejó caer pesadamente en el lecho de pieles. Aunque estaba sola en la tienda - y sospechaba que lo seguiría estando durante bastante tiempo - sentía allí dentro la esencia del dueño de aquel lugar improvisado.
- Os traeré algo de comer y a alguien que os cure la herida - escuchó que le decía la voz del guerrero.
Ella asintió distraída acomodándose entre los cojines y dejando la mano sobre su vestido de satén. Había olvidado completamente que no debía mancharse el vestido. Patrexs se marchó y ella clavó la mirada en las brasas ennegrecidas del fuego. Ahora que estaba sola y podía pensar con tranquilidad, rememoró todo el ritual del intercambio de sangre. En aquellos momentos algo misterioso la envolvió, como si aquel ritual fuese algo más que una escabrosa ceremonia bárbara.
Algo mágico.
Lo cierto es que cuando juntó su mano sangrante con la de Varel, notó que en verdad se volvían uno solo; que sus sangres eran las mismas al igual que el latido de su corazón. Y no solo eso. El contacto de su mano y el de sus labios fue cálido y agradable. Se podría decir que hubo incluso algo de ternura. El tacto suave de sus dedos no tenía nada que ver con el brillo salvaje de sus ojos.
Estaba confundida y - ahora que casi todo había pasado - terriblemente casada. La noche en vela le estaba comenzando a pasar factura. Le pesaban los parpados y su cuerpo se estaba relajando sin que pudiese evitarlo. Sin más, Criselda cerró los ojos y sin darse apenas cuenta, se quedó dormida.
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